'Discreción' y discernimiento

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Por Flavia, 23 de noviembre de 2007


Hoy quiero hablar del retorno a mi memoria de la utilización opusina del término "discreción" y su sentido real.

Si mal no recuerdo esa expresión correspondería a lo que para mí hoy sería equivalente al "disimulo" o "la doblez", o sea, que la discreción abarcaba un amplio espectro que cubría desde la negativa a contar el propio ingreso al opus dei a la familia -aunque se fuera menor de edad-, hasta la franca mentira disfrazada de verdad eufemísitica, por ej., ante la situación de crisis de algún miembro del opus dei o su eventual salida, pasando por las ubicuas fuentes económicas de la obra.

En fin, la discreción se perfilaba como una actitud monolítica dedicada a preservar a la institución de cualquier intromisión considerada como una amenaza, y no sólo desde fuera de ella, también desde dentro...

Entiendo que es medular a la práxis interna del opus dei esa forma del tabicamiento que hace que no se tenga una perspectiva integral sobre el entorno y sobre sí mismo, de modo que se vive la propia vida por secciones más o menos incomunicadas, de la misma manera que se percibe la realidad.

La discreción opusina tiene para mí dos caras centrales: la indiferencia o mentira frente a lo verdadero, y frente a lo rectamente bueno. O sea, en la obra la discreción es uno de los nombres del engaño en el orden del conocimiento y de la acción.

La discreción exigía no preguntar demasiado, no preocuparse realmente por los demás, no plantear honestamente la propia identidad o intenciones; lisa y llanamente, un no entender que trae como consecuencia un modo de obrar mecanizado, por falta de comprensión de los móviles de la acción.

Si destaco estas cosas es porque cada vez me llama más la atención el modo en que la obra ha generado y genera formas de aislamiento y obturación de la realidad en sus miembros, al punto que una persona puede repetir como un loro un argumento 10.000 veces simplemente porque se lo han enseñado así para responder a ciertas situaciones o cuestionamientos, y puede también reaccionar pragmáticamente separando el campo de la "fuerza de los hechos" del problema de la valoración de esos hechos.

Por esa vía ocurre que personas que no son Jack el destripador pueden hacer muchísimo mal, en la medida en que construyen una muralla ante lo real, de cretinismo o cinismo, que los "absuelve" de la responsabilidad, consigo y con los demás.

En la raíz de esta forma de organización de lo humano y su moralidad, que Hannah Arendt ha llamado correctamente "la banalidad del mal", se comienza siempre por la tergiversación del sentido de las palabras.

La jerga interna de la obra, que a cualquier mortal con un mínimo de cerebro le parece una estupidez: faroles, patos, borricos de noria, pescas submarinas, pitajes, gente de casa, tías y abuelas que uno jamás conoció, tiene una proyección más sutil y compleja en la medida en que se filtra en el lenguaje ordinario y cambia, junto al sentido de las palabras, el modo de entender y vivir.

Así, a la remanida frase de Escrivá, que no deja de tener su verdad -y que el Marqués de Peralta debería haber aplicado a sí mismo-, "el que no vive como piensa, acaba pensando como vive", le correspondería esta otra "el que no vive como dice, acaba diciendo como vive".

La discreción como discernimiento y prudencia, la sancta discretio benedictina, la diakríseis pneumáton -discernimiento de espíritus- de Pablo y de los padres del desierto, se transforma, por un procedimiento que organiza el vínculo entre la conducta y el lenguaje, en su exacto contrario, la ausencia de juicio que se traduce en secreto, y en el peor de los casos, en mala conciencia. Se trata de la ya conocida "prudencia de las tinieblas" de la que escuché hablar a un fraile dominico a poco de mi salida -y que tanto me hizo pensar en mi vida en el opus dei-, que consiste en una moderación mundana, que asume unos criterios contrarios a la libertad del evangelio.

Quisiera entonces, para restituir el sentido de ese término tan vapuleado en el opus dei, recordar brevemente que la discreción ante todo se presenta como una dinámica del corazón, de la propia afectividad: una economía del mundo anímico que armoniza nuestra comprensión y nuestras acciones.

La importancia del discernimiento en la tradición cristiana resulta de su carácter unificador de la persona, en la medida que recoge aquello que está fragmentado y distendido, pero en un sentido móvil que pone frente a la personal libertad, que edifica en la verdad de sí.

Es también el conocimiento propio del que hablaban Catalina de Siena y Teresa de Jesús, por el que la experiencia va tomando un rostro, unos trazos, a partir de los cuales -y en los cuales- la persona se encuentra desde sí con sus prójimos y con su Hacedor.

La discreción exige entonces experiencia, juicio, libertad, verdad, bondad.... es moderación y prudencia según la lógica del evangelio, que pone primeros a los últimos y proclama bienaventurados a los que hoy lloran. En definitiva, aquella rectitud que no se preocupa del juicio mundano, sino del "tribunal de la caridad", donde todos hallaremos nuestro verdadero rostro.

Si la discretio de la tradición cristiana nos desafía a discernir en el dinamismo de nuestra experiencia el camino de la vida, la discreción de la obra nos muestra otra cara de la idolatría de la institución, por la que los miembros resultan sacrificados en su personalidad propia.

Ayer escuchaba a un anciano y sabio teólogo de mi amistad decir en una conferencia que el Dios de la revelación judeo cristiana plantea experiencialmente al pueblo de la Alianza que nadie puede tomar la sangre de otro ser humano -Dios mismo no lo hace-, así, la vida se transforma en sagrada no en un sentido axiomático -pro vidas mediante- sino porque asume una densidad relacional. Se trata del discernimiento de nuestra propia realidad de creaturas: la "distancia" interior que en el juicio se llama conciencia, y en nuestro vínculo con el prójimo es la tarea de "cuidar del hermano".

En palabras de San Benito, en una perspectiva "devoradora" y expansiva crece el celo malo que todo lo vuelve agrio, como el celo bueno de la caridad -del don- dulcifica cada detalle. El centro de este dinamismo es el corazón, el mundo afectivo, ese que en el opus dei se obtura, junto con el juicio y la autonomía en la práxis.

En ese punto cae el discernimiento opusino: allí donde el Dios de Jesús se hace escandalosamente Cordero y no verdugo se desnudan todos los criterios y pruritos prestigistas y autoproclamatorios que en el orden del poder y del dinero toman la "sangre" de las personas -su vida- para hacer "la obra de dios". De la discreción de Escrivá a la discretio cristiana hay un distancia cualitativa, como la hay de la idolatría al asentimiento de la fe cuya medula es la "confianza" por la que dos personas, dos libertades, se relacionan.

Termino estas sumarias reflexiones con unos pocos versos de una poeta argentina extraordinaria, Olga Orozco, de un poema titulado "Remo contra la noche". Ellos dicen mejor esa tensión que nos lleva "más allá", pero sólo desde el más acá de nuestra experiencia, de nuestra libertad:

¿Quién me arroja desde mi corazón como una piedra
ciega contra oleajes de piedra
y abre unas roncas alas que restallan igual que una
bandera?




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