Pidiendo perdón

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Por CuG, 11.12.2015


Ha comenzado el Año de la Misericordia.

Dice el Papa: El Jubileo será un “tiempo favorable” para la Iglesia si aprendemos a elegir “aquello que a Dios le gusta más”, sin ceder a la tentación de pensar que haya algo más importante o prioritario. Nada es más importante que elegir “aquello que a Dios le gusta más”, ¡su misericordia, su amor, su ternura, su abrazo, sus caricias! También la necesaria obra de renovación de las instituciones y de las estructuras de la Iglesia es un medio que debe conducirnos a hacer la experiencia viva y vivificante de la misericordia de Dios que, sola, puede garantizar a la Iglesia de ser aquella ciudad puesta sobre un monte que no puede permanecer escondida (cfr Mt 5,14). Solamente resplandece una Iglesia misericordiosa. Si debiéramos, aún solo por un momento, olvidar que la misericordia es “aquello que a Dios le gusta más”, cada esfuerzo nuestro sería en vano, porque nos convertiríamos en esclavos de nuestras instituciones y de nuestras estructuras, por más renovadas que puedan ser, pero siempre seríamos esclavos".

Reflexionando, me siento en la necesidad de pedir perdón. En primer lugar a aquellos hermanos que siendo yo numerario, dejaron la Obra. Nunca me ocupé de ellos. Nunca los llamé ni les brindé la menor contención afectiva. Algunos habían sido compañeros de colegio, otros los conocí en la universidad, otros trabajaron o vivieron conmigo. Los ignoré. Les dediqué alguna cómoda jaculatoria, pero no hice nada por ayudarlos. Les pido perdón. Ahora soy uno de ustedes y recibo el mismo trato de mis antiguos “hermanos”. No hay rencor: lo vivo como una justa expiación por mi indiferencia para con ustedes.

Quiero pedir perdón a mis hermanos a quienes les llevé la charla para luego transmitir a los directores sus confidencias. Traicioné vuestra confianza. También consigné por escrito vuestras caídas con eufemismos que todos entendían. Vosotros erais muy jóvenes, ingenuos, y salvajemente sinceros. Nosotros no lo éramos con ustedes. Les ocultábamos la verdad. Les pido perdón.

Quiero pedir perdón a cada uno de los adolescentes a quienes planteé crisis vocacionales, a quienes les dije que “tenían vocación como una casa” o que “en la oración había visto que tenían que ser numerarios” cuando la verdad es que no era así. Nos reuníamos varios (el sacerdote que los confesaba y el consejo local, junto al vocal de San Rafael) y seguíamos una lista donde estaban los pitables, y se nos urgía a plantearles estas crisis. Necesitábamos vocaciones, ese era el punto. Teníamos metas de pitajes. El vocal nos ponía plazos, nos presionaba, y allí estabas tú, a tus 14 años, un niño bueno, y yo, que casi te doblaba en edad, hablándote “en nombre de Cristo”, de dejarlo todo. Y tú, como me admirabas, te dejabas influir. Aceptaste también que esto quedara entre “Dios, tú y yo”, porque tus padres no simpatizaban con la Obra y no había que alarmarlos. Y que no debías hablarlo con nadie más, sólo el sacerdote del centro. Confiabas. Te estábamos manipulando. Pero tu confiabas y eras tan joven.

Quiero pedir perdón a los aspirantes a quienes les di las 32 charlas del Apartado IV (¿Siguen estando los guiones mecanografiados?) porque les oculté la verdad deliberadamente. Recuerdo a uno, en especial, que quería marcharse porque no podía con tanto plan de vida y criterios y cilicios… pero era demasiado bueno, incapaz de negar nada a Dios. Con lágrimas en los ojos hiciste lo que te dijimos y seguiste aunque te rompías por dentro, pensando que si te ibas traicionabas a Cristo. Finalmente, poco antes de la fidelidad, te señalaron que era mejor que te marcharas. Qué años duros pasaste, querido amigo, saliste enfermo de eso y tardaste años en recuperarte. Nunca te dijimos nada sobre discernimiento ni plazos. "Para toda la vida" (¡a un chico de 14 y medio!) Si pudiera verte, te pediría perdón de rodillas. Y no fuiste el único caso.

Quiero pedir perdón a los supernumerarios a quienes pedí dinero para “las necesidades del centro”. Sin duda, su generosidad será recompensada en el cielo, pero cuando veo que esas necesidades eran, entre otras comodidades, comprar un vehículo 0 Km para las actividades del club o colocar aire acondicionado en las habitaciones de los numerarios, cambiar colchones, un nuevo aparato de televisión, etc. mientras tanta gente pasaba todo tipo de privaciones urgentes que seguramente ustedes habrían preferido aliviar con sus aportes, ¡se me cae la cara de vergüenza! También pido perdón por mis consejos “llenos de visión sobrenatural” que daba desde mi absoluta inexperiencia humana y la comodidad de mi vida de numerario. Lamento haberos exigido tanto con el plan de vida y los medios de formación, ignorando por completo vuestras auténticas luchas, heroicas tantas veces, que ahora, casado y con un hijo, empiezo a conocer.

Quiero pedir perdón a mis padres, a quienes engañé (de acuerdo con los directores) y a mis hermanos, a quienes provoqué muchos dolores con mis escasas muestras de afecto, con mis ausencias a acontecimientos familiares, con mi mente cerrada y mi papel de Catón el censor, capaz de juzgar la ortodoxia de toda la humanidad, incluido sacerdotes, obispos y Papas. Recuerdo haber reñido a mi hermana por una novela que estaba leyendo, gritándole que “¡eso no se puede leer!”. Cuando salí de la Obra, sólo ustedes (y algunos pocos amigos) me cuidaron. Perdonaron mi “complejo de superioridad” sin el menor reproche. Me ayudaron como el buen samaritano mientras directores y vicarios pasaban por allí y miraban para otro lado.

Quiero pedir perdón a las auxiliares, a quienes nunca pude agradecer por sus infinitos detalles. Quiero pedir perdón –cómo me avergüenza esto- por algunas quejas acerca de minucias de niño malcriado, de “aristócrata de la inteligencia”, por no haberles facilitado las cosas como debí haberlo hecho.

Quiero pedir perdón a todas aquellas personas a las que juzgué mal, a todos aquellos amigos que deseché por no ser “valiosos” para la labor y a todos aquellos otros a los que me acerqué “porque interesaban” (ya sea por sus posibilidades para el proselitismo, por sus contactos políticos o económicos o simplemente por tener una finca disponible para hacer alguna actividad para el club). Quiero pedir perdón por mi hipocresía, por ser un calculador, por contar en tertulias “apostólicas” lo que me habían confiado en la intimidad. Allí estaba yo, el apostólico, edificando al resto. Dios mío, perdón.

Quiero pedir perdón a todos los numerarios que vivieron conmigo, especialmente a los mayores, esos que la Obra deja en vía muerta, solos, sin encargos, invisibles, tal vez porque la espiritualidad tan cargada de obligaciones los quemó, los dejó en manos de psiquiatras y pastillas, sin nadie que realmente los quiera de verdad (aunque sí se ocupan de ellos como un “encargo”: "Acompaña a Don Fulano, que se le ha antojado ver una ópera por televisión"). Quiero pedirles perdón por las correcciones fraternas absurdas que les hice para cumplir mi examen particular (“Debo hacer cuatro esta semana, ¡Ahí está!: Mernabo no se inclina suficientemente cuando rezamos el Confiteor en el círculo, ya tengo una”). Les pido perdón por mis absurdas “enmendatios” (“He descuidado el trato con el Ángel de la guarda el miércoles por la tarde”) cuando estaba atropellando la caridad en cien formas groseras.

Quiero pedir perdón a Dios, nuestro Padre bueno, por confundirlo con Escrivá. (Al salir del centro, prácticamente en las mismas condiciones que Francisco Bernardone al dejar a su padre, es decir con una mano atrás y otra delante, me vino a la mente aquello de “Desde ahora sólo llamaré Padre a nuestro Padre en el Cielo” -¡qué liberación!-). ¡Perdona, Señor, por creer que estabas a las órdenes de un monseñor!

Y ahora pido perdón a los lectores, porque me he extendido -aunque me he quedado corto- y los debo haber aburrido. ¡Perdón por esto también!

Termino con las palabras del Papa: “He aquí por qué es necesario reconocer el ser pecadores, para reforzar en nosotros la certeza de la misericordia divina. “Señor, yo soy un pecador, Señor soy una pecadora, ven con tu misericordia” y esta es una oración bellísima, es fácil eh, es una oración fácil para decirla todos los días, todos los días: “Señor yo soy un pecador, Señor yo soy una pecadora, ven con tu misericordia”.




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