La inocencia de los dirigentes del Opus Dei

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Por Jacinto Choza, 29 de diciembre de 2006


Después de leer el estudio de Oráculo La libertad de las conciencias en el Opus Dei y el Decreto Quemadmodum de Leon XIII de 17-XII-1890 que incluye como apéndice, me gustaría añadir algunas observaciones en apoyo de sus objetivos y los de la web.

Para empezar, y en primer lugar, quiero dar las gracias a Oráculo por sus escritos, y a Agustina por haber hecho posible toda esta cadena de eventos. La primera vez que envié una carta a la web, respondiendo a una especie de interpelación de Tlin hace dos años o algo así, no imaginaba que este foro adquiriría tales dimensiones ni alcanzaría la repercusión que ha alcanzado.

Empecé a mandar escritos firmados con mi nombre porque todos los participantes me parecían demasiado jóvenes y demasiado inexpertos en relación con lo que yo había vivido y conocido de la institución, porque me parecían como ovejas sin pastor, y porque sentía, quizá arrogantemente, que con mis años y experiencia podía darles algún cobijo y consuelo. Pero pronto cambié de parecer. Entendí que un corazón humano, que muestra sus heridas sin alardes mientras que brinda y pide ayuda, es una cátedra donde hay más sabiduría que en los textos académicamente mejor construidos. Pero además, se ha ido incorporando a la web tanta gente, con tanta experiencia, tanto saber y tanto criterio, que he aprendido y he recibido yo más ayuda de lo que pensaba, y más análisis académicamente elaborados de lo que esperaba, para orientarme también yo mismo en mi momento histórico y en mi contexto eclesial, social y político. Y por eso quiero daros las gracias a todos, de todo corazón, desde Agustina hasta Oráculo, por todo lo que me habéis ayudado.

En segundo lugar, paso ya a las observaciones que quiero hacer, y que se dirigen todas a responder a esta pregunta: ¿Cómo es posible que habiendo vivido en la Obra tanta gente tan buena, tantos juristas y canonistas tan excepcionales, especialmente en los primeros tiempos, y tantos directivos tan capaces, haya llegado la institución a una situación como la que Antonio Ruíz Retegui describe en términos de estructura de pecado y Oráculo en términos de anulación de la libertad de las conciencias, en contradicción con las directrices más claras de la misma Iglesia sobre esos extremos?


El principio de la buena fe

Hablando un día con Raimundo Panikkar sobre el hecho de que no se hubieran dado cuenta de los derroteros que en los comienzos iba tomando la Obra, me comentó que entonces nadie sabía lo que podía ser aquello, ni había nada que pudiera percibirse como sospechoso ni como desviación. Había un proyecto ilusionante, transmitido boca a boca por unos amigos inquietos e idealistas a otros, sin motivo alguno para la desconfianza. La amistad y lo atractivo de la idea eran suficiente garantía: la santificación en medio del mundo, en el trabajo cotidiano. Esa era la situación recién terminada la guerra civil española.

La fe de todos les mantenía plenamente ajenos al proceso de institucionalización y al sesgo absolutista que el Opus Dei iba tomando, confiados en que se trataba de encontrar un cauce jurídico completamente nuevo. Y, ciertamente, eso vale también para la buena fe del propio Escrivá. Porque mientras él buscaba ese cauce jurídico del todo nuevo, construía la estructura administrativa de forma que resultara un sistema prácticamente perfecto para él, es decir, inexpugnable.

No hay disponibles estudios sobre la psicología de Escrivá, su carácter, sus inclinaciones políticas, teológicas y sociales, ni sobre el impacto que la formación religiosa que se impartía en los seminarios españoles durante los años 20 pudo causar en un carácter así. Tampoco los hay sobre el contexto religioso y cultural del propio carisma fundacional del Opus Dei en los años 20. Hay estudios de José Andrés Gallego en los que se menciona la relación entre el carisma del Opus Dei y la Institución Libre de Enseñanza[1], y estudios sobre la Institución Libre de Enseñanza de Vicente Cacho, que, durante toda su vida como numerario, se fue refugiando cada vez más en la Institución a medida que la Obra se burocratizaba, en los que se puede percibir la analogía[2]. De singular interés serían los estudios de la relación entre el carisma del Opus Dei y la obra del aragonés Joaquín Costa, pero tampoco existen por el momento.

Comoquiera que sea, Escrivá parece haber sido un hombre de corte aristocrático, de la burguesía aragonesa del XIX, autoritario, de temperamento más bien colérico, y con tendencia al absolutismo, como, por lo demás, lo había sido Pio XII.. A eso se añadieron unas dotes excepcionales en cuanto a instinto de poder, a capacidad de gestión y organización, a seguridad de conciencia, a capacidad de trabajo y a sensibilidad religiosa, que arrojan el conjunto de factores que favorecen la constitución de un cierto carácter fundamentalista. Hacían falta aún algunas circunstancias socio-históricas para que ese carácter se consolidara, y éstas fueron la guerra civil española, por una parte, y el concilio Vaticano II, por otra.

En efecto, la guerra española podía ser vivida como una cruzada, y algunos la vivieron así. Pero una cruzada es lo que muchos predicadores, canonizados o no, han preconizado. Cruzadas muy cruentas, como las predicadas por Pedro Ermitaño para la conquista de tierra santa, cruzadas menos cruentas, como las promovidas por la predicación de Bernardo de Claraval contra los albigenses y en apoyo de la fundación de los templarios, o cruzadas incruentas, como las de San Pio X contra el modernismo y la del propio Escrivá contra el modernismo también y contra quienes pretendían lo que él consideraba la destrucción de la iglesia.

La guerra civil española, y más aún la posguerra, le podían haber hecho sentir la necesidad de poner en marcha una segunda edición de la orden de los caballeros templarios, pero adecuada a su tiempo. Mientras el general Franco y Pio XII rigieron los destinos de España y de la Iglesia, Escrivá podía permitirse proclamaciones verbales de libertad que contrastaban con la firmeza con que ambos mandatarios ejercían su autoridad (y que también era propia del talante de Escrivá).

Bajo esa protección él podía ir desarrollando los escritos de los años 30 y 40, esos que fueron retirados de la circulación tras su muerte, en los que son muy perceptibles las analogías con otros movimientos laicales, religiosos o no, como la Institución o las teresianas del padre Poveda. En ese periodo el Opus Dei se pudo desarrollar en España sin especiales problemas, y sin que nada resultara especialmente alarmante, a pesar de que en su estructura y funcionamiento se perfilaba ya su carácter hermético, elitista, rigorista y extremadamente mesiánico.

A partir de los 50 las cosas cambiaron. Entonces empezó a resultar sospechoso Panikkar, que fue ‘retirado’ de su puesto de capellán en la residencia de la Moncloa de Madrid y trasladado a Valladolid, y, poco después, a la India, con el encargo de iniciar la labor del Opus Dei en aquellas tierras. Por esa fecha Panikkar tenía buenas relaciones con los teólogos centro-europeos que desarrollarían las doctrinas del Vaticano II. Y también por esa fecha Juan XXIII, que había sustituido a Pio XII, iniciaba sus primeros tanteos ecuménicos y de acercamiento a los comunistas italianos.

Para Escrivá ese acercamiento era peor que la revuelta de los albigenses y de los modernistas, y todo ello se agravó con la llegada al pontificado de Paulo VI, cuya figura le resultaba especialmente inaceptable o, al menos, incompatible con sus expectativas eclesiales. Ahora el mal era propiciado “desde dentro de la iglesia y desde muy arriba”, como le oíamos decir los que convivimos con él en Roma a partir de entonces [3].

Había una gran clave de legitimación de sus posiciones ante sí mismo y ante los demás, que era el sufrimiento. La discrepancia de la realidad respecto de las expectativas que uno tiene es la causa fundamental de la decepción, la tristeza, la ira y el sufrimiento. Dado que las expectativas religiosas de Escrivá estaban compulsivamente espoleadas por su seguridad de conciencia, su hermetismo, su carácter colérico, su elitismo aristocrático y su absolutismo, el sufrimiento se elevaba hasta cotas muy altas, legitimando más aún sus pretensiones. El sufrimiento garantiza que uno no quiere nada para sí, y que, por tanto, uno entrega su vida de un modo desinteresado por una causa que, además, no es de uno, sino de Dios mismo. La identificación con Cristo en la cruz puede resultar ahora completa, y eso confirma más aún la legitimidad de lo que se pretende y se hace, ante uno mismo y ante los demás.

Situaciones psicológicas de ese tipo han sido muy bien descritas en la literatura. En primer lugar por Benito Pérez Galdós en la novela Doña Perfecta, y luego por François Mauriac en La farisea. Y han sido muy bien analizadas por la filosofía y la psicología moral en obras que van desde las Máximas de La Rochefoucault hasta La genealogía de la moral de Nietzsche y El resentimiento en la moral, de Max Scheler.

No estoy sosteniendo de ninguna manera que Escrivá fuera un farsante o un hipócrita. Nada de eso. Sugiero el modo en que su temperamento podía estar tendiéndole la gran trampa a él mismo (y a los demás) mientras que, con una aguda sensibilidad religiosa, desarrollaba un carisma de cuyo carácter divino no hay motivos para dudar. Ese es precisamente el carisma cuya historia queda recogida en el libro de A. de Fuenmayor, V. Gómez Iglesias y J.L. Illanes, El itinerario jurídico del Opus Del. Historia y defensa de un carisma, Eunsa, Pamplona, 1990.

Cuando a comienzos de los 60 el concilio Vaticano II permitió aflorar la multitud de tendencias que permanecían contenidas en la iglesia, entonces el carisma quedó ya completamente olvidado y sepultado por la alarma ante el caos de la iglesia y Escrivá se dedicó, y dedicó su “Obra de Dios” por completo, a salvar a la Iglesia, independientemente de que quisiera o necesitara ser salvada. Si hubiera algo que reprochar en esa actitud y en ese comportamiento sería la desesperación respecto de la iglesia y la desesperación respecto de Dios mismo, como sí la Iglesia, más que de Dios, fuese del propio Escrivá. La disciplina interna del Opus Dei se endureció cada vez más y del carisma sólo quedó como recuerdo su Historia y defensa. Una defensa póstuma, porque ya había sido sepultado.

La inmunidad de la inocencia

Volvamos a las preguntas iniciales. ¿cómo es que no se dieron cuenta del sesgo que iba tomando la institución los intelectuales que trabajaban en ella y los dirigentes que la gobernaban? La respuesta es que los intelectuales sí se daban cuenta. La escuela española de derecho canónico, creada y desarrollada por Pedro Lombardía y Javier Hervada, podía percibir el mencionado sesgo, aunque seguramente no sospechaban el alcance que podía llegar a tener. A veces Pedro Lombardía hacía alusiones a las actitudes excesivamente conservadoras de la institución, que le granjeaban la reputación de “progre” y la antipatía de los más leales seguidores del fundador, que era el cien por cien. Los de talante e ideología más liberales, aquellos a los que su posición económica y profesional se lo permitía, se iban acomodando en formas de vida más alejadas del control institucional, con más dispensas de controles.

Los intelectuales eran acallados con medidas disciplinares (no es oportuno mencionar nombres de personas que todavía viven) y, en no pocos casos, apartados de sus tareas profesionales. Las medidas disciplinares eran aplicadas por los dirigentes, y los dirigentes eran personas que, más que por su sensibilidad intelectual, destacaban por sus dotes de organización, gestión, eficacia y lealtad. No es que no estuvieran bien dotados intelectualmente, pero su talante intelectual era más bien de ingenieros que de humanistas (y probablemente su procedencia curricular se corresponde con esta filiación).

Los dirigentes, una vez iniciada su andadura como tales, se convertían en personas especialmente incapacitadas para percibir las desviaciones rigoristas del Opus Dei. En primer lugar porque la mayoría de ellos no eran intelectuales. Y en segundo lugar porque su entrega a la tarea de salvar a la Iglesia construyendo el sistema administrativo les impedía percibir los daños ocasionados entre los fieles por dicha tarea constructiva.

Esta aparente paradoja puede ilustrarse bien con algún ejemplo. A un rector y a un claustro de universidad, lo que menos le preocupa son los estudiantes. Los estudiantes les pueden preocupar a los profesores. Pero al rector le preocupa mucho más las subvenciones oficiales para pagar las nóminas, el sistema de provisión de plazas, la dotación y descubiertos de la plantilla, los premios y recursos obtenidos por los investigadores... Si es que no le preocupa más su propio poder en el ayuntamiento de la ciudad, en el consejo de rectores, en el ministerio de educación, etc. En una institución eclesiástica pasa lo mismo.

Ya Hegel en su Filosofía real, primero, y en la Filosofía del derecho, después, observa que la mentalidad de los comerciantes es muy ajena a las dificultades reales de los campesinos que producen los bienes con los que se comercia, y mucho más aún la de los profesionales de las finanzas, que por tratar solo con dinero se caracterizan por “la dureza de corazón”[4]. A eso hay que añadir las observaciones de Weber sobre la transformación del líder carismático en funcionario o las de Alberoni sobre la institucionalización[5], para tener una explicación más completa de porqué los dirigentes no perciben, por regla general, la situación real y los problemas de los administrados.

Esa ceguera de los dirigentes se intenta corregir, en los regímenes democráticos, con las observaciones de la oposición, y en algunas organizaciones empresariales, con una o varias personas que cumplen precisamente esa misma función[6]. Pero nada parecido a eso fue viable en el Opus Dei.

La percepción del caos global en la década de los 60 y del eclesial durante el Vaticano II, la percepción de los sufrimientos del líder carismático en todo momento, la solidaridad y camaradería con los que se acogían a la nueva Arca de Noé (como el fundador llamaba a veces al Opus Dei) especialmente en España, la percepción de España como “la reserva espiritual de occidente”, y el efecto de unidad y fusión de las conciencias descrito por Durkheim[7], determinaba que los directores, especialmente extraídos entre hombres eficaces y de gestión, siempre estuvieran más de parte del aparato que de los administrados.

Pero su dificultad para percibir el daño ocasionado a los fieles provenía sobre todo de la buena fe de ellos mismos como dirigentes. En efecto, si ellos habían renunciado a tantas cosas y se habían consagrado en cuerpo y alma al bien de los fieles mediante el gobierno de la institución, mediante la constitución y puesta en funcionamiento del aparato, ¿cómo iba a resultar su gestión precisamente un perjuicio para esos fieles?, ¿cómo no iba a ser bueno para los fieles todo el desvelo, la dedicación y los sufrimientos de ellos? Si los fieles se quejaban era, evidentemente, por su deficiencia moral y su incapacidad para identificarse con el espíritu (que quedaba expresado en el aparato y la administración del sistema).

Nunca, ni siquiera después de abandonar la institución, los que han sido dirigentes han puesto en duda la buena voluntad de todos ellos. Y no la pueden poner porque esa buena voluntad no ha faltado jamás. Lo que han percibido y comprendido antes, y siguen percibiendo y comprendiendo ahora, es que gobernar esa institución resulta muy difícil, que gobernar para hacer santos a los demás es muy difícil, y que todo el desvelo dedicado a ello es poco.

La buena fe de los dirigentes ha sido siempre tal que la situación de ellos respecto del daño causado a los fieles por su propia gestión es estrictamente la de la más completa inocencia. Y ahora hay que aclarar un poco las características de la inocencia.

Inocentes son los niños porque no conocen el mal. Y en esa misma línea, inocentes son también los cocodrilos que devoran a un cebú o los leones que se comen a una impala. Los documentales que los presentan muestran una mirada de completa indiferencia e incluso de gozo mientras satisfacen su hambre, sin advertencia ni recuerdo alguno de lo que puede haber sido el sufrimiento de sus víctimas. Eso es la inocencia, algo que hace frontera con la crueldad y que a veces resulta indiscernible de ella.

La inocencia, como la describieron y analizaron primero Hegel y después Kierkegaard, es la mera y crasa ignorancia del mal, y, como también señaló Hegel, ni es virtud ni tiene nada que ver con la virtud. Es ceguera[8].

¿Es ese el caso de los dirigentes del Opus Dei y del propio Escrivá? Lo más probable es que sí. Por eso les resulta completamente imposible aceptar ninguna culpa, ni enmiendas parciales de cierta envergadura y mucho más enmiendas a la totalidad de su gestión. No pueden estar equivocados porque si estuviesen equivocados habrían malversado por completo sus vidas, no solo ellos, sino miles de personas, y ellos no estarían ahí. No existiría ni ellos, ni el “ahí”. Esa incapacidad de admitir que se equivocaban es lo que podía impedir a muchos franquistas (y la mayoría de los que se incorporaban al Opus Dei en España eran franquistas) tomarse en serio la conveniencia de cambios radicales, y lo que podía impedir a algunos nazis la determinación de abandonar el partido[9].

Esa inocencia es la que hace posible y pensable resultados como el descrito por Antonio Ruiz Retegui en Lo teologal y lo institucional, y en la Collatio sobre las estructuras de pecado, por Oráculo en La libertad de las conciencias en el Opus Dei, y es la que hace posible que los dirigentes, muchos fieles de la prelatura e incluso un cierto número de los que abandonaron la institución habiendo ocupado cargos directivos, perciban el resentimiento y la mala fe como única motivación posible para los que escriben en la web opuslibros.org. Es el mismo mecanismo por el cual, la única posibilidad para explicar la conducta de los que se opusieron a Franco en la guerra civil y después de ella es el resentimiento y la mala fe. Como si no pudiese haber verdad y razón de ningún tipo en el resentimiento y en la enemistad. Eso hace imposible cualquier diálogo entre la institución y los disidentes.

Se pueden señalar excepciones a esta ceguera generalizada, desde luego, pero son poco relevantes en la marcha de la institución. Cuando a comienzos de los 70 se reunieron en Munich los representantes de los diferentes partidos políticos españoles, para preparar una plataforma democrática con vistas a la transición tras la previsible muerte de Franco, Rafael Calvo Serer, que militaba en las filas del liberalismo y que era numerario del Opus Dei, participó en lo que se llamó entonces “El contubernio de Munich” junto con Santiago Carrillo y otros líderes políticos. Semejante participación provocó tal escándalo en el por entonces “instituto secular”, que hubo que explicar ad intra que semejante participación se debía a ciertos trastornos provocados por la vejez y los fantasmas del pasado. Para la mayoría de los miembros del Opus Dei no era posible aceptar ni pensar una cierta transición democrática ni en España, ni en la Iglesia del Vaticano II ni, mucho menos, en el Opus Dei.

Había más casos como el de Rafael Calvo, pero igualmente marginados e irrelevantes para la marcha de la institución. Dentro de ella, podían encontrarse personalidades con esa sensibilidad entre los vascos, acostumbrados durante décadas a la opresión por parte de la autoridad legítima, y, por tanto, capaces de admitir en sus esquemas mentales que la autoridad legítima puede no estar siempre en lo cierto y puede a veces no tener razón. Pero también esos vascos eran igualmente marginales.

La conciencia invenciblemente errónea

Estrabón, en el libro III de la Geografía, cuenta que entre los iberos se daba un tipo de vinculación de los integrantes de unas tribus con sus jefes en virtud de la cual se juraba una lealtad que llevaba a la muerte antes que al abandono del jefe. Los romanos le dieron a esa institución el nombre de devotio iberica , no porque no existieran instituciones semejantes en otros lugares y en otras tribus, sino porque estaba muy bien perfilada la que encontraron entre los iberos (término que en este caso incluye a los celtas y a los lusitanos). Esa manera de seguir al jefe hasta la muerte, se encuentra también entre las viudas indonesias de Java y de Bali, que se inmolan en los funerales del esposo difunto con una serenidad que llena de escalofrío a los antropólogos que describen el evento.

Quizá hay una tendencia particularmente intensa a los vínculos de lealtad entre los españoles. Quizá tienen una tendencia particular al fanatismo. Quizá había entre ellos una tradición de más de cien años de guerras civiles contra las libertades de la revolución francesa y a favor del estado confesional. Quizá el lema “Dios, patria, fueros, rey” con el que los tradicionalista combatieron a los liberales impregnaba el carácter de los españoles. Y quizá por ese carácter nacional o por esa tradición, esa es la mentalidad que dominó entre los seguidores de Escrivá y de Franco a partir de 1940, y entre los de Escrivá a partir de su muerte en 1975.

A partir de la muerte de Escrivá en 1975, la mitificación del fundador, iniciada por él mismo en los términos señalados, cobra un nuevo impulso con la producción hagiográfica generada por la institución.

Quienes conocen los problemas surgidos en los años posteriores a la muerte de San Francisco de Asís, saben hasta qué punto la vida real de Francisco quedó falseada por los mitologemas que espontáneamente se adhirieron a sus descripciones históricas. Algo parecido, pero en menor escala, a lo que sucedió con la proliferación de evangelios apócrifos después de la muerte de Jesús. Las historias del santo de Asís quedaron recogidas en la biografía que escribió Celano, y todo ello llegó a ser tan escandaloso que el capítulo general tuvo que tomar medidas, desautorizar la biografía de Celano, y encomendar a una persona autorizada y respetable dentro de la orden la elaboración de una nueva y fiable biografía. Esa fue la que escribió San Buenaventura, y es de lo más instructivo la lectura comparativa de ambos textos[10].

Pues bien, más instructivo todavía resulta comparar la biografía de San Francisco de Asís de Celano con las biografías de Escrivá de Salvador Bernal, Vázquez de Prada y algunos otros, para ver hasta qué punto la hagiografía, en tanto que género literario, genera sus propios mitologemas para aplicarlos a los santos a los que ensalza. Porque el número de coincidencias entre los dichos, penitencias, vaticinios, tentaciones, ataques diabólicos, apoyo de los ángeles, locuciones sobrenaturales, etc. protagonizados por Francisco de Asís y Escrivá de Balaguer resulta sorprendente.

La mitologización de Escrivá tras su muerte por la hagiografía oficial, el aura que la muerte misma dispone en torno al difunto, y la exigencia de lealtad que genera en los herederos y continuadores, influye decisivamente en la adhesión al líder carismático y en el refuerzo de sus propuestas y consignas.

Pero además de las circunstancias históricas, sociológicas y mitologico-literarias mencionadas, hay otras circunstancias ascéticas y psicológicas que refuerzan esa absoluta y abnegada adhesión a la autoridad del fundador.

Una es el voto de castidad. El voto de castidad daba lugar entre los numerarios a un dicho que, en tono a veces de broma, tenía un sentido bastante real y profundo. Si uno ha renunciado al sexo, ¿para qué andarse en minucias respecto de otras cosas menos importantes?. Que podía entenderse también así: si uno renuncia al sexo, y le parece natural, ¿por qué no va a renunciar a ir al cine, a comprarse una moto o a la libertad de su conciencia, y por qué no va a parecerle a eso a uno igualmente natural? Pues claro que sí, para eso se entrega uno. Por aberrante que pueda parecerle esta actitud a un jurista o a una persona ajena a las lealtades de partidos, era una actitud nada infrecuente entre quienes vivían su entrega con auténtico heroísmo. Y ese era el caso entre muchos fieles de la prelatura.

Otra circunstancia que reforzaba la adhesión al fundador era la liturgia del poder. Además de un fuerte instinto de poder, Escrivá tenía una fina sensibilidad para los signos de poder, signos que tienen un despliegue especial en Roma y que los papas habían cultivado con esmero desde Maquiavelo y Julio II[11]. Esa sensibilidad para los signos del poder era tanto una sensibilidad para la liturgia religiosa como para la liturgia civil y administrativa. Una sensibilidad que llevaba a determinar los detalles más nimios referentes al culto y también los detalles más nimios en lo referente a la manera de vestir de los numerarios, modos de sentarse, de hablar, modos de reverenciar a los directores y de reconocer su autoridad, etc.

Escrivá generó para sí y para los dirigentes del Opus Dei toda una liturgia del poder religioso y civil, que en los años 60 contrastaba con el carácter campechano de Juan XXIII y con los modales democráticos de John F. Kennedy. Además era consciente de tal contraste, y mantenía su estilo hierático mientras censuraba con gestos y comentarios la democratización y el populismo de los modales, la suavización del protocolo y el tránsito al trato igualitario entre los dirigentes y los súbditos tanto en la vida civil como en la religiosa. Estaba muy convencido de que la disminución de los signos de autoridad debilitaría a la autoridad esencialmente.

Escrivá compartió siempre la posición del cardenal Ottaviani en el Vaticano II de que no se puede conceder al error los mismos derechos que a la verdad, y los dirigentes de la prelatura hasta ahora parecen compartir la misma tesis. Al menos eso es lo que parecen representar cuando salen a escenas, a saber, la verdad objetiva. Por eso los numerarios que aparecen en los medios de comunicación resultan tan envarados y artificiales.

Esa liturgia del poder es la que resulta de una eficacia completa a la hora de generar adhesión al fundador en la mayoría de los miembros de la prelatura. El principio lex orandi lex credendi, según se reza, así se cree, que los primeros padres de la Iglesia aplican a la liturgia como forma de generar y mantener la fe, es también aplicable al tipo de adhesión que los fieles de la prelatura prestaban al fundador.

Si sumamos los factores históricos con los sociológicos, los mitológico-literarios, los psicológicos y los ascéticos, resulta que los miembros de la prelatura se encontraban (y se encuentran) en una situación de conciencia invenciblemente cautiva como para poder tener un pensamiento libre, y de conciencia invenciblemente errónea como para poder pensar que las cosas pudieran ser de otro modo.

Y los dirigentes mucho más. La adhesión incondicional de los fieles de a pié favorecía unas prácticas de los dirigentes que reforzaban mucho más el expolio de los súbditos. Da escalofríos pensar la verdad que encierra la sentencia de Tácito: “la esclavitud degrada tanto a los hombres que llegan incluso hasta amarla”. Y los dirigentes se entregaban con todo su fervor religioso y toda su integridad moral a una tarea de formación y dirección de almas que incrementaba ese espolio, tarea tanto más difícil cuanto más imposible e inconveniente era de llevar a la práctica.

En efecto, la santidad en medio del mundo, según el espíritu del Opus Dei, resultaba tremendamente difícil de gestionar y tramitar porque había que tener en cuenta demasiados factores, demasiadas circunstancias, demasiadas diferencias culturales y de caracteres, demasiadas exigencias morales, litúrgicas, ascéticas, tantas... como si se pretendiera construir un mapa de la realidad a escala 1::1, al estilo de aquel personaje de Borges.

En efecto, eso era lo que se pretendía. Pero la tarea era tan ardua, que la entrega de los directores tenía que resultar para ellos mismos mucho más meritoria que la de los fieles corrientes. En primer lugar porque no era menor. Y en segundo lugar porque implicaba unas responsabilidades y, consiguientemente, unos sufrimientos de los que estaban eximidos quienes se encontraban a los pies de los caballos.

Esa entrega, esa responsabilidad y esos sufrimientos, les impedía por completo caer en la cuenta de que la santidad, ni en medio del mundo ni en ninguna otra circunstancias, puede ser el objeto de gobierno ni de funciones administrativas de nadie, como Antonio Ruíz Retegui no se cansaba de exponer en sus escritos. Su entrega y su dedicación a la tarea de promover la santidad de los demás les impedía percibir que estaban disecando vidas, “vampirizando” almas, cercenando el contacto de los fieles con la realidad, y generando unas condiciones altamente patológicas a las que sucumbían muchos. Todavía la entrega de los directores podía acentuarse aún más en su dedicación a los enfermos (cuando era el caso).

Todo eso, que era la esencia misma de su gestión y de su razón de ser como dirigentes, era también lo que ellos mismos no podían, y no pueden, cuestionar. La inocencia de los dirigentes determina en ellos una situación de conciencia invenciblemente errónea, o quizá, de conciencia insuperablemente ciega. Son inocentes, no tienen la menor conciencia del mal que causan. Por eso no pueden tener ninguna sensación ni sentimiento de culpa, y por eso no pueden experimentar la menor inclinación a pedir perdón por nada a nadie. Por eso también no pueden entender la conducta de los últimos papas pidiendo perdón por las equivocaciones y pecados de la Iglesia más que como recursos retóricos, gestos ante la galería, y, en cualquier caso, equivocaciones respecto a la indefectibilidad de la Iglesia.

En este sentido, y a pesar de todo, quizá los fieles corrientes de la prelatura tienen la cabeza un poco menos atrapada que los dirigentes, para cuestionarse la corrección del encauzamiento de su carisma y la sintonía de su propia institución con la Iglesia.

Kruschev y Juan XXIII

Si en esta situación algunas personas pertenecientes a la prelatura, o ajenos a ella pero con responsabilidad de gobierno en la Iglesia, se propusieran algún tipo de reforma o rectificación real en la institución, el enfoque de la tarea le resultaría muy espinoso.

En los años 60, cuando estudiaba yo filosofía en la universidad complutense de Madrid, el profesor de Filosofía de la Naturaleza, don Roberto Saumells, a propósito de la empresa acometida por Krushev y Juan XXIII de reformar el partido comunista de la URSS y la Iglesia respectivamente, comentaba con su característico sentido del humor y su marcado acento catalán, que seguramente el papa Juan y el pobre Nikita Kruschev se mirarían a hurtadillas, aprendiendo cada uno del otro. Y el ruso pensaría que, si iniciaba unas reformas de cierta envergadura, los muchachos del Kremlim también se les casarían con las bailarinas del Bolshoi.

Nikita Krushev había llevado al XX Congreso del Partido Comunista de la URSS de 1956 el informe secreto sobre la situación del comunismo en el mundo contemporáneo, como Juan XXIII quería examinar la situación de la Iglesia en el mundo contemporáneo en el concilio convocado a tal efecto.

Krushev tuvo serios problemas con la difusión de su informe. El comunismo no aparecía ni era percibido como el sistema político salvador que haría felices a los hombres de un modo tan indubitable como todos ellos habían creído. El bien y la verdad podían darse al margen del partido, podían concebirse de otros modos. Entonces surgió la revuelta de Hungría, la emergencia del eurocomunismo, los inicios del diálogo entre cristianos, existencialistas y marxistas, a través de la Paulusgesselschaft y de otras instituciones generadas a tal efecto, las rebeliones de Checoslovaquia primero y Polonia después. Y probablemente el comienzo de esa perestroika interrumpida y obstaculizada, jugó su papel en la perestroika de Gorvachov que culminó con la caída del muro de 1986.

Juan XXIII tuvo también sus dificultades. Entre las tendencias libertarias y experimentales de la iglesia de Holanda por un lado, y las tendencias fundamentalistas de Monseñor Lefêvre en Francia, por otro, se abría todo el espectro de las posibilidades cismáticas. Si había bien y verdad fuera de la Iglesia, ¿para qué servía la Iglesia? Había que aprender a pensar el bien y la verdad en términos de libertad y no en términos de rígido monopolio. Había que aprender de los demás, de los creyentes de otros credos y también de los infieles.

Krushev y Juan XXIII tenían una sensibilidad de la que nadie parece dar muestras actualmente entre los dirigentes de la prelatura. Pueden retocar algunos de los escritos oficiales y de los privados, como se señala en el trabajo La libertad de las conciencias en el Opus Dei, con vistas a la opinión pública eclesiástica y civil, pero no dan muestras de una finura como las de Krushev y Juan XXIII, que les permita una reflexión y una rectificación de la envergadura de la que ellos emprendieron. A partir de un momento ambos dirigentes llegaron a estar más preocupados por las personas que por el sistema y el aparato, y se decidieron. No fue el caso con Franco ni con Escrivá.

En el caso de Franco, las posibilidades de renovación emergieron con la desaparición del almirante Carrero Blanco y el impulso de los líderes democráticos. En el caso de Escrivá, no sucedió nada parecido. Ni desapareció Álvaro del Portillo ni hubo tendencias renovadoras por ninguna parte. En otros casos de instituciones eclesiásticas necesitadas de reformas, el Vaticano ha sustituido a un superior legítimo por un comisario que pudiera iniciar ciertas rectificaciones Esto último es arriesgado, porque no suele resultar tan bien como cuando la fuerza renovadora crece y se hace valer desde dentro, como tantas veces se ha puesto de manifiesto en el ámbito civil en las relaciones internacionales.

La pregunta inicial, ¿cómo es posible que la Obra haya llegado a una situación como la actual?, tiene una respuesta análoga a la pregunta sobre cómo fue posible que España permaneciera desde 1936 hasta 1975 en una situación de aislamiento y falta de libertad. Por eso quiero terminar reproduciendo una carta de Escrivá a Franco en la que, no obstante su brevedad, puede percibirse la analogía entre ambos dirigentes.

Apéndice. Carta de Escrivá a Franco de 23 de mayo de 1958.

El juicio de un beato

Como testimonio del juicio que Franco merecía al hoy Beato Josémaría Escrivá de Balaguer, una de las figuras más eminentes de la Iglesia, reproducimos la carta fechada en Roma el 23 de mayo de 1958, cuya fotocopia en unión de otras inéditas del Beato, se conserva en el archivo de la Fundación Nacional Francisco Franco (Marqués de Urqúijo,10, 28008 Madrid), abierto a los investigadores.

Al Excmo. Sr. Don Francisco Franco Bahamonde, Jefe del Estado Español.

Excelencia,

No quiero dejar de unir a las muchas felicitaciones que habría recibido, con motivo de la promulgación de los Principios Fundamentales, la mía personal más sincera.

La obligada ausencia de la Patria en servicio de Dios y de las almas, lejos de debilitar mi amor a España ha venido, si cabe, a acrecentarlo. Con la perspectiva que se adquiere en esta Roma Eterna he podido ver mejor que nunca la hermosura de esa hija predilecta de la Iglesia que es mi Patria de la que el Señor se ha servido en tantas ocasiones como instrumento para la defensa y propagación de la Santa Fe Católica en el mundo.

Aunque apartado de toda actividad política, no he podido por menos de alegrarme, como sacerdote y como español, de que la voz autorizada del Jefe del Estado proclame que “la Nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y Fe inseparable de la conciencia nacional que inspirará su legislación”. En la fidelidad a la tradición católica de nuestro pueblo se encontrará siempre, junto con la bendición divina para las personas constituidas en autoridad, la mejor garantía de acierto en los actos de gobierno, y en la seguridad de una justa y duradera paz en el seno de la comunidad nacional.

Pido a Dios Nuestro Señor que colrne a Vuestra Excelencia de toda suerte de venturas y le depare gracia abundante en el desempeño de la alta misión que tiene confiada.

Reciba, Excelencia, el testimonio de mi consideración personal más distinguida con la seguridad de mis oraciones para toda su familia.

De Vuestra Excelencia affmo. in Domino

Josemaría Escrivá de Balaguer

Roma,23 de mayo de 1958.

El original de esta carta lo posee la hija del Generalísimo, Duquesa de Franco.

N. de la R. (Razón Española, enero-febrero, 2001, pp. 199-200)


Referencias

  1. José Andrés Gallego, Los españoles entre la religión y la política. El franquismo y la democracia, Unión Editorial, Madrid, 1996. El autor tiene proyectados estudios más minuciosos sobre los movimientos espirituales en la España de comienzos del XX, pero no me consta que los haya publicado.
  2. La tradición liberal española: Homenaje a Vicente Cacho Viu, Fundación Albeniz, 2004. A falta de una biografía de Vicente Cacho Viú, el libro de homenaje que se editó tras su muerte contiene una información valiosa.
  3. He aludido a los motivos de discrepancia entre Paulo VI y Escrivá, pero sin mención explícita a Escrivá en Antonio Ruiz Retegui, pequeña biografía teológica. In memoriam. Thémata, 30, 2003, pp. 17 ss
  4. Cfr. G.W.F. Hegel, Filosofía Real, FCE, México, 1984, pag. 220. Filosofia del derecho, Edhasa, Barcelona, 1988, §§ 196-198.
  5. Cfr. Max Weber, El político y el científico, Alianza, Madrid, 1980. Cfr. Francesco Alberoni, Movimiento e institución, Editora Nacional, Madrid, 1984.
  6. Al parecer, esa fue la clave del éxito de algunas americanas, según quedó reflejado en uno de los best sellers de los años 80: Thomas J. Peters & Robert H. Waterman, Jr., In search of excellence, Warner Books, Ney York, 1984
  7. Cfr. E. Durkheim, El suicidio, Akal, Madrid, y La división del trabajo social, Akal, Madrid, . Me he referido a ese efecto en el escrito sobre Antonio Ruiz Retegui ya citado.
  8. “La inocencia solo puede ser suprimida por una culpa”, Kierkegaard, El concepto de la angustia, Espasa Calpe, Madrid, 1936, p. 37.
  9. Es lo que se expone en la novela de Kazuo Ishiguro, Lo que queda del día, Anagrama, Barcelona, 1990.
  10. Están recogidas las dos biografías en San Francisco de Asis, Escritos. Biografías. Documentos de la época, BAC, Madrid, 1991.
  11. Los papas que construyeron el Vaticano siguieron la convicción y la práctica de los emperadores romanos, glosada y ensalzada por Maquiavelo en El príncipe, de disponer la ciudad como un escenario para el poder. Cfr. G. Balandier, El poder en escenas. De la representación del poder al poder de la representación, Paidós, Barcelona, 1994.


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