Reconstrucción/Renacimiento

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RECONSTRUCCIÓN
(18 años en el Opus Dei)

RENACIMIENTO


Estaban poniéndose intolerables las devociones comunes, la lectura de las publicaciones internas que ya percibía como de insoportable autobombo, la visión reiterada de vídeos de las tertulias con el fundador de la obra, muerto años antes, o con su sucesor, realizados con tal culto a la personalidad que, hoy, no logro comprender cómo se puede aceptar y admitir.

La santidad de la obra me fue inculcada de tal modo que nunca pude ponerla en tela de juicio, pero cada día se hacía más evidente que no había sido yo quien la había elegido, ya no aguantaba más aquella existencia. Siempre me dijeron, y así siempre lo prediqué a los demás, que la vocación no se pierde nunca: claramente no se expresaron así, pero dejaron entender que se adhiere al alma con la misma persistencia y naturaleza que el carácter sacramental. Empecé a pensar que quizás pudiera haber alguna excepción, puesto que, ahora, me resultaba tan evidente que si hubiera continuado dentro, me habría vuelto loca del todo y habría muerto en un estado miserable. Incluso en mi gran confusión mental, entendía que Dios no podía querer una cosa así.

Empezó así un tira y afloja que duró dos años y medio. Por una parte, en la Obra me dijeron que si me hubiera ido, habría puesto en grave peligro la salvación de mi alma (entre los libros de lectura espiritual habituales en la obra y que me dieron a leer en aquellas circunstancias estaba "Glorias de Maria" de san Alfonso de Ligorio, un "caramelo" redactado en el más puro estilo terrorista para quienes se plantean la perseverancia en la vocación). El Consejero en persona me dijo que, si no hubiera perseverado, no me habría podido quedar en Milán, dónde todos me conocían y dónde mi infidelidad habría supuesto un escándalo para muchas almas.

Yo por mi parte, siendo todavía totalmente incapaz de poner en tela de juicio al Opus Dei, que continuaba juzgando como algo santo puesto que fue aprobado por la Iglesia, empecé a vislumbrar que, en alguna parte, los argumentos hacían agua. Mi licenciatura en filosofía y la familiaridad con el empleo de los silogismos que adquirí gracias a la formación interior de filosofía, como base a los estudios de teología, me llevaron a razonar del siguiente modo: si los estatutos de la obra, que están aprobados por la Iglesia, sí prevén una forma para pedir la dispensa de los votos solemnes, no puede haber implícitamente nada perverso en utilizarla, puesto que la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, no podría aprobar nunca y permitir algo malo. Mi crisis y el nacimiento de una conciencia cada vez más independiente, me estaban llevando fuera de la obra, aunque con razonamientos y estereotipos mentales todavía típicamente clericales, que no llegaron a poner en tela de juicio el sistema en su totalidad.

Todavía más: aunque generalmente era un argumento que trataba de evitar, sabía de algunas personas que se habían ido anteriormente rompiendo "a lo grande" con el Opus Dei y con la iglesia, exponiendo públicamente sus razones y causando gran escándalo (escándalo sólo, -ahora lo veo-, para la gente de la Obra, porque cada cese se vivía como una grave ruptura y cada crítica a la Obra, como una calumnia). Casi siempre se daba a entender que la base de estas "fugas" era un enamoramiento, sobreentendiendo así que quién se marchaba no lo hacía basándose en razonamientos y convicciones, sino sólo porque no había logrado vencer una tentación carnal. También en esto continué durante bastante tiempo imitando sus prejuicios y razonando con sus cabezas. Yo me fui no porque me hubiera enamorado de alguien: esto lo supieron bien y ni siquiera habrían podido intentar dudarlo. También afirmé con convicción que siempre hablaría bien del Opus Dei, porque me fui convencida (entonces todavía lo creía sinceramente) que la Obra era santa y que me había dado todas las cosas válidas que poseía, pero que me iba porque, cualesquiera que fueran sus argumentos, todo mi ser se rebelaba ya a la vida que había llevado hasta entonces, a lo largo de casi dieciocho años, y que ya no aguantaba más.

Después de tres meses de estancia en Pamplona me comunicaron que había sido relevada de mi cargo de gobierno en la obra. Volví a Italia y fui enviada a un centro donde vivían personas jóvenes, rígidas como sólo las personas jóvenes saben serlo, y a las que tenía miedo de dar mal ejemplo, convencida como estaba de que mi malestar, mi irritación, mi intolerancia, mi apatía, ya ingobernables pero de las que era consciente, les escandalizara. Y me sentía humillada porque me vieran en aquel estado después de haber sido una referencia para muchas de esas personas en el pasado reciente. Pedí varias veces ser trasladada a otra ciudad y a un centro de numerarias mayores, teniendo en cuenta las graves dificultades por las que atravesaba, pero me volvieron a pedir tajantemente y con dureza que obedeciera. Dos directoras me hicieron una admonición a causa de mi insistencia en el traslado. Con ambas había convivido y tuve con ellas, -y por lo que me concernía a mí seguía teniendo-, una relación cordial y confidencial, lo cual volvió todavía más disonante y desproporcionada aquella intervención hecha con total autoridad y frialdad.

Pero sobre todo, lo que me afligió en este episodio fue tomar conciencia de que yo no estaba pretendiendo nada excepcional, ni arrogarme derechos, sino que sencillamente sólo pretendía hacer presente y solicitar, -con la sencillez y la confianza que me inculcaron hacia "la madre buena, la obra" y con la urgencia y la aflicción que nacieron de la infelicidad y malestar con la que me sobrecargaron-, la ayuda que me era lícita esperar de las personas que tenían la posibilidad de dármela; un auxilio para mi enfermedad que había sido provocada, según habían reconocido las directoras, por un agotamiento excesivo debido a mi entrega a la Obra.

Después de quince meses de luchas pedí y conseguí la dispensa de la llamada "vida de familia", paso previo a la solicitud y a la obtención de la dispensa de los votos contraídos con la obra. En los últimos tiempos decidieron agradarme y volví a vivir en un centro de personas mayores, pero ya, en aquel punto, algo se había roto por dentro definitivamente y ya no era posible, para mí, volver atrás.



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