Las velicas de un aniversario

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Por Satur, 02.01.2006


Soy de los que piensan que para ser del opus dei hay que de tener vocación y, además, un carácter disciplinado, voluntarioso, inclinado a cumplir normas, ordenado y algo obsesivo. Si no eres así, la vida se hace difícil porque son tantas las normas, costumbres y modos que hay que cumplir que no hay manera. “Es por falta de amor”, se argumenta, pero yo no veo qué tiene que ver el amor con el cumplimiento de cienes y cienes de normas. Hay gente que no se nos han concedido ciertas virtudes y, claro, si la medida del amor está en el cumplimiento y uno es un desastre, y un dejao, pues acaba con la impresión de ser la mecanógrafa del Congreso de los diputados, pimba, pimba, dale que te pego a la tecla, la pobre (esos tíos del Congreso… ¿ no saben que ya existe el vídeo y el magnetofón como para no andar puteando a una señora ya entradita en años y con los dedos como pepinillos. Vamos, hombre).

El que uno sea así no significa que no ame, o al menos yo no le veo relación...

A Hitler, Fidel y amigos de la Patria y la Revolución, por ejemplo, les entusiasmaba hablar del carácter sagrado de la familia, y la manera que tienen los tíos de defender la independencia de la familia es hacerla dependiente de él y de su estado, y aseguraba la autoridad de los padres gritándoles a todos los padres autoritariamente lo que tenían que hacer: el abuelo debía de hacer gimnasia todos los días, la abuela debía coser svásticas u obtener planchas de la revolución bolivariana con las chicas del barrio, el niño pertenecía al club “el ario Macario”, y cosas así. Muy bien, es una forma de ver la familia, que siguieron y siguen millones de pelsonas cuerpos, pero a uno le aburre, le repatea y le espanta. Y por eso no soy un mal ciudadano.

En las charlas era frecuente escuchar ejemplos de observancia que a uno le dejaban frús: que si la lectura espiritual debía de ser de diez minutos, no de nueve, ni de ocho, que si la genuflexión debía de ser pausada, con un buen toque de rodilla, que si las tres avemarías debían de ser con los brazos en cruz y de un modo atente ac devote, que si… y veías a un tío que hacía la lectura cronómetro en mano, en el mismo lugar del oratorio, a la misma hora, y en mismo segundo, y cuando oía el pípípí cerraba el libro, le pillara donde le pillara (a lo mejor estaba leyendo “y Jesús entonces di…” - pípípí – ponía el punto, carpetazo y hasta mañana). O llegabas tarde al comedor con otro, los dos corriendo, y al entrar a saludar al oratorio el tío abría la puerta y ¡¡¡patapúm!!!, rodillazo y se quedaba un buen ratico mirando el sagrario, como abducido, y tú detrás con ganas de macarrones y de darle un collejón para ver si espabilaba. O te levantabas por la mañana en una de esas habitaciones triples, todos con el pelo arrebujado, cerebro yogurizado, ojos legañosos y pijamas marcando el Pim Pom matinero, y veías a uno caer al suelo, besar una zapatilla de lona de cuadraditos azules con un ¡serviam! que pa qué, entonces, al darse cuenta de que sus labios habían rozado algo como apelmazado y mal oliente, volvía a repetir el ¡serviam!, está vez bien hecho… luego te ponías el albornoz –importante y obligatorio complemento entre numerarios-, entre otras razones, por el asunto del Pim Pom, que cuando alguno había sin él a esas horas de la mañana era un escándalo de verle tan contentín y tan festivo al chaval.

Una de las vivencias más alucinantes que he vivido sobre este tema fue con un sacerdote . El hombre era como R2 D2, el robot de la Guerra de las Axilas: ni sentía, ni padecía, todo cortesía, orden y serenidad… pero con un código de barras... Es la única persona que conozco que poseía electricidad estática en su interior: si le tocabas la mano, o un brazo, ¡friusssssss!, te daba un garrampón. Yo no sé cómo lo hacía el tío. A mi me tenía admirado porque ese tipo de garrampones me habían dado de pequeño, cuando mi madre compraba unos skijamas de algodón en Galerías Primero y al meterme en la cama ¡¡¡frius friusssssss friussssssssssss!!! salía un zorriostro de luces y de fuegos de san Telmo de las sábanas, del pijama y de la cama toda que parecía la final de la Copa de Europa. El primer día que me sucedió pensé que me electrocutaba y salí zingando al pasillo gritando “¡que me quemoooo!”. Luego también me ha sucedido al salir del coche, al tocar la pantalla del ordenata… pero con personas humanas sólo con éste. Ya digo, un don.

Atendíamos una convivencia en un lugar de veraneo y una familia de padres preocupados por la formación de sus hijos nos pidieron si podíamos celebrar una Misa por el aniversario de las bodas de oro de sus padres. El sacerdote, previo ¡friúúússs! al darle la mano la señora que vino a pedírnoslo, accedió encantado. Quedamos que sería en el jardín de la chabolilla que tenían en una urbanización cercana. Y así lo hicimos. Fuimos R2 D2 y yo una hora antes con el altar portátil, las seis velas, y todos los objetos litúrgicos necesarios, super Misal de tapas chachis incluido. Vestimos el altar, pusimos las seis velitas, tres a la izquierda, tres a la derecha y esperamos a que llegara la familia entera.

Yo creo que al tío de las bodas de oro le tendrían que haber dado el premio nacional de natalidad “El Preñón de Gibraltar”: allí había legiones de hijos, escuadrones de sobrinos, nietos, bisnietos, tataranietos… eso no eran unas bodas de oro, eso eran bodas de Silex y Pedernal. Nos presentaron a los ancianos y pensé “como les dé la mano el cura, estos jiñan aquí mismo de un pasmo”, pero no, esas pieles estaban tan amojamadas que ni un foco del Santiago Bernabeu podría con ellos.

Comienza la Misa y el cura me mira nada más decir eso de “el Señor esté con vosotros”. Me mira y yo le miro. Nos miramos. Y me hace un gesto con la ceja señalando las velas. ¡Vaya!, se habían apagado tres por el airecillo que corría. Le contesto con otro gesto de boca como diciendo ¡pche ¡, o sea, “pasa de velas“. Pero nada, que no sigue, y me dice suavecito “las velas, que las enciendas”. Y uno va, coge la cajita de cerillas, y enciende las tres velitas. Cuando me giro después de depositar la cajita en la mesa junto a la bandeja de la comunión, el cura me está mirando de nuevo: otra vez las velitas se han apagado y el tío me las señala con el dedo.

Arqueo las cejas como diciendo “¿pero no ves que vamos a estar la Misa vela sí y vela no y nos van a cantar el cumpleaños feliz?”. Insiste el presbítero y uno coge los fósforos y, venga, a encender las velicas. Como aquello estaba lleno de peña piadosa, pues no me atrevía a decirle al sacerdote lo que de verdad pensaba “mecagüen las velas y la madre que las parió, y las putas cerillas, joder ya, hombre”. Y allí me pasé encendiendo velas como un chamán. Terminada la cajita, comencé con el mechero, que es cosa más difícil, pues es sabido que la llama tiende a subir por no sé qué efecto físico que no alcanzo a explicar, y a churrascarte el dedo gordo.

Los ancianos, hijos, nietos y tataranietos, perplejos y asombrados, seguían mis pasos con cara de preocupación. Allí nadie atendía la Misa sino al bonzo que se empeñaba en que las seis velitas estuvieran encendidas… fuego he venido a traer a la Tierra, ¿ y qué quiero sino que se encienda?. Ése era mi lema.

La ceremonia terminó y la gente me felicitaba por mi dedicación y voluntad. El sacerdote, feliz y exultante, se alegraba de lo bien que había salido todo… y yo me juraba no volver a estar con ese hombre en mi vida. Tenía el dedo como un Chupa Chups de Cocacola.

Gente así, tiene menos problemas para andar por caminos de santidad porque van como el conejito de Duracel, y duran y duran y duran. Se proponen metas mecánicas y no fallan una … ¿que hay que decir mil jaculatorias?, pues a por ellas. ¿Qué hay que hacer veinte visitas al Santísimo por la mañana?, pues se hacen. ¿Qué no me caben los brazos extendidos en cruz porque la habitación es muy pequeña y me doy en las paredes?, no problemo, salgo al pasillo, o al balcón, o a la ventana, o las rezo con los brazos extendidos en paralelo hacia arriba… ¡ pero a muerte con ello!.

Y, claro, así cualquiera.


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