Régimen de esclavitud de los sacerdotes del Opus Dei

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Por Doserra, 31.07.2006


En mi anterior escrito sobre La deformación de la figura del sacerdote en el Opus Dei, que se inspira en otro -agudísimo- de E.B.E., La vocación sacerdotal en la Obra, se hizo referencia a la desacralización que se realiza en la Prelatura con la vocación sacerdotal. Ésta pasa a convertirse más en una función externa, como el sacerdocio levítico del Antiguo Testamento, que como una transformación interior que identifica ministerialmente con Jesucristo, Cabeza y Pastor de su Iglesia. Más aún, el sacerdocio deja de entenderse como una vocación divina para convertirse en una decisión empresarial que se adopta en función de los intereses y necesidades institucionales. Los candidatos al sacerdocio ya no tienen que preguntarse si Dios les llama al ministerio ordenado, sino si se sienten dispuestos a aceptar la llamada del Prelado. Y esto tiene diversas consecuencias que, en su conjunto, configuran para los sacerdotes del Opus Dei un régimen de sometimiento tal a la institución, en el ejercicio de sus funciones ministeriales, que puede calificarse de esclavitud.


Régimen económico

Esta falta de libertad se da, en primer lugar, en lo más elemental. Según vimos, el sistema de selección, previsto por el Fundador para el sacerdocio, no facilita la libertad en la aceptación de la llamada a ordenarse. Pero es que el régimen de vida económico al que se somete a los ya ordenados, tampoco favorece la libertad de su actuación y perseverancia.

Trinity ha tratado ya muy lúcidamente esta cuestión, al explicar las consecuencias que tiene para la Obra el régimen de esclavitud en que mantienen a los que trabajan a su servicio: a los Directores y sacerdotes. Por eso, sólo me referiré a que estemodo en que la Obra o el Prelado “cuidan” de sus sacerdotes, a cuyo sustento deben proveer por ley canónica, tampoco facilita su excardinación, si el caso se analiza desde una perspectiva estrictamente material...

En efecto, en los países desarrollados, a diferencia de sus colegas diocesanos, los sacerdotes de la Obra carecen de ingresos, de sueldo y de todo tipo de seguros y cobertura de seguridad social, por sus servicios en la Prelatura. En estas condiciones es obvio que, si abandonaran la institución después de años de trabajo y dedicación a la Obra, se encontrarían completamente desamparados, como los indigentes más necesitados, sin patrimonio ninguno y ni siquiera cobertura social. Y, como explicó Trinity en el citado artículo, su paupérrima situación es en efecto peor que la de quienes dejan las “familias de religiosos”.

Es ésta una de las muchas contradicciones del Fundador. En aras a que no hubiera nadie en la Obra sin libertad para marcharse, determinó que no se incorporaran a vivir en los Centros l@s Numerari@s que no tuvieran resuelto su sostenimiento económico. Pero luego permitió el susodicho régimen de esclavitud para los que trabajan al servicio de la institución: con lo cual, además, se pone en cuestión que la libertad fuera la razón por la que no quería que se incorporaran quienes pudieran ser gravosos económicamente.

¿Dónde está aquí aquella supuesta igualdad entre laicos y sacerdotes de la Obra, que el Fundador tanto preconizaba? Desde la perspectiva material, al menos, tal igualdad no existe. Pues, a diferencia del sacerdote, un Numerario laico podría contar con su autonomía profesional, si no la pierde por su dedicación a los trabajos internos de la Obra durante años. Y esto es importante pues, como muestra la experiencia de la vida secular, una cierta independencia profesional y económica siempre es necesaria para el despliegue de la libertad sin trabas.

Sacerdotes de y para la institución

Con lo que se viene mostrando, puede advertirse que aquí todo está pensado para tener a los sacerdotes completamente sometidos a las directrices institucionales. La doctrina católica entiende que el sacerdote es ministro de Cristo y de la Iglesia universal (cfr. CEC 1552) y no un servidor de una autoridad humana o una comunidad particular, según vemos que sucede en el Opus Dei. Como consecuencia, en la Obra no se entiende el sacerdocio como un don que “prepara, no para una misión limitada y restringida, «sino para una misión amplísima y universal de salvación» (C. Vaticano II, Presbyterorum ordinis, 10)” (CEC, 1565). Su ser sacerdotes de la institución les lleva a serlo para la institución y no para toda la Iglesia.

En efecto, esa visión desacralizada del ministerio ordenado como algo meramente institucional, repercute en la noción de la misión sacerdotal, que deja de ser católica o universal y pasa a ser sectorial. Sacramentalidad significa, en el sacerdocio, configuración con Cristo cabeza en su servicio al cuerpo entero de la Iglesia y a todas las almas. Pero en la Obra es como si no interesara el sacerdocio por sí mismo, sino para que la institución sea eclesialmente autosuficiente y no tenga que recurrir a sacerdotes que no dependan del Opus Dei. De esta forma, al autoabastecerse, la Obra puede organizarse al margen de la jerarquía ordinaria, con la tendencia a convertirse en una “Iglesia paralela”, por más que ni el Prelado ni los Directores deseen explícitamente ese resultado. En rigor, más que como una “Iglesia paralela”, habría que decir que acaba funcionando como una institución de “dentro” pero con rasgos sectarios, porque en efecto hace “grupo aparte” diciendo que no lo hace.

En todo caso, esta orientación del ministerio al servicio de los intereses institucionales provoca una instrumentalización de la triple función del sacerdote, que resulta seriamente afectada en su catolicidad. La predicación pasa a pivotar sobre las enseñanzas del Fundador y no sobre la Palabra de Dios; y, si ésta se predica, es casi sólo para corroborar el carácter sobrenatural del carisma fundacional. En el ámbito de los sacramentos, la Eucaristía es celebrada con tintes particularistas que no tienen sentido en una institución cuyo Fundador afirmaba que carece de “liturgia propia”; y la Confesión se utiliza para confirmar las directrices de los Directores, más allá del “muro sacramental”, que decía el Fundador. Finalmente, la función pastoral del sacerdote es prácticamente anulada al ser puesta al servicio y bajo el control de un gobierno de laicos.

El ministerio pastoral sometido a un gobierno de laicos

Esto es así porque en la Obra son siempre laicos quienes asumen el gobierno local, que es donde se dilucidan las cuestiones prácticas de los fieles de la Prelatura. Además, en los niveles superiores del gobierno, los únicos sacerdotes que ocupan cargos son el Prelado y sus vicarios:

“No son los sacerdotes de ordinario para mandar. En el Consejo General habitualmente hay sólo cuatro sacerdotes; todos los demás –en número sin comparación mayor- son laicos. En las Comisiones Regionales, los únicos sacerdotes Directores son el Consiliario y el Sacerdote Secretario; todos los demás son también laicos. Los gobiernos locales están formados siempre por laicos. Se puede asegurar, por tanto, que los laicos tienen una mayoría muy grande en los cargos de gobierno de la Obra” (Carta Ad serviendum, 8.VIII.1956, n. 7).

Esta realidad se disimula en los Estatutos, donde los consejos de laicos que asisten al gobierno del prelado y vicarios en los distintos niveles aparecen como meramente consultivos, cuando en realidad tienen capacidad de decisión. Y lo camuflan porque resulta chocante que una figura jurídica clerical jurisdiccional, como son las prelaturas, sea gobernada por laicos, que propiamente no pertenecen a ella y que, al no haber recibido la potestad sagrada, no pueden detentar la potestad de régimen, sino sólo colaborar (cfr. CIC, 129). Si estuviéramos hablando de tareas de dirección como las que se realizan en las meras asociaciones de fieles, no habría ningún problema. Pero resulta ilógico que una institución clerical, sine proprio populo, esté gobernada fundamentalmente por laicos, mujeres y hombres. Y desde luego es un contrasentido postular –como hacen- que la Prelatura del Opus Dei ha de ser considerada como parte de la jerarquía institucional (un modo de autoorganizarse la Iglesia), mientras internamente confían su gobierno a fieles laicos.

Pero la cosa no queda en que, en las cuestiones organizativas de los apostolados de los Centros, los sacerdotes, a pesar de estar en una prelatura personal y no en una asociación de fieles, hayan de depender de un gobierno de laicos. Su misma actividad pastoral ha de someterse al gobierno de laicos, lo cual no ocurre ni en las asociaciones de fieles, sobre todo en los asuntos propiamente sacramentales y litúrgicos, y, mucho menos, en la dirección espiritual personal y confesión. Pero en la Obra controlan con quién se tienen que confesar los miembros y obligan a los sacerdotes a obedecer a los laicos cuando proporcionan (los sacerdotes) acompañamiento o dirección espiritual personal a las personas que acuden a su ministerio en los apostolados de la Prelatura.

Institución jurisdiccional gobernada por laicos

Es curioso que ponga tanto empeño en autopresentarse como una estructura jerárquica de la Iglesia -aunque ésta no considere así a las prelaturas personales en su Código de 1983- una institución en la que sus sacerdotes, salvo las excepciones necesarias para guardar los requisitos canónicos, participan en el gobierno de la misma, como hemos visto, menos que en las asociaciones de fieles. Sólo el interés por satisfacer autónomamente sus peculiares necesidades pastorales, explica que una institución en la que los sacerdotes no gobiernan se presente como una estructura jerárquica.

Pero, ni por su origen ni por su praxis, la Obra ha sido nunca una institución de ese estilo. Su carisma propio es laical, no jerárquico. Y todas sus singularidades entitativas o de organización interna han pretendido justificarse siempre en ese “carisma divino”. De hecho, sus modos de funcionamiento habitual se han desenvuelto con absoluta independencia de las formas canónicas clericales que la Santa Sede le fue otorgando en su primera historia. Entre ellos, éste de que los sacerdotes sometan su ministerio pastoral a un gobierno de laicos. Es una de las muchas contradicciones del Opus Dei, que en este caso reconoció el mismo Fundador:

“La Obra, de hecho, es eminentemente laical; aunque de derecho sea clerical, porque el Presidente General y los Consiliarios Regionales han de ser siempre sacerdotes; porque la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz completamente la vivifica (Decretum laudis, 1947); y porque todos los socios Numerarios –aunque lleguen pocos a recibir las órdenes sagradas- están en preparación para el sacerdocio, ya que viven todas las virtudes sacerdotales y hacen –a altura universitaria- todos los estudios propios de los sacerdotes” (Carta Ad serviendum, cit., n. 7).

El fuero interno sometido a Directores laicos

Como decíamos, lo peor de todo esto es que la ayuda más íntima en el camino de la santidad, como es la pastoral de las almas, su dirección espiritual y la guía moral de sus conciencias, se arrebata al ministerio de los presbíteros y, por principio, se atribuye obligadamente a los Directores laicos, varones o mujeres. Y esto sí es más preocupante. De hecho está siendo fuente continua de “abusos” con grave daño de muchas personas, por más que sean conductas sin una especial mala intención ni mala conciencia; o, dicho de otro modo, conductas de “buenas intenciones”, cuyas causas ya se han analizado ampliamente en esta Web.

La dimensión más perversa del hecho está en que, para justificar esa práctica, ese munus –oficio- se atribuye objetivamente a la institución, a su gobierno, que “en teoría” es el Prelado de la Prelatura personal: obviamente, un ordenado in sacris que podría atender a sus fieles en el fuero externo e interno. Pero, después, la función se ejerce a través de una burocracia institucional de laicos, al margen del ministerio de los presbíteros, aunque con su ayuda, como si todo fuera una cuestión más de fuero externo, llegando al extremo de “someter” el ejercicio del ministerio sacerdotal de la Prelatura a las directrices de los “gobiernos” de laicos.

El Vademécum de sacerdotes, por ejemplo, se expresa en estos términos:

“En el Opus Dei, la dirección espiritual corresponde, en primer lugar, a los Directores locales, laicos, con los que también los sacerdotes tienen su charla fraterna; después, a los sacerdotes de la Obra, a través de la confesión sacramental. Los sacerdotes saben que, para colaborar eficazmente en la dirección espiritual personal de los fieles de la Prelatura, han de confirmar en todo, ordinariamente, las directrices que los demás reciban en la charla fraterna: sólo una completa armonía entre ambos consejos asegura la adecuada dirección espiritual de las personas de la Obra” (p.41).

¿No es sorprendente que, en materia de santificación, el ejercicio del ministerio sacerdotal haya de someterse a las directrices de unos “Directores laicos” que, según las normas del derecho canónico, ni siquiera pueden detentar la sacra potestas ni del Prelado ni de sus Vicarios o, como mucho, sólo cooperari possunt?

En este disparatado sometimiento, no faltan ocasiones en que hasta el mismo sigilo sacramental queda en el filo de la navaja. Basta un ejemplo concretísimo para advertir que no se está exagerando: cuando algún fiel de la Prelatura se acusa en su confesión de alguna incoherencia moral grave, se le impone como requisito para recibir la absolución sacramental que esté dispuesto a cumplir una de estas dos condiciones: o a manifestar esos pecados a sus Directores, o que pida la salida de la Obra. Este abuso tiene su origen en una muy determinada directriz interna del Prelado a sus sacerdotes, que aparece recogida en las Experiencias de práctica pastoral, donde se dice:

“Si alguna vez —por falta de formación— un miembro de la Obra no diera a conocer a sus Directores circunstancias o hechos de su vida que desdicen de nuestra vocación o que son obstáculo para nuestra labor; y en cambio comunicase esos hechos en la Confesión, el sacerdote —‘dejando claro que no lo manda’— debe aconsejar a esa alma que, por el bien suyo y de la Obra, hable sincera y confiadamente con sus Directores, y si fuese necesario, pida que le cambien de Centro o de ciudad. Excepcionalmente —por la importancia de los hechos, por existir una clara incompatibilidad con los deberes para con la Obra, por su incidencia en daño de tercero, etc.—, esta indicación podría pasar de ser un simple consejo de dirección espiritual, a constituir una obligación estricta y grave, según las normas generales de la Teología Moral; obligación que el sacerdote debe imponer con la necesaria fortaleza, y del modo que las personas y las circunstancias exijan, incluso “aconsejándole imperativamente que pida la salida de la Obra” (pp.263-264).

Esa singular noción de “consejo imperativo” —una verdadera contradicción en los términos— es un eufemismo que de hecho pretende amparar con el pretexto del “bien de la institución”, como si se identificara siempre con el bien de la persona y fuera lo mismo, prácticas auténticamente inmorales, que saltan por encima de las obligaciones sagradas inherentes al sigilo sacramental. Y, por desgracia, es muy probable que esas conductas se realicen sin conciencia de su gravedad moral, por causa de ese hábito reprobable de tantos Directores y sacerdotes de la Prelatura del Opus Dei, que elimina la distinción de fueros, interno y externo, en la pastoral de las almas.

Difícil integración con los demás sacerdotes

No es difícil suponer las notables dificultades de integración con los demás sacerdotes de la Iglesia, que tienen estos presbíteros del Opus Dei: formados al margen de la vida eclesiástica, ordenados institucional más que vocacionalmente y, por ende, sin una especial inclinación para las tareas sacerdotales, y a los que deliberadamente se mantiene absorbidos por las tareas de la Prelatura y sin apenas contacto con otros ambientes eclesiales.

El Concilio Vaticano II insistió en la necesidad de que los sacerdotes vivan una especial comunión, que es consecuencia de la fraternidad que les confiere la ordenación sacramental:

“Los presbíteros, instituidos por la ordenación en el orden del presbiterado, están unidos todos entre sí por la íntima fraternidad del sacramento. Forman un único presbiterio, especialmente en la diócesis a cuyo servicio se dedican bajo la dirección de su obispo” (Decreto Presbyterorum ordinis, n. 8)

Y el mismo Fundador, aunque luego no llegó a plasmarlo en concreciones operativas, dejó sentada en la doctrina del Opus Dei esta enseñanza de que los sacerdotes de la Obra, también para mantener su secularidad, deberían procurar integrarse en las diócesis en que trabajaran:

“No quiero terminar sin recordaros algunos detalles prácticos —exigidos por vuestra condición secular— que aseguran la eficacia de la tarea que Dios Señor Nuestro —por nuestra vocación— nos ha encomendado. Somos, ya lo he dicho, sacerdotes seculares diocesanos, de hecho, en todas las diócesis donde trabajamos. Como una consecuencia más de esto, vestimos como los demás, sin distinguirnos en nada, y amamos la diócesis, en la que vivimos, y las almas de la diócesis” (Carta Ad serviendum, cit., n. 47).

Esta indicación quedó incluso plasmada en los Estatutos de la Prelatura, en los que se establece que, “en todas las diócesis en las que ejercen su ministerio, estos sacerdotes están unidos por nexos de caridad apostólica con los demás sacerdotes del Presbiterio y de cada diócesis” (n. 41). Pero de poco sirve todo eso, si luego, en el día a día, no se cumple lo que, para facilitarlo, se señala también en los Estatutos: “El Prelado y sus Vicarios deben esforzarse en fomentar en todos los sacerdotes de la Prelatura un ferviente espíritu de comunión con los demás sacerdotes de las Iglesias locales, en que ellos mismos ejercen su ministerio” (n. 56).

En efecto, no basta que a los sacerdotes de la Obra se les diga alguna vez que han de procurar integrarse entre sus hermanos en el sacerdocio, cuando la organización institucional de la Prelatura con sus sacerdotes no se lo facilita en la práctica cotidiana: igual que, cuando eran laicos, les impedía el contacto con otras instituciones eclesiales, inculcándoles de continuo en los medios de formación la así llamada “mentalidad laical”, para alejarles de cualquier dedicación o ayuda en tarea eclesiásticas o paraeclesiásticas, que pudieran prestarles una experiencia eclesial que, por ejemplo, les llevara a cuestionar la legitimidad de ciertas costumbres de la Obra.

La resultante es que, salvo excepciones, sólo los sacerdotes que integran los Consejos locales de los Centros de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz están en contacto con el mundo eclesiástico: ellos y los vicarios y sacerdotes que la institución dedica al trato con las autoridades eclesiásticas. Pues este aspecto sí que es atendido por la Prelatura de forma cuidadísima: todo lo que contribuya a la buena imagen de la Obra ante la Jerarquía, tiene carácter prioritario. Pero este tipo de relaciones, al realizarse de forma interesada, no favorecen el clima que propiciaría el conocimiento sincero recíproco, la superación de recelos y prejuicios, las amistades auténticas. Con lo cual, además, se agosta la misma labor apostólica de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz con sacerdotes diocesanos, que, al no poder nutrirse con los inexistentes amigos de los sacerdotes de la Prelatura, tiene que alimentarse artificialmente de muchachos que los sacerdotes del Opus Dei buscan para los seminarios interdiocesanos que éste dirige en Roma y Pamplona. Pero esos jóvenes, si llegan a ordenarse, suelen desconectar de la Obra en cuanto vuelven a sus diócesis, al advertir que proseguir ese contacto con unos sacerdotes tan distanciados de la línea diocesana, perjudicaría a su nueva condición.

Difícil excardinación

De esta manera, muchos sacerdotes de la Obra, aunque rigurosamente revestidos de los hábitos externos de la clerecía, son mantenidos en estado de “laicos ordenados”, casi sin interés en sumergirse en el mundo clerical, pues ni lo conocen por experiencia, ni les es familiar, ni tampoco lo aman especialmente porque “no es su mundo”. Y esto explica que “ese sacerdocio” no tenga subjetivamente sentido fuera de la Prelatura y que muchos de los que se van de la Obra pidan la secularización.

Aunque lamentable, resulta comprensible que suceda esto a aquellos sacerdotes de la Obra que, sin haber conseguido superar el enclaustramiento institucional en que los Directores procuran mantenerles, llegan un día a sentirse incómodos en el Opus Dei, y deciden abandonarlo. Pero lo que no se entiende desde una perspectiva eclesial es que la Prelatura misma prefiera colaborar en esos procedimientos, antes que afrontar la discusión sobre la validez o nulidad de esas ordenaciones y, a veces, incluso antes de facilitar que quienes quieren dejar la Obra se incardinen en una diócesis.

No desean incoar procesos de nulidad porque parece que, evitar que se ponga en evidencia el problema institucional que venimos denunciando, les interesa más que el derecho que tienen esas almas a saber si fue válida su ordenación. Especial gravedad reviste el hecho de que dificulten la excardinación: grave para el interesado, que podría seguir ejerciendo como sacerdote; y para la Iglesia, tan necesitada de ministros ordenados. Los Directores no son dueños absolutos del clero incardinado en la Prelatura. Los sacerdotes se ordenan al servicio de la Iglesia universal y, por ello, sería normal la excardinación voluntaria de los sacerdotes que lo deseen, a diócesis, movimientos o institutos religiosos. Es un derecho de cualquier sacerdote. Pero, por desgracia, los Directores del Opus Dei vienen demostrando que prefieren dejar que sus sacerdotes se secularicen, cuando quieren dejar la Obra, antes de esforzarse en facilitarles que permanezcan en el sacerdocio sirviendo a la Iglesia en otro lugar.




Como puede verse, la teología del sacerdocio que se practica en el Opus Dei es tan “novedosa” que poco tiene que ver con la doctrina eclesial. Por otra parte, el ejercicio del oficio sacerdotal en relación con el gobierno y la pastoral de la Prelatura es tan disparatado que sólo se explica como creación de unas mentes calenturientas y poco amuebladas desde el punto de vista teológico. ¿Y todo este desbarajuste es lo que viene a aportar soluciones nuevas a la Iglesia, como afirmaba el Fundador? De haberse actuado con transparencia a la hora de las aprobaciones pontificias, seguro que la Santa Sede hubiera corregido tantas desviaciones. No se trata sólo de un mero problema institucional interno del Opus Dei con el sacerdocio. Estamos hablando de un serio problema eclesial, provocado por la mentalidad controladora del Fundador, en el que la Jerarquía tendrá que acabar interviniendo, porque se están alterando puntos esenciales de la estructura y de la pastoral de la Iglesia. En la Prelatura se ordenan sacerdotes de Jesucristo para colaborar en una muy extraña pastoral.



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