La deformación de la figura del sacerdote en el Opus Dei

From Opus-Info
Jump to navigation Jump to search

Por Doserra, 24.07.2006


Uno de los grandes aciertos del estudio de Marcus Tank sobre el trabajo fundacional de José María Escrivá ha sido, a mi juicio, mostrar la relación que existe entre los traumas que marcaron su personalidad, y las contradicciones en que incurrió a la hora de plasmar en concreciones prácticas la espiritualidad de la Obra. El Fundador comentaba algunas veces que en su actuación fundacional había procurado dejarse llevar por Dios, que le decía: Pon esto aquí o allá, haz esto o lo otro. Pero, en otras ocasiones, reconocía que había sido un “instrumento inepto y sordo” (Instrucción, 19.III.1934, n. 7): sordo para entender las inspiraciones divinas, e inepto para traducirlas en normas concretas que no traicionaran el carisma recibido...


Una adquisición convulsa

Ciertamente, uno de esos traumas, fue su frustración con el grupo de sacerdotes de los que se rodeó al comenzar la fundación. La aversión, que este fracaso le produjo, a tener a su alrededor personas que, por su formación y experiencia eclesial, pudieran contradecirle en sus opiniones, le llevó 1º) a deshacerse de ellos; 2º) a dejar que la Obra estuviera diez años sin más sacerdotes que él; 3º) a delinear para el Opus Dei un tipo de sacerdotes formateados fundamentalmente para el acatamiento incondicional de las indicaciones institucionales; y 4º) a esperar hasta el año 1950 -de lo que llegó a tener cargo de conciencia, según confesó públicamente en ocasiones- para comenzar el apostolado de la Obra con los sacerdotes seculares: parece que procuró acallar ese remordimiento, atendiendo sacrificadamente los encargos de predicar ejercicios espirituales al clero, que algunos obispos españoles le hicieron en la posguerra; pero mantuvo a estos sacerdotes fuera de la Obra, dando la impresión de que no quiso arriesgarse a que pudieran participar en la atención de las labores del Opus Dei, hasta que un grupo suficiente de sacerdotes de los suyos las hubieran encauzado ya a su gusto, en lo que se refiere al singular papel que el sacerdote tiene en la pastoral de esta institución.

Como cuenta María del Carmen Tapia, Mons. Escrivá nunca permitió cerca de él a nadie que pudiera hacerle sombra: condenó al ostracismo, hasta que dejó el Opus Dei, al excepcional Raimon Panikkar, de la segunda promoción de sacerdotes; defenestró a cuantos directores y directoras demostraban tener criterio propio y no secundar ciegamente sus indicaciones; y esta preocupación por el sometimiento incondicional le llevó a perfilar para la Obra un prototipo de sacerdote que -como en su momento analizó muy lúcidamente E.B.E. en su artículo sobre La vocación sacerdotal en la Obra, que a continuación intentaré desarrollar- no es muy compatible con la tradición viva de la Iglesia católica.

En efecto, si la técnica proselitista del Opus Dei, especialmente con los jóvenes, puede calificarse de sectaria -según mostró Oráculo en un reciente estudio: por cierto, formidable el de La devoción al mito de José María Escrivá-, el procedimiento que utilizan para conseguir presbíteros responde a una concepción del sacerdocio que constituye uno de los puntos de heterodoxia a los que me referí en una reciente 'comunicación que envié sobre el carácter microdoxo de la formación que se imparte en la Prelatura. Y, como podrá advertirse, los diversos desenfoques que configuran ese erróneo concepto del sacerdocio tienen una malsana raíz común: la obsesión del Fundador por contar con un colectivo de sacerdotes totalmente sometidos a los intereses institucionales.

El sacerdocio como accidente de la vocación al Opus Dei

Para la Iglesia católica, el ministerio ordenado es una vocación divina específica que Dios otorga a algunos fieles, a los que configura con Cristo Sacerdote, Maestro y Pastor, constituyéndoles en ministros suyos para ejercer en favor de la Iglesia y de todos los hombres el triple poder sagrado que Él confió a sus Apóstoles (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica -en lo sucesivo, CEC-, 1585, 1551 y 1536). No se trata de una función eclesial que pueda ejercer cualquier bautizado, sino de un servicio para el que se precisa una especial consagración que sitúa al ministro en un orden (taxis, en griego: una clase) eclesial diferente en cuanto le configura ontológicamente como instrumento de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia (cfr. CEC, 1537-8).

Por contra, José María Escrivá sostuvo la sorprendente enseñanza de que en la Obra el sacerdocio no es una vocación específica sino un accidente de la vocación al Opus Dei: en palabras del Fundador, para nosotros, el sacerdocio es una circunstancia, un accidente, porque la vocación de sacerdotes y laicos es la misma (Meditaciones, V, p.479). Lo importante es la “vocación a la Obra”, en comparación con la cual el sacerdocio no tiene consistencia porque la vocación de sacerdotes y laicos es la misma.

De puertas adentro, la ordenación sacerdotal de fieles de la Prelatura queda reducida así a un simple “cambio de dedicación profesional” o, como solía decir el Fundador, a otro modo de servir a sus hermanos, porque ya ellos vivían —como Numerarios o Agregados— una vocación de entrega y de dedicación total al “ministerio apostólico” de Cristo. Es algo semejante a la condición de pastor protestante. Se pierde de vista que el sacerdocio ministerial es transmitido mediante un sacramento propio, el sacramento del Orden, porque, aunque todos en la Iglesia están igualmente llamados a la santidad, hay una “diferencia esencial y no sólo en grado” (C. Vaticano II, Const. Lumen gentium, 10) entre el sacerdocio bautismal y el ministerial (cfr. CEC, 1547).

No deja de ser un pensamiento original que el Orden en la Obra no constituya un orden o clase; que sea algo “accidental” tanto para la Prelatura como para el afectado. Más que original, heterodoxo, pues, si se trata sólo de cambios accidentales, se está perdiendo de vista algo tan eclesialmente importante como el carácter ontológico del Orden sacramental. Pero el Fundador, obviamente afectado por su experiencia inicial, deseaba tanto que sus sacerdotes no formaran categoría aparte, que no llegó a advertir su error, hasta el extremo de que en su Carta sobre el sacerdocio, se mostró incluso orgulloso de haber conseguido en su institución esa “igualdad práctica” entre sacerdotes y laicos. Decía en efecto:

“No hay dos clases de socios en la Obra: todos [sacerdotes y laicos] somos una sola clase. Es la primera vez en la historia de la Iglesia que ocurre esto. Y es otro de los fenómenos maravillosos que nuestro derecho peculiar ha recogido de nuestra vida. El Opus Dei, en la Iglesia de Dios, ha presentado y ha resuelto muchos problemas jurídicos y teológicos —lo digo con humildad, porque la humildad es la verdad—, que parecen sencillos cuando están solucionados: entre ellos, éste de que no haya más que una sola clase, aunque esté formada por clérigos y laicos (...) En Casa, somos todos lo mismo” (Carta Ad serviendum, 8-VIII-1956, n.5. El corchete es aclaración mía)

¿No se trata de una exageración? Esta “novedosa” visión de la Iglesia, ¿no contradice acaso su estructura institucional jerárquica basada en el Orden sacerdotal? ¿Es que el sacerdocio no es un “don divino” que crea un orden en el seno la Iglesia? Más bien parece que la pretensión de Escrivá se presenta como una eclesiología del todo peculiar, que reacciona contra un clericalismo histórico de siglos, sí, pero de modo poco teológico, en cuanto tiene poco que ver con la ontología del sacerdocio. Es decir, lo único seguro de tanta retórica es que, en esas palabras, late una muy peculiar visión del sacerdocio, tal vez en dialéctica con clericalismos de otros tiempos, pero encerrando una gran “confusión vocacional”.

Desacralización de la vocación al sacerdocio

Más que de confusión vocacional habría que hablar de desacralización del ministerio ordenado que, en la Obra, no se considera propiamente una vocación divina específica. Ya no se requiere una llamada de Dios, sino que basta con aceptar la propuesta del Prelado para recibir el sacramento. Es decir, en el Opus Dei se separan “vocación” y “sacramento”. Lo cual explica la asombrosa paradoja de que en la Obra, para asegurar la “mentalidad laical”, se excluya como candidato al sacerdocio a las personas con inclinación hacia él y que, sin embargo, una vez admitido un joven en la Obra como Numerario o Agregado, enseguida se le dice que “todos los Numerarios y muchos Agregados están ordinariamente dispuestos —con plena libertad para aceptar o no esa llamada— a ser sacerdotes, si son invitados por el Padre” (Meditaciones, V, p.481).

La prioridad de que los sacerdotes dependan totalmente de los Directores explica que en su selección cuenten sobre todo los intereses institucionales y no las personales inclinaciones que Dios haya podido poner en los interesados. La misma redacción del n. 44 de los Estatutos, ya lo pone en evidencia al afirmar que “sólo pueden ser promovidos a las Sagradas Órdenes, los Numerarios y Agregados del Opus Dei a los que el Prelado haya encontrado dotados de vocación para el sacerdocio ministerial, y haya considerado necesarios y convenientes para la Obra y sus ministerios”. Pues al añadir el texto subrayado a la afirmación anterior, se muestra que el criterio para discernir si alguien ha recibido esa vocación depende sobre todo de los intereses institucionales.

De hecho, el Fundador estableció que, para asegurar la “mentalidad laical” que debe vivirse en la Obra, no se permitiera la entrada en el Opus Dei a nadie que antes hubiera mostrado inclinación hacia el sacerdocio o hacia el estado religioso: en estos casos, se debería orientar a esos fieles hacia un seminario o un noviciado, pero nunca hacia el Opus Dei. De este modo, se conseguía que en la Obra se accediese al sacerdocio por iniciativa institucional, y no porque el candidato a las sagradas Órdenes se considerara llamado por Dios al ministerio ordenado. Y, de paso, se evitaba que entrase en el Opus Dei alguien cuya anterior experiencia cristiana le permitiera advertir en la Obra costumbres eclesialmente improcedentes. Y es que lo que parecía interesar al Fundador es que no volviera a pasarle como con los primeros sacerdotes, de los que decía que habían sido su “corona de espinas”: no quería discrepancias, sino un tipo de sacerdotes plenamente sometidos a la institución, que apoyasen hasta en el fuero sacramental las directrices de los Directores.

Por otra parte, el susodicho automatismo con el que la mera condición de fiel de la Prelatura convierte a los Numerarios y algunos Agregados en aptos para ser llamado al sacerdocio por los Directores, confirma que el sacerdocio en la Obra no supone ninguna vocación divina específica. Es una singular selección de candidatos al sacerdocio que excluye que en el Opus Dei pueda hablarse propiamente de vocación sacerdotal. La llamada al sacerdocio en la Obra no parte de un movimiento interior de la persona, que responda a un específico don de Dios a esa concreta persona, sino de una decisión de gobierno. En realidad, son los Directores quienes deciden quién tiene cualidades, o quién interesa a la institución que sea ordenado sacerdote, y se lo proponen.

Una mera cuestión de selección de personal

Pero esto excede la función de la jerarquía eclesiástica. Que nadie tenga derecho a recibir el Orden no equivale a que baste la decisión jerárquica para ser ordenado. Al sacramento se ha de ser llamado por Dios (cfr. CEC, 1578). Y el papel de la Jerarquía es discernir la autenticidad de la llamada que dice haber recibido el candidato, corroborarla, confirmarla. Pero no puede inventarse esa llamada, crearla, suplantarla. Pues, el sacerdocio es un don que no puede depender del arbitrio humano como derecho, ni de dar ni de recibir. Y su contenido no se puede alterar. No cabe duda de que, como se ha dicho, deba realizarse un discernimiento espiritual por parte de la Jerarquía. Pero la vocación sacerdotal es una llamada personal de Cristo dirigida a éste o aquél en concreto.

En cambio, en la pastoral vocacional del Opus Dei sobre el sacerdocio, son sus Directores quienes “crean” de la nada las disposiciones en todos los Numerarios y “otorgan” después la “vocación sacerdotal” a unos u otros, como si ellos gobernando fuesen los dueños de la gracia y en cierto modo “propietarios” del Espíritu Santo. Es un abuso sin precedentes en la vida de la Iglesia, en cuanto relega a un plano secundario a quienes son los protagonistas principales de toda vocación divina: primero, Dios; después, la persona singular, que es movida interiormente por su gracia.

Por lo demás, esta clamorosa contradicción entre un teórico espíritu imbuido de “mentalidad laical” y que, por ende, “no saca a nadie de su sitio”, y la praxis de considerar automáticamente “seminaristas anónimos”, que diría Rahner, a los Numerarios y algunos Agregados, pone en evidencia que lo que se pretende con todo esto es que el sacerdocio en la Obra dependa absolutamente del arbitrio de los Directores: una totalitaria pretensión que provoca que el sacerdocio en el Opus Dei deje de requerir un don divino en su origen y contenido, pasando a depender su recepción de la decisión de los Directores y disolviéndose su finalidad en meras acciones internas de “prestación de servicios” a los propios hermanos.

Esta concepción del sacerdote como una especie de esbirro de la autoridad humana es muy contraria a cuanto expresaba el Cardenal Angelo Scola, actual Patriarca de Venecia, actuando como Relator general en la apertura del Sínodo de Obispos sobre la Eucaristía, celebrado en octubre de 2005. Reaccionando contra la opinión de quienes planteaban resolver la escasez de vocaciones rebajando las exigencias del sacerdocio, Scola recordaba que el sacerdocio es don de Dios a la Iglesia por ser una vocación divina. Un don que no se puede fabricar, manipular o programar, sino impetrar, pues, «si es un don, el sacerdocio ordenado necesita ser incesantemente solicitado. Y se hace muy difícil establecer el número ideal de sacerdotes en la Iglesia, desde el momento que ella no es una ‘empresa’ a la que se debe dotar de una determinada cuota de ‘personal directivo’».

Pero en la Obra no hace falta esperar a que lluevan esos dones del cielo, porque ya se ocupan los Directores de decidir quiénes han de incorporarse cada curso al Seminario de la institución. Y así, año tras año, a pesar de la escasez de vocaciones al celibato que viene aquejando a la Prelatura, vemos cómo se siguen enviando a Cavabianca el número de personas requerido para que, en su momento, puedan ordenarse los sacerdotes que se han visto necesarios para atender las previsiones realizadas.

Criterios de selección

Si es el interés institucional y no el don divino lo que prima a la hora de proponer a un miembro de la Prelatura su posible ordenación sacerdotal, puede suponerse fácilmente que el sometimiento incondicional a los Directores es el principal criterio de selección que éstos tienen en cuenta a la hora de seleccionar a los candidatos al sacerdocio. En cierto modo, da igual que los candidatos sientan o no atracción por el ministerio sacerdotal y por su estilo de vida; que sientan o no amor por la liturgia, o por la predicación o por la teología. Si “deben” sentirlo, se empeñarán sin duda en “sentirlo”, pero del modo y manera que indiquen sus Directores.

Como ha puesto en evidencia Marcus Tank, José María Escrivá nunca promovió en su organización una clima de investigación seria en las ciencias sagradas, al margen de intereses pragmáticos inmediatos; ni permitió una auténtica formación teológica —científica— de sus sacerdotes, ni tan siquiera de los tres primeros, que hicieron sus estudios teológicos a toda prisa, en muy poco tiempo: una tradición de prisas en la formación, que se ha continuado hasta nuestros días, como manifestación de que su interés central en la formación de sus sacerdotes era que tuvieran un barniz doctrinal “seguro” y que se volcasen luego de lleno en las actividades apostólicas y pastorales.

No extraña, por tanto, que las condiciones intelectuales no parezcan ser hoy elemento central relevante en esas elecciones. Solía decir el Fundador que quería sacerdotes santos, doctos, alegres, deportistas. Pero es curioso que, al cabo de los años, sólo las “condiciones deportivas” son las más comunes, y tal vez las consideradas “importantes” para el proselitismo que se practica con jóvenes. Y, desde luego, están al alcance de todas las “cabezas”. Pero no parecen interesar tanto personas con cabeza, apasionadas por el amor a la Iglesia, a su liturgia y a sus sacramentos, o por el conocimiento de los Santos Padres o de la ciencia teológica y del magisterio. La “obediencia ciega” lo suple todo.

Ni siquiera procuran que los candidatos cuenten al menos con esa experiencia profesional civil que sería tan deseable para quienes han de predicar la santificación de la vida secular, y de la que sin embargo suelen alardear cada vez que se ordena una nueva tanda de sacerdotes de la Prelatura. Por ejemplo, en la nota de prensa de las últimas ordenaciones, del 27 de mayo pasado, se habla del curriculum profesional de 4 de los 34 nuevos presbíteros, como si todos contaran con experiencias semejantes; cuando, en realidad, como denunciaba recientemente Norbertito, cada vez se ordenan menos Numerarios que hayan trabajado en la calle.

Hubo un tiempo en que, deseando remachar la espiritualidad secular de la Obra, además de establecer que los cargos en la Obra fueran ad tempus y en lo posible se compatibilizaran con el trabajo civil, el Fundador pensó incluso que los sacerdotes de la Obra continuaran ejerciendo su profesión anterior:

“También los sacerdotes del Opus Dei, que reciben la ordenación después de haber ejercido cada uno su propia profesión civil y secular, en la medida en que se lo permita su ministerio sacerdotal, siguen trabajando luego -sobre todo, cuando sean más numerosos en proporción con el número de socios- en su tarea profesional, que continúa siendo también para ellos parte de la vocación divina” (Carta Multum usum, 29.IX.1957, n. 9).

¡Qué lejos de estos ideales está el acontecer actual del Opus Dei! Como lo que les interesa ahora no es contar con personas con experiencia de vida, con criterio propio, con personalidad, sino que acaten incondicionalmente lo que se les indique, el “Seminario” interno se ha convertido hoy en una gran fábrica de clones: de unidades homogéneas, de personajes “entregados y obedientes” a los Directores del Opus Dei, para “apuntalar” la unidad —disciplinar y de conciencias— de la propia institución, usando también para ese fin la actividad sacramental de modo instrumental. No se les ve personas que se hayan forjado a sí mismos: todos repiten las mismas ideas y los mismos lugares comunes. Y esto da que pensar. Sólo con el paso de muchos años se aprecia en algunos de ellos una riqueza verdaderamente personal. Pero lo peor de todo ello es que esa característica clónica se entiende como ideal de virtud por parte de la institución.

Sacerdotes por obediencia humana

Con estos planteamientos, se entiende fácilmente que para no pocos de ellos la “vocación” al sacerdocio sea experimentada, según vimos que decía el Fundador, como algo realmente “accidental”: un mero cambio de ocupación, consecuencia de la aceptación de una decisión institucional, y no una transformación decisiva que sea fruto de un designio divino. Pues, para responder a la propuesta del Prelado, el interesado no tiene que preguntarse si Dios le ha dado esa vocación al sacerdocio, sino sólo si está dispuesto a asumir ese nuevo modo de vida, para el que ha sido juzgado apto por el Prelado.

Esta trivialización del Orden ocasiona que en la Obra no sean pocos los que aceptan “libremente” su “vocación divina sacerdotal” sólo por el hecho de ser una decisión del Prelado. Con ello no hacen distinción entre su entrega a Dios en la Obra y la recepción del Orden sacramental. Razón por la que se ha escrito entrecomillado libremente, ya que esa libertad no debería darse por supuesta: pues no es difícil ni improbable que ese querer venga condicionado por el adoctrinamiento habitual que padecen los fieles de la Obra, desde jóvenes, en esa conocida ecuación —ya comentada en otro escrito— que iguala “Voluntad de Dios” y “querer de los Directores”.

Así pues, la libertad interior de los candidatos al sacerdocio en muchos casos no es tan “libre” como parece. Para muchos, obedecer al Prelado es actuar la fe y obedecer a Dios; y, por tanto, ordenarse es casi como un “deber” cuando a uno le llaman explícitamente. En tales casos el sacerdocio es de hecho un sacerdocio por obediencia. Y, ¿acaso es ésta la libertad que la Iglesia desea en sus ordenaciones? Ciertamente, no. Por eso, no resulta disparatado que pueda conjeturarse sobre la nulidad de algunas de estas ordenaciones en las que fácilmente puede faltar la suficiente comprensión de la vocación sacerdotal, tal y como se plantea en la tradición viva de la Iglesia católica.

Pero esto es algo que procuran obviar en absoluto las autoridades de la Prelatura. Antes que enfrentar la discusión sobre la validez o nulidad de esas ordenaciones, que pondría en evidencia este grave problema institucional, prefieren facilitar la secularización de los sacerdotes de la Obra que desean abandonar el ministerio. Pero de esto tratamos en el escrito Régimen de esclavitud de los sacerdotes del Opus Dei.


Original