Ser mujer en el Opus Dei/Tiempo de lucidez

From Opus-Info
< Ser mujer en el Opus Dei
Revision as of 07:21, 8 August 2008 by Bruno (talk | contribs) (Removed category "Pobreza?"; Quick-adding category "Pobreza" (using HotCat.js))
(diff) ← Older revision | Latest revision (diff) | Newer revision → (diff)
Jump to navigation Jump to search

SER MUJER EN EL OPUS DEI


CAPÍTULO 4. TIEMPO DE LUCIDEZ


Ciudadanas de segunda

El sexismo que se respiraba dentro de la Obra -ya te lo decía en otra carta- era una realidad palpable. Pero como ocurre con tantos otros problemas, no era algo que tenías presente las 24 horas del día, sino que, como un Guadiana, aparecía y desaparecía; se hacía presente cuando surgía un caso concreto que podía doler como una bofetada, pero al enrolarte de nuevo en tus obligaciones cotidianas, te olvidabas de aquello que te había hecho daño.

Las asociadas principalmente -mucho más que los asociados-, en su mayoría no debían ser más que una masa manejable, cuya resistencia y rendimiento se calcula y se regula. A esa masa había que mantenerla en un cierto estado de alarma y tensión y movilizarla para que acudiera con entusiasmo a las grandes concentraciones para vitorear y aplaudir a su líder, no para dialogar con él y hacerse más consciente, por tanto, de lo que uno se traía entre manos. Aquellos encuentros multitudinarios, en los que me notaba extraña, no ajena, se multiplicaron a partir del año 1972. En ellos sólo unos pocos dominaban la técnica de coordinación, y el resto lo que debía hacer era dejarse contagiar con el alto grado de excitación colectiva. Pero recuerdo que, un buen día, la perfecta organización patinó.

Ocurrió en el año 1972, en el gimnasio Brafa de Barcelona cuando en el transcurso de un encuentro multitudinario -una de aquellas tertulias masivas que le montaron al Padre en los últimos años de su vida-, una joven numeraria, Montse C., médica de profesión, cogió el micrófono y espontáneamente -lo normal era consultar por delante la pregunta que ibas a hacer para que te dieran el visto bueno-, planteó a monseñor Escrivá:

-Dado que en las últimas décadas el papel de la mujer en la sociedad ha sufrido cambios profundísimos y cada vez son más las mujeres que ocupan cargos de responsabilidad en todos los ámbitos, ¿no cree que habría que revisar el punto número 946 de Camino, que dice: "...ellas no hace falta que sean sabias, basta que sean discretas"?

En medio de un cortante silencio, monseñor Escrivá comenzó a pasearse por el escenario muy agitado, y con auténtica furia, contestó con tono insultante e iracundo -la ira se desencadena por la creencia de que alguien o algo nos está agrediendo-:

-¿Sabes tú lo que es ser discreta? Pues busca la palabra en el diccionario y te enteras, que buena falta te hace.

Y con un despectivo gesto -mezcla de rabia y desprecio-le sacó la lengua, dejando claro que quería burlarse de ella. Estaba furioso, no podía disimularlo, y le resultaba imposible controlarse.

¿Por qué esa orden tajante, de freno y reprobación: "Ellas basta con que sean discretas"? ¿A qué se debe el juzgar indecoroso, o simplemente el censurar el que una mujer utilice su mente, en lugar de sus manos o de su espalda? No digo yo que esté mal lo de ser discreta -en momentos determinados puede ser lo más oportuno, y hasta lo más sabio-, pero tampoco que tenga la exclusiva. Lo realmente chocante era el "basta".

¿Por qué le indignó tanto la pregunta de la joven doctora? Pareció que se lo tomaba como una ofensa personal, una amenaza directa a su autoridad. ¿O es que, la pregunta suponía, acaso, la violación de un tabú?

Inmediatamente, todo el ejército de numerarios que rodeaban al Padre, sentados a sus pies, irrumpieron en vítores, aplausos y manifestaciones de aprobación. Parecía que se había tomado la pregunta como una auténtica afrenta. Pero, piques aparte, con su actitud dejó claro, una vez más, que respecto a la mujer tenía todos los prejuicios propios del siglo XIX burgués, en el que ser femenina era tanto como dejar de ser persona. Porque no era entonces femenino tener inquietudes culturales, ni ser inteligente, independiente o responsable de tu vida, y ni siquiera poseer opiniones propias sobre las cosas. En aquel tiempo también ocurría, que si no te adaptabas a ese modelo mutilado de mujer, eras una puta, una enferma, un monstruo. Pero en la segunda mitad del siglo XX, ya entrados en los años setenta, parecía que el panorama era claramente otro. No hay más que echar un vistazo a la historia más próxima para comprobarlo.

Me impresionó ver tan indignado y lleno de ira a aquel personaje que deberíamos tener divinizado. En aquel momento me di cuenta, fui consciente, de que los hombres siempre han definido la feminidad como un medio para mantener a raya a las mujeres, y Escrivá nos ofreció un vivo ejemplo (ellos tenían que aspirar a ser sabios, ellas bastaba con que fueran discretas).

Cuando ocurrió este desafortunado y también esclarecedor suceso que te cuento, hacía poco tiempo -1970, exactamente-, que se había publicado en España la "Historia y sociología del trabajo femenino", de Evelyne Sullerot, un serio y objetivo estudio que dio importantes luces a no pocas mujeres de mi generación. De esta misma autora ya había tenido ocasión de leer, "La vie des femmes" y "La presse fémenine". Me pareció muy interesante la opinión de esta prestigiosa figura en el campo de la sociología francesa, quien insistía en que debería imponerse la distinción entre "sexo-eros" y "sexo-sociedad" .

El "sexo-eros" -decía-, representa esa pequeña cantidad de hormonas suplementarias que determinan el sexo fisiológico. "Este último es irreductible -añadía-, se nace hombre o mujer; dejando aparte los casos patológicos, no se puede adoptar el comportamiento erótico del sexo opuesto."

Por el contrario, el "sexo-sociedad" representa, para ambos sexos, la androginia, y no debe entrañar ningún tipo de discriminación social. Sullerot señala aquí "la intolerancia de las sociedades humanas con respecto a la indiferenciación de roles".

Para quienes nos aproximábamos a estas todavía novedosas tesis, la cerrazón con que el Padre defendía la inmovilidad de su máxima número 946 de Camino, resultaba francamente preocupante.

Otra voz de mujer -E. Sullerot no era la única-, la de Thérese Brosse, médica cardióloga dedicada de lleno al estudio de lo que ella llamaba "hombre integral", decía al referirse a este mismo tema: "Los seres de uno y otro sexo viven en la ignorancia, y por tanto descuidan el carácter andrógino de la naturaleza humana. Este desconocimiento perjudica la evolución de todos los individuos".

La doctora Brosse veía perjuicios tanto para los varones como para las mujeres que se pueden resumir así:

A los del sexo fisiológicamente masculino, favoreciendo la hipertrofia monstruosa de un machismo agresivo y dictatorial, no equilibrado, en los seres insuficientemente desarrollados, por la expansión de sus cualidades femeninas potenciales. A los del sexo fisiológicamente femenino por el prejuicio aún más grave de su aprisionamiento y explotación por una sociedad patriarcal, ahogando la eclosión de sus posibilidades creadoras y privando a la sociedad de la mitad de su potencial de eficacia.

En la década de los sesenta los descubrimientos científicos, en este sentido del carácter andrógino de la naturaleza humana, estaban siendo determinantes. Biólogos como Jean Brachet ("Embryologie chimique", 1956) y Stéphane Lupasco ("Les trois matiéres",1960), se expresaban así:

"Notemos aquí el hecho de la coexistencia de hormonas masculinas y femeninas en cada macho y en cada hembra. Hoy en día es un hecho establecido que cada individuo o sistema vital, está potencialmente bisexuado. El problema del determinismo sexual sólo resulta inteligible si se tiene presente la noción de "bipolaridad sexual", según la cual todo organismo posee en estado potencial los dos sexos, si bien uno de ellos domina sobre el otro."

Y hasta el programa de la Asamblea General de la ONU, de noviembre de 1967, había ya sido sensible a esta cuestión. Las Naciones Unidas adoptaron entonces por unanimidad, una declaración sobre la necesidad de eliminar la discriminación de la que la mujer venía siendo objeto, tanto en el aspecto legal como en el de las costumbres y en el de los prejuicios, y esto en todos los órdenes de la vida: trabajo, vida conyugal, educación, etcétera.

Pero en desagravio de Escrivá he de añadir que él no era, ni mucho menos, el único que no estaba por la labor de cambiar su criterio en este terreno, para ello me remito al estudio llevado a cabo por una socióloga española y publicado en la revista "Cuadernos para el diálogo" (junio 1966). Amelia Arana señala en su encuesta que "la mujer española está atravesando por una grave crisis que puede comprometer su futuro. De un lado sus cualidades primitivas se han ido desvaneciendo poco a poco y ha perdido la fe biológica en las tradicionales virtudes femeninas -sumisión, pureza, abandono al matrimonio y a la maternidad-. Aún no tiene conciencia de su nuevo estado y se comporta, a menudo, como una niña". Y la misma autora añade: "No deja lugar a dudas que el sorprendente desarrollo de nuestro país no aventajará a las mujeres sino en la medida en que ellas operen una verdadera mutación interior. Sin embargo, nada las empuja por ese camino y mayormente la segregación de los sexos y la profunda dicotomía de los cometidos tal y como siguen practicadas casi anacrónicamente por la sociedad española".

Y antes de finalizar esta carta, en la que tal vez me he alargado demasiado, voy a contarte otro hecho concreto, que deja patente que en la Obra, a las mujeres, se nos consideraba ciudadanas de segunda. Sucedió el verano de 1971, en Pamplona, cuando en el transcurso de una conversación con dos numerarias -ambas profesoras de la Facultad de Farmacia-, me dijeron que no podían asistir a las reuniones de profesores, ya que la totalidad de las numerarias que eran profesoras de la Universidad tenían prohibido el asistir a las reuniones del profesorado. Se trataba de una orden reciente, que se había tomado a raíz de una historia sentimental ocurrida entre una numeraria y un numerario, profesores ambos.

-Pero esa marginación drástica para una sola de las dos partes, ¿no es injusto? -pregunté-. ¿No se podría encontrar una solución más equitativa?

-Pues eso es lo que hay -dijeron como toda respuesta-. Estaba claro que ni una ni otra querían comentar más sobre el tema, pues de sobra sabían que hablando no iban a solucionar nada y, sin embargo, cualquier tipo de comentario sí podía crearles problemas.

Algún tiempo después, hablando con la numeraria encargada de la AOP (Oficina del Apostolado de la Opinión Pública), Lola de la R. -una chica vasca, de edad mediana, que hasta entonces me había parecido una persona abierta y dialogante-, no sé cómo surgió el tema de las desigualdades y discriminaciones que las mujeres sufrían en la Obra. Le comenté que me parecía que dentro se vivía un sexismo mayor que en la sociedad normal, ya de por sí sexista. Y como me miró con extrañeza, le puse el ejemplo que recientemente me habían contado las dos numerarias profesoras de la Universidad de Navarra.

Después de escucharme, respondió con gesto altivo, lleno de orgullo, y como queriéndome dar una lección:

-Eso que me cuentas, y otras muchas cosas, forman parte de nuestra entrega. Y en ningún momento podemos olvidar que para nosotras la entrega es lo primero de todo.

-Pero, ¿somos personas corrientes o no lo somos? -le pregunté-, porque si lo somos, el hecho al que nos estamos refiriendo me parece que es dar un paso atrás en lugar de dado hacia delante.

-Nosotras no somos quiénes para juzgar -respondió-, además, también es bueno recordar aquello de que Dios escribe recto con líneas torcidas (se trataba de una frase comodín, que se utilizaba mucho y que era aplicable a las situaciones más dispares). Sí, en nuestra escala de valores -repitió-, la entrega ocupa el primer lugar, y si partimos de ese punto, todo lo demás deja de ser preocupante y hasta acaba por resolverse solo. Yo, por ejemplo -añadió-, que soy asistenta social, estoy al frente de la AOP porque la Obra lo ha querido así, y si la Obra lo quiere, tú tienes gracia y fuerza más que suficiente para hacer bien lo que se te ha confiado.

-Bueno, con todas mis limitaciones pienso -respondí-, que nadie da lo que no tiene; que se trata de aprovechar y potenciar los valores. Pero los valores, de alguna forma, tienen que estar para poder impulsados y sacarles partido: de la nada no sale nada.

Y así acabó nuestra conversación. No hubo más que añadir.

Cuando el sexo es un status

A medida que pasa el tiempo, las oportunidades de acumular experiencias va aumentando. Luego esas experiencias se contrastan, se comparan, se asocian y, como es lógico, nos llevan a sacar conclusiones. Hago esta reflexión para responder a tu pregunta de cómo no se veía claro -si era algo que saltaba a la vista-, que las mujeres recibían un trato discriminado o injusto allí dentro. Mi respuesta es que me daba cuenta de cosas, por supuesto -ya te lo he ido contando-, pero de ahí a llegar a la conclusión de que en la Obra regía el principio de que el sexo es un "status", me costó unos cuantos años.

Este "status" hace que la agresividad, la inteligencia, la fuerza y la eficacia se consideren atributos exclusivos del hombre, mientras que la pasividad, la ignorancia, la docilidad y la ineficacia son exclusivos atributos de la mujer. Esto se complementa con una diferenciación de los papeles que comportan una conducta y una actitud distintas para cada sexo, reservándose a la mujer lo biológico, mientras que al hombre se le reserva toda actividad distinta y claramente propia del género humano.

Como en la mentalidad medieval, en el Opus el elemento masculino se encontraba elevado al rango de mayor nobleza.

-Al comienzo de mi vocación -escribe M. del Carmen Tapia, una veterana ex numeraria, en su autobiografía- no pude captar las muchas diferencias que existían entre varones y mujeres del Opus Dei. Las fui descubriendo lentamente. Y hoy día comprendo que tales diferencias no eran sino una expresión del comportamiento total, sexista y machista, que en mucha mayor escala existía y todavía existe en el Opus Dei, reflejo claro de la conducta de monseñor Escrivá [M. Del Carmen Tapia. "Tras el umbral"., p. 20].

Para llevar a cabo el buenísimo nivel deseado y conseguido en sus residencias y centros, Escrivá necesitaba administradoras, y además insistía en las cualidades que había de tener la administración que quería: "La buena administración es aquella que ni se ve ni se oye". Su ideal del papel que había de jugar la sección femenina de la Obra era idéntica a la que Pilar Primo de Rivera había tenido de la suya. Me sorprendió el comprobarlo y no me esperaba tanta coincidencia, pues nos encontrábamos en los años sesenta, y por aquellas fechas el pensamiento femenino de Falange aparecía ya como de otros tiempos.

La labor de la Sección Femenina había de ser callada y completamente subordinada a los hombres de la Falange. Pilar lo especificaba así en el Quinto Consejo Nacional: "Las Secciones Femeninas respecto a sus jefes tienen que tener una actitud de obediencia y subordinación absoluta. Como es siempre el papel de la mujer en la vida, de sumisión al hombre". Veinte años más tarde escribió: "El hombre es el rey; la mujer, los niños, las ayudas, los necesarios complementos para que el hombre alcance su plenitud".

En la Constitución de la Obra de 1950, la parte dedicada a la sección de mujeres, no contempla que éstas lleguen a una gran superioridad. Michael Walsh, ex jesuita e historiador inglés, lo recoge así en su libro, "El mundo secreto del Opus Dei":

-Las tareas que Escrivá anotó en el párrafo 444 eran firmemente tradicionales. Se esperaba que los miembros femeninos del Opus Dei asumieran tareas como la de dirigir casas de retiro, publicar propaganda católica -escrita con ayuda de los editores-, trabajar en librerías o bibliotecas, instruir a otras mujeres y alentarlas en la modestia cristiana promoviendo la educación de las chicas -en escuelas de un solo sexo-, enseñar a las mujeres campesinas tanto la destreza apropiada como los preceptos cristianos y preparar a las sirvientas para el trabajo doméstico, un empeño principal para los miembros femeninos del Opus y una significativa fuente de reclutas. Y también tenían que cuidar de las capillas [...]. De gran importancia para la buena regulación de toda la organización, las mujeres tenían que ocuparse de la administración de todas las casas del Instituto.

Entre las experiencias que iba viviendo, y que luego asociaba hasta llegar a sacar conclusiones, recuerdo textualmente las palabras de una numeraria mayor, que después de leer en el semanario "Mundo" un "Informe sobre mujer y Universidad" (1968), hizo su propia reflexión en voz alta:

-Es horrible, pero cada vez me doy más cuenta de que estamos contribuyendo a valorar a la mujer como virgen, como madre y como buena cocinera, pero a esas facetas que hacen a la persona humana completa, les estamos dando muy poco valor.

También recuerdo como especialmente significativa, una conversación que tuve con otra numeraria mayor, que era profesora de la Universidad de Barcelona, y que siempre había tenido conflictos con sus directoras por su agudo espíritu crítico.

Habíamos asistido en la Facultad de Filosofía a una conferencia sobre el reciente fenómeno de la contracultura y los tres movimientos entonces en plena efervescencia: el pacifista, el de la liberación de la mujer y el poder negro. El segundo de estos tres movimientos era el que nos rozaba más de cerca, y nuestra conversación se centró en ese despertar generalizado de las mujeres y la postura que nosotras, como numerarias, podíamos o no adoptar. Su opinión era que quienes tenían un trabajo por libre -como lo teníamos ambas-, éramos, en principio, también libres de colaborar y participar con nuestras compañeras en las acciones que nos parecieran oportunas. Sin embargo, el pensar que las mujeres de la Obra, como colectivo, pudieran llegar a dar el más mínimo paso en pro de la emancipación femenina, le parecía imposible. Es más, estaba segura de que en el caso de que las circunstancias empujaran a una toma de postura, esa postura sería claramente reaccionaria.

-¿Y por qué tiene que ser así? -pregunté-, si se trata de algo que está latente en la sociedad en la que nos movemos y somos, si son cuestiones que se está planteando cualquier mujer que se para a pensar un poco?

Había tenido ya bastantes ocasiones de comprobar que se nos quería como gente mansurrona y lanar; que lo aguantan y lo sufren todo sin rechistar, y que moralmente pertenecen a la familia de los óvidos. "Criadas o esclavas del Señor"; "...basta con que sean discretas"... ¿No eran esos los mensajes que nos dirigían de una manera, quizá adornada, pero constante?

Su experiencia le había llevado al convencimiento de que el concepto que los que gobernaban en la Obra tenían acerca de la mujer era, por lo general, muy retrógrado, es más, algunos de ellos es que nos tomaban por el pito del sereno. Me contó entonces lo que le ocurrió recién llegada a su destino de Londres, en los principios de los años sesenta.

Parece ser que una numeraria que vivía en su misma casa, había metido la pata en una cuestión de pura administración ordinaria. Ante el percance, el sacerdote, después de la consiguiente regañina, había comentado con cierta sorna:

-Que le vamos a hacer, si es que no tenéis cabeza -y a continuación, con tono jocoso, contó lo que él había vivido en Roma, cuando caminando con un grupo de numerarios y en compañía del Padre, por no sé qué lugar de la ciudad, vieron una escultura muy deteriorada, de la que sólo se distinguían unos pliegues de una túnica sobre el mamotreto de piedra-.

Parece ser que Escrivá, señalándola, comentó divertido:

-Es una mujer.

Alguien, entonces, preguntó asombrado:

-Pero, ¿y cómo lo sabe, Padre?

-Está muy claro, hijo -respondió-, porque no tiene cabeza.

De momento, no le di demasiada importancia a la anécdota. Me pareció una gracia muy machista pero muy de hombre de su generación, en la que lo normal era ser machista. Sin embargo, dos años después, cuando otra numeraria contó de nuevo la anécdota de la estatua sin cabeza, concluyendo con la moralina edificante de que, si lo de no tener cabeza era lo nuestro, teníamos que ser humildes y dejamos llevar y dirigir, entonces sí que salté como una pantera:

-¿Pero no te das cuenta de que es una estupidez el dar por supuesto que media humanidad no tiene cabeza?, ¿de verdad te parece serio lo que estás diciendo? La realidad nos muestra que hay hombres inteligentes y mujeres inteligentes, hombres tontos y mujeres tontas, hombres con cabeza y mujeres con cabeza. ¿No te parece que es así, más o menos?

Se quedó espantada y no dijo ni media palabra. Lo que no sé es si mi golpe de indignación sirvió para algo más; para que, de alguna forma, entendiera que el sexo no es un "status". Empeñarse en seguir haciendo del sexo un "status", me parecía que era algo como querer retroceder al siglo XVIII; a la esclavitud que aquel tiempo imponía a las mujeres, y a la ceguera que el peso del prejuicio provocaba hasta en las mejores cabezas. No tenemos más que echar una mirada atrás para encontramos con que todo un Locke, el filósofo defensor de la "libertad natural" del hombre, sostenía que ni los animales ni las mujeres participaban de esa libertad, sino que tenían que estar subordinados al varón. Rousseau decía que "una mujer sabia es un castigo para un esposo, sus hijos, para todo el mundo". Kant tampoco se quedó corto al afirmar que "el estudio laborioso y las arduas reflexiones, incluso en el caso de que una mujer tenga éxito al respecto, destrozan los méritos propios de su sexo".

Tal vez te plantees, ¿y por qué fueron tan pocas las mujeres que se rebelaron ante semejantes barbaridades? La razón es que hace falta estar cultivado para poder asumir una actitud crítica, y las mujeres de entonces carecían casi por completo de educación. Pero que dos siglos después continuaran existiendo mujeres que permanecían impávidas ante planteamientos similares me parecía realmente inaudito.

¿Por qué distinguir a todo propósito entre mujeres y hombres? ¿No se refuerza así la percepción de diferencias entre los sexos, con todas las consecuencias que esta acentuación amenaza con provocar? Pero, por otro lado, ¿se puede despreciar ese enfoque diferencial y no se corre el riesgo, al contentarse con un marco conceptual indiferenciado, descuidar observaciones preciosas para la elaboración de soluciones más apropiadas al sexo femenino, de medidas más equitativas? ¿No se corre el riesgo de despreciar la existencia de especificidades femeninas que sería legítimo tomar en cuenta, aunque sólo fuese para evitar el ahogar su expresión?

Nuestra sociedad de los años setenta estaba concediendo, por fin, un valor a la búsqueda de una mayor igualdad, y también lo estaba concediendo a la expresión de las diversidades, por la sencilla razón de que la variedad está presente en la naturaleza. Esta observación era tranquilizadora, y cada vez vamos siendo más los que, no sólo la aceptamos sino que reclamamos la preservación de la diversidad natural. Sin embargo, muchos de nosotros nos negamos a aceptar que esa diferenciación se traduzca en diferencias de destino, que puedan ser sufridas como desigualdades por aquellas y aquellos que las viven o, peor todavía, de las que se puedan sacar argumentos para perpetuar las desigualdades.

En consecuencia, surge el interrogante. ¿Cómo acomodar el respeto de la diversidad con estos peligros? ¿Cómo acomodar la búsqueda de la igualdad con la diversidad? Se trata de una tarea en la que aún hay mucho por hacer.

Los nuevos ricos del espíritu

Según me cuentas, ayer te tocó discutir con tu madre sobre el tema del Opus. Hacía tiempo que no teníais ningún altercado porque, una y otra, procurabais esquivar tan conflictivo asunto. Pero como daba la casualidad de que ella venía de merendar con una amiga cuyas hijas son alumnas de un colegio de la Obra, la discusión fue inevitable. Llegaba indignada y enseguida se puso a explicarte: niños y niñas separados; todavía polemizan sobre si llevar biquini es pecado; clasismo; poca inquietud social; copian en todo a lo que fueron los colegios religiosos dedicados a la educación de la alta burguesía hasta los años sesenta... y a continuación pasó a meterse contigo porque no entiende qué te puede interesar de una institución que considera tan retrógrada.

Soy de la quinta de tu madre, más o menos, y tengo que reconocer que, a finales de los años sesenta, yo también me quedé un tanto congelada cuando vi que, mientras curas y monjas dedicados a la educación de la alta burguesía, se apeaban de sus tradicionales elitismos y mundos cerrados para hacerse más igualitarios y fraternales -acordes con el espíritu patrocinado por el reciente Concilio Vaticano II-, sobre la misma marcha, colegios "como los de antes", iban creciendo como setas, aquí y allá, patrocinados por el Opus.

Debía correr el curso 1967-1968, cuando un día me llamó por teléfono una de mis hermanas para decirme que a una íntima amiga suya, monja de nuestro colegio, la habían destinado a Barcelona y me pedía que fuera a verla, pues sabía que le haría ilusión. Se lo comenté a la directora de la casa en la que vivía, y le pedí que me acompañara, ya que daba la casualidad que, tanto mi hermana como la monja a la que íbamos a ver, habían sido compañeras de curso suyas en el colegio de la Asunción de Velázquez.

Estuvo de acuerdo con mi propuesta y concretamos día y hora de encuentro.

El colegio de la Asunción de Barcelona estaba situado en la zona más bonita del residencial barrio de Pedralbes, y era una gran mansión con fantásticos jardines -poco tiempo después allí se instaló la Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Caminos-. Al llegar nos llamó la atención que el ambiente era como de mudanza: clases medio recogidas, muebles embalados y bultos varios. Salieron a recibimos, Marisabel, que era a la que íbamos a ver, y otras dos monjas también antiguas alumnas de Velázquez, que al enterarse de nuestra visita, no quisieron perderse el encuentro.

Entre nosotras no nos habíamos visto desde los años de bachillerato -unas lo habían acabado en 1960, y otra de las monjas y yo, en 1962- y, por tanto, todas teníamos entre veintiuno y veinticuatro años. Una de ellas había estudiado pedagogía, las otras dos eran licenciadas en historia, y las tres se dedicaban a la enseñanza. Yo les conté que había acabado periodismo y que estaba trabajando en Grupo Mundo, y Cristina les dijo que era decoradora y trabajaba en la Escuela Llar.

La conversación se fue animando y les pregunté a qué se debía que tuvieran medio colegio envuelto. A partir de entonces ya sólo escuché y escuché.

El colegio de Pedralbes lo habían vendido y el curso siguiente la comunidad se trasladaba a vivir a una modesta casa de la Zona Franca e iban a empezar a trabajar en aquella barriada. Se encontraban en plena efervescencia del postconcilio, y deseaban purificar y volver a las fuentes de lo que consideraban que era el auténtico espíritu evangélico: estar más cerca de los pobres, de los problemas de los necesitados. Pensaban que habían sido excesivamente elitistas y deseaban rectificar, estando dispuestas a dar el giro que consideraban necesario para ser consecuentes con su vocación cristiana.

Pregunté por la madre Luisa Magdalena, que fue mi maestra de clase en los últimos años de bachillerato -era una mujer guapa, muy estirada, con contenido y magnífica profesora de Arte-. Me contaron que había dejado la enseñanza y estaba de secretaria de monseñor Iniesta -el obispo de Vallecas-; también me pusieron al día de otras monjas conocidas, que habían dejado los colegios más elitistas y tradicionales para irse de misioneras a los pueblos más pobres de Centro y Sudamérica. Pero estas "testimoniales" eran minoría, la mayoría de ellas seguían trabajando en sus colegios de siempre, aunque con una mentalidad muy distinta a la que habían tenido hasta entonces: más abierta, interclasista, más al alcance de todos...

En el camino de regreso hacia casa yo iba muy pensativa, sin decir palabra, dando vueltas a todo lo que había visto y oído: mientras quienes habían mamado tanto clasismo y elitismo sentían la necesidad de despojarse -de caminar más ligeras de equipaje, casi a pelo-, la Obra estaba escalando y copiando todos los esquemas que los primeros iban abandonando, para darles nueva marcha. Al mismo ritmo que los centros religiosos de solera, dedicados a la educación de la alta burguesía, iban desapareciendo o se iban difuminando, el Opus Dei iba promocionando, sin parar, centros similares o idénticos a éstos. ¿No estábamos forzando las agujas del reloj para que giraran hacia atrás? Mientras que en nombre de Dios unos se despojaban y descendían, en el nombre del mismo Dios, otros se guarnecían y ascendían. ¿Pasábamos así a ser los nuevos ricos del espíritu?

No hacía falta más que tener ojos en la cara para darse cuenta de que igual que algunos grupos de católicos se radicalizaban en su "opción por los pobres", y parecía que para ser verdaderamente creyente no había más remedio que levantar chabola en el Pozo del Tío Raimundo junto al maravilloso jesuita José M. de Llanos, nosotros, los de la Obra, nos decantábamos por la "opción de los ricos", y además contentos porque nos estaban dejando el campo cada vez más libre.

Antes de llegar a casa le comenté a mi directora todo lo que estaba pasando por mi cabeza. Se quedó aterrada, y me dijo: "Pero Isabel, estás loca, ¿cómo te atreves ni a pensarlo?".

Cuando se crearon los primeros colegios pertenecientes al Opus Dei, oí decir que monseñor Escrivá había puntualizado que esos pocos centros venían a ser como una excepción, que no era lo propio de la Obra el tener colegios, que lo propio de los socios del Opus es "buscarse la vida" cada quien, y en el caso de la enseñanza, introducirse en los colegios e institutos ya existentes, y trabajar aquí y allí como uno más. Pero entre el dicho y el hecho hay poca relación, ya que en la actualidad, el número de colegios de la Obra se puede contar a cientos.

En cuanto a la pregunta que me hice aquella noche de invierno de 1967: ¿Es que nosotros vamos a pasar a ser los nuevos ricos del espíritu?, la vida misma se encargó de irme dando la respuesta. En más de una ocasión me encontré con jóvenes licenciadas, dispuestas a hacerse supernumerarias, porque así veían más factible la posibilidad de poder entrar como profesoras en un colegio de la Obra, con un entorno más muelle que el conflictivo ambiente de un instituto; también he conocido a asociadas -a las que parecía que todo les quedaba grande-, que desfallecían de la emoción al comentar que tenían de alumna a la hija de fulano de tal o a la de mengana de cual. Recuerdo a una numeraria granadina, profesora de uno de estos colegios, que estaba nerviosísima porque tenía una entrevista con la madre de una alumna cuyo padre ocupaba un alto cargo en la Administración. Durante varios días fue de bólido buscándose un modelito para dicha ocasión. Después de la entrevista, la madre de la alumna dijo como todo comentario: "¡Qué horror!, ¡que chica más afectada!". Lo supe por una tía mía que era amiga de la mencionada señora.

Casos como éste o similares eran frecuentes, no me refiero a un hecho aislado.

El despiporre por captar o arrimarse a los que social o económicamente se movían en las alturas era chocante, y me hacía pensar en el tipo de Iglesia concreta que surge alrededor de la resurrección del crucificado. Sobre la primitiva comunidad de Jerusalén nada hace suponer que entre quienes la formaron había personas de poder y de fuerte influencia social. Cuando San Pablo escribe a los Corintios les dice: "¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos de la nobleza. Dios ha escogido más bien lo necio del mundo para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es para reducir a la nada lo que es" (1 Coro 1, 26-28).

En cuanto a que el número de colegios del Opus Dei fuera en imparable aumento, desde un punto de vista puramente práctico, era realmente positivo, ya que se trataba de una cantera fundamental de nuevas vocaciones. Por otra parte, observado el fenómeno con la perspectiva de los años, lo que ha ido ocurriendo es un proceso lógico. La Obra ha ido creciendo desmesuradamente, y los supernumerarios, cada vez más, desean para sus hijos, una formación específica en medio de una sociedad abierta, cambiante y hasta enloquecida: quieren que sus hijos crean lo que ellos creen.

En la actualidad son un montón los países del mundo en los que funcionan sociedades y cooperativas de padres para promover y dirigir centros de enseñanza, a pesar de que Escrivá nunca se desdijo de que lo propio de la Obra no era llevar colegios-gueto, sino introducirse como "inyección intravenosa" en el campo de la enseñanza ya existente.

El sociólogo Alberto Moncada afirma que en 1996, no hay ciudad española ni capital latinoamericana que no tenga un colegio del Opus para chicos y otro para chicas -no se admite el sistema coeducacional-, y algunas ciudades tienen tres o más.

En ese empeño pedagógico, y en la burocracia interna, gastan sus energías la mayoría de los socios solteros del Opus, que, en cierto sentido, se ha transformado en algo parecido a aquellas Congregaciones de enseñanza, como la de los Hermanos de la Salle o los Maristas, que surgieron en Francia como reacción contra el laicismo y el anticlericalismo de la Revolución. Eran gente seglar pero con votos religiosos, actuaban y vestían como laicos pero progresivamente sus costumbres e incluso su vestimenta se fueron uniformando, algo parecido a lo que ocurre con los solteros y, sobre todo, las solteras de la Obra. Poco a poco, el Opus Dei se clericaliza y hoy son sacerdotes la mayoría de sus mandos nacionales y regionales. También se incrementa la endogamia social y la mentalidad de fortín -protección para los de dentro, gueto para los de fuera-. Porque muchos de sus socios numerarios nacen ya en un hogar de supernumerarios, van a los colegios propios, a la Universidad de Navarra, de allí a Roma y, una vez entrenados, son destinados a la burocracia interna o a la red educativa sin ejercer una profesión civil ni tener experiencias mundanas.

Como antiguo socio de la Obra, Moncada dice que, la dedicación preferente a la enseñanza produce una reconversión de las metas fundacionales, y puntualiza: "Ya no se vislumbra ese despliegue de los opusdeístas por todos los sectores de la sociedad civil, a modo de "inyección intravenosa", como expresaba el fundador, sino una concentración de esfuerzos en la educación de la infancia y la juventud".

Moncada reconoce que los colegios de la Obra tienen prestigio entre la clase media alta y media, por su calidad técnica y por la atención tutorial. Han heredado esa relación mezcla de cooperación y complicidad con las familias y la creación de lazos clasistas entre los alumnos que caracterizaba a la educación jesuítica, y que un día hizo comentar al padre Arrupe: "Viendo lo que ellos son hoy, veo lo que nosotros fuimos ayer y no debimos ser nunca".

El Moncada sociólogo avisa que, en ese éxito aparente está también el germen de sus nuevos conflictos, la acusación por una gran parte del mundo católico de que el Opus Dei practica el sectarismo de menores a gran escala. "y en realidad no podía ser de otra manera" -añade-. Los directivos del Opus han tenido que cambiar su estrategia proselitista, su recluta de numerarios ante las nuevas circunstancias sociales. En la primera época los numerarios procedían de la Universidad y estaba prohibido, y mal visto, que chicos demasiado jóvenes fueran por casas de la Obra. Hoy, sin embargo, el proselitismo es difícil entre los universitarios. Resulta más fácil aprovechar la red de colegios propios y el calor de los hogares de los supernumerarios para convencer a niños y niñas, de quince y hasta menos años, de que Dios los llama a una entrega total. "Esta tarea -afirma Moncada- se convierte en una obsesión para los maestros y maestras que se comprometen a hacer "pitar", a reclutar a dos personas al año como mínimo y, como consecuencia, no dejan en paz a los alumnos, en tutorías y en confesionarios, generalmente con la complicidad de los compañeros de éstos ya reclutados e igualmente obsesos. Ampliar el número, "que seamos más", es la consigna."

Escrivá decía que los jóvenes eran la niña de sus ojos, ya que son pieza fundamental para la continuidad del sistema. En esto coincidía plenamente con una de las características de todos los regímenes totalitarios, que es el culto a la juventud. Las circunstancias comunista, fascista, y posteriormente, la consumista, participan de una misma concepción estabulada y dictatorial de la existencia, que invierte en pienso lo que ahorra en pensamiento.

Javier Ropero, que fue numerario desde los dieciséis años hasta los veintidós, cuenta en un sustancioso trabajo que tiene el significativo título de "Hijos en el Opus Dei", como se lleva a cabo -paso a paso-, la captación de los adolescentes: "Los muchachos empiezan a entrar en esta dinámica con su incorporación a la Labor de San Rafael: charlas, círculos y meditaciones periódicas, libros de "lectura espiritual" de la Obra, películas del fundador, etcétera". A continuación describe como, una vez alcanzado el "status" deseado de rendición absoluta hay que mantenerlo. ¿Y cómo se consigue?, colocando al jovencito en una situación en que sea incapaz de pensar, de evaluar su momento presente, de arriesgarse a un cambio de rumbo. Y J. Ropero piensa que es fácil colocar al muchacho en esta situación, ya que con las dieciséis normas de piedad que vocacionalmente está obligado a cumplir diariamente, sus estudios, el procurarse un dinero para pagar su residencia en el Opus y hacer el obligado proselitismo, apenas tendrá tiempo para descansar las horas necesarias.

Javier Ropero, de profesión ingeniero del ICAI, una vez fuera de la Obra, ha trabajado como voluntario en la Asociación Pro Juventud AIS (Asesoramiento e Información sobre Sectas), con el fin de prestar ayuda a ex socios con problemas de readecuación psicológica. Su experiencia es interesante pero, sobre todo, bastante terrorífica.

El mundo de la política, los negocios y el dinero

Con su manera de ser y de actuar, monseñor Escrivá fomentaba poco el hacer escuela de filósofos, artistas o sabios, sino que lo que deseaba eran políticos -aunque fueran tecnócratas-, y desde luego los tuvo. El político no elige ni la esfera abstracta del sabio ni el filósofo, ni el mundo imaginario de los artistas. Está anclado en la realidad; quiere actuar sobre los hombres para desviar hacia ciertos fines la historia de su época. Esta empresa puede adoptar en él la forma de una carrera. La política se presenta como una forma en busca de un contenido; el fin al que se apunta es ante todo el ejercicio de un poder, cualquiera que sea, y el prestigio que de ello deriva. En otros casos se trata de un compromiso suscitado -en un individuo formado de cierta manera- por el curso de los acontecimientos: se siente llamado, exigido. En general, las dos actitudes se interfieren. El que quiere hacer carrera opta por ciertos fines y será en adelante exigido por ellos. El hombre al que una misión concreta reclama, buscará el poder para realizarla.

Por aquel entonces, Laureano López Rodó, un posibilista autoritario, inteligente, moderado y conocido numerario de la Obra, había conseguido imponer, con respaldo de Franco, un Gobierno en el que había once miembros del Opus Dei. Una vez más salió a la luz que estos hombres operaban dentro de una organización que era de hecho una sociedad secreta: respaldos callados, promociones sorprendentes... López Rodó era una figura clave en la España de Franco y el inspirador máximo de la larga etapa final del régimen autoritario que pensaba que el pueblo español no era capaz de gobernarse a sí mismo, que debía ser tratado como un menor de edad y consultado todo lo más cada veinte años en referéndum. Cuando se nos intentaba meter a todos los miembros de la Obra en este mismo saco ideológico, debíamos responder que la nuestra era una sociedad puramente espiritual y que para nada se metía en otros terrenos.

Política y negocios han sido dos caballos de batalla, frente a los cuales, el Opus ha tenido que ir haciendo constantes declaraciones de principio: "En política, como en sus actividades profesionales, financieras o sociales -ha repetido hasta la saciedad-, los miembros del Opus Dei, al igual que otros católicos, gozan de una total libertad, dentro de los límites de la enseñanza cristiana".

Me comentas que la teoría está muy clara, pero que esto no quita, que en diversos escándalos financieros que ha habido en España, entre los que cabe destacar como especialmente sonoros e importantes, Matesa en 1969 y Rumasa en 1983, miembros del Opus Dei y sus negocios se vieron implicados en ellos. Del tema Rumasa; su expansión, el montón de millones que dio al Opus -el propio Ruiz Mateos declaró que alrededor de cuatro mil millones de pesetas en veintitrés años-, expropiación y la espera de resolución en la que se encuentra todavía hoy su fundador, has leído cosas, pero del caso Matesa no sabes nada pues cuando ocurrió ni tan siquiera habías nacido. ¿Qué sucedió, por qué el escándalo salpicó el nombre del Opus? -te preguntas y me preguntas-.

Desde el punto de vista político, el caso Matesa fue una venganza de la Falange que reaccionó como una fiera azuzada ante el irreversible avance de Carrero Blanco y los tecnócratas "opus" (eran las dos fuerzas vivas que en aquel entonces luchaban a fondo por el poder). Pero el escándalo existía, era real, y por eso pudieron destaparlo.

Fueron varios los motivos por los que seguí bastante de cerca aquel caso. En primer lugar, por aquel entonces yo trabajaba en el departamento de información del IESE y Juan Vilá Reyes, director de Matesa, no sólo había sido alumno del Instituto sino que seguía participando en los cursos de formación permanente. Por otra parte, la familia Vilá Reyes eran íntimos amigos de mi tío Joaquín, entonces notario de Pamplona, y en su notaría se llevaba mucho papeleo de Matesa. Finalmente, la curiosidad periodística y el hecho de ser yo misma miembro del Opus, también colaboraron a despertar mi interés por el tema.

Matesa, fundada en 1956, tenía su sede en Pamplona, empleaba a unas dos mil personas en la confección de maquinaria textil, y estaba considerada como una de las empresas más dinámicas del país. Su auge culminante llegó con la adquisición de una patente para un determinado tipo de telar. La patente se pagó en francos franceses, sacados de contrabando de España. El siguiente paso consistía en conseguir el dinero necesario para lanzar el nuevo telar al mercado mundial. Juan Vilá Reyes, director de la compañía, obtuvo el dinero que necesitaba del Banco de Crédito Industrial, aduciendo que ese dinero iba a servir para financiar ventas de sus máquinas, pero estas ventas resultaron ficticias. El mencionado dinero -unos cinco mil millones de pesetas-, era también sacado de contrabando y se volvía a ingresar como pago de mercancías. Pasado algún tiempo la empresa quebró con deudas de unos diez mil millones de pesetas.

Vilá Reyes, como he dicho, era alumno de IESE; López Bravo era el ministro de Industria que aprobó los créditos, y otro miembro del Opus, Mariano Navarro Rubio, era gobernador del Banco de España cuando tuvo lugar el fraude. Por su parte, Vilá Reyes admitió haber dado dinero a la Universidad de Navarra en Pamplona y al IESE de Barcelona. También había dado diferentes sumas de dinero para residencias de estudiantes en Estados Unidos y había hecho importantes regalos a la sede central en Roma. Se habló de que las cifras de los donativos superaban los dos mil millones de pesetas, pero los datos fueron negados por el portavoz de la oficina de prensa del Opus en Madrid. Lo que no podía negarse y quedó flotando en la opinión pública, es que el asunto Matesa respondía a una forma de hacer negocios aprobada por la Obra; el autor del fraude se había formado en la escuela del Opus, y conocidos nombres de miembros de la Obra que en aquel momento desempeñaban cargos relevantes en el mundo político y económico, estaban implicados en el mencionado asunto, aunque ninguno de ellos llegó a ser procesado.

Blanco y negro, los buenos y los malos. Y como se daba por supuesto que nosotros éramos los buenos, pues todo era válido, ya que por muy malo que fuera nunca iba a pasar de ser un mal menor. El fin justificaba los medios: nuestro fin era el bueno y por eso era mejor que nos aprovecháramos nosotros y no que se aprovecharan los otros, es decir, los malos. ¿Tenía algo que ver este planteamiento con aquel consejo del Padre a sus hijos de que debían ser "pillos y santos"? Aquel tema de Matesa en su día me dejó perpleja, aturdida, un tanto liada. Pero en el fondo, contaba con la suficiente lucidez como para ver que no era posible apuntar a meta de santidad personal y caminar por sendas de trampa, mentira, engaño, codicia, zancadillas y avaricia, mucha avaricia, y pensando que las leyes son para los otros, que son los malos, pero no para nosotros que, siendo los buenos, nuestro fin justificaba los medios.

La dicotomía "Dios o la anarquía moral" -o hablando en términos seculares, "valores absolutos o nihilismo"-, aplicada a rajatabla, puede llegar a ser muy tramposa. He conocido a gente honesta, leal y maravillosa que no adjudica intemporalidad a las normas hechas por el hombre, pero tampoco las considera insignificantes. Viven una filosofía crítica de la inmanencia y piensan que los humanos existimos otorgando a las cosas valores que van más allá de su estado natural. Creen que de esa manera es como nos trascendemos y damos estructura, sentido y dirección a nuestras vidas, así como una identidad que merece afanes y sufrimientos aun en ausencia del absoluto. Están convencidos de que el impulso existencial de autotrascendencia basta para explicar tanto la génesis de los valores (con su materialización en las formas de instituciones sociales) como su poder de sujeción, en tanto que se reconocen en ellos o los sienten parte de su identidad. "Como tales los valores están vivos -me decía un amigo médico, muy humano y muy poco creyente en el sentido tradicional-: son pertinentes y merece la pena luchar por ellos aunque carezcan de halo trascendente y de su aprobación."

Por mi parte, pensaba y pienso que la honradez y la honestidad deben ser ejercidas por igual, tanto por los que se consideran gobernados por una filosofía de la inmanencia como por los que su punto de referencia es trascendente, y no hay fin alguno que justifique el saltarse a la torera ni la honestidad ni la honradez. También pensaba y pienso que la búsqueda de orden y sentido es una empresa válida y auténtica, pero sin dejar de ser consciente de que una filosofía de la inmanencia no puede llevar a la "salvación", entendida ésta como traducción secular del ideal religioso pleno. Es cierto que cualquier hombre puede conquistar cierta libertad física y mental y, en casos felices y creativos, dar sentido auténtico a sus vidas. Pero no por eso dejarán de ser perecederos, ni la idea de salvarse será otra cosa que una ilusión.

En primer lugar deberíamos tratar de llenar de contenido positivo nuestro mundo de aquí abajo -en el que vivimos, estamos y somos-; con nuestro trabajo, produciéndonos a nosotros mismos con nuestro entorno y nuestros valores. Como entidad interior al mundo es como la raza humana cumple su papel, y también como criatura social, miembro de colectivos históricos a cuyo funcionamiento y modificación contribuye.

Por supuesto que esa tarea siempre la llevaremos a cabo con todas nuestras limitaciones pero también con toda la buena fe como punto de partida; con buena fe y no con pillería -el pillo parece que siempre parte de la mala fe-. Con buena fe y con toda la limitación, porque somos así, limitados. Porque la reflexión parece que siempre llega tarde; las más de las veces hacemos y luego nos llevamos las manos a la cabeza.

Hacemos, vivimos, nos relacionamos y adoptamos papeles influidos por fuerzas como la historia psíquica personal, la propaganda social o las corrientes subterráneas sociales, económicas y demográficas. Pero a pesar de todas las influencias externas, podemos actuar con buena o con mala fe, con juego limpio o sucio, con claridad, lealtad y respeto, o con pillería, oscuridad, ocultación y desprecio total al prójimo. Que el fin justifica los medios no es un principio válido.

Aquel caso Matesa me dio mucho que pensar, pues no había que analizarlo como un hecho aislado de un individuo aislado que actuaba por su cuenta y riesgo.

Como era lógico, en el departamento de información de IESE, no parábamos de recibir llamadas y visitas de los compañeros de la prensa que querían constatar, ampliar y desmentir los datos procedentes de las agencias de noticias y publicaciones nacionales y extranjeras. Pero nosotros teníamos la lección bien aprendida y no debíamos desviamos ni un ápice de la explicación oficial. Había que repetir, una y otra vez que: "El Opus Dei es un Instituto Secular de la Iglesia católica, cuyas actividades son exacta y exclusivamente apostólicas; en virtud de su mismo espíritu, queda fuera de la esfera de la política en cualquier país. El Opus Dei desautoriza explícitamente a cualquier grupo o individuo que utilice el nombre del Instituto para sus actividades políticas. En este campo, como en sus actividades profesionales, financieras o sociales, los miembros del Opus Dei, al igual que otros católicos, gozan de una total libertad, dentro de los límites de la enseñanza cristiana".

Pero aunque se guardaban bien de hablar del tema abiertamente, se detectaba que en las alturas importaba mucho, por no decir muchísimo, la conquista del poder político y económico. Prevalecía, en definitiva, la táctica frente al programa; importaba más luchar por unas posiciones que por unos principios. No olvidemos que uno de los lemas de la institución era el de "poner a cristo en la cumbre de todas las actividades humanas", teniendo clara conciencia de que el prestigio de la victoria multiplica el número de los partidarios.

Algo que me llamó la atención ya al poco tiempo de ser de la Obra, era que en unos aspectos del comportamiento humano regían unas normas rígidas e inamovibles, mientras que en otros, como eran todos aquellos que afectaban a la economía, parecía que nunca había una clara actitud de veto; todo era relativo, era cosa de la responsabilidad de cada quien. Digo yo que tal diferencia de criterios se puede deber a que la economía se apoya en las matemáticas y en matemáticas no hay pecados, solo errores. Por tanto, cualquier ganancia es legítima si se cumplen ciertas reglas científicas.

En cuanto a aquellos empresarios, hombres de negocios y banqueros del IESE, que se aproximaban al Opus Dei o pertenecían al mismo, por lo general, no se veía que actuaran de forma distinta -más justa y caritativa-, que los otros que no se habían aproximado y que no pertenecían. Su concepto del bien común, basado en el ya clásico modelo mecanicista era el mismo, para unos y para otros, concepto que podríamos resumir, más o menos, así: si en la trama de las relaciones sociales, cada uno busca su egoísmo con insolidaridad, pero de manera inteligente, se producirá, por una especie de mecánica social objetiva, un equilibrio de esos egoísmos, que acabará por conducir al bien común, o, por lo menos, al bien común posible, y por tanto al verdadero bien común, al bien común real.

Como de todos es sabido, las estructuras del mundo capitalista en el que estamos inmersos, responden a esta filosofía y la refuerzan. También es sabida la contradicción que existe entre el cristianismo y la concepción egoísta del hombre (la esencia del cristianismo es fraternidad, caridad, comunidad de corazones y de bienes, solidaridad, sentido social de la justicia...). El conflicto, sin embargo, se resuelve recurriendo a la distinción entre el plano de las relaciones macrosociales y el plano de las relaciones micra-sociales. En el plano macro-social de las relaciones socioeconómicas, los cristianos aceptaban y aceptan la concepción económica liberal del mercado de los egoísmos. En tanto, los valores cristianos se reservaban y reservan para la familia cristiana, para el plano personal estrictamente privado. Sin embargo, el mensaje evangélico deja claro que el amor cristiano no puede quedar circunscrito en el ámbito personal y familiar.

El mundo del IESE daba mucho que pensar para quienes querían tomarse realmente en serio el mensaje del Evangelio Allí se concentraba un importante núcleo de poderío político y económico -quizá el más importante en aquellos momentos-; de muchos que habían subido como la espuma y de otros que pegándose a ellos, pretendían subir. Al contemplar el panorama con frecuencia me venía a la cabeza una interpretación alegórica_ del pasaje evangélico de las tres tentaciones de Cristo en el desierto. Los Evangelios de Mateo y Lucas nos presentan a Cristo tentado y vencedor de la tentación. Pero a lo largo de las historia vemos que también la Iglesia -y destacados miembros de la misma- ha sido tentada. Y, a diferencia de Cristo, ha caído en la tentación y han caído. Para la Iglesia, la tentación del pan ("di que estas piedras se conviertan en panes") es la tentación de la riqueza. La tentación del prodigio ("tírate abajo, porque está escrito: a sus ángeles te encomendará, y te llevarán en sus manos") es la tentación del apoyo exclusivo en el culto y en los poderes sacramentales con abandono de la santidad personal. Por último, la tentación del poder ("todo esto -todos los reinos del mundo y su gloria- te daré si te postras y me adoras") es la tentación de realizar la obra de redención apoyándose más en el dominio y el poder político, social y económico que en el testimonio apostólico.

Las tres tentaciones del pan, del prodigio y del poder se articulan en relaciones complejas y en mutuos influjos. Pero, según la primera carta de San Pablo a Timoteo, la que tiene un papel más radical es la del pan. "Los que quieren enriquecerse caen en la tentación, en el lazo y en muchas codicias insensatas y perniciosas que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición. Porque la raíz de todos los males es el amor al dinero, y algunos, por dejarse llevar de él, se extraviaron en la fe y se apuñalaron a sí mismos con muchos tormentos" (1 Timoteo 6, 5-10).

También Lucas (16,13) y Mateo (6,24) destacan la incompatibilidad entre codicia de dinero y cristianismo: "Ninguno puede servir a dos señores: porque aborrecerá a uno y amará a otro; o bien se entregará al uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero".

La trivialización del espíritu

Es cierto que hace poco, no sé bien a propósito de qué, te comenté que en el mundillo de las numerarias había pequeñas grandes cosas que me sacaban de quicio por la impotencia que sentía al no poder hacerles frente. Te ha picado la curiosidad, y me pides que te concrete alguna historia que exprese con claridad en qué consistían esas pequeñas grandes cosas.

Recuerdo que me alteraban profundamente lo que llamaba las "trivializaciones del espíritu". Por espíritu de la Obra se entiende -ya te lo he contado al hablarte de la etapa de adoctrinamiento-, todo lo contenido en los escritos del Padre: las 999 máximas de Camino, las meditaciones, cartas, notas, praxis e intenciones que venían directamente de Roma.

Todos los miembros de la Obra estábamos dispuestos a vivir el "espíritu" con fidelidad máxima, y en ese empeño por querer llevarlo a la práctica a rajatabla, podías encontrarte con las interpretaciones más peregrinas, estúpidas y huecas. Voy a tratar de contarte algunas que pueden servir de muestra de lo que quiero decir. Estas situaciones casi siempre se daban en los cursos anuales (esa etapa del año dedicada al descanso y a la formación intensiva, Y en la que conviven un montón de numerarias procedentes de distintos lugares).

Trivialización primera: sucedió en Pamplona en el verano de 1970, en el Colegio Mayor Goimendi. La charla ese día corría a cargo de la directora del curso, Carmina C., y el tema que trataba era la filiación divina. Quería hablarnos de las grandes exigencias que suponía el hecho de ser hijas de Dios -exigencias a todos los niveles, incluido el de nuestra apariencia externa-, y como ejemplo gráfico nos puso lo que ella veía que ocurría con los reyes y sus hijos. Se centró concretamente en la familia real inglesa, y nos dijo con gran fervor:

-En la revista "Hola" hemos visto muchas veces imágenes de la reina de Inglaterra, y también de su madre y de la princesa Ana; con qué discreción visten, con qué decoro y delicada elegancia se comportan (desde luego, no sospechaba lo que iban a ser las princesas inglesas de los noventa). Y yo me pregunto -añadió eufórica-, si esto hacen las reinas y las hijas de las reinas, ¿qué no haremos nosotras que somos hijas de Dios?

De este luminoso ejemplo deducía lo exigentes que teníamos que ser con nosotras mismas en nuestro comportamiento externo: arreglo personal, expresiones, posturas, gestos..., ya que ser hija de Dios era aun mas importante que ser hija de reyes.

Trivialización segunda: sucedió en Madrid, en el verano de 1971, en la casa de Los Rosales (Villaciciosa de adón). Era un julio castellano de un calor sofocante, pero nosotras estábamos instaladas en una preciosa mansión con un bonito jardín y una magnífica piscina. El curso de verano transcurría con normalidad, hasta que una mañana, a la hora del deporte, nos encontramos con que la piscina estaba vacía. ¿Qué había ocurrido? Pues que alguien se había equivocado de botón, y en lugar de dar al botón de la depuradora había dado al del desagüe. Pero esto no era lo más grave; el problema era que las reservas de agua del pueblo estaban al mínimo y en toda Villaviciosa había restricciones, hasta el punto de que los propietarios de piscinas que no las habían llenado antes de comenzar el mes de julio no habían podido llenarlas. Bien, pues no sé que tipo de influencias teníamos, el caso es que esa misma tarde, la piscina comenzó a llenarse, y al cabo de un par de días el problema estaba resuelto.

Te preguntarás por qué te cuento esta historia que no tiene gran interés, pero es que es del todo necesaria para que entiendas lo que ocurrió a continuación.

Llegó el día del círculo semanal, y el tema a tratar era la pobreza. La directora -Carmencita M.-, recordó, una vez más, que nuestra pobreza no estaba basada en no tener sino en el estar desprendido de las cosas, pero que un aspecto también importante era el de no quejamos cuando faltase lo necesario. Puso entonces como ejemplo vivo lo "heroicas" que habíamos sido durante los dos días que no habíamos podido bañamos. "¡Con qué alegría y buen humor habíamos sobrellevado la contrariedad y el sacrificio que ésta lleva consigo!".

En el transcurso de toda la charla no hubo la más mínima alusión al coste económico del fallo; ni al privilegio que disfrutábamos pudiendo llenar de nuevo la piscina cuando había mucha gente que no iba a poder llenarla ni una sola vez en todo el verano. Por supuesto, tampoco hubo la más mínima referencia a los muchísimos ciudadanos que ni tan siquiera tenían una piscina a su alcance.

Aquí deseo hacer el inciso de que no quiero quedarme en la postura negativa sin más de las personas que, incapaces de producir nada, se limitan a denigrar las obras de los otros. No pretendo ser como esos mosquitos que ponen sus huevos detrás de las colas de los más hermosos caballos, lo que no impide que éstos puedan correr. Mi intención ha venido siendo, desde un principio, la de ir respondiendo a tus preguntas con sinceridad. Ya sé que es cierto aquello de que cada cual habla de la feria según le va en ella, de acuerdo, ¿pero no es eso precisamente lo que deseabas conocer? Cómo me fue en la feria a mí, y que este conocimiento te sirva para ahondar en los pros y en los contras que vas a encontrar si decides integrarte en ese complejo colectivo. Pero una vez más insisto en que, por mucho que conozcas de oídas, la experiencia es insustituible. La teoría es una cosa, la práctica otra.

Y vamos a por la trivialización tercera: sucedió en Barcelona, en el verano del 72, en Castelldaura (Premia de Mar). La protagonista del "show" fue una tal Josefina R., la delegada de San Miguel de la asesoría de Madrid (superiora máxima de todas las numerarias de España). Llegó con el puente aéreo. Dos numerarias la fueron a recoger al aeropuerto. Todas las participantes en el curso anual la esperábamos con gran agitación porque venía para damos una charla sobre la nueva intención mensual indicada en Roma. Aterrizó perfectamente conjuntada, con un moderno corte de pelo y recién salida de la peluquería. Hago esta alusión al "look" porque me sorprendió la rápida transformación -casi mutación-, que había sufrido, para bien, aquella chica aragonesa, de aspecto absolutamente vulgar, que había conocido de vista en la Escuela de Periodismo porque asistía como oyente a algunas asignaturas. No la veía desde entonces, y había pasado de ser como una alumna de academia de barrio a parecer una señorita pija que viene de jugar una partida de cartas en el club Puerta de Hierro.

"¡Quién te ha visto y quién te ve!", pensé para mis adentros. Existía un prototipo de numeraria que constantemente se esforzaba en jugar al "señoritismo", en el sentido más machadiano de la palabra. "El señoritismo -escribe A. Machado- lleva implícita una estimativa errónea y servil, que antepone los hechos sociales más de superficie -signos de clase, hábitos e indumentos- a los valores propiamente dichos, religiosos y humanos." Sí, había un prototipo de numeraria, además bastante numeroso, que parecía que todo les quedaba grande y su actitud era la del señoritismo en su forma de hablar, de vestirse y de comportarse: tan artificioso todo. Josefina R. se mostraba como un vivo ejemplo.

El tema de la charla que venía a darnos esta superdirectora era la importancia del velo. Las numerarias siempre nos teníamos que poner velo cuando entrábamos en nuestros oratorios, pero a partir de ese momento se trataba de hacer una insistente campaña para que todas las mujeres se cubrieran la cabeza para entrar en cualquier templo. Entre las sugerencias que nos dio para que la campaña tuviera éxito y buena acogida, me llamó la atención por especialmente absurda y pintoresca, la luminosa idea de una supernumeraria -"una mujer muy moderna, muy guapa y con mucho estilo", según nos contó la delegada de San Miguel-, que había decidido hacerse velos de todos los colores, siguiendo el año litúrgico. De este modo, no sólo vivía la intención mensual de ponerse velo, sino que además "daba un tono muy nuestro de secularidad y también de vivir la unidad dentro de la variedad", ya que nuestro espíritu tampoco tenía que ser en ningún momento la uniformidad, y de este modo daba cabida a la iniciativa personal.

A medida que avanzaba la entusiasmada charla, me iba quedando cada vez más perpleja, más estupefacta, más paralizada. ¿El corazón de aquella chica aragonesa estaría tan cubierto de afeites como lo estaban sus palabras y el mensaje de su charla? -me preguntaba llena de vergüenza ajena y de asombro-. ¿Pero se podía creer en serio lo que estaba diciendo? ¿Y teníamos que contribuir a ese estúpido y engañoso juego de peripuestas, granujas, bribonas y marionetas?

Sí, las trivialidades me sacaban de quicio y también me hundían en la miseria, por la sencilla razón de que estaba convencida de que me había tomado en serio tanto la Obra como su espíritu, y esa estupidez consagrada me hacía polvo.

Desde aquel entonces han pasado más de dos décadas, tiempo más que suficiente para tener superadas muchas historias y, sin embargo, tengo que reconocer que al traer de nuevo al presente aquellas vivencias, aún no me quedo indiferente; algo se me sigue revolviendo por dentro. Tal vez porque tuve que tragar mucha estupidez sin encontrar el momento oportuno para hacer lo que hizo una numeraria "histórica", que se fue de la Obra después de treinta años de militancia, y que al finalizar la última charla de su último curso anual, avanzó hacia el estrado y, dando un golpe de puño sobre el tablero, dijo: "Detrás de esta mesa casi todo lo que se ha dicho han sido memeces".

Toda una catarsis, pero que consiguió después de treinta largos años de proceso, y teniendo ya decidido que quería irse. Yo entonces hacía cinco años y pico que era de la Obra y, además, tenía claro que no quería irme.

Es posible que al leer mi carta pienses que la discusión, para ser válida, debe centrarse en argumentos y no en descalificaciones personales. De sobra es sabido que en cualquier colectivo uno puede encontrarse con todo tipo de personajes: aduladores, trepas, negligentes, tramposos, junto a otros que son sencillos, leales, irónicos, divertidos, constantes, trabajadores y sin doblez. Por supuesto que también en la Obra los había de todo pelaje; mujeres buenísimas, buenas y menos buenas. Pero mi perplejidad, mi asombro, se centraba en el argumento de que el sistema fomentaba, de forma descarada, el artificio, la adulación, la comedia y la coba, mientras que a la persona clara y directa se la tenía un considerable miedo. Como verás, no, no me centro en puras y simples descalificaciones personales, aunque para decir lo que te quiero decir me sirva de casos concretos.

¡Cuánto formalismo! Formas y más formas. ¿Dónde quedaba el fondo de las cuestiones? ¿Qué tenía de evangélico el prestar esa atención extrema a lo que no eran más que puras formas externas?

Me producía una tristeza infinita el constatar tanta fachada: entorno logrado, estilo, sonrisas, contento externo, equilibrio de las formas, armonía de conjunto... Pero el vacío detrás. Como aquellos edificios que el turista podía ver en Hollywood: palacio italiano, calle inglesa, iglesia rusa, todo de cartón piedra, carente de fondo y de tercera dimensión. Se trataba de una fachada bien construida, muy bien construida, pero no era más que lo que se veía, de modo que tras la fachada se abría y bostezaba el vacío; y cuando uno llegaba a saberlo, sentía aquella insuficiencia.

Me acusaba con frecuencia de que para mí, muchas de las que mandaban a gran escala, carecían de autoridad, si por autoridad se entiende el reconocimiento de esa facultad por quienes obedecen.

Peripuestas, vanidosas, marionetas -las llamaba en mi interior-. ¿Era honesto contribuir con el silencio a ese estúpido y engañoso juego? Pero era imposible hacer nada ya que quienes transmitían aquellos "sustanciosos" mensajes eran directoras, es decir, lo hacían con todas las bendiciones. Ese era el fondo realmente desalentador, sobre todo cuando me remitía, como tantas veces lo he hecho, al Evangelio y a su figura central, Jesucristo.

Jesús rompe con los ritos de la pureza ritual (la "casherout"). tropieza con los fariseos a propósito de la observancia del "sabba"; (sábado) y sigue la misma línea de conducta frente al Templo de Jerusalén.

Los ritos de la pureza ritual concernientes a los alimentos hacen sonreír a Cristo, que no les concede importancia alguna. No realiza los ritos de purificación prescritos para antes de comer y tampoco obliga a sus discípulos a hacerla. Por eso los doctores le preguntan: "¿Se puede saber por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?" (Me. 7,5). Jesús responde: "Escuchadme todos y entended esto: nada que entra de fuera puede manchar al hombre; lo que sale de dentro es lo que mancha al hombre" (Mt. 7,5). Y más tarde insiste a sus discípulos: "Lo que sale de dentro eso sí mancha al hombre; porque de dentro, del corazón del hombre, salen las malas ideas: inmoralidades robos, homicidios, adulterios, codicias, perversidades, fraudes: desenfreno, envidias, calumnias, arrogancia, desatino. Todas esas maldades salen de dentro y manchan al hombre" (Me. 7,14-23).

Dos mensajes quedan claros: en primer lugar, tanto el Paraíso como el Infierno están en nuestro interior; en segundo lugar, reniega de todo formalismo.

Los fariseos protestan cuando ven a los discípulos arrancar espigas de trigo y comerlas en sabbat: "¿Cómo hacen en sábado lo que no está permitido?" (Me. 2,23-24).

El "sabbat" era, y todavía es, la institución más sagrada de Israel y su observancia escrupulosa era, y todavía es, imperativa. Jesús rechaza en múltiples ocasiones esta estricta observancia, que conduce a situaciones absurdas e hipócritas. "Supongamos que uno de vosotros tiene una oveja, y que un sábado se le cae en una zanja, ¿la agarra y la saca o no?" (Mc. 2,27-28). Cristo no niega la utilidad del "sabbat", que él mismo practica, pero lo relativiza, transformándolo en medio y negándole el rol de fin: la ley está hecha para el hombre y no el hombre para la ley.

Jesús va a menudo a hacer sus oraciones al Templo, pero piensa de él lo que ya pensaba el profeta Isaías: "No me traigáis más dones vacíos, más incienso execrable. Novilunios, sábados, asambleas, no los aguanto. Vuestras solemnidades y fiestas las detesto; se me han vuelto una carga que no soporto más. Cuando extendéis las manos, cierro los ojos; aunque multipliquéis las plegarias, no os escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre. Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones. Cesad de obrar mal, aprended a obrar bien; buscad el derecho, enderezad al oprimido; defended al huérfano, proteged a la viuda" (Is. 1,13-17).

Cuando la samaritana le dice que sus antepasados han adorado a Dios en Samaria y que los judíos dicen que es en Jerusalén donde hay que adorarlo, Jesús le contesta: "Créeme, mujer: se acerca la hora en que no daréis culto al Padre ni en este monte ni en Jerusalén. Se acerca la hora, o mejor dicho, ha llegado, en que los que dan culto auténtico darán culto al Padre en espíritu y en verdad" (Jn. 4,20-23).

"En espíritu y en verdad." Y es que la religión "en espíritu" se opone evidentemente a la que prefiere la letra. Demasiados formalismos; formas y más formas. Peripuestas, vanidosas, marionetas...

En la confesión solía acusarme de que una considerable parte de las superdirectoras no me servían de ejemplo, que no tenían para mí ningún prestigio. Pero me encontraba con la contestación de que me faltaba humildad y visión sobrenatural, y que me sobraba soberbia.

En la confidencia generalmente cabía la posibilidad de ser más explícita y comentar las cosas con más calma y confianza. Planteaba, con el Evangelio en la mano, la posibilidad de hacer correcciones fraternas que contrarrestaran lo que me parecía tanta banalidad. A la directora le parecía demasiado arriesgado. -A veces, tu ingenuidad es preocupante -recuerdo que me decía Eloísa P., una de mis directoras-, nunca piensas mal ni llegas a imaginar que tu verdad, en vez de ser aceptada, se puede volver en contra tuya. Sé que no eres tonta y, por tanto, es admirable la rigidez con que vives de acuerdo con tus principios y tu conciencia. Pero yo te pediría que no te pongas tampoco tan alcance del que puede pulverizarte. Sé prudente, porque lo que a ti te parece letra muerta, a ellos les parece espíritu vivo. No seas ingenua, no vayas con el lirio en la mano.

-¿Yeso no es comulgar con ruedas de molino? -replicaba con cierto desconcierto-, o irse convirtiendo en una cínica.

-No -añadía con toda tranquilidad-, es simplemente hacerte más flexible, más tolerante, aceptando lo que no entiendes.

Lo intenté sin conseguido, porque mi conciencia me seguía diciendo lo mismo y no la podía callar.

Sentido del humor: una liberación

El hecho de que en el transcurso de nuestra correspondencia recuerde situaciones de preocupación, de desengaño, de angustia o de desilusión, no quiere decir que una viviera en perpetuo estado de agonía, ya que más bien era todo lo contrario. La vida diaria transcurría en un ambiente descongestionado, aunque a veces la procesión fuera por dentro.

Hace algún tiempo, Núria P., una ex numeraria que tenía fama de ser ingeniosa, irónica y divertida, y a la que las numerarias más rígidas temían como a un nublado, hacía la siguiente observación, recordando lo que ya son viejos tiempos: "Desde que no soy de la Obra me río menos. Pienso que la causa no es otra que el hecho de desenvolverme en un medio normal y corriente. Sí, ahora se dan muchas menos situaciones artificiosas o estereotipadas que desaten mi ironía y sentido del humor".

Es cierto que de manera inocua e intrascendente, con un sentido del humor ligero y hasta un poco absurdo, algunas numerarias se atrevían -nos atrevíamos, porque me tengo que incluir en ese pequeño colectivo-, a ridiculizar tópicos que amenazaban con asfixiamos. También con desenfado y sentido del humor poníamos en tela de juicio no pocos dogmas oficiales. Conseguíamos, por la vía del humor, abrir ventanas por las que podía entrar aire libre saludable y desmitificador que, poco a poco, iba limpiando el ambiente de telarañas trascendentales, de cursilerías, de engolamientos y situaciones artificiosas que resultaban fáciles de ridiculizar.

El manifestar abiertamente que todo tiene un revés, en un medio en el que sólo se podía mostrar la cara de la moneda a la que se le había sacado brillo, no era precisamente un juego inofensivo, sino más bien audaz. Pero hacer frente al sentido del humor, para acabar con él por resultar peligroso, no se sabía bien cómo hacerla. Digo yo que la razón se encontraba en que en las altas esferas el sentido del humor, su ejercicio, debía de ser poco frecuente y, por tanto, no les tenía que resultar fácil el reglamentar el cómo hacerle frente. Pienso que había pocas fichas y notas concretas que hicieran referencia al tema: "no coquetees con las cosas...", "parece que frivolizas...", me parece que era lo máximo que había en el archivo de las frases hechas.

Por regla general no era la risa, venenosa y denigratoria, del censor o censora, ni la risa paternalista de la "enteradilla", ni la simple burla de la persona práctica. Era una risa catártica y desmitificadora que venía a dejar patente lo relativo que era todo, hasta lo que se nos ofrecía como más pomposo y serio. El sentido del humor, el humorismo iba ganando terreno a medida que ibas llegando al fondo de las cosas.

Como he hecho en otras ocasiones, voy a ilustrar con un caso concreto esto que te cuento. Nos encontrábamos, recuerdo, en el Castelldaura nuevo. Esta casa, situada en Premiá (Barcelona) se acababa de inaugurar, y en el trabajo de decoración se habían gastado muchos millones, hasta el punto de que la espectacularidad corría el peligro de sustituir el buen gusto; que el estilo se convirtiera en ostentación y el sentido de la pompa rozara la parodia.

En el flamante Castelldaura comenzaba un Curso de Retiro para señoras, y otra numeraria y yo, que nos hacíamos cargo del mismo, nos encontrábamos en la entrada de la casa recibiendo a quienes iban llegando. Una de aquellas señoras, que venía acompañada de su marido, un notario de la provincia de Barcelona, nos pidió si podíamos enseñar a éste, antes de despedirse, un poco la casa. Le mostramos la parte más de recibir y, al llegar al oratorio, a él le llamó la atención un buen número de escudos recién pintados. Como hacía poco tiempo que habíamos vivido el sonado asunto del marquesado de Peralta concedido al Padre, el notario visitante preguntó si se trataba de escudos de la familia de Escrivá, a lo que la numeraria que iba conmigo respondió:

"No tengo ni idea de a quién pertenecen esos escudos, sólo sé que aparecen como las telarañas; cada vez que miro para arriba me encuentro con que ha aparecido algún escudo más".

Todos reímos la atrevida ingeniosidad, no sin cierto desconcierto, pero nadie añadió comentario alguno, y nos dijimos adiós con aquella simple pero significativa nota de humor.

Sin embargo, a pesar de la risa momentánea, no podía dejar de pensar y recordar lo que en no pocas ocasiones había oído contar. en charlas y meditaciones, y es que el Padre insistía en que el único emblema; el distintivo, el sello de la Obra -"Sello, porque la Obra no tiene escudos", así lo citaban textualmente-, era "la Cruz metida en la entraña del mundo".

¿Qué significaba entonces toda aquella generación de escudos y heráldicas? No había explicación alguna, por lo tanto más valía quedarse en la anécdota chisposa de que no pasaban de eso, de ser como telarañas, y no darle más vueltas ni complicarse la vida por escudo más, escudo menos; telaraña más, telaraña menos, al fin y al cabo.

Los mismos contrastes o contradicciones que saltaban a la vista en lo referente a las grandezas ocurrían en el terreno de la pobreza: por un lado era del todo visible el despliegue que se llevaba a cabo y el dineral que se gastaba en cada desplazamiento del Padre y su séquito (le hacían llegar de un continente a otro las mejores viandas, y también se desplazaba el equipo de las más exquisitas cocineras y administradoras para que todo estuviera a punto), mientras por otro no paraban de contamos, en tertulias y meditaciones, anécdotas redactadas en fichas -todas ellas muy edificantes y ejemplares de cómo había que vivir la pobreza-, para contar aquí y allá. Una de las más famosas era la de la colcha del Padre, que se atribuía a la entonces superiora mayor, Mercedes Morado.

Parece ser que en la década de los sesenta, las administradoras de la casa central de Roma propusieron al Padre el poner colchas en las camas de toda la residencia. Escrivá dio el visto bueno pero tuvo el sutil detalle de especificar que empezaran confeccionando las de sus hijas las de la administración, después las de los residentes del Colegio Romano, seguidas de las de los miembros del Consejo General y, en último lugar, la suya, porque quería ser el último.

Cuando vio su colcha puesta, llamó a Mercedes M. y le dijo -la anécdota se contaba al pie de la letra-: "Mercedes, hija mía, cuando pase el tiempo y yo ya no esté en este mundo, tú contarás a tus hermanas esta pequeña anécdota: ¿por qué el Padre ha querido ser el último en tener colcha? Por dos razones: una, por el gran cariño que tengo a mis hijas -deseaba que vosotras fueseis las primeras-; y otra, por pobreza: ¡no pasa absolutamente nada, por prescindir de una colcha!".

A propósito de esta anécdota, recuerdo las palabras de una numeraria mayor ya muy quemada que, después de escucharla por centésima vez, hizo una declaración de principios sobre lo que debía de ser nuestra auténtica pobreza: "...afán de no poseer, de no tener nada como propio, de no quejarse si falta lo necesario, de prescindir de lo superfluo...", y añadió: "Con la anécdota de la tan manida colcha parece que queremos tapar la realidad del alto nivel de vida del Padre y todos los que le rodean. Pero, ¿a quién se pretende engañar?". Seguidamente, con toda la chunga del mundo y una cierta dosis de sarcasmo, mencionó el último viaje del Padre y el millonario despliegue que había supuesto; no sólo el avión privado en el que se desplazaba, sino el envío de los más exquisitos alimentos, y comenzó a enumerar con conocimiento de causa, las marcas de los mejores vinos, los nombres de los pescados frescos más selectos y demás viandas que la mencionadísina colcha parecía querer tapar.

El sentido del humor, a corto plazo, era una válvula de oxígeno que te ayudaba a respirar, pero que al darte una sana y natural vitalidad también te llevaba, si eras honesta, a hacerte preguntas cosas en serio y hasta nuevos replanteamientos de vida.

El humor, la chispa, las bromas, no son como los dogmas: así sí, así no, sino que se trata de algo mucho más sutil, que se introduce y va ganando terreno casi inadvertidamente. En un medio en el que sólo funcionan las definiciones estrictas, donde lo blanco no podía ser más que blanco y lo negro nada más que negro, el humor se introducía como un duende que se cuela y desliza por un lado y por otro riéndose de todas las etiquetas. Era un elemento molesto, al que las superioras temían más que el agricultor a una granizada pero al que no sabían bien como desbancar.

Al ingenioso -en este caso a la ingeniosa- se le temía como al más amenazador de los revolucionarios, olvidando, o mejor, sin tener en cuenta que los ingeniosos no suelen ser revolucionarios, son transgresores que necesitan a los carcas y trasnochados para escandalizarles, para distinguirse por oposición, pero dentro de un marco estable. Creo que era Sartre quien decía que la transgresión es más aventura que revolución.

Podría contarte multitud de anécdotas que ilustran bien ese peculiar sentido del humor, poco dañino y casi infantil, que con su espíritu transgresor levantaba ampollas.

Recuerdo a una chica de Segovia -alta, desgarbada y muy divertida-, se llamaba M. Gloria M. y creo que continúa siendo numeraria. Nos encontrábamos en un curso multitudinario de verano y había venido una superiora mayor (de Torreta, así se llamaba la casa donde residían las superdirectoras) a dar una charla. En el transcurso del acto, la ponente no abandonó ni por un momento su tono y su gesto rígido. Al acabar la charla, la numeraria segoviana recitó en voz alta y mirando a su alrededor con expresión de juerga: "Coño, carajo, puñeta, las de Torreta, las de Torreta".

También recuerdo a una profesora de Historia, M. Luisa P., que a las salitas de la delegación (lugar en el que las superioras citaban a las numerarias para hablar cuando lo creían conveniente) las llamaba "las salitas del Kremlin"; y a aquella otra numeraria catalana, Nuria P., que cuando a alguna numeraria se le notaba que el cargo que le habían dado se le había subido a la cabeza, comentaba: "Mira, ya tenemos a otra gallina estarrufada (inflada").

El sentido del humor era una válvula de escape y hasta una magnífica tabla de salvación ante situaciones que, en ocasiones, podían llegar a quitarte la respiración. La ironía, esa capacidad para distanciarse de lo dado y contemplado sin excesiva convicción, era otro buen instrumento para no dejarte ahogar por determinadas circunstancias desquiciantes. Una actitud irónica significaba la liberación de lo que aparece como firme y establecido. La actitud irónica es aquella que sabe separar lo que debe ser defendido y salvado de lo que sólo merece ocupar un lugar secundario. Ironizar es una forma de discernir; de distinguir lo fundamental de lo anecdótico, de cargarte lo secundario o artificioso para que, de alguna forma, pueda salir a la luz lo realmente válido.

Era imposible renunciar al sentido del humor por mucho miedo que se le tuviera; su soplo de aire fresco elevaba el tono vital. No sé quien decía que "humor es reír a pesar de todo".

El humor es reflexivo, no atolondrado, profundo, no superficial. La risa del humor es como un saludo a la existencia. Carece de humor quien toma demasiado en serio las deficiencias de la existencia y de sus semejantes. El humor distribuye las cosas con arreglo a su importancia sin dejarse engañar por las apariencias. Es esencialmente crítico, y elimina toda exageración y toda ilusión que el hombre pueda hacerse sobre sí mismo y sobre su mundo.

Allí donde actúa con crítica, lo hace sin herir, lo que hace que a menudo la persona aludida por él pueda reír también. El humor no pretende chafar a los demás y en su crítica suele haber una intención y una advertencia educadoras. Todo esto diferencia el humor de las despiadadas sátira, mofa, sarcasmo..., que tienden a herir y se alimentan alegrándose del mal ajeno. El humor no se ríe a costa del prójimo y en su crítica siempre late algo de indulgencia, bondad, comprensión y tolerancia. En el humor nunca deja de haber calor humano en contraposición a la frialdad, la causticidad de la sátira, la mofa y el sarcasmo. Otro rasgo del humor es que, aun siendo esencialmente crítico, comienza su crítica por sí mismo. El dar demasiada importancia a la propia persona, el no ser capaz de reírse de sí mismo, es siempre un signo de falta de sentido del humor. Allí donde falta la distancia de sí mismo, falta también el humor, por eso carecen de humor todas aquellas personas en las que aparecen en primer plano las exigencias de su propia importancia.

El humor es un soplo de aire fresco, y aire fresco es lo que hacíamos correr las más de las veces. Sólo en contadas ocasiones se detectaba cierta causticidad en alguna fina ironía. Pero lo que con frecuencia ocurría es que quienes no estaban capacitadas para el humor no sabían distinguir éste de la sátira ni del sarcasmo, y todo les sonaba a inadmisible mofa, sin ningún tipo de matizaciones.

Pero cuando el humorismo se convierte en hábito, cuando uno se acostumbra a tomarse todo un poco a risa, corre el peligro de caer en la frivolidad, y hasta en la falsedad; en el más rotundo cinismo y en la más cómoda instalación. Esto me preocupaba, y después de contemplarlo en mi oración, escribí una ficha en la que plasmé mi "no al humorismo como instalación", y en ella me hacía la reflexión siguiente (esta ficha la conservo y te la copio tal cual):

"Aquí no vale el principio de que "a falta de pan buenas son tortas". Me he dado cuenta de que el humorismo no puede, ni siquiera en mínima parte, aspirar a cubrir, ni aun con carácter de interinidad, la vacante de la crítica seria y constructiva; no es más que un sucedáneo y, en ocasiones, más mudo y claudicante que el silencio mismo. El humorismo evita el ahondamiento necesario. Da así a los espíritus una paz resistente pero artificial: estanca, instala, no presenta soluciones. El espíritu crítico, a pesar de ser tan temido aquí dentro, es del todo necesario -ver, juzgar la situación, decidir; es el proceso normal de transformación-. Cuando el espíritu crítico se refugia en el humorismo, tal vez no hace otra cosa que ocultarse a sí mismo su propia impotencia. No, el "a falta de pan buenas son tortas", no es válido como principio, tan sólo sirve como tranquilizante para salir del paso. Hacen falta cauces; urge abrirlos para poder contrastar, intercambiar, rectificar, avanzar, desarrollar. Pero cuando estos cauces no existen, cuando sólo cabe la postura de total adhesión incondicional y todo lo demás se considera subversión, entonces surge el humorismo como una defensa individual. Defensa, sí, pero estéril, porque no arregla en nada la situación. El humorismo, en este caso en nada se distingue del pesimismo y del escepticismo, ya que igualmente reconoce que no hay nada que hacer."

En mi reflexión destacaba los puntos siguientes:

-No es subversión el deseo de cambios y mejoras.
-No es subversión el oponerse a lo establecido, siempre que se expresen claramente las razones de esta posición.
-No es subversión la discusión sobre los valores tradicionalmente admitidos y que no cuentan ya con una vigencia total.
-Sólo puede hablarse de subversión cuando el juego se hace a la espalda; sin participación ni discusión.
-También hay una subversión de signo contrario que es el inmovilismo, consiste en cerrar las vías por donde pueden tener acceso las mejoras y la evolución.
-Me niego al humorismo como forma de instalación, como fruto inmovilista de pesimistas y escépticos, pero también me niego a renunciar a una crítica abierta y constructiva, la única que conseguirá alejamos de la hipocresía, de la doble faz, de la adulación y del artificio.

Éstos eran mis puntos de reflexión que hoy me siguen pareciendo válidos.

La pobreza de nadar en la abundancia

Para quienes contempláis el panorama de la Obra desde fuera, la pobreza que se vive allí dentro es uno de los temas más polémicos, por eso no me sorprende tu insistencia sobre el mismo. Desde mi experiencia personal, yo diría que de todos los compromisos que uno ha de cumplir, es en el que se tiene que poner más exigencia personal para vivirlo, ya que las pautas generales, en la práctica se hacen bastante elásticas.

Cuando entré en la Obra, en las charlas y meditaciones que nos daban sobre pobreza, nos hablaban mucho de las carencias de los primeros tiempos, pero a mediados de los años sesenta, la realidad ya era muy otra. M. Angustias Moreno, lo resume bien en uno de sus libros:

"Una pobreza que realmente empezó así; empezó careciendo de muchas cosas, teniendo que vivir hombres muy hombres, profesionales ya, en habitaciones de literas; mujeres muy mujeres, sin más que cocinar que mucha harina y viviendo en las porterías de las casas residenciales que se iban adquiriendo para los varones. Unos tiempos difíciles que pasaron, y pasaron, cabría decir, al extremo opuesto" .

Más tarde se pasó de la organización de la escasez a la organización de la abundancia. Quienes la llevaban a cabo eran las administradoras, pero con el visto bueno del correspondiente consejo local, es decir, con todas las bendiciones.

Entre estas mujeres administradoras surgió un prototipo con dos características dominantes: un gran apetito de consumo y una sed de feminidad en el sentido más tradicional de la palabra.

Este prototipo de administradora fue generalizándose porque era una figura que se fomentaba desde el corazón del propio sistema, y a la que le iba la marcha, vivía encantada el mismo mariposeo que el ama de casa bien instalada, que no le falta de nada y disfruta de todo lo que el mercado pone a su alcance para máxima comodidad doméstica. Era la administradora ideal, que se movía en un mundo aparentemente infantilizado, separada de toda responsabilidad social y glorificando la salvaguarda del hogar en un paraíso de utensilios.

Aquella actitud tenía poco que ver con lo que tantas veces me había repetido que tenía que ser la pobreza que queríamos vivir: un empeñado afán de no poseer, de no tener nada como propio, de no quejarse si falta lo necesario, y de prescindir de lo superfluo.

El fundador de la Obra decía que la clase de pobreza que se vive en el Opus Dei, es la de una familia numerosa y pobre, "aunque -como afirma M. A. Moreno, después de una larga experiencia en el mundo de las administraciones-, luego las cosas fueron establecidas, por él también, de muy distinta manera". "Las necesidades de la vida de la Obra -añade la misma autora-, están muy por encima de las de cualquier familia de clase media."

"No se trata de no tener sino de estar desprendido de las cosas", era un eslogan que se nos repetía constantemente, y que podía dar pie a holgadísimas interpretaciones.

Así, por ejemplo, puedo contar como caso concreto, que en la última casa de la Obra donde residí, que era un piso recién estrenado, con todo nuevo -no sólo la construcción, sino muebles, tapicerías, todo tipo de electrodomésticos, batería de cocina, vajillas, cristalería, etcétera-, la secretaria y administradora de la casa, M. Dolores M. -hija de una modesta viuda de Tarrasa- cada día aparecía encantada con una nueva compra: el último exprimidor eléctrico, la fuente más antiadherente, un aparato pela no se qué... En menos de un año -no exagero- se estrenaron cuatro planchas, y hasta la vajilla de invitados se tuvo que reponer.

En la instalación de aquella casa yo había colaborado activamente, pues había acompañado a la decoradora a hacer las compras y, como es lógico, me sabía de memoria todo lo que había. Para diario se había comprado una vajilla de Arcopal, y la de invitados era una vajilla de la Cartuja de Sevilla de color marrón, que conseguimos a muy buen precio porque ese color se había dejado de fabricar. La decoradora pensó que como iba a tener poco uso, y con un mínimo de cuidado, no tenía por qué romperse. Pero ella no contaba con que la directora iba a decidir que el Arcopal tenía poco tono para nuestra mesa, y que era mejor dejarlo para la cocina. Así fue como la vajilla de la Cartuja pasó al uso diario, a pesar de que advertí de que tal medida no era práctica, puesto que si se rompía algún plato, no había ya piezas de repuesto.

Como era de suponer, sucesivos platos y alguna que otra fuente fueron cayendo, hasta que al cabo de unos seis meses la vajilla quedó totalmente coja. Pero no hubo ningún problema: a los pocos días apareció otra flamante vajilla danesa, de la más pura importación y de las más caras que corrían en el mercado por aquel entonces. Este último dato lo supe por el comentario de una supernumeraria -mujer de un notario-, que un día vio la mesa de la casa puesta y comentó: "Anda, menuda vajilla, mi marido me la acaba de regalar igual por nuestro aniversario de bodas. Nos dijo a todos, niños incluidos, que ya podemos cuidarla porque es carísima".

Todo aquel chorreo de cosas, que me parecía un auténtico desmadre, me preocupaba, y se lo comenté a la directora. Le dije bastante indignada, que dónde estaba esa sobriedad de "familia numerosa y pobre" que predicábamos, y que en las casas de las familias numerosas, no pobres, sino pudientes, las vajillas duraban toda la vida, las planchas se utilizaban durante muchos años, y las cosas se cuidaban más y se compraban menos.

La justificación que me dio, aunque ni ella misma se lo creía, fue que en nuestras casas había más trasiego que en una casa normal.

En una casa donde vivían once mujeres adultas, con dos empleadas del hogar internas y una administradora dedicada a la casa como única tarea profesional, ¿podía haber más trasiego que en un hogar normal, con padre, madre y tres, cinco o nueve hijos de edades variopintas y que no se han propuesto camino de perfección alguno? No, no podía estar de acuerdo. Además, para constatarlo, no había más que fijarse en cómo se funcionaba en las casas medias de familiares y amigos, y en la de un elevado número de supernumerarias, de las que también se podía tomar ejemplo.

A propósito de las supernumerarias y las administraciones, recuerdo que se nos advertía que procurásemos que éstas no vieran de cerca cómo vivíamos las numerarias, porque a muchas les chocaba y, cuando tenían ya una cierta confianza, manifestaban abiertamente que les sorprendía tan alto nivel.

En cierta ocasión, una supernumeraria, costándole mucho, me dijo: "Es que hay numerarias que parece que no viven en la realidad". Detectaba en ellas afectación, irresponsabilidad, simulación..., muchos detalles de negación de relaciones reales; de vivir en la estratosfera, de no tener los pies en el suelo. Mientras la escuchaba me vino a la cabeza aquella fórmula de San Agustín: "verum lacere se ipsum"; esto es, establecerse en unas relaciones reales con las cosas, con los demás, con Dios, porque nos hemos establecido en relaciones reales con nosotros mismos. A aquella supernumeraria le chocaba encontrarse con numerarias que parecían no haberse establecido en relaciones reales con ellas mismas y, en consecuencia, tampoco con las cosas ni con los demás.

Deseo dejar bien claro que ni por un momento quiero dar a entender que todas las numerarias se saltaran la pobreza a la torera. A título particular había personas austeras, sobrias, responsables, exigentes consigo mismas, y supongo que, igual que me ocurría, a mí, en más de una ocasión se quedaban sorprendidas o decepcionadas ante las concesiones del sistema en este terreno.

Haber, había de todo. M. Angustias Moreno, lo resume bien cuando escribe en primera persona:

"Yo he visto a más de una de esas numerarias decoradoras -las que instalan las viviendas y los centros de la Obra- debatirse entre problemas serios y agobiantes, frente a esos estilos de pobreza de la Obra. Numerarias de familias muy acomodadas acostumbradas a vivir muy bien, que en principio no tenían por qué extrañarse de nada, y que les cuesta entenderlo, y les crea serias y costosas dificultades. Es cuestión de "asimilar la mentalidad del Padre" -les dicen- [...]. Las hay de familias más modestas a las que de otra manera les cuesta igual y no lo entienden tampoco; no logran, porque no es fácil, superar la constante comparación que todo les impone frente a las necesidades o dificultades en las que saben que viven los suyos [...]. Como las hay que, una vez mentalizadas, se dedican a exigir -amparadas en la "dignidad de la Obra"- para hacerse de una "grandeza" que nunca tampoco les hubiera correspondido fuera".

Cada uno tendría que hablar de sí mismo. En mi caso puedo decirte, que nunca abrí una cuenta corriente; que mi sueldo, en sobre cerrado, iba a parar directamente a la secretaria de la casa, que nunca administré un duro y que justificaba mis módicos gastos ordinarios. Era consciente de que se trataba de hacer uso de las cosas en función del trabajo y del apostolado, pero de no tener nada: no tenía máquina de escribir propia, ni cámara de fotos, ni grabadora, que hubiera podido justificarse por mi profesión. Creo que me exigía más de lo que me exigían, tanto en el vestir como en objetos personales, ocio o relax -había quien iba a gimnasio, a piscina climatizada y hasta a sauna-. Y me fui, después de nueve años, con una gastada maleta, una Biblia, unos Evangelios y el bolso vacío -bueno, con mis documentos- en espera de que acabara el mes y cobrar mi sueldo.

Como este caso, mi caso, supongo que habrá muchos, y también mejores, o más arriesgados por tener menos respaldos fuera.

Podrás comprobar que las historias que te cuento -ya te lo advertí al principio-, hacen referencia al pequeño mundo en el que vivíamos la inmensa mayoría. De las macroeconomías de la Obra supongo que eran muy pocas las que estaban informadas, y al resto no nos incumbía el asunto. Por otra parte, los mensajes que nos llegaban periódicamente de Roma eran frases redondas como: "Porque somos pobres siempre tendremos que seguir pidiendo" o, "Siempre seremos pobres porque siempre habrá Torediudades Y Cavabiancas por hacer"...

Se trataba de dejar bien claro en los mensajes, que lo nuestro tenía que ser pedir y punto. Y si alguna vez preguntabas por el asunto Matesa, o cómo funcionaban las Fundaciones, o lo que el Banco Atlántico tenía o no tenía que ver con nosotros, porque eran cuestiones de actualidad y constantemente te hacían comentarios en el trabajo, la respuesta solía ser, que no había que prestar atención a esos comentarios, que seguro que eran malintencionados.

De la envergadura del montaje económico de la Obra, me he enterado de más cosas cuando he estado ya fuera que en el tiempo que permanecí en la institución. Una aportación interesante en este terreno me pareció la que hace el historiador inglés, Michael Walsh, en su libro "El mundo secreto del Opus Dei", donde dedica todo un capítulo titulado "Política y negocios", al tema económico de la Obra en muchos países católicos del mundo.

Pero esto no quita, el que a título personal, muchos miembros de la Obra tuviéramos como punto de referencia de vida la frase evangélica: "Cuando soy débil es cuando soy fuerte", y que viéramos un profundo sentido al aprender desprendimiento real y renuncia, a luchar contra el consumismo para estar más disponibles y dispuestos a servir. Renuncia a posesiones y gustos para hacer sitio en nuestro interior a las cosas de Dios y al trabajo por los demás.

La lectura de Jacques Maritain me ayudó mucho a aclararme en el terreno que comentamos. En su "Filosofía de la Historia" establece una ley fundamental que llama de la "jerarquía de los medios" y en la que habla de la superioridad de los medios temporales humildes (moyens pauvres, dice exactamente) sobre los medios temporales ricos respecto a fines espirituales. Considera un error pensar que los mejores medios serán los medios más poderosos materiales, los mayores y más costosamente equipados. Al referirse a estos moyens pauvres, piensa que son los que verdaderamente consiguen atravesar el mundo de cabo a rabo. "No siendo ordenados al éxito tangible -especifica-, no abarcando en su esencia ninguna necesidad interna de éxito temporal, participan en la eficacia del espíritu."

¿No estábamos nosotros cayendo constantemente en el error que Maritain advierte? ¿No dedicábamos demasiado empeño y esfuerzo en instalamos al mismo nivel que la burguesía mejor instalada? Escrivá insistía en que teníamos que querer lo "mejor" (en el sentido de calidad puramente material) para el Señor. También solía decir, haciendo un ingenioso juego de palabras:"... se gasta lo que se debe, aunque se deba lo que se gasta".

Integración como valor máximo

Hace poco insistías en que te contara acerca del momento preciso en que el desengaño se manifestó como algo irreversible y definitivo. Más que de un momento preciso, se trata de todo un proceso en el transcurso del cual, las desilusiones se van acumulando, el desencanto va creciendo como consecuencia de diferentes decepciones y chascos, lo negativo va ahogando lo positivo, el ideal va caminando por un lado mientras la realidad lo hace por otro, hasta que de pronto, un día cualquiera te encuentras repitiendo dolorida la famosa frase de Ortega y Gasset: "¡No es eso!, ¡no es eso!".

Cuantas veces el ser humano ha exclamado decepcionado al contemplar el resultado de su acción que no esperaba: "¡Yo no quería eso!". Nobel quería trabajar para la ciencia, y trabajaba para la guerra; Epicuro no había previsto lo que se llamaría más tarde el epicureísmo; ni Nietzsche el nietzschianismo; ni Jesucristo la Inquisición. Todo lo que sale de las manos del hombre es empujado por el flujo y el reflujo de la historia, modelado nuevamente a cada instante y suscitando alrededor de sí remolinos, mil remolinos imprevistos. Cristo y Marx hablaron del ideal de una sociedad sin poder alguno, pero nos legaron la Inquisición y el Gulag. También Freud temía por la suerte del psicoanálisis y Newton sabía que su teoría de la atracción sería deformada y se esclerosaría; con múltiples advertencias trató en vano de impedir esas desviaciones. Finalmente, Nietzsche tenía miedo de provocar falsas interpretaciones, y los estudiosos de su obra aseguran que hubiera rechazado las que los nazis dieron de la idea del superhombre.

Parece ser que el desengaño forma parte de la vida y que, tarde o temprano, acaba por llegar. Lo importante es ser capaz de asumirlo_ e integrarlo, consiguiendo así que no nos amargue la existencia.

Al carisma le sucede siempre, como tan bien supo comprender y explicar Max Weber, la voluntad organizativa y cohesionadora, o la implantación institucional. Se trata, pues, en un segundo _momento de _promover el pasaje _del carisma a la institución, o de organizar una "obra" aquí en la Tierra que permita llevar a término las previsiones, dándoles su adecuada implantación. Entonces llega también el momento de las desfiguraciones.

La búsqueda de la utopía, de una sociedad ideal, cuando cristaliza en movimientos, partidos, congregaciones, institutos o prelaturas personales, pueden desfigurarse hasta el punto de que la política real que persiguen es exactamente lo contrario del ideal que profesan. Arthur Koestler, profundo estudioso del tema, afirma: "Esta tendencia aparentemente inevitable de las ideologías religiosas y seculares a convertirse en su propia caricatura es una consecuencia directa de las características de la mente grupal: su necesidad de simplicidad intelectual, combinada con excitación emocional".

Para Koestler, la mente grupal -que considera patógena-, está dominada por un sistema de creencias, tradiciones e imperativos morales de alto potencial emotivo, independientemente de su contenido racional; y frecuentemente, su poder explosivo se ve aumentado por esa misma irracionalidad. La fe en el credo del grupo es un compromiso emocional, pues anestesia las facultades críticas del individuo y rechaza la duda racional como algo demoníaco. Este mismo autor distingue en la "mente grupal" tres factores entremezclados: la sumisión a la autoridad de un sustituto del padre; una identificación sin restricciones con el grupo, y una aceptación sin críticas de un sistema de creencias.

Cuando llegas a ver con lucidez que formas parte de esa "mente grupal" y que estás viviendo -a pesar tuyo, porque pensabas que te habías apuntado a otra cosa- esos tres factores entremezclados, entonces aterrizas en el desengaño.

Quienes hemos formado parte de una sólida agrupación, corno es el caso del Opus, hemos tenido ocasión de comprobar que allí sucede exactamente lo que el intelectual anglosajón asegura que ocurre, o puede llegar a ocurrir, en el interior de los colectivos de los más variados signos. Lo que no me explico es por qué esa realidad tan palpable, en la Obra no sólo se oculta sino que se niega rotundamente, por ejemplo, definiéndose como "los amantes de la libertad", porque se contaba con la voluntad libre, libre, libre del individuo, para obedecer hasta la insinuación más mínima. (Es importante recordar aquí, ya con perspectiva más que suficiente, que cada identidad de grupo cultiva su propio sentimiento de libertad, motivo que es el que hace que un grupo no comprenda, por lo general, aquello que hace que otro grupo se sienta libre.)

En su mundo interno, a ningún socio se le considera del todo integrado en la institución, hasta que da evidentes pruebas de vivir esos tres factores que caracterizan la "mente grupal". La integración se convierte en el valor máximo, tal y como sucede en todos los regímenes totalitarios, sean del signo que sean. Fidel Castro, por ejemplo, decía del Partido, dirigiéndose a los cubanos: "El Partido lo resume todo. En él se sintetizan los sueños de todos los revolucionarios a lo largo de la historia; en él se concentran las ideas, los principios y la fuerza de la Revolución; en él desaparecen nuestros individualismos y aprendemos a pensar en términos de colectividad; él es nuestro educador, nuestro maestro, nuestra guía y nuestra conciencia vigilante, cuando nosotros no somos capaces de ver nuestros errores, nuestros defectos y nuestras limitaciones; en él nos sumamos todos y entre todos hacemos de cada uno de nosotros un soldado espartano de la más justa de las causas y de todos juntos un gigante invencible; en él las ideas, las experiencias, el legado de los mártires". Cosas muy similares dicen los dirigentes del Opus al hablar de la Obra que definen como el conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal alguno: en ella se encuentra toda la farmacopea para curar todo tipo de males. Para sus miembros, la Obra es "la Madre guapa", fuera de ella no hay salvación y es el mejor lugar para vivir y para morir.

Koestler también afirma que el impulso o anhelo de trascendencia que reside en el interior del ser humano, es el que le hace capaz de convertirse en artista, en santo o en rebaño, más probablemente en rebaño, ya que solamente una pequeña minoría es capaz de canalizar los impulsos de trascendencia en la vía de la creatividad. Para la gran mayoría, su búsqueda de autotrascendencia, no es más que identificación con el clan, la tribu, la nación, la iglesia o el partido, la sumisión a sus líderes o a su líder, el culto a sus símbolos y la aceptación infantil de su sistema de creencias. El mismo autor señala que en la "mente grupal", las tendencias a la autoafirmación son más dominantes que a nivel individual, Y al identificarse con el grupo, el individuo adopta un código de conducta diferente de su código personal. La paradoja proviene de que el acto de identificación con el grupo es un acto de autotrascendencia que, no obstante, refuerza las tendencias de autoafirmación del grupo. La identificación con el grupo es un acto de devoción, de sumisión amorosa a los intereses de la comunidad, un sometimiento parcial o total de la identidad personal y de las tendencias a la autoafirmación del individuo. Hasta cierto punto se despersonaliza, es decir, se vuelve desinteresado en más de un sentido (capaces de morir por el grupo y de matar o tratar con despiadada brutalidad a los enemigos reales o imaginarios del mismo). La conducta de autoafirmación del grupo se basa en el comportamiento de autotrascendencia de sus miembros; o dicho más simplemente, el egoísmo del grupo se alimenta del altruismo de sus miembros. Pero no podemos olvidar que del patriotismo al chauvinismo hay un paso; que la lealtad al clan produce el espíritu de casta; que el espíritu de cuerpo florece en el exclusivismo; que el fervor religioso da lugar al fanatismo.

Los entresijos de lo que Koestler denomina "mente grupal" parece que son bien conocidos y aceptados por los mandatarios de la Obra, y así lo expresó con toda claridad un sacerdote numerario de la delegación de Barcelona, Joaquín I., cuando le dijo a Mercedes B., una numeraria mayor, con toda crudeza: "Nosotros queremos carne, porque la carne se asimila, se digiere, y alimenta al organismo que es la Obra. Pero tampoco desechamos el oro cuando lo encontramos a nuestro paso, porque con él se compra carne". Al hablar de oro y de carne se refería a las personas asociadas. Para el Opus, unas eran carne que servían para engordar, y otras oro, que se utilizaba para comprar más carne.

Esta bárbara historia de la carne y el oro, que cuando la escuché de boca de Mercedes B. me pareció horripilante, resume toda su filosofía, pero también la gran mentira o la gran contradicción, que se traduce en el afán premeditado, por parte de los que mandan, de decir que las cosas son de una manera, cuando de sobra saben que son de otra. Pretenden aparentar una realidad cuando la realidad es la contraria; se empeñan en dar una imagen externa de respeto a la libertad personal, al pluralismo, a la "variedad dentro de la unidad", al "trato desigual a los hijos desiguales", al "cada uno es cada uno y tiene sus cadaunadas" -y otras mil frases hechas-, cuando a la hora de la verdad actúan de modo contrario: "Aquí no hay más fin que el corporativo". Ésta sí que es su verdad.

Primero hacen planteamientos de obediencia inteligente; de razón y fe. Luego, la realidad pura y dura es la exigencia total de obediencia ciega; fe y voluntad, la razón sobra. Primero palabras suaves, seductoras... Y después, frases escuetas, imperativas, de mandato. El abrazo y el cuchillo; uno sigue al otro cada vez en más rápida sucesión, hasta que el sujeto no llega a distinguir y claudica. Un alto porcentaje claudica, integrándose, al menos aparentemente, en la "mente grupal".

Querías que te contara acerca del momento preciso en el que el desengaño se manifestó como algo irreversible y definitivo. El momento preciso fue cuando acabé de ver con nitidez suficiente todo esto que te cuento.

Cuestión de fe y voluntad

Hoy voy a continuar, aunque sea de forma muy escueta, el complejo tema que traté en mi última carta y que tengo la sensación, por los comentarios que me haces, de que quedó incompleto.

Ni que decir tiene que, por mi parte, continúo pensando que la mente grupal nunca debe despojar de su autocontrol a la mente individual; que la única forma madura de integración es, ya lo he dicho en distintas ocasiones, la de la individualidad que se integra, la del individuo que goza de autonomía dentro de las limitaciones impuestas por el interés del grupo. La individualidad que se integra quiere seguir pensando, reflexionando; desea poner su cabeza y su corazón en lo que se trae entre manos. Su lema es: razón y fe. Por el contrario, el lema de la "mente grupal" es y será: fe y voluntad. Se trata, por tanto, de dos posturas opuestas. Es más, mi vida en el Opus me demostró que eran irreconciliables. Pero, ¡cuánto sufrimiento hasta que uno llega a vedo con claridad!

Ahora, con la perspectiva que da la distancia, parece imposible que algo tan sencillo se hiciera tan complicado de descifrar. Y es que lo más sencillo era también lo más complejo y difícil: reconocer que tenías que renunciar al grupo, que si tu vocación era de razón y fe, lo que ese grupo concreto requería de ti, como de todos sus socios, era fe y voluntad. La única solución estaba en tener el valor de irse.

En todo grupo de signo totalitario, la razón siempre ha sido un obstáculo, como poco, pues generalmente es considerada como un enemigo peligroso que hay que reducir o aniquilar.

Nazismo y bolchevismo tienen en común el "culto a la voluntad". La meta está al alcance de la voluntad. No hay que permitir que los sentimiento, ni las dudas ni el razonamiento la vampiricen. En "El cero y el infinito", de Arthur Koestler, Roubachov, miembro de la vieja guardia bolchevique, es encarcelado por Stalin. En el transcurso del proceso el personaje de Koestler se declara culpable de haber seguido sus impulsos sentimentales y reflexivos, y de haberse visto conducido a encontrarse en contradicción con la necesidad histórica. "He escuchado las lamentaciones de los sacrificados -dice- y así me he vuelto sordo a los argumentos que demostraban la necesidad de sacrificarlos. Me declaro culpable de haber colocado la cuestión de la culpabilidad y de la inocencia antes de la utilidad y de la inutilidad. Por último me acuso de haber puesto la idea del hombre por encima de la idea de humanidad."

La voluntad férrea y la fe ciega es lo que ha de primar en ese tipo de grupos. Tanto Hitler como Stalin lo sabían muy bien. A. Bullock afirma en la biografía de ambos personajes: "La inmensa mayoría se contentaba con decir: "Adolf Hitler es nuestra ideología", y dejaba a su libre albedrío, en cuanto que Führer, el proclamar en qué consistía. El equivalente del mito del Führer para un comunista es el "culto al partido", al partido como guardián de la doctrina original e inalterable, no abierta a ninguna discusión. En el caso de Hitler, la ideología era lo que el Führer decía que era; en el caso de Stalin era lo que el secretario general decía que Marx y Lenin habían dicho que era".

El mismo autor también señala, que tanto Hitler como Stalin tenían una baja opinión de los intelectuales: "Éstos carecían de esa combinación entre ideas fanáticamente definidas e instinto pragmático, entre coherencia de mirar y flexibilidad práctica. Eran inestables en sus opiniones personales y propendían a poner en tela de juicio las directrices. En la búsqueda de reclutas en los que se pudiese confiar que aceptarían su dirección y continuarían realizando su trabajo, conceden más utilidad a los prácticos".

Para Hitler la fe y la voluntad eran las fuerzas decisivas en la historia. Su biógrafo, A. Bullock, lo expresa así: "Una de sus convicciones fundamentales era que la gente deseaba pertenecer, por eso te captan por tus preferencias. Sería un error no ver más que coerción en la práctica de la captación. Luego te aprietan los tornillos hasta que no queda más que el sueño para tu dominio privado. "Pertenecen en cuerpo y alma" a una comunidad étnica, personificada en la figura mítica de Hitler. Aquello era algo más que simple manipulación; era compartir una experiencia común sentida profundamente por todos los militantes".

Fe y voluntad, y A. Bullock apunta un tercer factor igualmente importante, el fanatismo: "La misión de los nazis consistía en crear la fuerza del partido y en templar su voluntad con miras a la conquista del poder. "Esta lucha -declaró Hitler- no se libra con armas intelectuales sino con fanatismo"".

Como verás, esta carta no es más que una especie de apéndice de la anterior, pero me parecía necesario añadido.

El gobierno de una gran masa

Crecíamos y crecíamos: más socios, más casas, más colegios, más obras corporativas y auxiliares. En los comienzos de los años setenta, supongo que debido a esta enorme expansión de la Obra y a un posible temor de perder las riendas de la organización, los socios pudimos comprobar el especial empeño que ponían nuestros superiores en la reinstauración de la disciplina y en imponer más autoridad, tanto ideológica como de hecho, del sistema. Se insistía hasta la saciedad en la necesidad de vivir la corrección fraterna, y el aliento hacia la acusación mutua llegó a convertirse en algo obsesivo. Todas las semanas, tanto en la confidencia como en la confesión, surgía, una y otra vez, la misma cuestión: "¿Cuántas correcciones fraternas has hecho en estos siete días? No me irás a decir que no ves en tus hermanas cosas que te choquen? Tenemos que convencernos plenamente de que es la mejor forma de ayudarnos...".

Se estaba fomentando, de forma cada vez más descarada, un régimen de espionaje incesante y se iba tejiendo toda una red de vigilancia Y denuncia que nos iba envolviendo a todos en sus mallas. El sacerdote de la casa era un elemento clave en este terreno, y cuando las numerarias informaban poco unas de otras, él era el encargado de provocar, recordando en las meditaciones y en el confesionario: "Aquí se vive poco la corrección fraterna". En una ocasión, ante la insistencia de la pregunta: "¿Y no tienes nada que decir de ninguna de tus hermanas?", le respondí: "¿Y por qué no se lo pregunta a cada una, y que cada quien hable de ella misma?, si las tiene a todas aquí afuera". Efectivamente, todas estaban haciendo cola para confesarse.

Mi contestación le sentó fatal, y con tono más bien irritado, me dijo: "Eres como un pez duro y frío, de formas precisas pero que no hay forma de agarrarlo".

Ni dura, ni fría, ni pez. Me temblaban las piernas, pero me levanté del confesionario y me fui. Pasara lo que pasara no estaba dispuesta a convertirme en una chivata, ni a ejercer por sistema lo del "corre, vete y dile"; éste es el mensaje que había intentado transmitirle. (Recuerdo que esto ocurrió en invierno de 1973, y el sacerdote era D. Jose M. P., no sé si él se acordará tan bien como yo de aquel mal trago, aunque me temo que no, ya que según me han contado, en la actualidad se encuentra retirado de la circulación; en manos de psiquiatras y con la cabeza perdida.)

Una y otra vez, y cada vez con mayor insistencia, nos recordaban que había que consultarlo todo, todo, todo; como un goteo constante dejaban caer las llamadas a lo que consideraban que era la "obediencia inteligente": "Obedeciendo no te equivocarás nunca"... "Lo que te digan tus directores, eso es la voluntad de DIOS para contigo"... "Somos instrumentos en manos de Dios"... "Déjate llevar...".

También debíamos de tener mucho cuidado, sobre todo las que trabajábamos fuera, de no dejarnos contagiar por "ideas peligrosas"; el control de las lecturas debía ser aún más riguroso de lo que había sido hasta el momento; era preciso dar el alto a cualquier conato de libertad de expresión y ejercer la "caza de brujas" contra toda postura que pareciera algo independiente. Aquello empezaba a convertirse en un leviathan: el montaje se estaba comiendo a las personas; las engullía en nombre de la entrega y del fin corporativo. En nombre de la ortodoxia había que sacrificar todo lo que fuera considerado preciso.

Los sacerdotes cada vez repetían más aquella rotunda frase: "Aquí no cabe más que obedecer o marcharse". Y mientras la escuchaba me decía para mis adentros: "Aquí no cabe más que cumplir órdenes y morir en silencio", porque no comulgaba con aquellos principios tajantes, con esa militarización total que se resumía en una reiterada frase: "Nuestro fin es el corporativo", que debía traducirse en hacerse una nueva "moral", que había de llevarse a cabo sustituyendo la propia conciencia por una sumisión total al dogma o dogmas de la Obra.

Me sobrecogía el comprobar las similitudes que todo aquello tenía con los principios nazis en los que el individuo no cuenta para nada, no existe más que como miembro de una colectividad a la cual debe sacrificarlo todo, y en los que para defender a la patria (que identifican con el partido) todos los medios son buenos.

Resumiendo, lo único necesario es la disciplina absoluta y una obediencia total al "jefe".

Al referirse a la evolución histórica del Opus Dei y a su consolidación, el sociólogo, Joan Estruch, señala:

"En la medida en lo que básicamente caracteriza la evolución del Opus Dei a lo largo de estos años es la progresiva ampliación de sus bases de reclutamiento, la consolidación y extensión de su implantación internacional, y la creciente diversificación de las actividades que directa o indirectamente patrocina, hay un elemento básico y decisivo que a partir de ahora será preciso tomar en consideración y al que hasta aquí, en cambio, no había sido indispensable prestar atención. Concretamente nos referimos al hecho de que, como consecuencia de su crecimiento y su diversificación, va a producirse en el seno del Opus un lógico fenómeno de relativo distanciamiento entre "las bases", cada vez más numerosas, y "la cúpula", cada vez más especializada en las tareas de dirección.

Ser más, había siempre que ser más. Empecé a preguntarme, ¿nos estará pudiendo el número? ¿No se estaría produciendo ("cuantofrenia", una visión únicamente cuantitativa donde desaparece toda concepción de las cualidades? Supongo que allí dentro habría muchas personas que estaban haciéndose planteamientos y preguntas similares, pero como la comunicación en horizontal -entre iguales- estaba absolutamente prohibida, era imposible saberlo: el aislamiento de los individuos entre sí era un factor clave para la marcha del sistema.

Yo no era "anarca", ni "pasota", ni "trotska". Mi actitud era la de una persona consciente de que la Obra necesitaba una organización, de que sin ella no habría columna vertebral. No estaba por el desorden soberano pero tampoco por el orden-rey. Por supuesto que defendía la necesidad de algunos principios constituyentes, sin los cuales no puede configurarse una sociedad habitable. Estos principios deben ser justificables, y una vez aceptados tienen que funcionar con una gran seguridad. Pero no olvidemos que un principio constituyente será detestable si: 1. no puede aceptarse racionalmente su uso; y 2. no puede justificarse su contenido.

Creía en la organización contando con la autoorganización. ¿Quién era yo?, ¿dónde estaba, en qué lugar me había metido? El yo debía surgir; el yo inquieto y modesto de quien piensa que su punto de vista es necesariamente parcial y relativo, pero que es el suyo.

El orden puede estar trabado por cadenas de hierro o por hilos de seda; son posibles sistemas de superautoridad o sistemas de autocontrol. Soñaba, seguí soñando todavía durante algún tiempo, con dar el paso de las cadenas de hierro a los hilos de seda. Pero mi deseo de llegar a ser una individualidad que se integra, cada vez parecía más difícil poder hacerlo realidad. La reintraducción del yo, autorreflexiva y autocrítica era incompatible con esa negación de la complejidad que nuestros superiores nos estaban ofreciendo. Éramos ya como un gran ejército gobernado por un cuerpo de elite; como una gran masa dominada por las SS, en_ el caso nazi, o por los miembros del partido, en el caso comunista. Se trataba de imponer un ambiente castrense en el que todo el mundo debe obediencia al jefe sin discrepancia posible. Había que hacerse a los hábitos mecánicos del ejército con todas sus consecuencias. Porque el cerebro sometido largamente a la disciplina militar adquiere un rígido pliegue profesional, se mecaniza en cierto modo, y acaba por concebir acerca de la vida -fluida, cambiante, inasible, imponderable, rebelde- una visión simplista, automática, pobre, irreal.

Habíamos pasado de ser una familia patriarcal a convertirnos en una organización centralizada, y a las masas había que movilizarlas, contagiarlas de emoción y de ninguna otra cosa. Una vez más, no puedo vencer la tentación, de ilustrar estas páginas con algunas citas del intenso trabajo de A. Bullock: "Hasta ahora nuestro partido ha sido -decía Stalin- como una familia patriarcal hospitalaria, que daba la bienvenida a su seno a cualquier simpatizante. Pero ahora que nuestro partido se ha convertido en una organización centralizada, se ha despojado de su apariencia patriarcal y ha pasado a asemejarse a una fortaleza, cuyas puertas tan sólo están abiertas para los que son dignos de ella. Una organización coherente y centralizada en la que hay que mantener la unidad en los puntos de vista, no sólo en lo que respecta al programa, sino también en lo que atañe a las tácticas y a la propia organización".

Y al establecer el paralelismo del padrecito Stalin con Hitler, escribe Bullock:

"Hitler compartía el mismo objetivo que Stalin había tenido en la década de los veinte: movilizar a las masas; el uno para hacer la revolución, el otro en pro de una renovación nacional, todavía vagamente concebida [...]. Con el fin de movilizar a las masas, Hitler exigió la creación de un partido que dispusiese de un núcleo de militantes comprometidos con la causa, dispuestos a organizar los mítines de masas, a participar en las reuniones, a consagrar, en definitiva, sus vidas a satisfacer las demandas del partido. Así se desarrollaba un vinculo cuyo carácter tenía más de religioso que de político. Era "la fe de la Iglesia, combinada con la disciplina del ejército"".

No dispongo por hoy de más tiempo para seguir escribiéndote, pero en cuanto encuentre un rato libre lo haré.

Negación de la complejidad

Veo que te has quedado impresionada con los paralelismos y semejanzas que establezco entre los derroteros que tomó la Obra en los comienzos de los años setenta -y tal vez algo antes- y os regímenes totalitarios protagonistas en nuestro siglo. Si a ti, que lo ves desde fuera te ha impresionado, no te costará imaginar por dónde andaban mis ánimos cuando me vi inmersa en aquellas formas de pensar y obrar tan ajenas a mi manera de ser. Me encontraba, más que aturdida, perpleja; con auténtica necesidad de una visión que abriera las puertas de mi alma. Pero mientras esa visión no llegase, tenía que seguir caminando a cuestas con mi desconcierto. Y así lo hice.

Llegó un momento en que ya no sabía bien si se trataba de una obsesión mía, pero a medida que pasaba el tiempo, notaba con mayor intensidad, que todo aquello que se consideraban desviaciones, contaba cada vez con una parcela más amplia, y las exigencias para forzar a seguir una trayectoria rectilínea crecían sin parar. El batallar por una apertura parecía quijotesco; bastante trabajo había con salvaguardar una cierta autonomía, ganada a pulso, y conseguir no ser triturada por las que vivían a rajatabla el llamado "buen espíritu".

Éramos -el Padre había decidido que tenía que ser así- el núcleo de los puros; los guardianes de la integridad doctrinal. Esa mística de la pureza conduce irremediablemente a la lógica del todo o nada. La actitud de la Obra era cada vez más claramente maniquea: cualquier discrepancia -o interrogante, comprensión o duda- era el mal absoluto, y del mal hay que huir pues sólo su proximidad contagia.

El lema era que nunca había que entrar en polémicas, nunca había que discutir con los de fuera. Había que descalificar, eso sí; nuestro procedimiento favorito -para cualquier tipo de crítica, oposición o rivalidad- debía ser la descalificación, colocando una etiqueta que pudiera "hacer pupa".

Los que dirigían cada vez se limitaban más a remachar el núcleo duro de nuestra ideología, es decir, la creencia -infundada de que únicamente nosotros éramos los íntegros, los puros, los fieles seguidores de la Iglesia católica.

Nuestra única religión, en definitiva, era la Obra, a la que había que sacrificado todo. Era algo así como la religión patriótica con su eslogan: "Patria o muerte".

Si en alguna ocasión -en la confidencia o en la confesión manifestabas que el adaptarte a los constreñimientos de la institución se te hacía cada vez más arduo y difícil, la respuesta era: "Te falta entrega";. "Pide más visión sobrenatural"; "Tienes poco espíritu de sacrificio".

Por mi parte, siempre estaba deseando que se produjera un "deshielo". Cada día nos daban directrices y normas más definitivamente congeladas. El planteamiento estaba cada vez más definido: o determinismo o caos. No había más elección. Y uno y otro, aislados, son de una pobreza desoladora. Para mí resultaba imposible apoyarme en unas normas absolutas que iluminaban el universo disipándolo de toda sombra.

Era común encontrarte con muchas asociadas numerarias que no querían ni oír hablar de lo que pasaba fuera de su redil, entre otras razones porque creían que no pasaba nada que mereciera la pena, y es cierto que, en algunos casos, es así, pero no siempre y por sistema.

En un entorno totalmente determinado, donde todo parece estar atado y bien atado, en el que no puede suceder nada imprevisto ni nuevo, no cabe ya espíritu humano que se introduzca. Por eso seguía creyendo, a pesar de los pesares, en una organización dinámica que, a medida que crece y se desarrolla, va enriqueciéndose incorporando nuevos elementos. Creía en la complejidad como aptitud para evolucionar; esa complejidad que comienza desde el momento que hay interrelaciones entre elementos diversos en una unidad que se vuelve unidad compleja -una y múltiple-. En esta dinámica hay dos partes igualmente importantes: reconocer lo singular, lo individual, y captar y aceptar la regla, la ley. Lo que no sé es por qué lo seguía creyendo, cuando la realidad se estaba encargando de demostrarme, una y otra vez, que los tiros no iban por ahí. Pero mi actitud era más bien cerril, ya que no acababa de apearme del burro. ¿Y en qué consistía exactamente mi cerrilismo?

No trataba de destruir "la ley" pero aún menos de idolatrarla. Mi punto de referencia estaba en San Pablo, que lo que hace es relativizar la ley: la leyes destructora si existe en sí misma (el hombre está hecho para el sábado), pero es reconstructora si se basa en el reconocimiento del otro (el sábado está hecho para el hombre).

La ley no es un absoluto, sino que tiene por función hacer posible la coexistencia. Pablo sitúa a la ley en un orden diagonal o social. Desabsolutiza la ley, no la suprime; ni la idolatra. La ley ha de facilitar el camino al soplo del Espíritu y sus frutos que son 1a comunión, el gozo, el amor (Gál. 5,22). Porque el Espíritu es fuente de comunión, no de abolición de las diferencias; no favorece la unidad eliminando las diferencias en favor de la identidad. Cuando Pablo dice en el relato de Pentecostés que "no hay judío, ni griego, ni esclavo, ni libre, ni hombre ni mujer" (Gál. 3,28), no lo apunta en el sentido de que el Espíritu cree una identidad cristiana destructora de todas las diferencias, sino en el sentido de que el Espíritu establece la diferencia como riqueza y no como fuente de conflictos que haya que eliminar mediante una reducción de la identidad. La diferencia lleva a la comunicación Y ésta, cuando es auténtica, abre a la comunión. No fusión ni identificación sino diferencias que se comunican y comulgan en un mismo espíritu.

A medida que iba madurando, me iba desprendiendo, más y más, de lo que consideraba que eran puros convencionalismos; pensaba que esa era la forma de ir llegando a la raíz de las cuestiones y también al fondo de uno mismo. Por eso me sorprendía tanto, cuando me daba cuenta de que gran parte del empeño de los que gobernaban, se centraba en el pedirme que afinara más en los convencionalismos, es más, que los viviera del todo. Recuerdo las palabras textuales de Olga D., delegada de San Miguel -superdirectora de las numerarias-, me decía: "Nos gustas, a la Obra le gustas, y te queremos utilizar más, pero eres tú la que no te dejas. Porque tienes que hacer como las demás, hacer todo lo que hacen las demás; que no se te note, porque te dejas notar".

Pero es que yo no podía identificar mis aspiraciones, nada más y nada menos que de santidad, con el ser una actriz, que era como veía a una considerable parte de las que ocupaban cargos; que les daban un papel y lo interpretaban. Lo que quería era ir haciéndome una persona consciente, profunda. No deseaba que mi papel fuera otro que el de ser mejor y ayudar a los demás a ser mejores -sin metalenguajes, sin hablar ninguna jerga, sin sutiles ni sibilinas insinuaciones-. No, no quería ser actriz. El actor no es como el escritor, ni como el pintor ni como el compositor. En todas estas artes, el artista se oculta tras su trabajo. El actor, sin embargo, lo siente todo en la piel, tal vez por eso son tan vulnerables. Y conste que no olvido lo positivo del actor -en los escenarios, en la pantalla-, que es un maravilloso juego de la naturaleza, y no un simple engaño, pues cuando se es buen actor, es preciso tener talento, y el talento es un valor de la vida que poco tiene que ver con la tontería que allí tantas veces era masticable. Un buen actor, gracias a su talento consigue meterse a todos en el bolsillo. Pero un considerable número de aquellas "superdirectoras" resultaban imposibles de tragar, y su actuación no pasaba de ser una mala función de colegio.

El gran caballero del teatro y seductor de las pantallas, Victorio Gassman, dice del actor, desmitificando el universo de las estrellas, que es como una caja vacía, y cuanto más vacía esté mejor que mejor; interpreta un personaje y la caja se llena, después termina el trabajo y la caja se vacía. El actor no debe ser especialmente culto y ni siquiera especialmente inteligente; incluso debe ser -quizá- un poco idiota. "Sí, sí -añade-, si fuese completamente idiota sería un grandísimo actor". Y es que la identidad de un actor es muy frágil; sólo mientras recitan la lectura de un guión, mientras llevan la máscara, mientras juegan el juego, tienen identidad. Por eso mismo es frecuente que sufran enfermedades psicológicas como la depresión, es un mal que genera el propio oficio.

Las directoras-actrices siempre estaban haciendo, o "malhaciendo", su papel, recitando el guión aprendido, ocultas tras sus máscaras de continuas sonrisas y frases hechas, procurando no dejar traslucir en ningún momento lo frágil de su identidad. Me viene a la cabeza la imagen de Mercedes B., una directora-actriz -hacía tan al pie de la letra su papel que siempre la conocí de directora, no tenía ningún otro oficio ni profesión-, que cuando Nuria P., una numeraria que era muy amiga suya, le insinuó: "¿y que harás cuando pierdas el sillón?", se quedó pálida y absolutamente descompuesta, hasta el punto de que le fue imposible responder una sola palabra y tardó casi una semana en recuperarse del todo.

Ese tipo de personaje se daba con una cierta frecuencia, a pesar de que era lo opuesto a lo que en teoría tenía que ser una directora. Lo que habíamos aprendido en la etapa de adoctrinamiento era que "los cargos son cargas"; que son servicios temporales que se toman con alegría y se dejan con alegría; que en ningún sentido los cargos son rangos honoríficos ni gradas ascendentes de un escalafón; que gobernar, mandar, dirigir, es servir.

Pero del dicho al hecho hay un trecho, y la maravillosa teoría, en la práctica quedaba bastante menguada. En aquel entonces le echaba parte de culpa a ese empeño rectilíneo, que llevaba a la negación de toda complejidad y a tener que limitarse a imitar unos modelos prefabricados, pero yo solamente era un soldadito de a pie, y es muy posible que se me perdieran parcelas de aquel macromundo en el que se estaba convirtiendo la Obra.

La "ejemplaridad" como conducta

El tema de la "utilización de las personas" te interesa de modo especial, e insistes en que me extienda un poco en el mismo, ya que no aciertas en verle el sentido, que no acabas de entenderlo.

Como te contaba recientemente, los directores parece que querían "utilizarme más" pero que era yo la que no me dejaba porque no me integraba totalmente; no me disolvía, se me notaba. Pero, ¿qué podía hacer para rectificar sin desvirtuarme como persona? Por mi parte, estaba poniendo todo mi empeño para ser lo más directa, clara y verdadera que podía ser. Entonces, ¿es que era superior a mis fuerzas?, ¿estaba incapacitada para pasar por el tubo?

Por supuesto que lo llevé a la oración, y lo hice con ánimo de que todos mis argumentos se fueran a pique, y que de una vez por todas viera las cosas como me decían que las tenía que ver. Sin embargo, nada de eso ocurrió, y el resultado de mi meditación fue el desarrollo de una amplia ficha que titulé: "La ejemplaridad como conducta", que a continuación transcribo más o menos como la redacté en aquel entonces.

La "ejemplaridad" como modelo de conducta individual, me parece que es la forma más racionalizada de compensación del conflicto entre la persona y su relación con una estructura determinada. El conflicto, por supuesto, volverá a aparecer cada vez que la persona se asome a la realidad. Entonces, de lo que se trata es de no exponerse a la realidad sino de retraerse, es decir, de ser ejemplar.

La forma más gratificadora de eludir el conflicto es la retractación, adoptando eso que llamamos "ejemplaridad", que es el resultado del temor, temor a la disociación ética que forzosamente habría de aceptarse, el compromiso que implica estar en la realidad. El precio que hay que pagar, pues, para que esa disociación -que provocaría a su vez un conflicto individual intolerable- no se verifique, y las manos se mantengan limpias, es el retraimiento.

El ejemplar representa dentro del sistema, en primer lugar, la omisión voluntaria, y en segundo, la privación como una forma de ascesis ("No te fijes nada más que en lo que el Padre dice y en hacer lo que te digan tus directores. Lo demás a ti no te incumbe no tiene por qué importarte", éste era el mensaje que te transmitían reiterativamente).

Cuando miraba atenta y profundamente a las que practicaban la "ejemplaridad", ni su omisión, ni su privación ni su ascesis me parecían del todo auténticas. Aquellas personas "ejemplares" vivían alejadas de la realidad, o lo hacían en otra realidad (las numerarias "liberadas" -que solían ser las ejemplares-, cuyo mundo era exclusivamente el mundo interno, vivían muy fuera de la realidad, lo hacían en otra realidad muy distinta de la del ciudadano normal y corriente).

La "ejemplaridad" de las "ejemplares" me parecía una "ejemplaridad" asocial. La reflexión sobre las "ejemplares" me mostraba que su sociabilidad estaba reducida al mínimo.

Alguna vez las "ejemplares" nos deparaban un cierto sentimiento de emulación, y es en la medida que creíamos, desde nuestra perspectiva, que su omisión y su privación, era producto de una voluntaria retracción. Pero en ocasiones, una también descubría que su omisión y su privación respondía más a algo que les salía de dentro, es decir, que se debía más a su incapacidad o intolerancia para estar meramente en la realidad.

No es nada extraño que estas "ejemplares", a la larga, decepcionaran, si teníamos ocasión de acercamos suficientemente, más allá de la mitificación que había creado a su alrededor. También hay que recordar aquí que la "ejemplaridad" del "ejemplar" siempre se escenifica en el interior del sistema pero nunca en la realidad de la vida. Estas mujeres-mito (supongo que en la sección de varones también habrá hombres-mito), "ejemplares", insisten en la imposibilidad de que pueda existir otro modelo que el de la "ejemplaridad" y en la inviabilidad de vivir "inejemplarmente" en el sistema. Las "ejemplares" se mitifican entre ellas mismas. La "ejemplar" muestra su imagen, aduciendo que es la imagen a la que se debe aspirar. Las "ejemplares", con cierto paternalismo autoritario, fuerzan a todas las asociadas súbditas a la adopción de hábitos que componen una segunda naturaleza.

La "ejemplar" es el ser petrificado: ha parado el reloj. Todo está para ella pormenorizado en norma. La "ejemplar" petrifica la fe, la esperanza, el amor. Prescinde de la vida, porque tal vez lo que le ocurre a la "ejemplar" es que no se atreve a vivir.

Jesús dijo: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida". La "ejemplar" dice: "la verdad es mía", y la cristaliza, la cosifica, la cuida, la mete en una vitrina, le quita el polvo y la adorna. La "ejemplar" ya tiene la verdad y prescinde del camino y de la vida.

La "ejemplar" viene a ser como el campesino que, tras haber sembrado la huerta y haber visto brotar las primeras plantas, se ve asaltado por el temor de que algo pueda dañarlas, Entonces, para protegerlas de la intemperie, compra un gran plástico y lo coloca sobre el cultivo, después de haber rociado las plantas con abundantes dosis de insecticidas para mantener alejados los pulgones y las larvas: así piensa que tiene la huerta bien defendida, mientras sus plantas crecen sanas y fuertes, fuera de todo peligro. Sin embargo, un buen día, al levantar el plástico, se encuentran con la amarga sorpresa de que no hay casi ni rastro de planta pues éstas se pudrieron antes de crecer. Si las hubiera dejado al aire libre, algunas también habrían muerto, pero otras, seguro que habrían sobrevivido. El viento y los insectos habrían llevado a su campo otras semillas que hubieran crecido junto a las plantadas por él; algunas serían hierbajos y las arrancaría en un momento, pero otras tal vez se hubieran convertido en flores que son sus colores habrían alegrado el conjunto de la huerta. Y es que en la vida siempre es mejor estar abierto, y el cerrarse es una forma de muerte.

Somos limitados, débiles y hasta mezquinos; en nuestros campos hay pulgones, sequedad o exceso de agua y cambios bruscos de temperatura que dañan los cultivos, pero estancando la vida, está claro que no conseguimos mejorarla.

En la retracción y en la renuncia, la "ejemplar" halla los máximos valores; se mantiene pura por la represión y no por una progresiva aspiración a ir elevando las propias aspiraciones, que es la verdadera forma de liberación, de salir del yo, de trascender.

Las restricciones propias de la conducta de la "ejemplar" estancan la vida, la encogen, como poco, porque también pueden llegar a matarla.

A mí lo de la "ejemplaridad" como conducta, decididamente, no me iba. Me animaban los textos de San Juan de la Cruz y su actitud de comprensión, de búsqueda de iluminación interior que equilibra y armoniza todos los factores. Luz del corazón como guía en la noche oscura. Luz interior, despertar de la luz, iluminación.

Y volviendo al comienzo de esta carta y a tu incógnita sobre el significado de la "utilización de las personas", que querías ver despejada, te aclaro que para ser "utilizada" en altos cargos internos de responsabilidad -en este sentido se empleaba la palabra "utilización"-, había que seguir los pasos de las "ejemplares"; ejercer la "ejemplaridad", convertirse en "ejemplar".

Capítulo anterior Índice del libro Capítulo siguiente
Tiempo de exaltación Ser mujer en el Opus Dei Tiempo de desengaño