La compleja personalidad del Fundador del Opus Dei

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Por Doserra, 23.10.2006


En esta web se han publicado últimamente colaboraciones que me parecen muy valiosas, ya que ofrecen un punto de vista diferente del “oficial”, al considerar la personalidad y la biografía del fundador del Opus Dei, desde la valoración de datos objetivamente verificables. Me refiero, por ejemplo, al libro de María del Carmen Tapia, “Tras el umbral. Una vida en el Opus Dei. (Un viaje al fanatismo)”; al estudio de Oráculo sobre “La devoción al mito de José María Escrivá]”; a los de Marcus Tank sobre “Pedro Poveda y José María Escrivá”, y “La acción fundacional del Opus Dei”; al de S.C., sobre la “Relación ente Josefa Segovia (co-fundadora de la Institución Teresiana) y el padre Escrivá (fundador del Opus Dei)”; a los de Manuel Mindán Manero, “Mi compañero José María Escribá” y “Por la verdad, por la justicia y por el honor”; al de Ricardo de la Cierva, “La falsificación del marquesado de Peralta”; o al de Ottokar sobre “La santificación del trabajo. Un texto de Teilhard de Chardin”.

Cuanto más comprobamos las incongruencias de Mons. Escrivá en su tarea fundacional, mayor inquietud me suscita su compleja personalidad. Pues hay aspectos que no se explican sólo por una limitada formación teológica, ni por las limitaciones culturales de la España de principios del siglo xx. Y al final uno acaba preguntándose si el personaje no padecía algunos trastornos de personalidad. Si éstos no fueron diagnosticados, o lo fueron pero se ocultaron, no es improbable que los “hábitos de locos” hoy fomentados por la institución tengan su origen en trastornos psicológicos silenciados o no reconocidos como tales en las biografías oficiales sobre el personaje...

Por ejemplo, tanta opacidad e incoherencia en el Opus Dei no se pueden achacar sólo a los métodos peculiares de su formación. Y tal vez hayan de buscarse algunas explicaciones en las “anomalías” de la personalidad de su fundador. No es que piense que estuviera aquejado de una estricta locura o de una patología mental absoluta, como le achacaron los que le llamaban loco en los primeros años de la fundación. Pues los enfermos psíquicos graves pierden libertad y, en general, no son capaces de organizar ni organizarse demasiado. Pero considero que, aunque no se diera una patología invalidante, valdría la pena que los expertos estudiasen si existieron o no rasgos delirantes o de otro tipo en su conducta ordinaria.

Desde luego, motivos para que esos rasgos se produjeran, los hubo. Pues no se puede negar que algún impacto negativo debió provocarle la acumulación de tantos traumas importantes que se sucedieron en su vida: la muerte consecutiva de sus tres hermanitas, el oprobio de la ruina del padre, la negativa reacción de la familia materna ante esta adversidad, la excesiva mesura en las expresiones sentimentales del afecto en el ámbito familiar, su falta de integración en el ambiente del seminario, la muerte prematura del padre, los desplantes del pariente sacerdote, los encargos pastorales que recibió al ordenarse, la marginación eclesiástica de sus primeros pasos matritenses, la persecución religiosa de los años treinta, su choque con el primer grupo de sacerdotes del que se rodeó, su inicial fracaso con la rama femenina de la institución, la contradicción de los buenos, su escándalo al toparse con las peculiaridades menos edificantes de la curia romana, su frustración ante el bloqueo de la institucionalización eclesiástica de la Obra, su desconcierto ante el Concilio vaticano II, etc.

Quizá el síndrome depresivo con sus ciclotimias, más o menos exageradas, fue lo que más se manifestó en su vida diaria, según evidencian tanto su vehemencia e impaciencia para exigir las cosas, como su negatividad eclesial durante los últimos años de su vida, incapaz de percibir aspectos positivos o de realizar un discernimiento proporcionado según las situaciones. Hubo momentos en que pasaba tertulias y tertulias serio y callado. Y es posible que por ese motivo trasladaran al psiquiatra Juan Manuel Verdaguer, numerario de la Obra, para que en esos momentos viviera en el centro del Consejo General. Que esta atención médica se produjo es también un hecho, aunque esa atención médica no aparezca registrada en las historias clínicas hasta hoy publicadas.

Aun reconociendo otras muchas facetas muy positivas de su innegable personalidad, y dejando claro que la santidad no me parece incompatible de suyo con los problemas de salud psíquica (es más, estos problemas explicarían la coexistencia de una buena voluntad con actitudes unas veces incoherentes y otras eclesialmente inaceptables), cabría mencionar diversas facetas del personaje, que se me vienen a la cabeza sobre la marcha, y que ponen de relieve la complejidad de su carácter:

  1. El integrismo y rigidez de sus posiciones culturales y eclesiales.
  2. La excesiva confianza en su propio “criterio inspirado” y su desconfianza en el que pudiera dar la Jerarquía de la Iglesia, con la que siempre mantuvo una actitud de opacidad en lo referente a la organización de la Obra, bajo la consigna de ceder sin conceder, con ánimo de recuperar.
  3. El totalitarismo en sus modos de gobierno donde, bajo la excusa de sus deberes de fundador, monta una organización de poder indiscutible, centralizada, con él en el epicentro de admiración, y donde el “buen espíritu” parece consistir en no discutirle ninguna de sus ocurrencias.
  4. Un cierto “narcisismo” por causa de su condición de “fundador”, manifestado también en el trato que exigió que el Opus Dei diera a su familia, a su biografía, a su persona misma –hasta la obtención de un estatuto aristocrático-, y todo por causa de su misión personal.
  5. El hecho de que se rodeara de gente que no discutiera para nada “sus antojos”, porque le aceptaban en todo como un oráculo de inspiración divina, mientras despedía de su entorno más directo a toda persona abierta e inteligente que pudiera hacer sombra a sus opiniones o que no temiera sostener un diálogo crítico sobre la conveniencia de sus directrices.
  6. Sus explosiones de cólera y de enfado por cuestiones banales, muchas veces materiales.
  7. La megalomanía en las construcciones de la institución y sus estilos, que parecen dominados por una obsesión de aparentar la posición y la condición de los aristócratas europeos de otros tiempos. O, igualmente, la acumulación de utensilios sagrados lujosos, bajo el pretexto de que eran las exigencias de su amor al Señor.
  8. El contraste entre su ideal de santidad en el mundo —la pretendida sobrenaturalidad de la tarea, y el amor a la dignidad, creatividad y libertad de las personas— y sus realizaciones prácticas, donde destaca un planteamiento de conjunto marcadamente empresarial, controlador y de intromisión de la autoridad en los ámbitos de autonomía del individuo.
  9. Sus constantes cambios de humor o estado de ánimo, alteraciones del sueño, perfeccionismo material obsesivo, etc., junto con ese cierto infantilismo, afectación y teatralidad que se aprecian tan claramente hasta en las tertulias públicas numerosas.
  10. El pesimismo con que enjuició el hecho del Concilio Vaticano II y sus graduales aportaciones, sin advertir el alcance de la honda renovación que tanto necesitaba la Iglesia en todas sus dimensiones.

Es posible que cada uno de estos aspectos, aisladamente considerados, no digan mucho y uno pueda pensar que es su percepción la que está distorsionando la realidad, si se exageran unilateralmente, pues hay otros aspectos muy positivos en la persona de Escrivá. Sin embargo, la integración de todos ellos, a partir hechos y datos que pueden ser contrastados, presenta un cuadro muy inquietante, que sí debería tomarse en serio en una investigación biográfica rigurosa e independiente sobre la verdad histórica de este personaje.


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