Por qué Iglesia ofrecía su vida José María Escrivá?

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Autor: EscriBa, 4 de diciembre de 2006


Para nosotros, ciertamente, se ha tratado de una muerte repentina;
para el Padre, sin duda, ha sido algo que venía madurándose -me atrevo a decir-
más en su alma que en su cuerpo, porque cada día era mayor
la frecuencia del ofrecimiento de su vida por la Iglesia.
Alvaro del Portillo. Carta: “[[[Carta "Nuestro Padre en el Cielo". Alvaro del Portillo, Roma, 26-6-1975|Nuestro Padre en el Cielo]]”.

Procedo sin más a comparar la doctrina sobre la Iglesia contenida en la Carta Encíclica Ecclesiam suam (1964) de Pablo VI y la Tercera Campanada de José María Escrivá (1974). Por último añado la extensa referencia que Juan Pablo II hizo a la Ecclesiam suam en su primera Carta Encíclica, la Redemptor hominis (1979). He entresacado diversos párrafos significativos de ambos documentos que están, a mi juicio, en clara oposición y que prueban cuan lejos se encontraba el fundador del Opus Dei del sentir del Cabeza de la Iglesia: el Papa.

Las palabras durísimas de Escrivá en su carta de 1974 son una clara llamada al orden para los miembros de la Obra con respecto a lo declarado por Pablo VI para la Iglesia universal diez años antes. Una campanada que sitúa al Opus Dei al filo de romper la Comunión con el Sucesor de san Pedro.

He colocado los tres textos según orden cronológico, subrayando aquello que me ha parecido de mayor importancia. Sobran los comentarios.

Pablo VI en su primera Carta Encíclica, la programática Ecclesiam suam, del 6 de agosto de 1964, planteaba que eran tres los caminos por los que el Espíritu le impulsaba a conducir a la Iglesia, respondiendo a los vientos de renovación que desplegaban las amplias velas de la barca de Pedro. Decía él mismo el día anterior a su publicación: El primer camino es espiritual; se refiere a la conciencia que la Iglesia debe tener y fomentar de sí misma. El segundo es moral; se refiere a la renovación ascética, práctica, canónica, que la Iglesia necesita para conformarse a la conciencia mencionada, para ser pura, santa, fuerte, auténtica. Y el tercer camino es apostólico; lo hemos designado con términos hoy en boga: el diálogo; es decir, se refiere este camino al modo, al arte, al estilo que la Iglesia debe infundir en su actividad ministerial en el concierto disonante, voluble y complejo del mundo contemporáneo. Conciencia, renovación, diálogo, son los caminos que hoy se abren ante la Iglesia viva y que forman los tres capítulos de la encíclica.

Lo mismo que Ecclesiam suam había sido la Encíclica programática de Pablo VI la Redemptor hominis es el texto programático dé Juan Pablo II. Pero mientras que la Ecclesiam suam, aparecida en pleno Concilio, estaba centrada en la Iglesia, la Redemptor hominis, publicada en 1979, está centrada en Cristo, y no sin motivo, ya que, después de quince años, el contexto histórico había sido profundamente modificado. Los problemas más agudos que la Iglesia y la teología tenían que arrastrar eran los de la cristología.


De la Carta Encíclica Ecclesiam Suam de SS. Pablo VI, 6 de agosto de 1964.

[...] Verdaderamente nos es difícil determinar dichos pensamientos, porque los tenemos que descubrir en la más cuidadosa meditación de la divina doctrina teniendo muy presentes las palabras de Cristo: Mi doctrina no es mía, sino de Aquel que me ha enviado; tenemos, además, que adaptarlos a las actuales condiciones de la Iglesia misma en una hora de intensa actividad y tensión, tanto de su interior experiencia espiritual como de su exterior esfuerzo apostólico; y, finalmente, no podemos ignorar el estado en que actualmente se halla la humanidad en medio de la cual se desenvuelve nuestra misión. (Pablo VI, Ecclesiam Suam, n. 2)

[...] De esta iluminada y operante conciencia brota un espontáneo deseo de comparar la imagen ideal de la Iglesia —tal como Cristo la vio, la quiso y la amó como Esposa suya santa e inmaculada— y el rostro real que hoy la Iglesia presenta, fiel, por una parte, con la gracia divina, a las líneas que su divino Fundador le imprimió y que el Espíritu Santo vivificó y desarrolló durante los siglos en forma más amplia y más conforme al concepto inicial, y por otra, a la índole de la humanidad que iba ella evangelizando e incorporando; pero jamás suficientemente perfecto, jamás suficientemente bello, jamás suficientemente santo y luminoso como lo quería aquel divino concepto animador. Brota, por lo tanto, un anhelo generoso y casi impaciente de renovación, es decir, de enmienda de los defectos que denuncia y refleja la conciencia, a modo de examen interior frente el espejo del modelo que Cristo nos dejó de sí. El segundo pensamiento, pues, que ocupa nuestro espíritu y que quisiéramos manifestaros, a fin de encontrar no sólo mayor aliento para emprender las debidas reformas, sino también para hallar en vuestra adhesión el consejo y apoyo en tan delicada y difícil empresa, es el ver cuál es el deber presente de la Iglesia en corregir los defectos de los propios miembros y hacerles tender a mayor perfección y cuál es el método mejor para llegar con prudencia a tan gran renovación. (Pablo VI, Ecclesiam Suam, n. 3)

Pensamos que la Iglesia tiene actualmente la obligación de ahondar en la conciencia que ella ha de tener de sí misma, en el tesoro de verdad del que es heredera y depositaria y en la misión que ella debe cumplir en el mundo. Aun antes de proponerse el estudio de cualquier cuestión particular, y aun antes de considerar la actitud que haya de adoptar en relación al mundo que la rodea, la Iglesia debe en este momento reflexionar sobre sí misma para confirmarse en la ciencia de los planes de Dios sobre ella, para volver a encontrar mayor luz, nueva energía y mejor gozo en el cumplimiento de su propia misión y para determinar los mejores medios que hagan más cercanos, operantes y benéficos sus contactos con la humanidad a la cual ella misma pertenece, aunque se distinga de aquella por caracteres propios e inconfundibles. (Pablo VI, Ecclesiam Suam, n. 5)

[...] confiamos que la labor del Concilio será asistida con la luz del Espíritu Santo y será continuada y llevada a feliz termino con tal docilidad a sus divinas inspiraciones, con tal tesón en la investigación más profunda e integral del pensamiento originario de Cristo y de sus necesarias y legítimas evoluciones en el correr de los tiempos, con tal solicitud por hacer de la verdad divina argumento para unir -no ya para dividir- los ánimos en estériles discusiones o dolorosas escisiones, sino para conducirlos a una mayor claridad y concordia, de donde resulte gloria de Dios, gozo en la Iglesia y edificación para el mundo. (Pablo VI, Ecclesiam Suam, n. 11)

[...] La palabra, hoy ya famosa, de nuestro venerable Predecesor Juan XXIII, de feliz memoria, la palabra "aggiornamento", Nos la tendremos siempre presente como norma y programa; lo hemos confirmado como criterio directivo del Concilio Ecuménico, y lo recordaremos como un estímulo a la siempre renaciente vitalidad de la Iglesia, a su siempre vigilante capacidad de estudiar las señales de los tiempos y a su siempre joven agilidad de probar... todo y de apropiarse lo que es bueno; y ello, siempre y en todas partes. (Pablo VI, Ecclesiam Suam, n. 19)

¿No es acaso la caridad el descubrimiento cada vez más luminoso y más gozoso que la teología, por una lado, la piedad, por otro, van haciendo en la incesante meditación de los tesoros de la Escritura y los sacramentales, de los que la Iglesia es heredera, depositaria, maestra y dispensadora? Creemos con nuestros Predecesores, con la corona de los Santos, que nuestros tiempos han dado a la Iglesia celestial y terrena, y con el instinto devoto del pueblo fiel, que la caridad debe hoy asumir el puesto que le corresponde, el primero, el más alto, en la escala de los valores religiosos y morales, no sólo en la estimación teórica, sino también en la práctica de la vida cristiana. Esto sea dicho tanto de la caridad para con Dios, que es reflejo de su Caridad sobre nosotros, como de la caridad que por nuestra parte hemos de difundir nosotros sobre nuestro prójimo, es decir, el género humano. La caridad todo lo explica. La caridad todo lo inspira. La caridad todo lo hace posible, todo lo renueva. La caridad todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera. ¿Quién de nosotros ignora estas cosas? Y si las sabemos, ¿no es ésta acaso la hora de la caridad? (Pablo VI, Ecclesiam Suam, n. 22)

De la Carta de 14 de febrero de 1974 a los socios del Opus Dei, de José María Escrivá

Pero la humanidad actual, me diréis, no se presenta nada propicia para entender estos deseos de total dedicación a Dios. Efectivamente, el viento que corre, dentro y fuera de la Iglesia, parece muy ajeno a aceptar estos requerimientos divinos tan profundos. Personas alejadas de hecho de Jesucristo, porque carecen de fe, han ido fomentando un clima de renuncia a toda lucha, de concesiones en todos los frentes. Y así, cuando el mundo ha necesitado una fuerte medicina, no ha habido poder moral capaz de parar esta fiebre, esta organizada campaña de impudor y de violencia, que el marxismo explota tan hábilmente, para hundir aun más al hombre en la miseria.

[...] No cargo las tintas, hijos míos, ni tengo gusto en dibujar malaventuras: basta abrir los ojos y, eso sí, no acostumbrarse al error y al pecado. Un lamentable modo de acostumbrarse ha ocasionado la petulancia de algunos eclesiásticos que —posiblemente para encubrir su esterilidad apostólica— llamaban signos de los tiempos a lo que, a veces, no era más que el fruto, en dimensiones universales, de esas concupiscencias personales. Con ese recurso, en lugar de imponerse el esfuerzo de averiguar la causa de los males para ofrecer el remedio más oportuno y luchar, prefieren claudicar estúpidamente: los signos de los tiempos componen la tapadera de este vergonzoso conformismo. (José María Escrivá, Tercera Campanada, n. 10)

En esta última decena de años, muchos hombres de Iglesia se han apagado progresivamente en sus creencias. Personas con buena doctrina se apartan del criterio recto, poco a poco, hasta llegar a una lamentable confusión en las ideas y en las obras. Un desgraciado proceso, que partía de una embriaguez optimista por un modelo imaginario de cristianismo o de Iglesia que, en el fondo, coincidía con el esquema que ya había trazado el modernismo. El diablo ha utilizado todas sus artes para embaucar, con esas utopías heréticas, incluso a aquellos que, por su cargo y por su responsabilidad entre el clero, deberían haber sido un ejemplo de prudencia sobrenatural. (José María Escrivá, Tercera Campanada, n. 12)

[...] Errores y desviaciones, debilidades y dejaciones he dicho ya: y ahora —como siempre— el mal se envuelve diabólicamente en paños de virtud y de autoridad: y así resulta más fácil que se fortalezca y que produzca más daño. Porque aparecen gentes con una falsa religiosidad, saturada de fanatismo, que se oponen desde dentro a la Iglesia de Jesucristo, dogmática y jurídica, haciendo resaltar —con increíble desorden, cambiando por los del Estado los fines de la Iglesia— lo político antes que lo religioso.

A esta situación la llaman algunos —defendiéndola— aggiornamento', cuando es relajación y menoscabo del espíritu cristiano, que trae como consecuencia inmediata —entre otros efectos— la desaparición de la piedad, la carencia de vocaciones sacerdotales o religiosas, el apartar a los fieles en general — ya lo dije— de las prácticas espirituales. Y, por tanto, menos trabajo en servicio de las almas, al paso que los eclesiásticos —al verse ineficaces— se muestran desgraciados y abandonan el proselitismo, porque piensan que procurarán también la infelicidad a otros. (José María Escrivá, Tercera Campanada, n. 20)

No se relee sin gran dolor lo que San Pío X describió en su encíclica Pascendi', cuando exponía las características del modernismo, que en ese documento definía como compendio de todas las herejías. Todo aquello que entonces el Magisterio universal de la Iglesia intentó atajar con penetrante visión y energía sobrenatural, aparecía ya con su enorme gravedad, pero era todavía un mal relativamente limitado a algunos sectores. En nuestros días ese mismo mal —idéntico en su inspiración de raíz y con frecuencia en sus formulaciones— ha resurgido violento y agresivo, con el nombre de neomodernismo', y en proporciones prácticamente universales. Aquella enfermedad mortal, antes localizada en unos pocos ambientes malsanos, y contenida dentro de esas fronteras por prudentes medidas de la Santa Sede, ha alcanzado aspectos de epidemia generalizada. Su extensión ha facilitado su virulencia y la manifestación de efectos monstruosos en cantidad y en calidad, que quizá ni siquiera hubiésemos podido imaginar ante los primeros brotes del modernismo. (José María Escrivá, Tercera Campanada, n. 25)

El cristiano debe superar cualquier temor a que su fe contraste con las ideologías o valores que, en un determinado momento, traten de imponerse. Querer agradar a todos, y siempre, equivale a prepararse para traicionar. El cristiano tampoco ha de presentarse como un hombre que busca pelea con todos y por cualquier motivo. Pero no ha de soslayar la obligación, gustosa obligación, de proclamar su ideal sin ambigüedades.

Además, cuenta con el derecho de sentirse apoyado en este comportamiento, por quienes están designados por el Señor para custodiar ese sagrado tesoro. Causa pena el espectáculo de algunas altas deserciones, a la hora de hablar o de decidir con iluminada convicción, a la hora de cortar un abuso. Bien triste resulta que en estos tiempos se haya utilizado la palabra caridad —no causar un dolor al hermano, dicen—, como coartada de la cobardía. (José María Escrivá, Tercera Campanada, n. 28)

De la Carta Encíclica Redemptor hominis de SS. Juan Pablo II, 4 de marzo de 1979

3. Confianza en el Espíritu de Verdad y de Amor

Con plena confianza en el Espíritu de Verdad entro pues en la rica herencia de los recientes pontificados. Esta herencia está vigorosamente enraizada en la conciencia de la Iglesia de un modo totalmente nuevo, jamás conocido anteriormente, gracias al Concilio Vaticano II, convocado e inaugurado por Juan XXIII y, después, felizmente concluido y actuado con perseverancia por Pablo VI, cuya actividad he podido observar de cerca. Me maravillaron siempre su profunda prudencia y valentía, así como su constancia y paciencia en el difícil período posconciliar de su pontificado. Como timonel de la Iglesia, barca de Pedro, sabía conservar una tranquilidad y un equilibrio providencial incluso en los momentos más críticos, cuando parecía que ella era sacudida desde dentro, manteniendo una esperanza inconmovible en su compactibilidad. Lo que, efectivamente, el Espíritu dijo a la Iglesia mediante el Concilio de nuestro tiempo, lo que en esta Iglesia dice a todas las Iglesias o puede —a pesar de inquietudes momentáneas— servir más que para una mayor cohesión de todo el Pueblo de Dios, consciente de su misión salvífica.

Precisamente de esta conciencia contemporánea de la Iglesia, Pablo VI hizo el tema primero de su fundamental Encíclica que comienza con las palabras Ecclesiam suam; a esta Encíclica séame permitido, ante todo, referirme en este primero y, por así decirlo, documento inaugural del actual pontificado. Iluminada y sostenida por el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una conciencia cada vez más profunda, sea respecto de su misterio divino, sea respecto de su misión humana, sea finalmente respecto de sus mismas debilidades humanas: es precisamente esta conciencia la que debe seguir siendo la fuente principal del amor de esta Iglesia, al igual que el amor por su parte contribuye a consolidar y profundizar esa conciencia. Pablo VI nos ha dejado el testimonio de esa profundísima conciencia de Iglesia. A través de los múltiples y frecuentemente dolorosos acontecimientos de su pontificado, nos ha enseñado el amor intrépido a la Iglesia, la cual, como enseña el Concilio, es «sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano».

4. En relación con la primera Encíclica de Pablo VI

Precisamente por esta razón, la conciencia de la Iglesia debe ir unida con una apertura universal, a fin de que todos puedan encontrar en ella «la insondable riqueza de Cristo»,de que habla el Apóstol de las gentes. Tal apertura, orgánicamente unida con la conciencia de la propia naturaleza, con la certeza de la propia verdad, de la que dijo Cristo: «no es mía, sino del Padre que me ha enviado», determina el dinamismo apostólico, es decir, misionero de la Iglesia, profesando y proclamando íntegramente toda la verdad transmitida por Cristo. Ella debe conducir, al mismo tiempo, a aquel diálogo que Pablo VI en la Encíclica Ecclesiam suam llamó «diálogo de la salvación», distinguiendo con precisión los diversos ámbitos dentro de los cuales debe ser llevado a cabo. Cuando hoy me refiero a este documento programático del pontificado de Pablo VI, no ceso de dar gracias a Dios, porque este gran Predecesor mío y al mismo tiempo verdadero padre, no obstante las diversas debilidades internas que han afectado a la Iglesia en el período posconciliar, ha sabido presentar «ad extra», al exterior, su auténtico rostro. De este modo, también una gran parte de la familia humana, en los distintos ámbitos de su múltiple existencia, se ha hecho, a mi parecer, más consciente de cómo sea Se debe gratitud a Pablo VI porque, respetando toda partícula de verdad contenida en las diversas opiniones humanas, ha conservado igualmente el equilibrio providencial del timonel de la Barca. La Iglesia que —a través de Juan Pablo I— me ha sido confiada casi inmediatamente después de él, no está ciertamente exenta de dificultades y de tensiones internas. Pero al mismo tiempo se siente interiormente más inmunizada contra los excesos del autocriticismo: se podría decir que es más crítica frente a las diversas críticas desconsideradas, que es más resistente respecto a las variadas «novedades», más madura en el espíritu de discernimiento, más idónea a extraer de su perenne tesoro «cosas nuevas y cosas viejas», más centrada en el propio misterio y, gracias a todo esto, más disponible para la misión de la salvación de todos: «Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad».