La santa extorsión
Por E.B.E., 15 noviembre 2004
«¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. -Enamórate, y no “le” dejarás».
Esta era la fórmula que el fundador daba en Camino (n. 999) para obtener la perseverancia. Sin embargo, creo que no sería difícil postular que en la Obra la perseverancia es fruto de una importante dosis de extorsión, donde el amor no es precisamente la razón última con que la Obra promueve la perseverancia de sus miembros. Y que si desapareciera tal extorsión, se produciría una enorme crisis institucional, diáspora por un lado y gran descentralización (del control) por el otro. La extorsión es el cinturón que mantiene «la unidad» e impide los «desbordes» del pluralismo.
Hoy por hoy, la diáspora existe pero es lenta y la descentralización de la iniciativa individual es nula.
Toda esta reflexión la pienso en relación a l@s numeri@s y agregad@s especialmente, porque son l@s más afectad@s aunque no descarto su aplicación a l@s supernumerari@s.
Hemos estado tan metidos adentro de esta institución que ahora necesitamos tomar distancia y ver la Obra desde afuera, no como un universo que nos engloba –así lo fue- sino como un micro-ambiente muy limitado. La universalidad que pretendía la Obra no es tal: es uniformidad. El carácter extraordinario que detentaba tampoco es así: sus miserias no pertenecen a una naturaleza distinta de la humana.
La Obra, más que una institución, parece una «persona» con una patología que es necesario determinar. Sus conductas compulsivas –que no puede modificar o que no quiere modificar- afectan a muchos y es importante saber de qué manera.
¿Alguien le confiaría ciegamente su propia vida a una persona con tendencias a engañar, manipular, faltar a la palabra dada, incapaz de aceptar sus errores, sentir culpa alguna o interesarse por los sentimientos ajenos?
Creo que en el desarrollo de la Obra hay dos niveles que se pueden distinguir muy bien: por un lado, la conducta de la institución, y por otro, las historias personales que revelan ideales, aspiraciones y sentimientos (cfr. el emotivo “Homenaje a Jaume” por Satur). En el modo de gobernar la Obra decide su perfil (más que en lo que narcisistamente dice de sí misma). Y, en sus historias, las personas muestran la vida a la que aspiraban dentro de la Obra. Las razones de toda decepción están en el profundo contraste que marcan ambos niveles.
Si la perspectiva que planeo en este escrito es profundamente equivocada, será una buena noticia.
- Coacción
- «Fuerza o violencia que se hace a alguien para obligarlo a que diga o ejecute algo» (diccionario RAE, 2002).
- Extorsión
- «presión que, mediante amenazas, se ejerce sobre alguien para obligarle a obrar en determinado sentido» (diccionario RAE, 2002).
Cuando en una organización las opciones se reducen a «obedecer o marcharse», no hay margen para ningún diálogo o acuerdo.
En el lenguaje de la Obra, marcharse es la muerte, por lo cual la obediencia es… ¡bajo pena de muerte!
Esto que parece una ridiculez y –por eso mismo- hasta gracioso, no es ninguna de las dos cosas desde la perspectiva de alguien que vive dentro de la Obra. Cuando se cree y se practica la doctrina oficial establecida por el fundador, esa amenaza va en serio.
Se está realmente frente a un fenómeno directamente extorsivo (aunque no lo sepa o no se dé cuenta quien lo padece).
Una vez afuera, tal doctrina resulta inofensiva y absurda, extravagante. Pero mientras se está bajo el influjo hipnótico de la Obra, realmente se cree en esa sentencia de muerte. Por eso es importante salir cuanto antes de la Obra. Salir física y, sobre todo, mentalmente.
Es a partir de esa amenaza como se gobierna la Obra. Para comprobarlo, basta preguntarse qué sucedería si tal amenaza dejara de existir y, de un día para el otro, reinara la libertad sin coacción alguna.
No habría ningún conflicto si claramente la Obra planteara desde el principio que todo aquél que ingresa ha de «someterse o marcharse».
Pero si desde el inicio hay presión para «dar el sí» (coacción), difícilmente haya sinceridad plena de la institución para facilitar la libre perseverancia.
Al contrario, la Obra recurre a la extorsión, que toma su origen en ese «sí a la vocación» forzado o al menos obtenido bajo engaño, como veremos a continuación.
Origen
En toda extorsión, el que extorsiona tiene algo que es nuestro y en esa posesión reside todo su poder de dominación y amenaza.
En el caso de la Obra se trató de nuestra libertad que, equivocadamente (aunque sin culpa), entregamos a la Obra, porque creímos (bajo engaño) que Dios nos pedía esa entrega y porque hubo una importante labor de coacción por parte de la Obra.
Entregamos lo que no teníamos que entregar: el dominio de nosotros mismos. A partir de allí, la Obra tomó el control de nuestra vida y comenzó a exigir la entrega de todo lo nuestro hasta «vaciarnos de nosotros mismos».
«Hay que saber deshacerse, saber destruirse, saber olvidarse de uno mismo; hay que saber arder delante de Dios, por amor a los hombres y por amor a Dios, como esas candelas que se consumen delante del altar, que se gastan alumbrando hasta vaciarse del todo» (del fundador, meditación, 16-II-1964).
Nuestra posición fue, a partir de entonces, cada vez más débil y vulnerable.
En la carta de petición de admisión está el origen de la futura extorsión: es la prueba “fehaciente” de nuestro «sí» incondicionado. Es una carta que no se recupera jamás –como si se tratara de una venta-, la Obra no la devuelve nunca, pasa a ser de su propiedad, como si fuera un “título” de posesión.
A su vez, la institución se cuida muy bien de no dejar prueba alguna que la comprometa y por eso no da nada por escrito (los miembros no pueden apropiarse de nada de la Obra -mientras que ella sí se apropia de todo-, por eso cuando se van, lo hacen con las manos vacías, sin ningún reconocimiento de la Obra, al contrario).
Ni la aprobación de admisión es escrita ni tampoco existe “vademécum” alguno donde a los miembros puedan conocer sus derechos por escrito. No pueden conocer ni siquiera el régimen jurídico que rige la institución porque está en latín y no se traduce (los estatutos y las constituciones).
Esta ausencia de derechos forma parte del «marco extorsivo» -que impide toda defensa- y se complementa con el poder que tienen los directores al saber la intimidad de cada uno de los miembros y éstos ignorarlo casi todo acerca de quienes les gobiernan.
La Obra controla muy bien lo que se ha de saber y lo que no. Por aquí han pasado algun@s supernumerari@s que por supuesto defienden a la Obra: ¿sabrán ell@s que hay películas del fundador que no pueden ver, porque están restringidas sólo para numerari@s y agregad@s? También hay películas del fundador que sólo pueden ver aquellos que han hecho la “Fidelidad”, por lo cual ni siquiera son para tod@s l@s numerari@s y agregad@s. Y no es extrañó que haya películas de circulación más restringidas aún.
En todo proceso de extorsión siempre hay una «entrega» que exige quien extorsiona, a partir de «algo» que ya le ha quitado a la víctima y que le promete devolver a cambio de un «rescate».
El problema es que en la Obra uno no termina de recuperar todo lo que le han quitado (no fue “entrega”, porque sucedió bajo engaño): el proceso de «rescate» lleva toda una vida y finalmente se descubre imposible, al menos dentro de la Opus Dei.
En la Obra lo piden todo de entrada (o también “exigen la entrega de todo”) y prometen (de manera confusa) devolver una mayor libertad (el famoso «ciento por uno»), posibilidades profesionales, la transformación en verdaderos cristianos en medio del mundo, etc., siempre y cuando se entregue fidelidad, obediencia, docilidad, todo lo propio.
La idea o esquema básico es que a partir del vaciamiento personal, la Obra llena ese vacío con un contenido superior. El problema es que esto implica quedarse indefenso durante un tiempo indefinido, entregado a la absoluta confianza en la Obra, lo cual vuelve altamente vulnerable a cualquiera (mecanismo usado por las sectas).
Hay cosas que se devuelven, muy lentamente, y otras para las que se necesitará años darse cuenta de que no serán devueltas nunca: ni la libertad que se prometía, ni las posibilidades profesionales, etcétera.
Algunos se conformarán con lo poco que la Obra les devuelve (de libertad, etc.) y permanecerán en ella (no se atreverán a irse) mientras que otros buscarán recuperarlo todo llevándose lo poco que tienen y darle nueva vida, afuera de la Obra.
«Lo primero que hacemos es quitarles, a todos, hasta la camisa» (del fundador, Instrucción, mayo 1935, 14-IX-1950, nota 41).
La Obra pide un despojamiento, un desnudamiento de sus miembros que contrasta con el sofisticado y opaco atuendo que ella no se quita en ningún momento. En esta situación de desigualdad inicial, es altamente sospechosa la desnudez que la Obra exige a sus miembros.
«Para llegar a ese abandono, hay que renunciar a defenderse, dejar de pensar en los propios derechos y en el propio criterio, olvidarse de sí mismo» (texto del libro Meditaciones I, pág. 137).
Bajo esta situación altamente vulnerable, la extorsión más leve es altamente efectiva. La indefensión misma constituye un estado de extorsión.
Este despojo –que es un «deber»- implica la renuncia a todo derecho dentro de la Obra, de tal modo que todo lo que la Obra dé siempre será algo inmerecido, un «regalo», algo a lo cual no se tiene derecho sino que se recibe «gracias a» la generosidad de la otra parte: a la Obra se le «debe» todo.
Ese «no merecer» implica la imposibilidad de reclamar nada. La libertad personal ya no es propia, es de la Obra.
«Nuestra vida en el Opus Dei es un servicio gustoso y libérrimamente aceptado», se dice en el libro de Meditaciones, afirmación que no presentaría problemas si se tratara de una «condición» (extraña forma de decirlo, por cierto; mejor sería algo así como «la vida en la Obra es un servicio que sólo es posible si hay una decisión libre», donde la libertad es un requisito y no una exigencia, donde queda abierta una puerta para salir y no un callejón sin salida).
Pero se trata de una «definición» y «un mandato» a la vez. Continúa el mismo texto: (…) El Evangelio de la Misa de hoy nos habla de ese servicio, por el que no tenemos derecho a reclamar ninguna otra cosa que no sea seguir sirviendo. (…) Los derechos se han convertido, con la llamada, en deberes de mayor generosidad, de entrega más plena, de definitiva renuncia a nuestro yo» (texto del libro Meditaciones IV, pág. 583).
Vale la pena destacar algunas contradicciones importantes: 1) los derechos no se pueden convertir en deberes jamás, es una cuestión jurídica y ética elemental; 2) quien no tiene derecho alguno, ¿cómo puede aceptar algo «liberrimamente»?; 3) una aplicación de la doctrina que convierte los derechos en deberes es afirmar que la vida en la Obra «es un servicio gustoso y libérrimanente aceptado» donde el verbo «es» implica «deber ser» o dicho de otra forma: la vida en la Obra es un servicio que «debe ser libérrimanente aceptado», donde la libertad ya no es un derecho sino «un deber», no es una condición sino una exigencia. Un absurdo, y más importante, una perversión.
El superlativo «libérrimamente», además de exigir un sometimiento de toda la libertad disponible, está marcando la imposibilidad de poner en duda dicha afirmación.
Esta doctrina no dice que en la Obra las personas son libres o que la Obra custodia que así sean –lo que en apariencia parecía decir al principio- sino que la libertad «debe someterse» al servicio de la Obra, el cual «hay obligación de aceptar libremente».
Qué planteo tan retorcido, qué actitud dictatorial. Es lógico que de aquí surjan depresiones y faltas de autoestima.
Por eso, con la Admisión no acaba todo sino al contrario, comienza un largo proceso de «entrega» de sí mismo –la Obra siempre quiere más- y un vaciamiento personal hasta llegar a ser propiedad completa de la Obra, donde la institución se adueña de nuestro ser y acaba la extorsión (no hay ya más necesidad de ella).
Quienes no se sienten extorsionados es porque probablemente ya son pertenencia total de la Obra (de ahí el «pertenecer» a la Obra) y no distinguen la diferencia entre ellos y la institución. Han alienado su libertad y su ser más profundo. La Obra ya no tiene necesidad de extorsionarlos: ha conseguido su «entrega total».
Algunos podrán lograr su «oasis», ganando cierta libertad o autonomía dentro de la Obra, pero aún así deben aceptar un grado de extorsión muy alto, aunque «no lo sientan» así.
Podrá haber excepciones, casos particulares, pero el modo de proceder de la Obra es único y siempre el mismo. Es estructural y doctrinal.
Confiamos en la Obra, entre otras cosas, debido a su promesa de respetar nuestra libertad, pero luego vimos ese «sí» nuestro -en medio de una gran confusión- hecho prisionero de la Obra para explotarlo a su propio beneficio. Aquí se inició todo el proceso extorsivo que siguió hasta nuestra liberación, cuando comenzamos a entender lo sucedido.
«¡Qué dolor, si un hijo de Dios se atreve a reclamar la voluntad, que había entregado al servicio de esta Obra (…) hemos venido a entregar la vida entera. Honra, dinero, progreso profesional, aptitudes, posibilidades de influencia en el ambiente, lazos de sangre; en una palabra, todo lo que suele acompañar la carrera de un hombre en su madurez, todo ha de someterse —así, someterse— a un interés superior...» (del fundador, carta, 14-II-1974).
«Quien venga a la Obra de Dios ha de estar persuadido de que viene a someterse, a anonadarse: no a imponer su criterio personal» (del fundador, Instrucción, I-IV-1934, n. 17).
Son textos que uno lee una vez adentro. Si la Obra los facilitara antes de pedir la admisión, difícilmente hubiéramos sido sujetos de extorsión.
Para recuperar la propia libertad, por escrito se debe pedir la petición de dispensa, como quien paga un rescate (en una carta donde uno se inculpa, al menos indirectamente), como una forma de recuperar la propiedad sobre sí mismo.
En palabras del fundador, «porque te dio la gana» decir que sí, ahora la Obra tiene el «derecho» y el poder de presionar para lograr la perseverancia de sus miembros.
Si la coacción se da en los inicios, la extorsión es lo que sigue hasta el final de la vida en la Obra. Por supuesto, con mucha suavidad en las formas, con mucha diplomacia, como son las maneras de la institución.
«Somos libérrimos y tenéis derecho a pensar y a actuar como os dé la gana» (del fundador, Meditaciones V, pág. 462).
En la Obra hay una compulsión a afirmar cosas que no se pueden comprobar de ninguna manera (pero que se deben creer como si fueran producto de una revelación) o que de hecho se manifiestan completamente falsas: en el campo de la libertad, de la profesión, de la secularizad, etcétera.
Si alguien –para defender sus derechos- le decía a un director que el fundador había dicho las palabras arriba citadas, el director «contextualizaba» esas palabras de manera que las invalidaba. No servían para nada. En cambio, cuando el fundador decía «obedecer o marcharse», esas palabras tenían un valor absoluto. Había palabras falsas –sin valor- y palabras «efectivas» –indiscutibles, sagradas-.
La Obra concede una cantidad de principios pero en realidad no cede realmente nada sino que conserva un verdadero ánimo de recuperar lo otorgado de palabra: «conceder sin ceder con ánimo de recuperar» -son palabras del fundador- puede muy bien ser la fórmula de todo engaño.
En la institución convive lo contradictorio pacíficamente: la argumentación de que todos los miembros son libérrimos, con la amenaza del abismo y la muerte para aquél que no se someta, argumentos con los cuales extorsionan los directores. En realidad se trata de un engaño premeditado: la libertad es la carnada que esconde el anzuelo de la extorsión.
Esta amenaza no la repiten continuamente –lo cual sería muy negativo- sino cuando «es necesario». Lo ordinario es un ambiente de confianza y que los directores alienten con argumentos –carnada- muy positivos y poéticos («la obediencia es una afirmación de la libertad», por ejemplo) y recién después de mucho tiempo, cuando esto no resulta, aparece el ultimátum «obedeces o te marchas» y no a cualquier parte, al abismo y la muerte, como dice el fundador. Ahí es cuando duele y uno se da cuenta del anzuelo que retiene y del cual no se puede escapar sin desgarro.
Si la promesa de la libertad no estuviera presente en el inicio, difícilmente la Obra encontraría candidatos para un sometimiento «alegre y sonriente» una vez adentro.
Doctrina «fundacional»
Lo alarmante es que la extorsión esté en la raíz de la perseverancia.
Los directores verdaderamente creen que pueden extorsionar legítimamente porque su fundador fue el primero en dar el ejemplo. Si hay «santa coacción» para entrar, ¿por qué no puede haber «santa extorsión» para perseverar?
La «doctrina de la extorsión» está maravillosamente resumida por el mismo fundador que, a modo de «consejo», dice «bondadosamente»:
«Hijo mío, convéncete de ahora para siempre, convéncete de que salir de la barca [la Obra] es la muerte. Y de que, para estar en la barca, se necesita rendir el juicio. Es necesaria una honda labor de humildad: entregarse, quemarse, hacerse holocausto» (Meditación, “Vivir para la Gloria de Dios”, 1972). Y si lo dijo el fundador, entonces es «fundacional». «Si el alma en circunstancias particulares necesita una medicación —por decirlo así— más cuidadosa, esto es, si se hace necesario el oportuno y rápido consejo, la dirección espiritual más intensa, no debe buscarla fuera de la Obra. Quien se comportara de otro modo, se apartaría voluntariamente del buen camino e iría hacia el abismo» (Carta, 28-III-1955, n. 19).
La verdad es que, hoy visto desde afuera, no veo cuál sea la ventaja o el beneficio entre elegir la muerte o el holocausto: supuestamente la muerte era el pasaporte al infierno y el holocausto era necesario para ir al Cielo, un planteo perverso y extorsivo con el cual la Obra nos retenía.
La amenaza de los abismos
Hay un abismo moral-religioso con el cual la Obra amenaza, pero también existe otro, que se va construyendo a medida que pasa el tiempo y se constituye en una amenaza tal vez más importante que la primera. De este abismo la Obra no dice nada, porque no necesita nombrarlo para que haga efecto y, además, si lo señalara contradeciría uno de los principios centrales de la vocación.
Ese abismo es la distancia que se va gestando entre la vida que uno lleva en la Obra y la vida que lleva la gente normal. Salir a los 30, 40 o 50 años y reconstruir totalmente la propia vida no es nada sencillo y esta dificultad es uno de los argumentos más fuertes para no dejar de la Obra.
Es probable que para los más jóvenes la mayor dificultad sea el abismo religioso (por la idealización de la Obra y la fuerte creencia en su fundador) mientras que para los más viejos el abismo existencial y concreto –cómo adaptarse- sea la dificultad más importante (pues ya no creen en las amenazas inflexibles del fundador, la vida misma les ha dado una visión menos rígida). Los jóvenes ya desearían tener resuelto su problema como los viejos y éstos adaptarse al mundo con la facilidad de los jóvenes. Cada uno tiene la mirada puesta en el otro extremo.
Si salir de la Obra implica todo un abismo «real» por la vida tan diferente que se llevaba hasta ese momento, ser «despedido» por la Obra es probablemente mucho peor, porque la ruptura se produce sin esperarla, sin solicitarla y se debe recomenzar toda una vida sin habérselo planteado. Son los casos en los que la Obra traiciona, como se verá más adelante. Esta actitud de la Obra –junto con tantas otras- es de una injusticia muy considerable, por la cual deberá algún día dar cuenta, cuando llegue el momento y la persona adecuada que tome cartas sobre el asunto. Por ahora la Iglesia no ha mostrado ningún interés al respecto, al contrario, ha respaldado a la Obra de manera que produce escándalo en muchas conciencias.
Ninguna extorsión termina bien (y menos aún puede tener un origen honesto...). Por eso en la Obra –generalmente- uno tiene «Los días contados», que se pueden alargar según sea la voluntad de seguir (de hecho algunos entregaron su libertad a la institución de tal manera, que no hay vuelta atrás, se quedan para siempre). No descarto para nada que muchos puedan quedarse de buena fe para reformar a la Obra pero, mientras el cambio no se produzca, permanecerán sometidos.
Una de las cosas más inquietantes de esta «doctrina fundacional» es su carácter condenatorio, el prejuzgamiento absoluto que implica. No sólo se trata de sembrar sospechas categóricas: ni siquiera hay lugar para la defensa. Deja a un lado un principio fundamental, que es considerar la buena voluntad de las personas, en especial cuando se trata de quienes han dado su vida a Dios durante mucho o poco tiempo.
En cambio, -es muy impresionante- los mismos que gobiernan postulan su inocencia como condición connatural a ellos mismos: [en la Obra los] miembros viven libres como pájaros, en medio de todas las actividades humanas, sin haber podido sentir coacción alguna de parte de los que gobiernan (del fundador, Instrucción, 8-XII-1941, n. 99).
No sólo su infalibilidad, también la Obra postula la lectura única de la realidad: «Por amor a la libertad, nos atamos. Únicamente la soberbia atribuye a esas ataduras el peso de una cadena» (del fundador, Meditaciones II, pág. 700).
Debido a la ausencia de libertad, me resulta muy difícil pensar la perseverancia en la Obra sin una dosis de extorsión importante.
Aún aquellos que positivamente querían quedarse -y llevar adelante la que creían su vocación- estaban sometidos a la extorsión y tal vez de la peor manera: se sentían llamados verdaderamente por Dios y la Obra usaba –y usa- ese argumento para obligarlos a seguir el sendero al que los sometía, bajo amenaza de perder la salvación eterna. Una verdadera extorsión.
No pocas veces he oído anécdotas del Colegio Romano como aquél lugar al cual nadie querría volver, donde la experiencia de falta de libertad era completa (ya me gustaría leer muchas anécdotas al respecto).
¿Cuántos han perseverado muchos años debido a la existencia de esta «santa extorsión»? ¿Cuánto ha alargado la vida de muchos -en la Obra- este mecanismo de extorsión (que no es para nada consciente, por cómo está camuflado)? ¿No fue acaso la coacción apostólica hacia nuestros amigos consecuencia y fruto de la extorsión de los directores hacia nosotros? Toda una gran cadena de presiones subterráneas enmascarada por unos ideales que no tenían ninguna consecuencia.
En la Obra se vive en un estado de permanente extorsión, por lo cual termina siendo «connatural» y se deja de percibir como tal. Es más: uno se «adelanta» a hacer muchas cosas –que manda la Obra- para evitar que la extorsión tome cuerpo visible y comience la angustia.
No pocos en la Obra dirán que no se sienten extorsionados en absoluto, lo cual es muy probable. Que no “sientan” la extorsión no quiere decir que no exista.
Lo que sucede es que la mansedumbre y el sometimiento son tales que muy difícilmente se desafía la voluntad dominadora de la Obra. La extorsión es permanente, pero se la ve y se la siente pocas veces, porque lo que se quiere evitar a toda costa es sufrir sus consecuencias.
Sin embargo, cuando las circunstancias se imponen a los límites que fija la Obra, no pocos experimentan un alivio y una liberación no confesada.
Por ejemplo, es llamativo –como me señalaba un amigo- que entre los miembros se vea como «una ventaja» el hecho de tener un motivo o excusa para no hacer el retiro mensual, por ejemplo, o para acortar los días del retiro anual. Es que todos los miembros están “obligados” a realizar una serie de prácticas de las que no pueden escapar a no ser «por causa grave». Si el retiro mensual sirve o no para la vida interior, es lo de menos y no interesa mucho (como no hay libertad, se pervierte el fin espiritual de esas prácticas). Lo importante es «cumplirlo», y de eso no se puede zafar así nomás. Hay todo un cuerpo legal de «lo que se puede y lo que no se puede», aunque a más de uno no le guste que se lo recuerden.
La extorsión de la Obra es muy sutil generalmente, pero esto no le quita fuerza, al contrario. «Un por favor, y vamos de cabeza. Es lo más fuerte que tenemos para mandar» (del fundador, en “Crónica” VII-1966, pág. 58). Lo cual es cierto, porque, si no, el siguiente paso es el comienzo hacia la salida.
Si uno no cumple, sabe que será extorsionado, por eso intenta «adelantarse» y cumplir. Parte fundamental de la extorsión es negar que exista tal extorsión (por eso el fundador ordenaba repetir a todos a una el «somos libérrimos»).
No se trata de una «intimación» legítima por parte de la autoridad: se trata de un sometimiento absoluto. En la intimación existe la proporción y las razones justas; la extorsión es extrema e injustificable, es el todo o la nada, la vida o la muerte.
Además, la extorsión siempre viene precedida por una apropiación ilegítima de aquello con lo que se extorsiona, en este caso, el «sí» obtenido por coacción.
Formación extorsiva
Uno de los aspectos donde se ve la extorsión es en el modo de impartir la formación, en la deformación de la verdad y la conciencia, donde uno está obligado a decir una cosa aunque crea otra (la extorsión se manifiesta en la disociación de ideas que produce) o aceptar una «predicación imperativa» sin poder presentar resistencia o visión alternativa.
Cuando el fundador dice (en un párrafo citado más arriba) «convéncete» -que se puede traducir como «más te vale que te convenzas» o «aprende a convencerte por tu propia cuenta» y en tono intimidador: «no te atrevas a desafiarme»-, está enseñando la autodisciplina como método. «Convéncete» es «no me obligues a que yo lo haga por ti». Este tono amenazador no es una interpretación arbitraria: basta leer las palabras que acompañan al «convéncete»: muerte y holocausto.
«Cuando a lo largo del día te sientas, quizá, humillado —porque no olvides que la soberbia es lo peor del fomes peccati—; cuando sientas que tu criterio debería prevalecer: que tú, que tú, que tú, y lo tuyo, y lo tuyo... ¡muy mal! Estás matando el tiempo y estás necesitando que matemos tu egoísmo» (del fundador, Meditación, 9-I-1956). Qué amor por el diálogo, la tolerancia y los métodos pacíficos.
Ya no se trataba de que alguien externo nos extorsionara sino de que nosotros mismos lo hiciéramos. Era un modo práctico de «delegar» una «tarea de gobierno» y volver invisible la estructura extorsiva de la Obra.
Del mismo modo que nos enseñaron a usar el latiguillo para que nosotros mismos nos castigáramos, así el fundador nos enseñó a que nosotros mismos flageláramos nuestra conciencia a golpes de autoextorsión, recordándonos nosotros mismos el peligro de salir de la Obra: «convéncete». El fundador quería que incorporáramos la amenaza en nuestra conciencia y que ella misma nos la recordara a cada momento. Y así hemos “incorporado” –hecho cuerpo- tantos contenidos tóxicos. Ahora es el momento de “exudarlos”.
El «convéncete» está en la base de la negación general que se observa en los miembros de la Obra. Ellos no pueden ver defecto alguno en la Obra si quieren seguir adentro y perseverar. «Convéncete»… bajo pena de muerte.
En la Obra la libertad interior está seriamente alienada, pero no se puede admitir semejante pensamiento.
Por poner un caso: «Si hablamos, no pasa nada» (del fundador, meditación “El licor de la sabiduría”, junio 1972). Esta era la doctrina que teníamos que repetir y creer como verdad revelada, aunque en realidad sabíamos perfectamente que «si hablábamos, podía pasar cualquier cosa», sabíamos que no era cierto que «no pasa nada». Pero no podíamos decirlo ni podíamos cuestionar nada, porque significaría un enfrentamiento total con la institución y el fin de nuestros días en la Obra (cfr. el testimonio reciente de Estados Unidos, cap. 4).
Cuando el fundador decía «en el Opus Dei no está coaccionado nadie» no se trataba de una simple afirmación: era una orden. Había que creerle y no contradecirlo.
Es que en realidad «tenía razón»: no estaba hablando de la libertad sino de la prohibición de pensar en la posibilidad de coacción. No estaba negando la ausencia de libertad sino afirmando que estaba prohibido hacer mención de ello.
Parte de la extorsión era encubrir por nuestro lado la contradicción de la Obra y su fundador, si queríamos seguir la «llamada divina» y no «traicionar a Dios».
Debíamos, por tanto, creer y «cargar» nosotros con lo contradictorio de sus palabras para encubrir la coherencia inconfesable que escondían: «Tened esto muy claro: nuestra perseverancia es fruto de nuestra libertad, de nuestra entrega, de nuestro amor, y exige una dedicación completa. Dentro de la barca [la Obra] no se puede hacer lo que nos venga en gana.» Aquí también la orden era clara: debíamos creer que éramos libres y hacer sólo lo que él dijera. Esa era la orden, y no tenía ninguna relación con la realidad de si éramos o no libres. No hablaba de nosotros, hablaba de lo que él quería de nosotros.
Esa «coherencia inconfesable» estaba dada por la preeminencia de la obediencia por encima de cualquier derecho o libertad, a tal punto que por obediencia había que afirmar la existencia de una libertad ausente (y tantas otras cosas más), sin importar su relación con la verdad.
En la Obra la verdad deviene de la obediencia. Por eso mentir no tiene tanto que ver con «decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa» (diccionario RAE, 2002) como con su adecuación a la obediencia. La mentira es una posibilidad legítima en la medida en que esté avalada por la obediencia.
Por eso, en los escritos del fundador –y en toda la ideología de la Obra- hay que preguntarse a qué se están refiriendo y no quedarse con la contradictoria literalidad de sus palabras. Lo importante no es tanto lo que enuncia sino en qué acaba lo que dice, cómo afecta en los hechos a las personas.
Pelearse con la literalidad del discurso de la Obra no lleva a ningún lado, es un desgaste mental enorme y no llegamos a dar con el meollo del problema: su «coherencia inconfesable».
En la mente del fundador las ideas eran coherentes –órdenes que se complementaban-, pero en la nuestra tenía efectos contradictorios y terminábamos anulando un aspecto básico de nuestra psiquis: la coherencia, además de la sanidad mental y moral.
Hoy la Obra sigue el mismo camino demarcado por su fundador. En resumen, una formación basada en la disociación.
También la falta de fraternidad en la Obra es producto de la extorsión, porque la institución prohíbe terminantemente la amistad entre los miembros, salvo la «amistad oficial», lo cual genera un gran individualismo. El llamado «milagro de la Unidad» de la Obra es paradójicamente producto de una «gran división» individualista entre los miembros, que facilita la única amistad que se les permite: ser amigos sólo de la institución y, en todo caso, de los demás miembros por su carácter institucional. Pero no se permite ningún sentimiento de solidaridad para aquél que esté en conflicto con la institución. Un verticalismo absoluto.
La «sinceridad salvaje» que nos exigía la Obra hubiera sido imposible sin ese sometimiento: verdaderamente creíamos que la Obra tenía en sus manos el poder de disponer de nuestras vidas. De haber tenido conciencia de nuestros derechos jamás hubiéramos dejado avasallar nuestra conciencia.
Modos de predicar
Es significativo el modo en que el fundador predicaba, donde incluía en su predicación el consentimiento de sus dirigidos sin que estos pudieran abrir la boca. Tomaba la libertad –justamente- como excusa para el sometimiento. Dicho en pocas palabras, cuando lo creía necesario el fundador usaba un lenguaje extorsivo y a veces intimidante en su predicación:
«…no puedes olvidar que has de permanecer siempre dentro de los límites de la barca [la Obra]. Y esto porque te dio la gana.»
«…si te sales de la barca, caerás entre las olas del mar, irás a la muerte, perecerás anegado en el océano, y dejarás de estar con Cristo, perdiendo esta compañía que voluntariamente aceptaste.»
«Y en esta barca, pobre, humilde, te acuerdas de que tú tienes un avión, que puedes manejar perfectamente, y piensas: ¡qué lejos puedo llegar! ¡Pues, vete, vete a un portaviones, que aquí tu avión no hace falta!» (extractos de la meditación “Vivir para la Gloria de Dios”, 1972).
«...con claridad sobrenatural y humana, he escrito que nuestra perseverancia en la Obra es totalmente voluntaria. Tú estás aquí porque te da la gana. (…) En el Opus Dei no está coaccionado nadie. La perseverancia depende de cada uno de nosotros.» (del fundador, meditación, 4-III-1960).
«Os digo en la presencia de Dios que, si algún hijo mío se siente infeliz, es porque le da la gana.» (del fundador, Crónica, 1973, pp. 539).
«No encontraréis la felicidad fuera de vuestro camino, hijos. Si alguien se descaminara, le quedaría un remordimiento tremendo: sería un desgraciado. Hasta esas cosas que dan a la gente una relativa felicidad, en una persona que abandona su vocación, se hacen amargas como la hiel, agrias como el vinagre, repugnantes como el rejalgar. (...) No lo olvidéis nunca: escarmentad en cabeza ajena.» (del fundador, Meditaciones VI, págs. 97-98)
«Tú, mi hijo, no tienes derecho a volver la cara atrás, a condenar tu alma o, al menos, a ponerte en grave e inminente peligro de perderla. (…) No tienes derecho a prescindir de la Obra...» (del fundador, Meditaciones II, págs. 179-180). No usa cualquier palabra: dice «grave e inminente».
El recuerdo permanente de «la gana» o voluntad propia –con el que extorsiona- es el modo de legitimar el sometimiento que su predicación ejerce. Extorsiona con un consentimiento que, en la mayoría de los casos, no existió de la manera clara como lo plantea o, en todo caso, fue fruto ilegítimo de una coacción.
En nombre de Dios
Es terrible creer que pueda haber legitimidad alguna en esta forma de proceder de los directores. Pero si no se creyera para nada en esa legitimidad, nadie se dejaría extorsionar, nadie –por ejemplo- se iría de la Obra vergonzosamente sino a la luz del día y despidiéndose de todos. ¿Entonces?
Lo que sucede es que en la Obra parecería que, así como «es Dios quien llama» (difícil resistirse a la vocación y a la «coacción»), así «es Dios quien extorsiona» y por lo tanto difícil resistir semejante autoridad. No hay forma de resistirse a ingresar y tampoco de salir de la Obra, si es Dios quien «llama y extorsiona». La coacción es mala, pero si Dios la hace está bien. La extorsión es mala, pero si Dios la hace está bien. Engañar es malo, pero si es Dios quien engaña está bien. Esa es la idea que está detrás de la «santa coacción», la «santa desvergüenza» y tantos otros «renombramientos» aberrantes.
La clave es darse cuenta que de Él no pueden proceder semejantes acciones.
En la Obra todo lo dignifican usando el nombre de Dios, desde la denominación de la institución hasta las prácticas de gobierno. Así utilizan a Dios como «escudo humano» -valga la paradoja- para avanzar sobre las conciencias sin que éstas puedan resistirse.
A la Obra le caracteriza el silencio. Hacia fuera y hacia adentro. Que afuera no se enteren y que adentro no se hable.
La última extorsión dentro de la Obra es la dispensa que hay que solicitar para “pagar el rescate” definitivo de la propia libertad. La Obra no devuelve nada de lo que se le ha entregado (carta de admisión, etc.) sino que pide un escrito más. Dudo muy seriamente de la necesidad, validez y legitimidad de tal dispensa.
Esta última extorsión incluye el silenciamiento: la Obra concede la dispensa para liberarse de la vida extorsiva de la vocación pero no la concede para hablar libremente de lo vivido dentro de la Obra –libertad que debería existir aun estando en la Obra-, porque quien hable críticamente de la Obra será merecedor de la maldición eterna (y es la idea que repiten los que envían amenazas escatológicas a esta web). Muchos vivíamos bajo ese silenciamiento extorsivo y gracias a Opuslibros nos hemos liberado.
La santa traición
A veces la Obra se «ablanda» y deja por un tiempo de aplicar presión, «afloja» la cuerda para ver si la reacción es favorable. Se vuelve «maternal» para ganarse la confianza del miembro «en rebeldía». Pero sólo de momento, luego comenzará nuevamente el ciclo de presiones. La extorsión siempre prevalece por encima de cualquier «rostro amable» hasta conseguir la «conversión total» de sus miembros «a la Obra».
Pero no en todos los casos funciona la «santa extorsión», o bien por la resistencia que presenta el miembro en cuestión o bien porque la víctima de la extorsión no cree que los directores tengan ese poder sobrenatural venido de Dios, al cual invocan para extorsionar. Y esto es un gran problema para los directores, porque la herramienta fundamental para tener controlado a ese miembro ya no sirve. Los directores comienzan a perder poder y dominio: esto no lo pueden permitir. Conque uno sólo conozca el truco, el acto de magia pierde toda gracia. Se hace necesario, entonces, pasar a la siguiente etapa.
Es ahí cuando se recurre a la «traición», cuando los directores actúan directamente de espaldas a la víctima para deshacerse de ella (pienso en el caso que aparece en esta web, el de R. “Despedida?” o también el de USA recientemente traducido; sé de más casos en los que procedieron primero con la extorsión y luego con la traición).
Y esto lo hacen sin el menor sentimiento de culpa. De hecho, jamás he observado que la Obra admitiera corporativamente la culpa de nada: es inmune tal sentimiento.
La Obra usa a Dios como garante: la idea es que El responderá por la Obra y por todo lo que ella haga y diga, ya que «la Obra es de Dios». Por eso la palabra de los directores es «santa» y el que obedece «no se equivoca nunca».
Ese argumento hizo posible soportar muchas cosas dentro de la prelatura que, sin ese aval, serían seriamente objetables (ej. ver la depresión como una «prueba divina» y no como un efecto lógico de vivir en la Obra, etc.).
El problema ahora es que, como esa «garantía» fue un invento más de la Obra, no hay tal garante. Cuando la Obra desaparece de la propia vida personal se produce un vacío muy profundo, porque queda patente que nunca hubo tal «Obra de Dios» y que Dios no pudo respaldar semejante fraude. ¿A quién reclamarle la garantía ahora?
Es comprensible que más de uno quiera creer todavía en la sobrenaturalidad de la Obra porque, de lo contrario, no hay forma de recuperar nada, no hay manera de reclamar garantía alguna por todo lo vivido y sufrido. Lo peligroso de esta postura es que la Obra juega todo el tiempo con la ilusión ajena, haciendo creer y haciendo caer en la trampa. Reincidir es muy peligroso.
Creo que es preferible aceptar los hechos y renunciar a toda esperanza puesta en la Obra. Ahora tiene que venir de otro lugar.
Es interesante que en la Obra se hable automáticamente de traición cuando alguien deja la institución, de modo particular si lo hace sorpresivamente. Esto los pone furiosos, posiblemente porque ven que “sin permiso” les es arrebatada “una prerrogativa” a la que sólo tendrían derecho ellos. Cabe aclarar que, al menos lo que yo he visto, en estos casos nunca se ha tratado de una traición sino de escaparse de la manera más rápida posible: es un “adelantarse a la traición” que se viene y esto es como “sacarles la comida de la boca” a los directores.
Quien se va de esta manera, se ha anticipado doblemente a los directores: porque no teme a la extorsión y porque no piensa esperar a la traición. Y esto les duele mucho a los que gobiernan, hiere profundamente su narcisismo.
A la vista de un observador externo, el que alguien se “escape” de la Obra no es una traición (es como escapar de los tiburones) pero así lo “leen” los directores, del mismo modo que a ningún animal rapaz le gusta que su presa se escape y es comprensible que la llame “traidora” (algo patéticamente gracioso). No sólo implica impotencia (por parte del “tiburón”) sino que su indignación revela (se delata a sí misma) la acción que estaba por llevar a cabo y que le fue arrebatada.
Qué extraño sendero el de la «vocación» a la Obra, que comienza por la coacción, sigue con la extorsión y acaba en traición. ¿Dónde está lo sobrenatural en todo esto?
Conclusión
Una de las razones de este sitio web es conocer exactamente qué es la Opus Dei, porque claramente no es lo que nos dijeron que era. Estuvimos unos cuantos años allí adentro y luego salimos de esa «prisión mental» sin saber las razones de ese engaño.
Lo primero que no quiero olvidar es eso mismo: la Opus Dei no es lo que dijo ser. Esta es la primera conclusión, fundamental para progresar en las razones profundas de lo sucedido. Es dramáticamente escandaloso, pero es importante tomar conciencia de esto.
Si la Obra no es lo que decía ser, entonces, ¿qué fin no confesado se propone?
Lo segundo: no sabemos nada acerca de cuál sea el fin concreto que busca la Obra con semejantes medios. Ignoramos lo que pasa por la cabeza de los que gobiernan esa organización y cuales son sus intereses y sus objetivos últimos.
Lo tercero: no existe justificación alguna que los pueda disculpar por lo que hicieron.
Y me pregunto entonces ¿ha habido algo que haya sido verdad, desde el origen de la Obra, en los motivos nobles que nos movieron a formar parte de la Opus Dei? No puedo hacer una revisión absoluta, pero pienso que los motivos más importantes nunca han sido metas reales de la Obra sino aparentes, para ocultar el objetivo real y único: la construcción misma de la institución. La santificación del trabajo como tal nunca fue prioridad. Tampoco lo fue la dirección espiritual, la persecución de la santidad. Menos aún la salvación de las almas. Lo fundamental fue la obediencia y el proselitismo, cemento y ladrillos para el edificio que es la Obra. El resto es decorativo, no estructural.
No juzgo las motivaciones individuales. Fijo la atención en las motivaciones institucionales, que saltan a la vista.
La pregunta de fondo es ¿qué ha obtenido la Obra y que ha construido desde su inicio? ¿En qué decantó toda la “teoría” y los ideales? Lo que consiguió es lo que persiguió con todas sus fuerzas.
Pareciera que en la Obra hubiera tres tipos de miembros: los que entran porque creen en la literalidad del mensaje (y fracasan al comprobar la falta de coherencia, se siente estafados), luego los que se conforma con un mínimo de la literalidad del mensaje a cambio de someterse a la obediencia (creen que no pueden irse y sólo les queda la ilusión, la fantasía), y por último, los que captan perfectamente el mensaje que está detrás de todo el andamiaje literal: son los «llamados» a formar parte de las estructura de la Obra, por su fidelidad a la obediencia más que a la verdad. Son fieles a la persona del fundador, por encima de todo, creen en su liderazgo más allá de cualquier argumento. No ven ninguna dificultad de coherencia en la Obra porque su vocación es «seguir al fundador» por sí mismo, vaya a donde vaya. Lo “incoherente” y herético será –para ellos- no seguir al fundador. Están fascinados –fanatizados- y se sienten verdaderos “hijos”. Es una religión privada que tiene como cabeza al fundador.