La fabricación de los santos/Conclusión: el futuro de la santidad

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CONCLUSIÓN: EL FUTURO DE LA SANTIDAD

Se habla del caso Escrivá en el capítulo Proceso y profesionalidad

En abril de 1989, el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y el consejero más cercano a Juan Pablo II en materia de teología, criticó, en unos raros comentarios públicos, el proceso de creación de santos de la Iglesia. Ocurrió en el transcurso de una sesión de preguntas y respuestas que siguió a un discurso del cardenal en un centro cultural católico de Seregeno, una pequeña ciudad cerca de Milán. Se le preguntó que si pensaba que la Iglesia estaba creando demasiados santos; Ratzinger admitió que el número de santos y de beatos había aumentado durante la última década, y agregó que entre éstos se hallaban algunos que "tal vez signifiquen algo para cierto grupo de gente, pero que no significan gran cosa para la inmensa mayoría de los creyentes". Ratzinger propuso a continuación que se diera prioridad a aquellos santos cuyas vidas encierren un mensaje más universal y relevante para los creyentes Contemporáneos, citando, a modo de ejemplo, a Edith Stein y a Niels Stensen como unos santos que tenían un mensaje para la condición moderna, a pesar de que este último hubiera muerto tres siglos atrás.

Por muy breves y circunspectas que fueran, las observaciones de Ratzinger provocaron grandes titulares en la prensa italiana y comentarios en "The New York Times" y otros periódicos del mundo entero. Los italianos, en particular, interpretaron los comentarios del cardenal como una crítica dirigida contra la inclinación del papa a incrementar el número de santos y como una confirmación de aquellos críticos de la Iglesia que, desde hacía mucho, venían ridiculizando a la congregación como "fábrica de santos". No es sorprendente que los comentarios de Ratzinger causaran notable enfado también entre los hacedores de santos. El cardenal perteneció a la congregación durante cuatro años, y, si consideraba deficiente el sistema, algunos de los hacedores de santos se preguntaban por qué no comunicó sus críticas a los colaboradores. En una breve y conciliatoria respuesta pública, el arzobispo Traian Crisan, secretario de la congregación, admitió que la creación de santos "es como cualquier otra cosa que se hace todos los días: puede perder parte de su valor. Debemos proceder con cautela". Se avisó, sin embargo, al resto de la congregación que nadie discutiera los comentarios de Ratzinger con la prensa.

Yo sabía que a los hacedores de santos esos comentarios les dolían. Uno de ellos lamentó que Ratzinger estuviera adoptando una perspectiva típicamente centro europea, señalando que tanto Edith Stein como Niels Stensen eran del norte de Europa. "¿Quién es el cardenal para decir que ellos son personajes universales y otros no? -preguntó retóricamente-. Además, si canonizáramos solamente a santos de reputación universal, ¿quién quedaría, aparte de alguna madre Teresa de vez en cuando? Si quisiéramos seguir los consejos de Ratzinger, más valdría que cerrásemos esta congregación y dejásemos que un puñado de cardenales decidiese quién ha de ser santo y quién no."

También Ratzinger, a su vez, se disgustó por las especulaciones que sus comentarios suscitaron en la prensa seglar. En una entrevista con una publicación simpatizante ("30 Days", revista mensual católica conservadora que el cardenal utiliza a menudo para airear sus opiniones), trató de aclarar sus ideas:

"En realidad, lo que dije fue que se trata de un problema que no ha existido hasta ahora, pero que se está haciendo necesario afrontar. Esa declaración, que realmente era muy cautelosa, supone que toda canonización es ya de por sí inevitablemente una decisión en favor de unos ciertos criterios de selección: como dije, hay muchos más santos de los que es posible canonizar. La apertura de un proceso de canonización indica ya una elección entre un número muy elevado [de candidatos potenciales]. Esa elección está vinculada a ciertas circunstancias fortuitas; una orden religiosa, por ejemplo, será capaz de reunir los testimonios sobre la santidad de un individuo y de seguir los procedimientos de canonización con más facilidad que alguien que ignora el proceso, los amigos de un padre o una madre de familia (...). Me parece legítimo preguntar si los criterios vigentes hasta ahora no debieran completarse hoy con unas nuevas prioridades, encaminadas a colocar ante los ojos de la cristiandad a aquellos personajes que, más que nadie, nos hacen visible la Santa Iglesia, en medio de tantas dudas acerca de su santidad".

A primera vista, Ratzinger no parece decir nada más de lo que habían dicho ya en el pasado muchos críticos del sistema, incluso algunos de los mismos hacedores de santos; a saber, que la promoción de los candidatos a la canonización se había convertido desde hacía mucho tiempo en un dominio de las órdenes religiosas, que son, por razones prácticas, las únicas instituciones dentro de la Iglesia que poseen tiempo y dinero suficientes y están dispuestas a promover las causas, también las de los laicos. Si hubiera hablado con más franqueza, sin embargo, Ratzinger podría haber explicado, en beneficio de todos los interesados, en qué consisten esos criterios selectivos que la congregación observa para elegir a los candidatos a la santidad. Sospecho que el motivo por el que no lo hizo es que, aparte de las prioridades ya descritas en el capítulo 3 (personajes del Tercer Mundo, laicos y otros miembros de grupos escasamente representados), no existe efectivamente ningún criterio discernible por el que se elija a un candidato y no a otro.

A estas alturas, debería estar claro que el "modus operandi" de la congregación consiste esencialmente en aceptar todas las causas propuestas por los obispos locales; cuantos más obispos apoyen una causa determinada, tanto mayores serán las probabilidades de que sea aceptada. En ese sentido, el proceso funciona como un mercado. Es cierto que a veces se rechaza a algún candidato; pero la congregación no lleva ninguna lista de los candidatos rechazados ni resulta evidente, bajo la nueva legislación, quién toma es decisión ni cómo.

En el pasado, eran el "abogado del diablo" y su equipo de abogados quienes, junto con los censores (como el padre Lozano) designados para examinar los escritos del candidato, debían presentar las objeciones a la introducción de una causa. Los motivos típicos de rechazo eran de índole "doctrinal" -cuando algo que el candidato había escrito o defendido resultaba ser heterodoxo "espiritual" o "psicológica", como en los casos en que un supuesto místico resultaba haber sido una persona espiritual o emocionalmente inestable; "técnica", cuando en el nivel diocesano no se habían seguido los procedimientos correctos, y "política" o "pastoral", en los casos en que la beatificación de un candidato pudiera causar perjuicio a la Iglesia local.

Con la reforma de 1983, no hay persona ni organismo particular encargados de tomar tales decisiones. En teoría, el obispo local es el primer funcionario de la Iglesia que tiene poderes para juzgar si existen objeciones serias a una causa; en la práctica, en cambio, resulta poco menos que imposible saber por qué un obispo -o una jerarquía nacional- se niega a iniciar una causa formal. En el caso típico, la causa no es rechazada lisa y llanamente, sino suspendida indefinidamente. Los casos controvertidos parece ser que suelen tener motivos de tipo político o ideológico y, por tanto, jamás se reconocen oficialmente. Los partidarios del austríaco Franz Jagerstatter, por ejemplo, que murió ejecutado por los nazis por negarse a ingresar en el ejército, han esperado durante años una explicación clara de por qué no había un proceso formal. El motivo parece ser que algunos de los obispos austríacos y no pocas partes interesadas en Roma temen que la canonización de Jagerstatter sería interpretada como un apoyo oficial al pacifismo, posición que contradice la teoría de la "guerra justa", mantenida por la Iglesia, y actitud por la que Juan Pablo II ha mostrado escasa simpatía. Además, en el caso del arzobispo Romero resulta claro que el papa mismo, por motivos tanto pastorales como políticos, dio instrucciones a los obispos salvadoreños de postergar toda reacción oficial ante la evidente reputación de santidad de Romero.

Por otra parte, cuando un obispo local remite una causa a Roma, la congregación hace cuanto puede para complacerlo. Hasta que la "positio" se presente a los asesores, en la congregación nadie tiene el derecho ni el deber de cuestionar la causa. Aunque los relatores son libres de rechazar una causa, en realidad, como hemos visto, la costumbre es que acepten a todo candidato que se les ofrezca. Si el relator descubre, al preparar la "positio", algún obstáculo importante a las pretensiones de martirio o de virtud heroica del candidato, su juramento a la verdad lo obliga a darlo a conocer; pero, hasta donde he podido averiguar, ese caso no se ha producido nunca desde la reforma de 1983. Un proceso puede fracasar por falta de pruebas suficientes o porque los promotores pierden el interés, como sucedió durante varios años con la causa de Philippine Duchesne; también puede suceder que un papa juzgue pastoral o políticamente inoportuno proceder a la beatificación o la canonización del candidato, lo cual es la situación actual de la causa de Pío IX; pero el principio general está claro: una vez una causa haya sido aceptada por Roma, se espera que el candidato sea declarado por lo menos heroicamente virtuoso o mártir. y cuanto más convencional e inofensivo sea el candidato (como en el caso típico de los fundadores de órdenes religiosas), tanto mayor es la probabilidad de que acabe aceptado oficialmente como santo o santa.

Beatos y santos: una distinción borrosa

En ese contexto, los comentarios de Ratzinger podrían entenderse como la reivindicación de unos criterios que permitan distinguir entre los candidatos cuya vida, virtudes o martirio ofrezcan un mensaje actual a la Iglesia entera, y quienes presenten un interés meramente local. Cuando la beatificación fue introducida por primera vez en el sistema hace cuatrocientos años, el propósito era distinguir entre los favoritos de su ciudad natal y los personajes considerados ejemplares para los cristianos del mundo entero, reservando a aquéllos la beatificación (inicialmente realizada por el obispo local) y a éstos la canonización (siempre pronunciada por el papa). Pero esa distinción geográfica se ha borrado con el tiempo; de resultas de la evolución del sistema de creación de santos, todo beato que pueda acreditar un segundo milagro de intercesión es automáticamente elegible para la canonización. En consecuencia, el santoral de la Iglesia se ha llenado de nombres, como Philippine Duchesne o Giuseppe Moscati, que no significan nada para los católicos fuera de su país natal; y tal vez tampoco sean muy ampliamente conocidos dentro del mismo.

En resumen, la división entre beatificación y canonización se ha convertido en una distinción teológica de escaso significado práctico. Técnicamente, sólo la canonización implica la "certeza" teológica de que el siervo de Dios se halla realmente en el Paraíso; pero esa garantía significa poco para aquellos católicos que veneran ya a los beatos o que incluso invocan a personajes populares, como padre Pío, que aún están por beatificar. De modo análogo, el hecho de que se permita una veneración restringida de los beatos, mientras que para los canonizados se exige la veneración universal, ha dejado ya de constituir una diferencia real. Los santos de reciente canonización raras veces se incluyen en los calendarios litúrgicos, salvo en sus propios países, porque no hay espacio para ellos. Más de dos tercios de los días del calendario litúrgico están dedicados a celebrar acontecimientos de la vida de Cristo, de la Virgen María o de la Iglesia; con lo cual, sólo quedan unos cien días para venerar a los santos. Así, por razones obvias, el calendario de la Iglesia alemana, por ejemplo, no incluye a los santos norteamericanos, ni el calendario francés a los santos africanos, y así sucesivamente. En la práctica, por tanto, solamente los personajes clásicos, como san Francisco de Asís, y algunos más recientes, como Teresa de Lisieux, figuran con regularidad en los santorales fuera de sus países de origen. Así pues, todos los santos son santos locales, y muy pocos alcanzan el culto universal que originalmente se supuso que distinguiría a los canonizados de los beatificados.

Los hacedores de santos son muy conscientes de ese desvanecimiento del límite entre beatificación y canonización. Ha habido entre ellos, efectivamente, discusiones notables sobre la alternativa de continuar las beatificaciones en su forma actual, modificadas o prescindir de ellas totalmente. En su comentario a la legislación de 1983, monseñor Fabijan Veraja, subsecretario de la congregación, señala que las nuevas leyes fueron formuladas de modo que pudieran introducirse ulteriores cambios sin requerir una legislación adicional.

Es posible, por ejemplo, que, en el futuro, la postestad de beatificar a los siervos de Dios sea devuelta a los obispos locales a las conferencias nacionales de obispos (tal como propuso el cardenal Leon Josef Suenens en el II Concilio Vaticano), reservando la canonización papal para los personajes ejemplares elegidos por la Santa Sede por su significado actual y transnacional. Es uno de los proyectos que se han discutido entre los hacedores de santos. Pero, en cuestiones de santidad, ¿qué santos merecen más que otros la veneración. universal? ¿Y quién tiene mayor competencia para decidido? Estas son las cuestiones fundamentales a las que aludía Ratzinger cuando habló de la necesidad de distinguir entre unos santos y otros.

Mientras Juan Pablo II sea papa, sin embargo, parece poco probable que permita que el derecho de beatificar sea devuelto a sus obispos hermanos. El sistema actual, centralizado en Roma, concuerda con su interpretación peripatética del papel único del papa como maestro y pastor supremo de la Iglesia universal. Para el papa actual, la creación de santos se ha convertido en una forma de política eclesiástica: una oportunidad más de recordar a los católicos romanos del mundo entero, y especialmente a los del Tercer Mundo, su unidad en una sola grey y bajo un pastor supremo. Como observó el arzobispo Crisan, secretario de la congregación: "Cuando el papa viaja, le gusta llevar un beato en el bolsillo." Y agregó que lo peor es que a los católicos de fuera de Roma las elaboradas ceremonias de beatificación les parecen "cosas de otro mundo".

¿Es posible que la Iglesia tenga demasiados santos? También este interrogante estaba detrás de las reacciones tan insólitamente vivas que provocaron los comentarios de Ratzinger. En teoría, por supuesto, todos están llamados a la santidad. Pero el proceso de canonización ha sido desarrollado, como hemos visto, más para restringir que para facilitar la propensión de los fieles a prodigar su santidad de un modo demasiado promiscuo. Ahora parece, sin embargo, que la Iglesia está cargando con una anomalía: un sistema que, por muy meticuloso que sea, lo que hace es beatificar a más personas -muchas de ellas, prácticamente indistinguibles unas de otras en sus historias y su ejemplaridad- de las que los creyentes parecen querer o necesitar.

Mientras tanto, Juan Pablo II está creando una creciente reserva de beatos, y algunos de ellos serán, por la inexorable operación del sistema, los santos de mañana. El domingo 23 de abril de 1989, por citar un acontecimiento rutinario, Juan Pablo II beatificó a dos sacerdotes y a tres monjas, cuyos nombres no serán nunca familiares fuera de sus propias órdenes religiosas y de ciertas regiones. Los sacerdotes eran misioneros españoles, Martín Lumberas y Melchor Sánchez, que fueron martirizados juntos en Japón en 1632. Las monjas eran Catherine Longpré, de Francia, quien entró en un convento a los doce años, fue atormentada por los demonios durante la mayor parte de su vida y murió en 1668 en Canadá, a la edad de treinta y cuatro años; Francisca Siedliska, de Polonia, fundadora de una orden religiosa y fallecida en 1902; y Maria Anna Rosa Caiani, de Italia, otra fundadora, que murió en 1921. Todos ellos entraron a formar parte de una reserva de beatos, en su mayoría miembros de órdenes religiosas, que representan los candidatos más probables a las canonizaciones futuras.

Los defensores del sistema actual admiten que pocos de los que son canonizados o beatificados tienen más que una reputación local; pero insisten en que todos esos beatos y santos tan dispares, que representan a los países y los períodos históricos más variados, forman un conjunto que revela, a modo de mosaico, las formas que la santidad ha adquirido en el mundo moderno. Quizá sea cierto. Ahora bien, si la finalidad de la canonización es la de presentar a los creyentes unos ejemplos vivos y singulares de santidad cristiana -"números primos", en la sugestiva expresión del teólogo Van Balthasar-, entonces, el sistema necesita una revisión a fondo. Cuando los santos empiezan a parecerse demasiado unos a otros, es hora de preguntarse cómo y por qué se hacen.

Misterio y complejidad

Hay, dentro de la congregación y fuera de ella, cierta tendencia a confundir los misteriosos caminos de Dios con los caminos innecesariamente enrevesados del proceso de creación de santos. En el caso de los miembros de la congregación, sospecho que tal tendencia arraiga en la convicción teológica de que ellos en realidad no "hacen" santos, sino que únicamente descubren a aquellos que Dios ha hecho florecer entre nosotros. Desde su punto de vista, el trabajo de investigar las vidas de los candidatos en busca de pruebas de martirio o virtud heroica es meramente una labor humana apuntalada por la acción divina: inicialmente, es el Espíritu Santo quien impulsa a los creyentes a reconocer la santidad, estableciendo así una auténtica reputación ("fama sanctitatis"); y, al final del proceso, es de nuevo el Espíritu Santo el que suministra las "señales divinas" necesarias, por lo general en forma de curaciones inexplicables.

Es cierto que algunos miembros de la congregación son muy conscientes de los fallos humanos, de los suyos propios y de los del sistema; pero, a pesar de ello, siguen convencidos de que, si una causa queda detenida o fracasa, es porque Dios lo quiere y no debido a errores humanos o inherentes al sistema. Una y otra vez se me aseguró que, si Dios quiere ver canonizado a un siervo de Dios, así sucederá. En consecuencia, se supone que, pese a los evidentes defectos, el sistema -y quienes lo hacen funcionar, el papa incluido- produce, en última instancia, los santos que Dios quiere. Y dado que los procedimientos del sistema han permanecido, por lo menos hasta ahora, ocultos a la observación desde el exterior, los católicos devotos se han inclinado o bien a maravillarse ante ellos o bien a ridiculizar un proceso que no comprenden.

En cuanto intentan dilucidar la operación de la gracia de Dios en la vida del candidato, los hacedores de santos se ocupan efectivamente del misterio. Pero el modo de hacerla no tiene nada de misterioso. Es complejo, como la mayoría de los procedimientos burocráticos, y, según mi impresión, en algunos puntos inconsistente y confuso. La complejidad deriva principalmente del hecho de que, en las diferentes fases del proceso, prevalecen diferentes niveles de autoridad y de competencia profesional. Como un ciempiés, una causa no puede avanzar hasta que no se pongan en marcha todas las partes necesarias. Creo que quienes miran el sistema desde fuera tienden a exagerar el papel del papa en la creación de santos. De modo semejante, los que están dentro del sistema atribuyen demasiada responsabilidad a los creyentes. A mi juicio, el único personaje indispensable es el obispo local, especialmente desde que llegó a ser el único responsable de investigar vida, virtudes o martirio de los candidatos. Si el obispo no impulsa la causa, nada se mueve, ni en el nivel local ni en Roma.

Proceso y profesionalidad

Mientras la creación de santos se consideró un asunto del derecho canónico y de sus juristas, gozó de cierta fama de profesionalidad, por muy exagerada que fuese. Una profesión es un gremio que exige, a quienes se admiten a su ejercicio, unas ciertas pautas relativas a conocimientos, competencia y conducta. Pero, desde la reforma de 1983 (y sospecho que desde mucho antes), resulta evidente que no existen unas pautas profesionales claras y rigurosas para quienes dirigen la Congregación para la Causa de los Santos ni -lo cual es más importante- para quienes cumplen funciones de relatores, de postuladores y, sobre todo, de asesores teológicos.

Como sucede también en otros departamentos de la Santa Sede, el jefe de la congregación es nombrado por criterios políticos. A su retiro en 1989, por ejemplo, al cardenal Palazzini lo sustituyó el también cardenal Angelo Felici, un hombre que no posee ninguna competencia particular -y absolutamente ninguna experiencia- en la creación de santos. A los relatores se les exige, como hemos visto, cierta calificación teológica y lingüística, pero no se requiere un doctorado en historia, disciplina que se diría necesaria para apreciar los documentos y testimonios históricos. Se prefiere la especialización en teología espiritual, aunque no todos los relatores y asesores pueden preciarse de ser particularmente competentes en teología de la vida espiritual ni se ha encontrado a suficientes hombres que cumplan los requisitos lingüísticos necesarios. Por tanto, la congregación se ve obligada en ocasiones a recurrir a especialistas externos, que carecen de experiencia en la preparación y el enjuiciamiento de las causas.

La verdad es que la congregación elige a los mejores hombres que puede conseguir. A diferencia del cuerpo diplomático del Vaticano, la congregación no tiene ninguna escuela profesional para la formación de hacedores de santos, aunque ofrece un "studium": una serie de lecciones para los colaboradores y funcionarios de los tribunales diocesanos. En su mayoría, los hacedores de santos son hombres inteligentes que, al igual que muchos administradores universitarios, obtienen el doctorado y, después, se especializan, por circunstancias a menudo fortuitas, en un ámbito al que no habían previsto dedicarse. La competencia en la creación de santos es, pues, algo que se aprende sobre la marcha, y sus mejores practicantes son producto de larga experiencia y duro trabajo.

Nada de eso debería sorprendemos; a fin de cuentas, las grandes empresas están llenas de ingenieros convertidos en vendedores, vendedores convertidos en funcionarios administrativos y ejecutivos de alto nivel que de jóvenes estudiaban literatura comparativa; pero, a diferencia de una empresa bien administrada, el Vaticano no siempre recompensa la competencia con las responsabilidades correspondientes y, además, en estos años de escasez de vocaciones al sacerdocio, las congregaciones del Vaticano tienen que apañárselas con los talentos que están a su alcance; y no hay mucha competencia, según descubrí, para el cargo de relator de la congregación ni para el de postulador general de las órdenes religiosas más importantes.

Lo cual no quiere decir que los hombres que trabajan en la congregación o colaboran con ella sean de segunda fila. Igual que otros órganos de la Santa Sede, la congregación depende de un surtido bastante variado de talentos, en gran parte mediocres y, en algunos caso, bastante elevados. El problema es, en mi opinión, que todos esos hombres trabajan dentro de un sistema que es deficiente en lo relativo a los controles y los mecanismos de equilibrio que cabe esperar de una profesión; un sistema que deja un margen excesivo a opiniones, presiones y caprichos subjetivos.

El mayor defecto es que todos los que están involucrados directamente en una causa tienen motivos para desear su éxito. Esto vale particularmente para el postulador, que trabaja para el promotor de la causa, y vale para el colaborador (o colaboradores), que es invariablemente alguien ya convencido de la santidad del candidato. De hecho, la mayoría de los colaboradores, como Elizabeth Strub, que escribió la "informatio" sobre Comelia Connely, se reclutan de las mismas órdenes religiosas que patrocinan las causas o, si no, .de la diócesis que se beneficiará de la canonización, como Joseph Martino, de Filadelfia que preparó la "positio" de Katharine Drexel. En el caso del cardenal Newman, el autor de la "positio", el padre Vincent Blehl, es un estudioso que ha dedicado la mayor parte de su vida adulta a editar los escritos del candidato, enseñar sus pensamientos y promover su causa. En la práctica, parece que sólo los ya convencidos están dispuestos a realizar el trabajo requerido para producir el texto clave en que se basa el juicio de santidad. Pero un proceso genuinamente profesional exigiría que esas importantes tareas fuesen asignadas a personas competentes que no tuvieran ningún interés personal ni profesional en el resultado de la causa.

Otro defecto flagrante es que la congregación carece de un procedimiento que asegure que las "positiones" sean juzgadas por un equipo, desinteresado, de asesores teológicos. Los jueces del Tribunal de Rota, que entiende de anulaciones de matrimonios y otros asuntos legales, se eligen por rotación y por orden cronológico; pero, en la Congregación para la Causa de los Santos, es el promotor de la fe quien elige a los asesores teológicos de cada causa. Ello obedece, según me dijeron, a razones prácticas: la congregación prefiere a los asesores que conozcan la lengua y la cultura del candidato, y en todo caso, debe elegir entre aquellos que, en un momento dado, estén disponibles para ocuparse de la causa. Pero, como hemos visto en el caso del papa Pío IX, la congregación pasó por alto al único asesor, de los que tenía en la lista, que era biógrafo del candidato y experto en su vida -el padre Giacomo Martina-; presuntamente, porque se sabía de él que no acababa de creer en la santidad del candidato. En ese caso, de todos modos, el promotor de la fe podría haber actuado de una manera más profesional si hubiera elegido a una comisión que incluyera en proporción equilibrada a los más notorios partidarios y adversarios de un candidato tan controvertido. El hecho de que no lo hiciera puede haber sido efectivamente uno de los motivos de por qué Juan Pablo II creó otro comité paraque lo asesorara acerca de la conveniencia o no de poner en práctica el veredicto favorable de los teólogos.

Sean cuales sean las razones prácticas por las que se asigna la redacción de la "positio" a los proponentes de la causa y se deja la elección de los jueces a discreción del promotor de la fe, la ausencia de unos procedimientos profesionales expone el sistema a las acusaciones de manipulación.

Imagínense, por ejemplo, una causa en la que el papa y gran parte de la jerarquía católica del mundo entero estén notoriamente a favor de la canonización del candidato; imagínense también que el candidato sea el. fundador de una nueva organización religiosa, cuya lista de afiliados se mantiene en secreto, pero sus miembros están decididos a revalorizar la organización mediante la canonización de su fundador; imagínense, además, que varios funcionarios de alto rango de la congregación simpaticen abiertamente con la organización y con la causa del fundador. Pueden suponer, entonces, a qué presiones se hallará sometido el relator de la causa, de quien se espera que sea impermeable a influencias externas e independiente en su juicio. Sin un sistema de selección desinteresada de los jueces, ¿qué garantía tiene la Iglesia de que una causa así sea procesada con estricta imparcialidad, de que los asesores teológicos sean elegidos con estricta imparcialidad; y, sobre todo, si se tiene en cuenta que los nombres de los jueces y sus votos se mantienen en secreto hasta mucho después de dictarse la sentencia?

Tales pensamientos acuden a la mente, de un modo inevitable, cuando observamos los asombrosos progresos de la causa de. José María Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. Escrivá murió el 26 de junio de 1975. Para los miembros del Opus Dei, una organización mundial de sacerdotes y laicos, Escrivá es "El Padre", cuyo libro de 999 máximas espirituales, "Camino", ilumina el sendero que conduce a la perfección espiritual y a la "cristianización" del mundo secular. Mucho antes de su muerte, El Padre era considerado un santo dentro del Opus Dei, un líder guiado por Dios y cuya visión personal de la vocación cristiana ofrece un camino seguro a la salvación a quienes se someten a la disciplina del movimiento. Juan Pablo II es un admirador devoto de Escrivá: en 1984, dijo en una reunión internacional del Opus Dei que "tal vez en esta fórmula [el "trabajo de Dios" para la cristianización de la sociedad] esté la realidad teológica, la esencia,. la naturaleza misma de la vocación de la época en que vivimos y en que habéis recibido la llamada del Señor".

Para los críticos, en cambio, Escrivá era un hombre bastante vanidoso, que toleraba de buen grado el culto que se rendía a su persona (en sus escritos, su título elegido de "El Padre" resulta a veces difícil de distinguir, en el contexto, del "Padre" invocado por Jesucristo), y el líder de un movimiento casi sectario en el seno de la Iglesia, cuyos miembros se parecen a los mormones por su afición a los ritos privados, las sociedades secretas, la preocupación meticulosa por el vestir correcto, los modales recatados, y ante todo, por su convicción inquebrantable de que ellos y sólo ellos han hallado la forma que el catolicismo debe adoptar en su lucha implacable contra el mundo, la carne y el demonio.

Dado que el Opus Dei no publica los nombres de sus miembros ni está fácilmente dispuesto a identificar sus operaciones seculares, sus adversarios lo han acusado de constituir una quinta columna conservadora en la Iglesia y en la sociedad. Puesto que el Opus Dei es una prelatura personal, sus agentes reciben sus directivas de su superior en Roma; en ese sentido, funcionan independientemente de los obispos locales. En España y en varios países latinoamericanos, es considerado una fuerza poderosa en la política, la educación, los negocios y el periodismo. Sea verdad o no -pues no es fácil conseguir información objetiva sobre la organización-, algunos ex miembros han atestiguado la naturaleza casi sectaria de su experiencia con el movimiento, especialmente la tendencia a separar en ciertas situaciones a los miembros más jóvenes de sus familias naturales si los padres son hostiles al Opus Dei. Lo que preocupa a los padres -y no deja de ser comprensible- es la insistencia en que los miembros reciban su dirección espiritual, incluida la confesión de los pecados, exclusivamente de los sacerdotes del movimiento. Visto que muchos hombres y mujeres jóvenes, incluso con veinte o treinta años, son a menudo inseguros y psicológicamente inmaduros, algunos padres se sienten preocupados por los efectos que la organización pueda tener en sus hijos; sobre todo, al tratarse de jóvenes adultos que hacen votos de castidad perpetua y conviven en "familias" del Opus Dei, mientras continúan dedicándose a ocupaciones seglares.

A su vez, la organización niega constituir una sociedad secreta o perseguir otra finalidad que la perfección espiritual de sus miembros. El Opus Dei atribuye a su fundador el descubrimiento de que la santidad es para todos, no sólo para el clero y los religiosos, aunque en realidad esa idea "revolucionaria" no tiene nada de novedoso. Sin embargo, la organización ha reclutado de manera agresiva a muchos católicos seglares con estudios superiores Y ambiciones profesionales, inculcándoles -como hacían tradicionalmente los colegios y las universidades de los jesuitas- la idea de que un buen abogado u hombre de negocios sirve tanto a Dios como un clérigo. El Opus Dei afirma contar con setenta y seis mil afiliados laicos y mil trescientos sacerdotes en el mundo entero; y, tal como sus miembros la describen ahora, la organización es poco más que una asociación disciplinada y ultraortodoxa de católicos romanos que viven, de forma muy parecida a los terciarios de las órdenes religiosas tradicionales, una vida casi monástica en el mundo mientras continúan con sus carreras seglares.

Lo que efectivamente distingue a los miembros del Opus Dei de otros católicos piadosos es la devoción a Escrivá y a sus escritos. En ese aspecto, se parecen a los jesuitas, que reciben su formación espiritual de los "Ejercicios espirituales" de su fundador, Ignacio de Loyola. Ignacio es un santo canonizado, y vista la decisión de Escrivá de iluminar el camino de santidad para los miembros del Opus Dei, resulta comprensible que hagan cuanto puedan para que su vida y obra sean revalorizadas mediante una declaración de santidad. Pero, a juzgar solamente por sus escritos, Escrivá era un espíritu nada excepcional, de escasa originalidad y de ideas a menudo banales; personalmente inspirativo quizá, pero falto de descubrimientos originales. La colección de sus 999 sentencias apodícticas revela una notable dosis de intolerancia, desconfianza ante la sexualidad humana y torpeza en la expresión; a lo más, un "Poor Richard" católico sin los ocasionales rasgos de ingenio de Benjamin Franklin:

15. No dejes tu trabajo para mañana.
22. Sé recio. -Sé viril. -Sé hombre. -y después... sé ángel.
28. El matrimonio es para la clase de tropa y no para el estado mayor de Cristo. -Así, mientras comer es una exigencia para cada individuo, engendrar es exigencia sólo para la especie, pudiendo desentenderse las personas singulares. ¿Ansia de hijos?.. Hijos, muchos hijos, y un rastro imborrable de luz dejaremos si sacrificamos el egoísmo de la carne.
61. Cuando un seglar se elige en maestro de moral Se equivoca frecuentemente: los seglares sólo pueden ser discípulos.
132. No tengas la cobardía de ser "valiente": ¡huye!
180. Donde no hay mortificación no hay virtud.
573. Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón.
625. Tu obediencia no merece ese nombre si no estás decidido a echar por tierra tu labor personal más floreciente, cuando quien puede lo disponga así.
814. ¡Un pequeño acto, hecho por Amor, cuánto vale!

Los santos, por supuesto, no necesitan ser elocuentes; pero quien ofrece su dirección a otros debería mostrar cierta agudeza de percepción espiritual y un nivel discernible de profundidad. Sólo hay que comparar lo que escribió Escrivá con, digamos, las columnas de Dorothy Day para "The Catholic Worker", los escritos de Romano Guardini sobre el espíritu del catolicismo o los ensayos de Simone Weil sobre la búsqueda de Dios, para percatarse de que los dones de aquél, sean cuales sean, no incluyen un conocimiento profundo del alma ni de la época en que vivimos.

Existen, pues, suficientes interrogantes acerca del Opus Dei y de su fundador para justificar la tradición de los hacedores de santos de proceder despacio con las causas controvertidas. Y, sin embargo, el 9 de abril de 1990, sólo quince años después de su muerte, Escrivá fue declarado heroicamente virtuoso por Juan Pablo II. Además, el postulador, el padre Flavio Capucci, miembro del Opus Dei, tiene tres milagros de intercesión muy prometedores sobre los que ha estado trabajando. Con un poco de suerte, Escrivá ganará la palma a Teresa de Lisieux, cuya canonización a los veintitrés años de su muerte sigue siendo el récord moderno. ¿Por qué tanta prisa?

Cuando hablé en 1987 por primera vez con el padre Eszer, el relator de la causa, no insinuó en ningún momento que la "positio" sobre la virtud heroica de Escrivá estuviese casi acabada; pero, después de que éste fuera declarado venerable, Eszer habló con menos reserva. En primer lugar, la solicitud formal de abrir la causa la presentó en la fecha más temprana posible, a los cinco años de la muerte, el cardenal Ugo Poletti, vicario de Roma. En segundo lugar, el apoyo a la causa incluía cartas de sesenta y nueve cardenales, doscientos cuarenta y un arzobispos, novecientos ochenta y siete obispos -casi un tercio del espiscopado católico-, más cuarenta y un superiores de órdenes y congregaciones religiosas. No se sabe cuántos de ellos son además miembros del Opus Dei. En todo caso, la organización afirma contar con el apoyo de decenas de miles de personas en el mundo entero, de modo que cabía esperar una verdadera avalancha de peticiones en favor de la causa de Escrivá.

Y en tercer lugar, los dirigentes del Opus Dei estaban preparados para el proceso. Puesto que ellos consideraban a su fundador un santo desde hacía mucho tiempo, habían reunido ya hasta el último trozo de papel escrito sobre él. En total, los documentos y testimonios sumaban veinte mil páginas.

-La mayor parte de mi trabajo consistió en suprimir las repeticiones -me dijo Eszer-. No podemos darles a leer a los asesores teológicos toda una biblioteca.

El resultado fue que la "positio" definitiva tenía seis mil páginas.

-¿Cómo ha podido acabar usted tanto trabajo en tan poco tiempo? -pregunté.
-No tuve mucho que hacer. La "positio" la escribió el postulador, que tenía a cuatro profesores universitarios del Opus Dei trabajando para él.
-Creía que las "positiones" se escribían bajo la dirección del relator.
-Bueno, yo llevaba el control, pero ellos lo hicieron todo. Yo veía solamente al postulador, nunca a los otros. Esa gente del Opus Dei es muy diligente y muy discreta.
-Entonces, ¿usted revisó la "positio"?
-No, yo sólo eliminé los testimonios redundantes.

Resulta que las declaraciones de los testigos fueron recogidas en dos procesos, uno de los cuales se celebró en Madrid y el otro en Roma. En total, los tribunales escucharon a noventa y dos testigos; cuarenta y cuatro de ellos eran laicos. Eszer ignoraba cuántos pertenecían al Opus Dei y tampoco estaba en condiciones de indicar, según él, cuántos declararon en contra de la causa, si es que alguno lo hizo.

-Seguramente -apunté-, visto el carácter sumamente controvertido del hombre y de su movimiento, debió de haber adversarios.
-Las únicas críticas al Opus Dei que he leído -repuso Eszer venían de antiguos miembros, de gente que lo dejó.
Con eso daba a entender que esas personas no le parecían unos testigos dignos de crédito.
-Bueno, entonces -insistí-, ¿alguno de los jueces dio un voto negativo?
-Eso no se lo puedo decir -contestó Eszer, indicando que no quería.

Algún día, el público llegará a conocer la "positio" de Escrivá y quizá también los votos de los jueces; hasta entonces, nadie sabrá en qué grado los aspectos dudosos del hombre y de su obra se airearon como es debido. Puede que Escrivá haya sido verdaderamente el gran santo que el Opus Dei afirma que fue, pero la rapidez y la facilidad irrestricta con que su caso fue tratado por la congregación plantea muchos interrogantes acerca del proceso mismo; en lo que se refiere al rigor, la imparcialidad, la profesionalidad y la libertad de presiones eclesiásticas y política espiritual.

Actualidad y fama sanctitatis

Una cosa es afirmar, como yo he hecho repetidamente, que el santo es un producto de un sistema y otra suponer que los canonizados sean efectivamente los santos que la Iglesia necesita como modelos ejemplares para esta época o para cualquier otra. Al contrario, la duración del proceso mitiga de por sí la noción de "actualidad" en lo tocante al reconocimiento de santos. Lo cual es decir que el proceso formal de canonización, cabalmente entendido, no es acción, sino reacción; y, en la mayoría de los casos, reacción decididamente retardada. Identificar la santidad exclusivamente con la canonización formal significaría, por tanto, perder de vista la dimensión populista de la creación de santos. No puede haber santos oficialmente reconocidos hasta que no haya primero "santos de pueblo", o de cierta parte del pueblo al menos. Y es esa acción populista, más que la reacción oficial, lo que constituye la verdadera historia -la historia de las historias- de los santos. [Una de las dificultades inherentes a todo intento de usar los procesos de canonización como prisma sociológico para examinar la mentalidad religiosa de una época, como hacen Donald Weinstein y Rudolph M. Bell en "Saints and Society: The Two Worlds of Western Christendom, 1000-1700", es la de saber si se está hablando del personaje que inspiró el proceso o del personaje que surgió del mismo. La diferencia refleja el lapso transcurrido entre la reputación inicial de santidad, la investigación subsiguiente y el reconocimiento por las autoridades eclesiásticas competentes. Y éste no es sino un aspecto del problema. Otro aspecto desconcertante es la diferencia entre el impulso populista de reconocer a alguien como santo, existente en el origen, y las posteriores razones de la canonización, que reflejan a menudo los motivos institucionales de la elite creadora de santos. Para citar un ejemplo extremo, cabría preguntar si Juana de Arco (1412-1431) refleja la mentalidad religiosa de la Francia del siglo XV o, antes bien, las prioridades -espirituales o políticas- que tenía la Santa Sede en 1920, año en que fue finalmente canonizada. Los santos son personajes proteicos, susceptibles de adquirir una reputación que poco o nada tenga que ver con el concepto que ellos tenían de sí mismos ni con la época que engendró su reputación inicial de santidad. Como muestra muy reciente de reinterpretación de un santo, véase la interpretación casi feminista, casi liberalicionista de Philippille Duchesne por un miembro de su orden, Catherine M. Mooney, R.S.C.J., en "Philippine Duchesne: A Woman with the Poor" (Nueva York: Paulist Press, 1990). Sospecho que una comparación de esa viva biografía con la "positio" de Dúchense demostraría la diferencia entre los criterios por los que los santos son hallados dignos de canonización y las posibilidades de transformarlos, una vez canonizados, en ejemplos más contemporáneos de virtud heroica].

Dicho esto, no me resulta fácil entender qué es lo que los hacedores de santos aceptan como una reputación popular o genuina de santidad. En el pasado, buscaban actividades devotas ante tumbas y santuarios y, en algunas culturas católicas (que muchas veces son subculturas religiosas), tales actividades continúan aún hoy. Pero, como hemos observado en el caso del cardenal Newman, ciertos santos no inspiran las formas tradicionales de culto y devoción y muchos católicos cultos no muestran inclinación alguna a expresar su devoción a la manera tradicional. La poesía del jesuita victoriano Gerard Manley Hopkins, por ejemplo, comunica a millones de personas (y no sólo a católicos) no solamente un placer estético, también una experiencia mediata de la vida y del compromiso cristianos. Lo mismo puede decirse de los escritos del difunto sacerdote trapense Thomas Merton, personaje que es objeto de culto en más de un sentido.

No he visitado jamás la tumba de ninguno de los dos; no obstante, siento devoción por ellos. Y, sin embargo, que yo sepa esa clase de devoción no se considera reputación de santidad. De todos modos, ninguno de los dos sacerdotes ha sido propuesto por los miembros de sus órdenes respectivas como candidato a la santidad.

Por otra parte, continúa siendo un misterio para mí que la congregación pueda atribuir reputación de santidad vigente a un personaje marginal del siglo XIX como Ana Catalina Emmerich, cuyas visiones y profecías sabemos ahora que fueron inventos deliberados de un poeta romántico exaltado. Las historias que ella contó no son verdaderas (tampoco lo son la mayoría de las historias que se han contado acerca de ella), pero forman la base de su antaño robusta reputación de santidad. Aparte de esos cuentos apócrifos, ¿qué pruebas hay de que Emmerich continúe gozando del tipo de reputación que se requiere para justificar un proceso formal? Como muchos otros de los santos que nos dan ahora, su reputación de santidad parece fundarse en poco más que en un recuerdo, alimentado como una tenue vela por los restos de su orden religiosa. En suma, la "fama sanctitatis" es uno de los aspectos de la canonización para los que no existen criterios palpables.

La "positio": la virtud heroica y la vida narrada

Más arriba he observado que el proceso formal de canonización es esencialmente una reacción ante un movimiento popular. Evidentemente, es mucho más que eso. Es también una investigación sobre la vida y la reputación de santidad del candidato; pero el primer fruto de esa investigación es un texto escrito, la "positio", que no es sino una redacción o reescritura de la historia del candidato, basada en las declaraciones de los testigos y en documentos históricos críticamente evaluados.

Los dos jesuitas hacedores de santos, Paolo Molinari y Peter Gumpel, ven en las "positiones" unos tesoros teológicos que deben explotarse por cuanto revelan acerca de las formas de auténtica espiritualidad cristiana; ellos lamentan que esos textos no sean leídos con más frecuencia por los teólogos ajenos a la congregación. A mí también me gustaría que se prestase más atención a los textos por los que se juzga la santidad, aunque por motivos diferentes. Por mis propias lecturas de varias "positiones", he llegado a compartir el descontento expresado por algunos de los asesores teológicos de la congregación. Esencialmente, éstos se quejan de que la mayoría de las "positiones" no demuestran cómo el siervo de Dios creció en la santidad que se espera de un santo. En otras palabras, se juntan las pruebas para cada una de las virtudes requeridas y se demuestra la santidad; pero, con demasiada frecuencia, sin explicar cómo desarrolló el individuo aquella santidad única que distingue a cada santo de todos los demás.

A mí me parece una objeción muy seria y digna de ser ampliamente discutida por estudiosos y obispos, más allá de los límites de la congregación. Pero, pese a todos los doctorados otorgados por las universidades pontificias de Roma, hasta donde he podido averiguar, nadie ha sometido esos textos a un examen crítico y sistemático; nadie, fuera de la congregación, ha preguntado por qué las "positiones" son como son o si se podría o se deberían cambiar los textos ni, en particular, cómo esos textos se relacionan con la cuestión más amplia de por qué nos dan los santos que nos dan. A falta de un estudio formal de estas características, ofrezco los siguientes comentarios críticos de un observador privilegiado, aun reconociendo la franqueza de las personas que cargan con la principal responsabilidad de escribir las "positiones": los postuladores, los relatores y sus colaboradores. Confío en que comprenderán por qué he decidido exponer su trabajo a una luz diferente, aunque no hostil.

En primer lugar, los hacedores de santos confían excesivamente en el método histórico-crítico como procedimiento "científico" encaminado a establecer los hechos sobresalientes relativos a un santo. Tal vez esto sea comprensible, como reacción a las acusaciones de los protestantes en el sentido de que las historias de los santos se componen de leyendas fantásticas. Pero la noción de la historia como ciencia exacta es ella misma una fantasía de la Ilustración; los historiadores de hoy tienen un concepto más modesto de su propio método y reconocen que los "hechos" existen solamente en relación con un esquema de interpretación, con un relato. Pienso, por tanto, que los hacedores de santos ganarían una mayor claridad conceptual acerca de su oficio -y de su relación con la biografía en general- si reconociesen que ellos hacen lo mismo que todos los historiadores: cuentan una historia. Una historia documentada, por cierto, pero que sigue siendo una historia.

Es precisamente ese elemento narrativo lo que vincula los textos, producidos para fines de canonización, con los géneros precursores; como es el caso de las vidas de los santos medievales, de las leyendas cristianas primitivas, de las historias de la pasión de los mártires y del relato de Lucas sobre el martirio de san Esteban. Cada una de esas formas narrativas refleja una cultura y una sociedad determinadas y cada una se halla moldeada por ciertas convenciones literarias, a través de las cuales la acción de la divina gracia se hace inteligible. Si es verdad que los santos se conocen únicamente por sus historias, entonces, nos será útil examinar cómo se hace inteligible la santidad a través de las convenciones que rigen la redacción de las "positiones" modernas.

Los hacedores de santos insisten, desde luego, en que su intención no es contar una historia, sino demostrar virtudes heroicas, y que la "positio" no es más que un instrumento subordinado a tal fin. Bajo el antiguo sistema jurídico, eso era claramente el caso. En tanto en cuanto el "processus" de la creación de santos se concebía como un juicio, tal como implica el término latino, la "positio" cumplía la función de un auto judicial en favor del candidato en cuestión. Los juristas rastreaban la "vita" y los documentos que la acompañaban en busca de pruebas a favor o en contra de las presuntas virtudes heroicas del candidato. Lo importante no era el texto, sino la dialéctica legal con toda su retórica, su polémica y su mordacidad. Por muy tendenciosos que fuesen los argumentos, el "texto" enmendado que surgía de las disputas entre el "abogado del diablo" y el abogado defensor era la historia que determinaba la santidad del candidato. Como el veredicto de un jurado, la "verdad" definitiva acerca de un santo se obtenía a fuerza de disputas orales, no conforme a una lógica narrativa.

La reforma de 1983 eliminó a los abogados y, con ellos, la forma jurídica de la creación de santos. Lo que no eliminó fue la exigencia de demostrar las virtudes heroicas; esa tarea vino a recaer en los autores del texto (el relator y su colaborador). El resultado es, como he subrayado ya, un género híbrido en busca de una forma adecuada. El problema no es, como en el caso de la "fama sanctitatis", la falta de criterios, sino una confusión de propósitos. Por un lado, se supone que el texto es el relato de una vida única -la biografía de uno de los "números primos" de Dios-; por otro, se espera que satisfaga las exigencias no narrativas de la teología moral.

John Henry Newman advirtió lo que puede suceder cuando se fuerza un texto para servir a dos amos. Parece que hiciera referencia a las "positiones" modernas cuando se quejaba de aquellas biografías hagiográficas que "no presentan a un santo, sino que lo desmenuzan en lecciones espirituales". Newman comprendía las exigencias de la buena literatura, sabía que la presentación de un personaje, aunque éste sea un santo, depende de ciertos elementos de intriga y de caracterización que no se pueden organizar conforme a una receta demostrativa de virtudes morales. Pero precisamente eso es lo que la congregación exige ahora a una "positio", incluida la de Newman mismo.

En manos de una persona imaginativa es posible conseguir que la narración y la demostración de las virtudes se mezclen. Como hemos visto en el capítulo 8, Elizabeth Strub consiguió que la historia de la vida de Cornelia Connelly determinara la forma en que se manifestaba cada una de las virtudes requeridas. Al proceder de ese modo, sin embargo, Strub se tomó no sólo ciertas libertades respecto a las convenciones por las que suelen organizarse las "positiones", sino que planteó también -a mi entender, al menos- una cuestión mucho más amplia que es preciso abordar: ¿los santos son santos porque son virtuosos -en cuyo caso la demostración de santidad, a partir de un esquema de virtudes, tendría sentido como procedimiento-, o son virtuosos porque son santos? De ser esto último, el objetivo primordial de los hacedores de santos debería ser el de contar la historia de la singular transformación del candidato por la gracia del amor de Dios.

A lo largo de este libro he venido recalcando el lugar central que ocupan los relatos en el proceso de creación de santos. Y es que el ser humano es esencialmente un animal que cuenta historias; nos comprendemos a nosotros mismos, si es que nos comprendemos, como personajes de una historia y es, a través de las historias, como llegamos a comprender a los demás, incluidos los santos. Como vimos en el capítulo 2, los cristianos primitivos reconocían a los santos solamente en la medida en que los veían revivir la historia de Cristo. Pero, paralelamente a esa forma narrativa, la cristiandad desarrolló también otra forma de discurso para hablar de la santidad, un discurso que aspira a describir el carácter o las virtudes que se esperan de un santo: el de los teólogos y filósofos morales, tan antiguo como la Iglesia misma.

Como ciudadanos de la cultura grecorromana, los cristianos primitivos heredaron el lenguaje de la virtud y lo adoptaron al concepto que tenían de sí mismos como miembros de una nueva comunidad en Cristo. En las epístolas de Pablo, los documentos más antiguos de la Iglesia, encontramos ya el concepto cristiano de gracia refractado a través del prisma conceptual de la virtud: la gracia se manifiesta como fe, esperanza y caridad. De esas virtudes, la caridad o amor de Dios es la suprema porque, a través de ella, el alma participa en la vida de Dios mismo y se halla unida a él. Desde ese punto de vista, la caridad anima y perfecciona las otras virtudes. Además, es la única virtud que continúa después de la muerte: en el Paraíso, la fe y la esperanza no son necesarias para los "amigos de Dios", pues poseen ya -y son poseídos por- el amor eterno de Dios.

Como hemos visto, la Iglesia primitiva veía en los mártires a unas personas que alcanzaban la perfección de la virtud al sacrificar sus vidas en perfecto amor al Padre, como hiciera Jesucristo. El martirio suponía, en otras palabras, la perfección de la fe, la esperanza y la caridad. En quienes no eran mártires, sin embargo, el amor perfecto de Dios era menos obvio y sus pretensiones de santidad no se basaban en cómo murieron, sino en cómo vivieron. Para ganar fama de santo había que desarrollar, durante toda la vida de uno, la perfección del carácter y de la virtud. Así pues, las historias y las leyendas de los no mártires -especialmente, las de los ascetas- eran historias de virtud heroica.

Además del lenguaje de la virtud, los antiguos padres de la Iglesia adoptaron también el modelo griego de la persona moralmente virtuosa. Aparte de la fe, la esperanza y la caridad, de un buen cristiano se esperaba que ejerciera las virtudes aristotélicas de la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Sin duda, el lugar más importante lo ocupaban las virtudes infusas por Dios mediante su gracia, pero ello no excluía las virtudes morales por las que la gracia se manifestaba en la relación con los otros. Así que, además de las historias de santos, en los tiempos de san Agustín, los padres de la Iglesia habían desarrollado ya los elementos fundamentales de una teología moral, que acabaría usándose como pauta para medir la santidad.

Fue sólo después de que la creación de santos se convirtiera en un proceso formal, dirigido por el papa, cuando ese esquema de virtudes comenzó a utilizarse como recurso heurístico para investigar las vidas de las personas que tenían reputación de santidad. El término "virtud heroica" entró en el vocabulario de la Iglesia a través de la traducción de la "Ética a Nicomaco" de Aristóteles, realizada en 1328 por Robert Grossteste, obispo de Lincoln y uno de los testigos de la firma de la Carta Magna. Aristóteles empleó el término para designar la virtud moral practicada en grado heroico -o semejante al de los dioses-, y la expresión fue finalmente adoptada por santo Tomás de Aquino, cuya síntesis de ideas aristotélicas y cristianas sobre la virtud estableció el marco conceptual por el que se juzgaría en adelante la santidad. San Buenaventura (1221-1274) fue el primer santo, canonizado por un papa, cuya vida se investigó siguiendo el esquema de las tres virtudes teológicas (fe, esperanza y caridad) y las cuatro virtudes morales cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza). La virtud heroica se convirtió, en la terminología técnica de la creación de santos, en sinónimo de santidad y, finalmente, fue entronizada como el concepto rector de la congregación por medio de los tratados de Prospero Lambertini (el papa Benedicto XIV) sobre beatificación y canonización.

La cuestión a la que han de enfrentarse actualmente los hacedores de santos es, a mi entender, si deben continuar exigiendo pruebas de virtud heroica a la manera tradicional. Hay, a mi juicio, tres objeciones importantes que hacer a dicho procedimiento: primero, las pruebas de virtud parecen, en última instancia, contradecir el intento de identificar la santidad única de un santo, tal como se revela en la historia de la vida del candidato; segundo, el esquema tradicional de virtudes me da la impresión de que es rígido y arbitrario, pues, para demostradas, es preciso hacer entrar por la fuerza la vida del candidato en el lecho de Procrustes; tercero, al identificar la santidad con la "perfección" de la virtud, los hacedores de santos se ven obligados a excluir de las "positiones" todo indicio de fallos humanos y, de ese modo, omiten lo que es realmente ejemplar en la vida de un santo: la lucha entre la virtud y el vicio o, en una perspectiva más amplia, entre la gracia y la naturaleza. En suma, se limitan a escribir hagiografías por el método histórico-crítico.

Son objeciones serias que apuntan, más allá de las cuestiones de procedimiento, al corazón mismo del proceso de canonización. ¿Son válidas esas objeciones?

En teoría, por lo menos, parece que no hay contradicción alguna entre las virtudes requeridas por la Iglesia y la vida narrada de un santo. Según ha demostrado el filósofo británico contemporáneo Alasdair MacIntyre, todo sistema, por el que se conciban o se ordenen las virtudes, está "vinculado a una noción determinada de la estructura o estructuras narrativas de la vida humana". Así, el orden y la concepción de las virtudes cristianas, con la caridad o el amor de Dios como su centro y fuente, es inteligible sólo en el contexto de un relato que imagina la vida humana como una búsqueda de la unidad o la amistad con Dios. En este esquema, por ejemplo, la humildad es una virtud igual que la justicia, mientras que en la ética de Aristóteles, que no contempla la vida con Dios como objetivo de la existencia humana, la humildad es un vicio.

Visto en esta perspectiva, por tanto, parecería que no hay incongruencia alguna entre la historia de la vida de un santo y el esquema de las virtudes heroicas exigidas por el proceso de canonización. Cuanto más llegue un santo a asemejarse a Cristo, gracias al don del amor divino, y cuanto más exprese ese amor en sus actos dirigidos hacia los demás, tanto más vive la historia cristiana. En efecto, desde el punto de vista teológico acaso sea lícito concluir que el verdadero motivo de la vida de un santo no es su existencia humana como individuo, sino la acción de la gracia que lo transforma en aquello que estaba destinado a ser: un amigo de Dios.

Pero, si es a través de su cooperación con el don de la gracia divina como los santos llegan a serio, ¿por qué hay que exigirles pruebas de prudencia, justicia, fortaleza y templanza? Por importantes que sean, esas virtudes no están escritas en tablas de piedra. ¿Por qué no se da más importancia a otras virtudes, tales como la humildad, la paciencia y la misericordia, en las que hizo hincapié Jesucristo mismo y que son cualidades, por tanto, para las que habría razones de esperar que se encontrasen en un santo cristiano? ¿Por qué no volver a las bienaventuranzas "Bienaventurados los mansos", etcétera) que Jesucristo recomendó a sus seguidores? En una palabra, ¿por qué no apoyarse únicamente en los valores del Evangelio, al analizar la vida de un santo?

Mi opinión es que, si los hacedores de santos fueran más flexibles en cuanto a las virtudes que esperan de un santo, harían más justicia a la variedad y la singularidad de los amigos de Dios y privilegiarían la narración de sus vidas, por encima de las pruebas de virtudes específicas. Sin duda, todo santo cristiano debería sobresalir por un grado extraordinario de fe, esperanza y caridad; pero ¿es necesario que sean igualmente excepcionales en cuanto a prudencia, justicia, fortaleza y templanza? Éstas son cualidades que uno espera hallar en cualquier persona moralmente buena y que, por consiguiente, no son exclusivas de los seguidores de Cristo. Además, lo cierto es que los santos no siempre son prudentes o justos, templados o valientes; y los hacedores de santos, de hecho, tampoco exigen la perfección en esas categorías.

La "positio" en defensa de Pío IX me parece un buen ejemplo de las ventajas y los inconvenientes que implica el uso de esas virtudes como instrumento heurístico. En ese caso, se trataba de examinar la conducta del papa durante su pontificado, y un análisis detallado conforme a las virtudes morales demostraba que, en ciertas situaciones, sus juicios morales y sus actos distaron mucho de ser perfectos. Como respuesta, el abogado defensor, Carlo Snider, arguyó que el papa hizo cuanto pudo en las circunstancias dadas. En efecto, el alegato definitivo (y finalmente triunfante) de Snider apelaba a la teología narrativa, no a la teología moral: por muy imprudentes, injustos, intemperados o poco valientes que hubieran sido en su momento ciertos actos específicos del papa, se hallan avalados, en última instancia, por el despliegue de la "historia de la salvación", de la cual la larga y tempestuosa gestión del cargo por Pío IX formaba un capítulo crucial.

Me parece, sin embargo, que un relato más sincero y exacto de la historia habría prescindido de toda invocación de la "historia de la salvación". De haber reconocido las debilidades de carácter del papa, sus defectos e incluso sus pecados, la "positio" podría haber comprobado su santidad demostrando que el candidato superó sus imperfecciones humanas y fue creciendo en la gracia de Dios. Pero las "positiones", como sabemos ahora, no se centran en los pecados. Aparte de alguna selección ocasional de los escritos del candidato, las "vitae" oficiales, normalmente, no discuten el tipo de conflictos que revelan el carácter: la lucha con pecados reales como la desesperación, el orgullo o la envidia. ¿Hemos de creer, pues, que los santos están libres de pecado? Las "positiones" invitan al lector a creerlo, porque se ocupan exclusivamente de la virtud y su perfección.

Tal como funciona el sistema actualmente, se espera de los asesores teológicos que juzguen unas biografías de cuyo texto se ha eliminado el pecado. La razón parece ser puramente técnica; si en alguna fase del proceso -en las declaraciones de los testigos, en los papeles privados del candidato, en los archivos de las otras congregaciones del Vaticano o en la preparación de la "positio"- se encuentran pecados serios, probablemente la causa será suspendida. Con el antiguo sistema jurídico, podía suceder que un abogado defensor tratara de ocultar pruebas de pecados graves, y era tarea del "abogado del diablo" sonsacarlas, como sucedió en el caso de Pío IX, cuya "positio" tercera y última fue la respuesta a las objeciones acumuladas; pero, ahora que el antiguo sistema de controversia se ha abolido, el hacer esos juicios depende del postulador y del relator, a los que su juramento obliga a no ocultar nada. Así pues, en el momento en que una causa llega a la fase del debate, a los asesores teológicos se les presenta un texto que trata solamente de lo positivo. En consecuencia, las cuestiones de las que ellos se ocupan no se refieren a la sustancia, sino solamente a las pruebas: ¿avalan los documentos la conclusión de que el candidato era virtuoso hasta el grado de heroísmo o de perfección que se exige de un santo?

Encuentro, en suma, que el método actual de organizar y de escribir las "positiones" no puede, por su misma naturaleza, hacer plena justicia a la vida del candidato. Dadas las actuales exigencias de la congregación, los autores de las "positiones" se ven obligados a incluir pruebas de virtudes, que pueden resultar, de hecho, irrelevantes para la manera como ese candidato particular vivió su historia, y los obliga también a omitir indicios contrarios, que acaso pudieran ser cruciales para comprender lo que hay de singular en la santidad del candidato. En absoluto pretendo sugerir que no se deba examinar a los santos en cuanto a su virtud heroica, incluidas las virtudes morales; al contrario, basar la santidad en la virtud es particularmente importante en una época como la nuestra, en la cual -por lo menos, en el .clima espiritualmente promiscuo de Estados Unidos- la "espiritualidad" se ha convertido en un término omnímodo que designa cualquier estado elevado de sentimiento que vaya unido a un control psicológico sobre el sistema nervioso y a una vaga comunión con un poder superior inocuo e indeterminado, sin relación alguna con la conducta o con las decisiones morales que forman el carácter. Lo que sí digo es que la concentración exclusiva en las virtudes, sin prestar la atención concomitante a los defectos, no logra producir unos santos creíbles: si a los candidatos hay que escrutarlos para buscar pruebas de siete virtudes, ¿por qué no rastrear sus vidas también buscando indicios de los siete pecados mortales?

Los santos, tal como yo los concibo, deberían sorprendernos, en lugar de confirmar nuestras convicciones morales o teológicas o sus historias no deberían recordamos la excelencia de la vida virtuosa, sino lo impredecible que puede suceder cuando una persona se permite dejarse "transformar por la lógica globalizadora de una vida vivida en y por Dios". En ese sentido, la vida de cada santo genuino es, tomando prestada la frase merecidamente célebre de Mahatma Gandhi, "un experimento con la verdad" y la finalidad del proceso de canonización, en mi opinión debería ser descubrir si ese experimento ha dado resultados y cuáles son.

La historia de un santo, tal como he llegado a entenderla, trata de Dios y su relación con la humanidad. "Es algo terrible caer en manos del Dios viviente", observaba con frecuencia Dorothy Day. El escribir la vida de un santo habría de ser, pues, un ejercicio de teología primaria; es decir, no un ejercicio secundario de teólogos ansiosos de demostrar lo ya conocido y aceptado, sino el ejercicio primario de la comprensión y la imaginación cristianas, aplicadas a los datos en bruto de una vida humana transformada por la gracia divina. Los santos no son personas que tengan experiencias diferentes, ellos experimentan las mismas cosas que usted o que yo, pero las entienden de otra manera; y es esa diferencia lo que distingue a los santos de otras personas y distingue también a un santo de otro. La tarea de los hacedores de santos debería consistir, por consiguiente, en iluminar esa diferencia específica, descubrir qué revelaciones novedosas y formativas el amor de Dios ha producido en el candidato y describir su efecto en un hombre o en una mujer que dice Con Cristo: "No sea como yo quiero, sino como tú." Eso es lo que todos los santos tienen en común y lo que hace que cada santo sea, en la tradición cristiana, absolutamente único.

La creación de santos es, así, un acto de imaginación religiosa. El santo o santa imagina qué sería vivir su vida como la de Cristo, en obediencia total al Padre, y eso es lo que hace. La comunidad contempla al santo y cuenta su historia; y esto también es un acto de imaginación religiosa. La tarea de los hacedores de santos no consiste simplemente en verificar la intuición de los creyentes, sino en entrar en la imaginación religiosa del candidato, que es la mejor manera de comprender y de explicar su forma particular de santidad. Y si el candidato es verdaderamente un santo, su historia será contada una y otra vez como demostración narrativa del poder de la gracia de Dios.

Desafortunadamente, los hacedores de santos de la Iglesia no parecen apreciar mucho la imaginación. A partir de la Reforma, se refugiaron en el derecho canónico y en los hechos demostrables. La tendencia a identificar la santidad con la virtud heroica es, a mi entender, sintomática de la incapacidad del sistema para reconocer su propia reconstrucción imaginativa de las vidas de los santos. Cada "positio" es, en realidad, la interpretación de una vida acorde a un esquema iluminado por la luz de la fe; y es porque no están dispuestos a confiar plenamente en esa luz por lo que los hacedores de santos acuden a los milagros en busca de la confirmación divina.

Milagros: señales de amistad divina

De todos los elementos de la creación de santos, las pruebas de milagros es lo que más desconcierta, y tal vez incluso ofende, al intelecto seglar. Los milagros son asimismo objeto de uno de los pocos verdaderos debates que hay entre los hacedores de santos. Como hemos visto, los médicos asociados a la congregación son, como grupo, quienes más se empeñan en que la Iglesia siga exigiendo milagros de intercesión a los santos canonizados. Me parece una prueba impresionante de que todavía ocurren milagros; pero más impresionante aún sería si el presidente del comité médico, el doctor Raffaello Cortesini, realizara su plan de publicar los casos que ha presenciado y los documentos comprobatorios correspondientes. Sería deseable que demostrase, a los profesionales científicos y a los médicos, el rigor de los procesos de milagros y las bases sobre las que el comité dicta sus juicios.

Me parece, sin embargo, que los milagros están todavía en el ojo del observador, y limitar lo milagroso a lo que se puede observar solamente con los ojos de la ciencia moderna y con sus instrumentos sería restringir el significado tradicional de los milagros como señales de la amistad de Dios. Si mañana los creyentes dirigiesen sus solicitudes de ayuda divina exclusivamente a Cristo, eliminando así la posibilidad de los milagros de intercesión, ¿acaso disminuirían con ello el número o la importancia de los santos? Además, puesto que los católicos no están obligados a creer en los milagros oficialmente atribuidos a un santo -de hecho, salvo para las partes interesadas, los pormenores de esos milagros son esencialmente secretos de la causa-, parece suficiente para su bendición que un candidato esté ampliamente evocado. Como sugiere la búsqueda hasta ahora infructuosa de un milagro atribuible al cardenal Newman, la falta de milagros no disminuye en absoluto la reputación de santidad de un candidato ni impide que exista un auténtico culto de los santos.

En la práctica, el papa actual o cualquier otro papa puede eximir a un candidato de la exigencia de un milagro. En casos como el de Newman, pienso que debería hacerlo. En mi convicción, basta con que un amplio número de personas incluyan a Newman entre los considerados como miembros de la "Iglesia triunfante" y que le soliciten orientación o inspiración. Me decepcionaría, no obstante, que la Iglesia renunciase del todo a los milagros como señales de la aprobación divina; los considero dones, al igual que la gracia, y ¿quiénes somos nosotros para decir que Dios no responde ya a las oraciones dirigidas a los santos? Pregúntenle a cualquiera que alguna vez haya rezado por un amigo desesperadamente enfermo. No todos los milagros son obra de la ciencia moderna. Y, después de todo, no es sino otra forma de fe insistir en que, en última instancia, la "ciencia" sabrá explicar todo cuanto ocurre.

Lo que la Iglesia debería considerar, sin embargo, es abolir la exigencia de un milagro para la beatificación; que los beatos vuelvan a ser lo que fueron antaño, es decir, santos locales, no meros candidatos a unos honores eclesiásticos más elevados; que la extensión y la importancia del culto decidan quién es digno de veneración "universal", y que la Iglesia exija milagros, tal como se entienden actualmente, sólo a los candidatos a la canonización.

Ortodoxia y santidad

Puesto que la canonización es un proceso eclesiástico, se comprende que los santos deban reflejar una auténtica fe católica. Y, sin embargo, no me resulta nada claro qué clase de ortodoxia se requiere de un santo ni qué formas debe adquirir la heterodoxia antes de convertirse en un impedimento para la santidad. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, argumentó en contra de la concepción inmaculada de la Virgen María (la creencia de que nació libre del pecado original) seis siglos antes de que fuese definida como dogma de fe; y no es menos santo por haber defendido esa opinión, ahora considerada heterodoxa. Carlos Borromeo cuestionó el poder temporal de los papas -que, en su tiempo, era casi un artículo de fe- y, no obstante, también él fue finalmente canonizado. Por otra parte, Meister Eckhart, el teólogo, místico y predicador dominico del siglo XIV, fue un fraile de profunda espiritualidad, que murió en obediencia y sumisión a la Iglesia; pero, dado que algunas de sus especulaciones teológicas fueron póstumamente condenadas por Roma, es poco probable que un día sea declarado santo. Lo mismo vale, en gran medida, para el místico y científico jesuita del siglo XX Pierre Teilhard de Chardin, silenciado (y, por tanto, privado de la crítica necesaria) por el Vaticano, durante un período crucial de su vida, por sus especulaciones sobre la evolución, pero conocido por su profunda espiritualidad cristiana, evidenciada en "El ambiente divino" y otros escritos24.

Como hemos visto, al examinar el caso del cardenal Newman, los intelectuales sufren cierta desventaja como candidatos a la canonización, en la medida en que se atreven a formular nuevas interpretaciones y una comprensión más profunda de la fe; con lo cual, corren el riesgo de equivocarse y, cuanto más publican, tanto mayor es el riesgo. No pretendo hacer un alegato en favor de Eckhart o de Chardin, pero sí cuestiono un sistema que, a mi entender, penaliza a aquellos cuyas formulaciones intelectuales no siempre se adaptan a la ortodoxia predominante de la Iglesia. Si la fe cristiana no fuese nada más que una serie de proposiciones autoritarias que hay que repetir y defender, la heterodoxia sería fácil de localizar; pero el cristianismo trata de verdades que se basan, en última instancia, en el misterio, y la tarea de los intelectuales cristianos es relacionar ese misterio con los horizontes cambiantes de la cultura y los conocimientos humanos. En todo caso, la naturaleza de una ortodoxia vital es tal que, en retrospectiva, siempre se reconoce. Parafraseando a Newman, podríamos decir que ser fiel al Evangelio es cambiar y que ser ortodoxo es haber cambiado muchas veces.

Pero, tal como están las cosas por ahora, cuanto más seguro y más convencional sea un pensador católico, tanto mayores probabilidades tiene de ser canonizado. No me resulta del todo claro por qué ha de ser así. Quizás haya cierto temor de que canonizar a un pensador signifique también canonizar todos sus escritos; pero, en el caso de los papas, hemos visto que la canonización del hombre no implica la consagración de su pontificado, y, sin duda, un proceso que investiga las vidas con tal rigor y con tal esmero debería estar en condiciones de discernir el espíritu que busca detrás de todos los argumentos, pensamientos y palabras que los intelectuales tienden a producir. Ante un pensador o un místico cristiano, creo que los hacedores de santos harían bien en prestar atención a la siguiente observación de Simone Weil, que algo sabía de Cristo, del Espíritu Santo y de diversas conversaciones entre cristianos. Ella pensaba en los místicos, pero sus palabras deberían aplicarse también, con algunas reservas, a los intelectuales:

"El guardián del dogma es un cuerpo colectivo; y el dogma es un objeto de contemplación para el amor, la fe y la inteligencia, que son tres facultades intelectuales distintas. Es por ello que, casi desde el principio, el individuo se ha sentido incómodo en el cristianismo, y esa incomodidad ha sido sentida ante todo por la inteligencia (...)."

"Cristo mismo, que es la Verdad misma, al hablar ante una asamblea o ante un consejo no empleaba el mismo lenguaje que cuando conversaba con su querido amigo; y, sin duda, ante los fariseos podría haber sido fácilmente acusado de contradicción y error. Pero, por una de aquellas leyes de la naturaleza que Dios mismo respeta porque su voluntad las ha creado desde toda la eternidad, existen dos lenguajes bastante distintos, aunque estén hechos de las mismas palabras: el lenguaje colectivo y el lenguaje individual. El Consolador que nos envía Cristo, el Espíritu de la verdad, habla uno u otro de esos lenguajes, el que las circunstancias requieran, y, por una necesidad de su propia naturaleza, no hay acuerdo entre ellos."

"Cuando un genuino amigo de Dios -como fue, a mi juicio, [Meister] Eckhart- repite palabras que ha escuchado en secreto, en pleno silencio de la unión amorosa, y esas palabras no concuerdan con las enseñanzas de la Iglesia, entonces es que simplemente el lenguaje de la plaza no es el de la alcoba".

¿Es necesario que los santos sean católicos?

Poco después del II Concilio Vaticano, un reducido grupo de luteranos se dirigió a algunos de los hacedores de santos y les preguntaron si Roma no podría considerar la posibilidad de canonizar a Dietrich Bonhoeffer, pastor luterano, teólogo y mártir, ejecutado por los nazis en 1945. Los visitantes pensaban que ello sería una reafirmación convincente del reconocimiento, por parte del concilio, de la comunión "real aunque imperfecta" entre Roma y sus ,"hermanos separados", después de haber condenado durante siglos a los protestantes como herejes. La respuesta fue que canonizar _a Bonhoeffer sería una intrusión; se les dijo a los visitantes que si los luteranos consideraban santo a Bonhoeffer, más justo sería que ellos mismos se hiciesen cargo de rendirle los honores correspondientes.

Esa perspectiva me merece gran simpatía. En principio, los luteranos no invocan a los santos como hacen los católicos, si bien conmemoran a algunos de ellos, incluido el pastor Bonhoeffer. Pero someter la vida y muerte de Bonhoeffer a los procedimientos de investigación de Roma constituiría una intrusión, y resultaría sumamente difícil certificar su fidelidad a la ortodoxia romana. Además, canonizar a un miembro de otra comunidad cristiana implicaría dos cosas: que los únicos santos "verdaderos" son los que canoniza Roma y que las diferencias de fe y de prácticas, que continúan separando a las distintas Iglesias cristianas, son de poca importancia.

La primera suposición es decididamente falsa. Hace dos siglos, Prospero Lambertini (papa Benedicto XIV) consideró, en su tratado sobre la beatificación y la canonización, el caso de un cristiano no católico que murió por la verdadera fe de Jesucristo, y llegó a la conclusión de que una persona así sería un mártir a los ojos de Dios, aunque no a los de la Iglesia. En otras palabras, Roma hace valer aquí sólo sus propios derechos. La canonización es un acto eclesiástico, realizado por y para la Iglesia. Aun así, parece que la Iglesia católica romana está tanteando alguna clase de fórmula para reconocer a los cristianos no católicos que cumplan sus requisitos; por lo menos, en los casos de mártires. En 1964, por ejemplo, Pablo VI canonizó a veintidós mártires negros de Uganda, asesinados brutalmente en 1886; diecisiete de ellos eran jóvenes sirvientes del enloquecido rey de Uganda. En el curso de la persecución fueron martirizados por su fe también dos docenas de cristianos anglicanos, y el papa reconoció su testimonio de sangre, agregando tras una pausa: "y no queremos olvidar tampoco a los otros que, siendo miembros de la confesión anglicana, hallaron la muerte por el nombre de Cristo."

Persisten, de todos modos, entre los católicos romanos y los demás cristianos unas diferencias reales en cuanto al significado, la identidad y la veneración de los santos; diferencias que los gestos o la buena voluntad ecuménica no pueden superar. Durante los años en que estuve investigando y escribiendo este libro, por ejemplo, un grupo de estudiosos, que representaban oficialmente a los católicos romanos y a los luteranos de Estados Unidos, se dedicaron al estudio formal y al diálogo sobre el tema del papel de los santos -y, en particular, de María, la madre de Jesús- en la vida de la fe cristiana. En febrero de 1990, redactaron una declaración conjunta en la que se delimitaban los ámbitos de acuerdos y desacuerdos. Si bien ambos lados afirmaban la común creencia en Jesucristo como "único mediador"entre los creyentes y "el Padre", reconocían que, al cabo de casi quinientos años de separación, las dos confesiones mantenían unas actitudes radicalmente distintas hacia los santos.

Algunas de las diferencias eran de tipo doctrinal: los luteranos, por ejemplo, estaban dispuestos a admitir (como hizo Martín Lutero) que los santos y sus historias eran pedagógicamente útiles como ejemplos virtuosos para los creyentes; pero insistían en que invocarlos en la oración, implorando ayuda, ni estaba avalado por la Escritura ni era doctrinal mente congruente con el principio de Lutero de que los cristianos se justifican (se salvan) únicamente por la fe en Jesucristo. Una cosa es conmemorar a los seguidores excepcionales de Cristo; pero recurrir a ellos en busca de ayuda era, en su opinión, innecesario, ineficaz y, con toda probabilidad, contrario al Evangelio.

En su respuesta a los luteranos, los católicos romanos insistieron a su vez en que el hecho de invocar la intercesión de los santos de ninguna manera significa atribuirles el poder y la gloria que pertenecen únicamente a Cristo. Argumentaron que la oración a los santos no le hace competencia a la oración dirigida a Dios -a los santos no hay que imaginarios como "amigos influyentes", ya que Dios atiende las oraciones solamente a través de Cristo; muy al contrario, la invocación de los santos conduce a una conciencia más elevada de Él, al glorificarlo mediante la veneración de aquellos en quienes Cristo ha triunfado definitivamente sobre el pecado.

Los católicos admitían, sin embargo, que se habían producido abusos en la veneración de los santos, y particularmente de la Virgen María, y que continúan produciéndose como un "padecimiento de la fe". Además, los estudiosos católicos señalaron que, si bien la Iglesia recomienda encarecidamente la veneración y la invocación de los santos, ningún papa ni ningún concilio de la Iglesia han declarado obligatorias tales prácticas. De todos modos, ambos bandos se mostraron de acuerdo en que las divergencias de doctrina relativas a los santos no eran como para mantener separadas eternamente a las dos Iglesias.

Pero la doctrina, al fin y al cabo, no es lo más importante; raras veces lo es en cuestiones de religión. Los luteranos, por ejemplo, tienen mucho más en común con los católicos romanos que la mayoría de los otros herederos de la Reforma protestante; ¿por qué ha de seguir siendo, entonces, la invocación y veneración de los santos un obstáculo en el camino hacia una cristiandad reunificada?

Los motivos tienen que ver con la experiencia y la imaginación religiosas. El énfasis tantas veces reiterado que puso Martín Lutero en la Fe sola, la Escritura sola, Cristo solo, indica una interpretación de la historia cristiana que diverge del relato que estructura la experiencia católica. Como lo formularon los estudiosos católicos en sus reflexiones conclusivas:

"La tradición católica sostiene que Cristo solo jamás está completamente solo. Lo hallamos siempre en compañía de toda una variedad de amigos, tanto vivos como muertos. Es una experiencia básica del catolicismo que esos amigos de Jesucristo, reconocidos e invocados en el marco de una fe bien ordenada, refuerzan la experiencia que tiene uno mismo de la comunión con Cristo. Todo queda en familia, podríamos decir; somos parte de un pueblo. Los santos nos muestran que la gracia de Dios puede obrar en una vida, nos dan unas pautas luminosas de santidad y rezan por nosotros. Estar en compañía de los santos en el Espíritu de Cristo alienta nuestra fe. Sencillamente, forma parte de lo que significa ser católico, vinculado a millones de personas no solamente alrededor del mundo, sino también a través del tiempo. Quienes nos precedieron en la fe continúan siendo miembros vivientes del cuerpo de Cristo; y, de algún modo inimaginable, estamos todos conectados".

Hablar de los santos en la tradición católica significa, por tanto, evocar una sensibilidad particular: aquellas "convicciones inconscientes acerca de lo que es real y lo que no lo es". Los santos católicos sólo tienen sentido en un mundo en el que el "cuerpo de Cristo" sea algo más que una metáfora; invocarlos es suponer que, entre los creyentes que están en la tierra y los que están en el cielo, existe una conexión orgánica "en Cristo", más fuerte y más real que los vínculos biológicos, psicológicos, sociales y emocionales que sostienen la solidaridad humana en esta vida.

¿Para qué hacer santos?

Mientras estaba preparando este libro, una serie de personas, incluso en el Vaticano, me preguntaron por qué me interesaba la creación de santos. Mi respuesta inicial fue: porque nadie ha explicado satisfactoriamente cómo ni por qué se hace eso, Pero, ahora que he observado el proceso directamente, reconozco otro motivo: porque los santos importan. De lo cual se deduce que la manera como se hacen los santos también importa; y no solamente a los católicos romanos que los veneran, sino a cualquiera que se pregunte seriamente: ¿qué significa ser plenamente humano?

La santidad implica la "entereza". Pero, como ha subrayado John Coleman, la santidad "a menudo rompe nuestros conceptos habituales de lo que convierte la vida humana en entera", Aspirar a la santidad es aspirar a algo más que a una vida "completa"o, incluso, a una vida moralmente "buena", Los santos rompen nuestros esquemas convencionales acerca de lo que es real y digno de esfuerzo y lo que no lo es. La atracción de los santos reside, según observa agudamente Coleman, en "su poder de atraernos, más allá de la virtud, a la fuente de la virtud". Lo que hace interesantes a los santos no es, por tanto, lo que hallamos en ellos digno de imitación -los verdaderos santos no son del tipo de personas que intentan "dar un buen ejemplo"-, sino más bien aquello que los hace inimitables. Con cada nuevo santo "nace una terrible belleza".

Pero ¿a quién le importan hoy en día los santos? Por cierto que la Iglesia católica romana continúa agregando nuevos nombres a su lista de santos oficiales, pero pocas de las personas canonizadas hoy en día son reconocidas o tan siquiera reconocibles fuera de unos grupos muy limitados; incluso en la liturgia católica romana se alude menos que antes a los santos y sus fiestas y los teólogos católicos, por su parte, raras veces discuten sobre santidad.

¿Y qué sucede fuera de la Iglesia? Es un lugar común, entre los estudiosos de la religión y los historiadores de la cultura, que en las sociedades occidentales modernas el santo como ideal social ha quedado relegado a un papel residual. A este respecto, la suerte de los santos no se distingue de la de cualquier otro personaje heroico: las sociedades democráticas adoran a las celebridades -es decir, las personas carismáticas que alcanzan una breve y limitada notoriedad-, pero sospecha, por motivos intrínsecos a su propia naturaleza, de cualquiera cuya vida desafíe la suposición de que todos los hombres son esencialmente iguales. Martín Lutero, al insistir que incluso los santos son pecadores a los ojos de Dios, fue en ese sentido el profeta del mundo moderno, un mundo en el que nadie es realmente mejor que cualquier otro.

"Las grandes revoluciones de la historia humana no cambian la faz de la tierra -escribe el historiador de literatura Erich Heller-. Cambian el rostro del hombre, la imagen en la que éste se contempla a sí mismo y contempla el mundo que lo rodea. La tierra se limita a imitarlo." Si eso es así, ¿qué clase de sociedad es ésta que no es capaz de dar cabida a los santos? ¿Qué les falta a las sociedades en las que los santos ya no importan?

"Conexión": El culto a los santos presupone que todos los seres humanos que han existido y todos los que existirán estén conectados entre sí, es decir, que en la estructura de la existencia humana haya realmente una base para la "comunión de los santos"; de no ser así, carecería de sentido rezar a los santos que han muerto o rezar por otras personas, Pero la afirmación de que todos los seres humanos están radicalmente vinculados a través del espacio y del tiempo, y aun más allá de la muerte, es contraria a la experiencia y a las convicciones de las sociedades occidentales de libre empresa, que premian la autonomía personal y el yo individualizado. En estas sociedades, incluso el tejido conectivo perceptible, que en otros tiempos mantenía unida a la gente -los lazos de matrimonio, familia y comunidad, de la sangre, la tierra y los fines sociales-, se experimentan como una limitación arbitraria impuesta a la primacía y soberanía del yo. Cuando se aflojan los vínculos tradicionales, los individuos tienden a chocar unos contra otros como bolas de billar, en lugar de conectar. Donde se han atrofiado los lazos naturales, resulta difícil imaginar una familia de familiares, que sea previa a los contratos sociales que hayamos elegido suscribir e independiente de ellos. ¿Cómo podemos imaginar y celebrar a los santos cuando, como observó el sociólogo Robert Bellah respecto de los estadounidenses contemporáneos, carecemos de "comunidades de memoria que nos vinculen al pasado y, al mismo tiempo, nos orienten hacia el futuro como comunidades de esperanza"?

"Dependencia": La búsqueda de conexiones es una experiencia muy moderna y muy occidental. La tendencia más poderosa de la cultura occidental contemporánea es fomentar seres humanos autónomos que colaboren como ciudadanos, pero conservando su independencia en lo esencial. Nuestra manera de ser distintiva predominante es individualista, utilitaria y autoexpresiva. Ser libre es poseer el control. En ocasiones, surge, sin embargo, un movimiento poderoso que lo arrastra todo consigo y nos hace sentir el arcaico impulso de la comunión primordial y la radical interdependencia. Descubrimos que, después de todo, formamos parte de una historia común. Podría argüirse que, en esta última década del milenio, la nueva historia suprema de comunión e interdependencia es la historia del "medio ambiente"; a través de ella, reconocemos que todos compartimos el destino del planeta y sus diversos ecosistemas; nos convertimos, con cierta humildad y con afabilidad ecológica, en "amigos de la Tierra".

Pero, para comunicamos con la Tierra, debemos primero escuchar y contar su historia. Según el relato, lo que hace la Tierra es evolucionar; y, según cómo se cuente la historia, la humanidad o bien es la orgullosa especie, con la cual la evolución ha alcanzado su cumbre, o bien es el producto fortuito de un proceso impersonal que susurra: "Yo soy todo lo que hay.". De una manera o de otra, la evolución -¿qué duda cabe?- es nuestro nuevo y necesario mito.

Ser un "amigo de Dios" es, por lo menos en un sentido, como ser un amigo de la Tierra. En palabras de Coleman una vez más, en todas las tradiciones religiosas "los santos nos invitan a conceptualizar nuestras vidas en términos distintos de los de dominio, utilidad, autonomía y control. Como libres instrumentos de una gracia superior y como vehículos de un poder trascendental, ofrecen una visión de la vida que privilegia la receptividad y la interacción". Dicho de otro modo: no hay "self-made saints", no hay santos por mérito propio, al igual que no hay -en oposición a un viejo mito americano- "selfmade men" u hombres que sean lo que son gracias a sus propios esfuerzos. Si hemos de creer a los santos, lo que nos hace plenamente humanos son regalos: lo que comienza con el regalo de la vida, el regalo de la gracia lo completa.

Por consiguiente, para ser amigo de Dios, primero hay que conocer la historia de Dios. En todas las tradiciones religiosas son los santos quienes revelan los planes de Dios; por supuesto que los textos sagrados son importantes, pero sólo revelan la trama central. En la tradición que he estudiado, es Jesucristo quien revela cómo es Dios y qué intenciones tiene; pero los cristianos lo comprenden sólo cuando hacen suya Su historia. Éste es, para todos los cristianos, el significado de la santidad.

"Particularidad": La santidad cristiana es personificada; cada santo ocupa su propio nicho ecológico de tiempo, lugar y circunstancias. La importancia que los cristianos han atribuido tradicionalmente a tumbas, santuarios y peregrinaciones atestigua la creencia de que la providencia de Dios se manifiesta en lo local, en lo circunscrito: en lo particular. Puesto que la gracia está por doquier, lo particular posee significación eterna.

Ese escándalo de lo particular es manifiesto especialmente en la veneración de las reliquias. Como todas las formas de religión, tal veneración invita a la superstición y otros abusos; pero, cabalmente entendido, el honor que se hace a los cuerpos de los santos es una afirmación de que la persona entera es, en su singularidad concreta, objeto del abrazo divino. Las reliquias expresan la santidad a la medida humana: lo concreto, lo físico, lo tangible. Es precisamente el tipo de santidad que cabe esperar de una religión que ve en una persona particular, Jesucristo, no sólo la revelación de cómo es Dios, sino también la revelación de lo que toda persona, en su propia humanidad concreta, está llamada a ser.

Pero, para que la idea cristiana de santidad sea apreciada en una época de conciencia global en expansión, es necesario un nuevo tipo de santo o, cuando menos, una nueva conciencia de lo que requiere la santidad. Simone Weil lo vio con suma claridad. En la última carta que escribió, antes de su muerte en 1943, al padre Jean-Marie Perrin, Weil hablaba de la necesidad de unos santos de "genio" que supieran iluminar "el momento presente" de un modo del que no eran capaces ya los santos del pasado. Imaginaba que "un nuevo tipo de santidad" traería "una nueva primavera (...) casi equivalente a una nueva revelación del universo y del destino humano (...). Sólo cierta perversidad puede obligar a los amigos de Dios a privarse de tener genio, ya que, para recibirlo en sobreabundancia, sólo necesitan pedírselo a su padre en nombre de Cristo".

Sólo Dios hace santos. Aun así, a nosotros nos toca contar sus historias, y ésa es, al fin y al cabo, la única justificación del proceso de "creación de santos". ¿Qué clase de historia le conviene a un santo? Ciertamente no la tragedia. La comedia se acerca más a la posibilidad de captar el carácter lúdico de la santidad genuina y de la lógica suprema de una vida vivida en y a través de Dios. También se precisa un elemento de incertidumbre: hasta el final de la historia, nadie puede estar seguro del desenlace. Los verdaderos santos son los últimos, entre todos los habitantes de la Tierra, a quienes se les ocurriría presumir de su propia salvación, en esta vida o en la otra.

Mi intuición personal es que la historia de un santo es siempre una historia de amor, la historia de un Dios que ama y de un amado que aprende a corresponder a ese "amor riguroso y terrible", una historia que incluye malentendido s y desengaños, traiciones y reticencias, trastornos y revelaciones de caracteres; si hemos de creer a los santos, es nuestra historia. Pero ser un santo no es ser un amante solitario: es entrar en una comunión más profunda con todos los que existen, con todo cuando existe.


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