Experiencias para los encargados de grupo/Adscripción a la Obra y perseverancia en la entrega

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ADSCRIPCIÓN A LA OBRA Y PERSEVERANCIA EN LA ENTREGA


Petición de admisión

Discernimiento de la vocación

Como fruto sobrenatural del apostolado del Opus Dei, dirigido a hombres y mujeres de todos los ambientes, pues de cien almas nos interesan las cien, muchas personas —generosas y capaces de enamorarse de Jesucristo y de servirle plenamente— sienten la santa inquietud de una posible vocación a la Obra. Para secundar la acción de la gracia, se procura conducirlas por un plano inclinado, de manera que vayan adquiriendo —poco a poco— una sólida vida interior y una honda formación doctrinal. Al mismo tiempo, se procede con mucho sentido sobrenatural, para conocer bien a esas personas y comprobar que poseen realmente las cualidades y las disposiciones propias de la vocación al Opus Dei.

Antes de admitir a un Supernumerario, hágase una encuesta que venga a subrayar la vocación que el aspirante pretende tener, exigiendo: una conducta moral irreprensible; sólidos sentimientos religiosos; carácter decidido, dócil, prudente y emprendedor; capacidad y situación adecuada, para colaborar en los apostolados según su clase social y para recibir la suficiente instrucción espiritual y religiosa.

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Los habitualmente escrupulosos no deben ser admitidos como Supernumerarios; pueden quedar en condición de Cooperadores (Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, n. 41).

Este modo de actuar es un deber de justicia con la Obra y una muestra más de la conducta noble y delicada con las almas: se evita que alguien pueda engañarse, siguiendo un camino al que Dios no le llama.

Para percatarse convenientemente de las disposiciones y circunstancias de un alma, no basta, como es lógico, un conocimiento superficial, de una temporada corta: entre otras razones, porque hay personas que pueden cambiar fácilmente de forma de pensar, en poco tiempo, bajo la influencia de alguna situación extraordinaria —por ejemplo, muerte de parientes más allegados, disgustos familiares, crisis sentimentales— o de un curso de retiro, sin que esa transformación esté fundamentada realmente en una decisión que abrace toda la vida. Por eso, la labor de selección exige tiempo, trato continuo, que permita valorar prudentemente la seguridad de la vocación; y aconseja la intervención del Director y del sacerdote. Esta es precisamente una de las misiones de las obras de San Rafael y de San Gabriel.

Es importante la valoración objetiva de las virtudes humanas — sinceridad, generosidad, fortaleza, lealtad, laboriosidad—, que facilitan el ejercicio de las sobrenaturales. Como en el espíritu del Opus Dei el trabajo es fundamental, porque la santificación personal se apoya —como la puerta en el quicio— en el desempeño de un oficio o trabajo en medio del mundo, se debe subrayar a esas almas la grave obligación de realizar su propio quehacer profesional con la mayor perfección posible. Por eso, quienes no comprendan la necesidad de realizar bien el trabajo, con constancia, o no tengan capacidad para desempeñar seriamente sus ocupaciones profesionales, dan muestra clara de no estar en condiciones de vivir las exigencias de la vocación. No se requiere que sean profesionales extraordinarios, sino que trabajen a conciencia, con sentido de responsabilidad, con amor de Dios y con perseverancia, sin abandonos ni ligerezas, con sentido sobrenatural.

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Los encargados de Grupo tienen claro que el compromiso de un Supernumerario es tan serio y profundo como el de los Numerarios y Agregados: no basta que sean buenas personas; deben luchar para alcanzar la santidad y convertirse en fermento de santidad; una persona con una vida apática no sirve, aunque no haga cosas malas. Han de mostrarse ejemplares, coherentes —heroicos cuando se requiera— en todos los campos: estudio, labor profesional, apostolado, sobriedad en las relaciones sociales, disponibilidad para la formación y para recibir encargos, etc.

En alguna ocasión puede suceder que una persona, sin trato previo, manifieste con insistencia, llevada por un santo entusiasmo, la convicción de que el Señor le llama a la Obra. Es la hora de moderar su impaciencia, y de que se incorpore a los medios de formación de la labor de San Rafael o de San Gabriel —quizá se le puede nombrar Cooperador—, hasta llegar a discernir la autenticidad de la llamada que afirma sentir.

Se valoran también las circunstancias de quienes se han convertido recientemente al Catolicismo; la prudencia exigirá dejar que pase algún tiempo, para que se consolide su vida cristiana.

De ordinario, viene bien poner dificultades razonables a los que desean solicitar la admisión, con el fin de consolidar sus deseos de entrega. Como regla general, se les aconseja esperar algún tiempo. Durante este periodo, se les va preparando como si hubieran ya solicitado la admisión —aprenden a cumplir poco a poco algunas Normas del plan de vida, charlan con el Director, etc. — , sin participar en los medios de formación colectiva propios de los fieles de la Prelatura. De esta forma, su determinación se tornará más madura y profunda, y, por tanto, más segura.

Con cierta frecuencia se presenta el caso de personas que se trasladan a otro país para pasar allí una temporada corta —por motivos de estudio, de trabajo, de descanso, porque asisten a un curso internacional— y que, durante ese tiempo, participan en los medios de formación de las labores de San Gabriel o de San Rafael, quizá como en su propio país. Si alguno quiere entonces solicitar la admisión, resulta más prudente aconsejarle que espe-

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re, ya que en esas condiciones provisionales, difícilmente se podrán conocer con objetividad tanto sus circunstancias, como las posibilidades que habrá de atenderle en el futuro. En consecuencia, se ponen los medios para que, al regresar a su nación —o a aquella en la que va a vivir con estabilidad—, se integre aún más en la labor de San Rafael o de San Gabriel, y se concrete el camino que el Señor quiere para él.

Algunas situaciones que reclaman un particular discernimiento

Para que pida la admisión como Supernumerario una persona que ha sido alumno de una Escuela apostólica o socio, novicio o postulante de un Instituto religioso o de una Sociedad de vida apostólica, es necesaria una dispensa que solicita el Consejo local. Antes de plantear esa posibilidad, se ha de confirmar que el interesado no arrastra ninguna costumbre o hábito que no se acomode al carácter plenamente secular de la Obra, y ha de haber pasado bastante tiempo —de ordinario, al menos quince años— desde que se separó de la institución en la que se encontraba. En general, se tenderá a no plantear este tipo de dispensas.

Si no se llegaran a conocer los hechos hasta después de la Admisión, o incluso después de su incorporación a la Obra —cosa que será muy excepcional—, es preciso comunicarlo cuanto antes al Consejo local.

En algunos países es frecuente que los padres envíen a sus hijos a un seminario menor o a una Escuela apostólica, para que estudien los cursos de primera enseñanza o de bachillerato, sin que el interesado tenga el propósito de llegar al sacerdocio ni de incorporarse a un Instituto de vida consagrada o a una Sociedad de vida apostólica. En estos casos, puesto que no se trata de una verdadera permanencia en esos centros, además de que conste con certeza ese extremo, y siempre que al candidato no le haya quedado ningún hábito o costumbre que no se acomode al espíritu de la Obra, se plantea al Consejo local la posibilidad de que solicite la admisión, y se espera la respuesta.

Una razón grave de prudencia lleva a consultar previamente

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al Consejo local, para plantear la petición de admisión como Supernumerario tanto a hijos legítimos como ilegítimos cuyos padres sean sacerdotes, aunque hayan obtenido dispensa de la obligación del celibato, o hayan sido religiosos.

Además de aspectos subjetivos, hay situaciones objetivas, resultado de precedentes acciones gravemente inmorales —en materias de castidad, justicia, etc., algunas con penas canónicas—, que exigen también una particular prudencia, y que debe saber el Consejo local.

Estas normas no suponen, como es natural, menoscabo de nadie, ni constituyen una regla general que excluya a priori a los que han pasado por esas situaciones. No faltarán nunca almas alejadas de Dios, incluso grandes pecadores, que, al calor del espíritu de la Obra, recomiencen su vida y lleguen a alcanzar después un alto grado de santidad y de eficacia apostólica. Tampoco se pueden cerrar las puertas a quienes manifiestan un arrepentimiento sincero de una grave conducta anterior —que, como es natural, incluye la reparación por el posible mal ejemplo—, siempre que no exista peligro fundado de escándalo. En este sentido, hay que tener en cuenta que el escándalo puede provocarse también entre gentes que provienen de estos mismos ambientes: quizá tales situaciones les causen, en general, poca o ninguna extrañeza y, en cambio, cuando conocen que esas personas han iniciado un camino cristiano, pueden sentirse escandalizadas.

Naturalmente, antes de que una de esas personas pida la admisión, es necesario que haya transcurrido un plazo razonable —largo— desde que sucedieron esos hechos, y que el interesado lleve mucho tiempo asistiendo a los medios de formación, de modo que se adquiera la certeza moral de que ha superado las dificultades y ha asimilado a fondo las disposiciones y hábitos precisos, para iniciar una vida cristiana en la Obra.

Cuando de esos comportamientos se han seguido consecuencias externas irreversibles, o graves compromisos morales o jurídicos, se debe extremar aún más la prudencia.

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El Consejo local, extremando en estos casos el grave deber del silencio de oficio —sin que se comente entre todos: sólo los imprescindibles— ha de cerciorarse de estas circunstancias, del modo más oportuno, cuando alguna persona manifiesta su deseo de pedir la admisión. Además, especialmente todos los que trabajan en la labor de San Gabriel —Numerarios, Agregados y Supernumerarios— han de conocer a fondo estos criterios.

Si alguno, después de haber pedido la admisión, tuviese la desgracia de incurrir en alguna de esas situaciones, el encargado de Grupo informará cuanto antes al Consejo local, para que indique cómo se ha de proceder.

Como es lógico, no se comenta a los interesados este modo de actuar, para que no se sientan heridos ni se falte a la caridad o a la prudencia.

Se han de aprovechar las clases de los apartados III y IV del Programa de formación inicial, para asegurar en todos una formación doctrinal básica, que les permita adquirir una conciencia moral recta. Además de orientarles adecuadamente en su apostolado personal, se animará, especialmente a los Supernumerarios, a que realicen una honda labor doctrinal en todos los ambientes, y a que se opongan con fortaleza a las actividades y a los comportamientos contrarios a la moral, por muy extendidos que estén en la sociedad, o hayan sido admitidos incluso entre personas que se consideran creyentes o que defienden ciertos valores éticos.

En el caso de divorcio civil sin culpa del interesado, actuando siempre de acuerdo con el Consejo local, antes de plantear la petición de admisión, habrá que asegurarse de que, por el modo de llevar el asunto, a los que conocieron el hecho les resulta patente su voluntad contraria; o que el cónyuge inocente se ha visto obligado a acudir al divorcio civil como única vía para conseguir los efectos civiles de una separación canónica —tutela de los hijos, evitar la dilapidación de la fortuna familiar por parte del otro cónyuge, etc. — , siempre que quede claro —al interesado y a las personas de su entorno— que la sentencia civil de divorcio no disuelve el matrimonio.

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Petición de admisión

La petición de admisión en la Prelatura se ha de hacer en el momento oportuno. Los Consejos locales y los encargados de Grupo evitan que se precipite o se retrase esta decisión, sin dejarse influir, por ejemplo, por la proximidad de una fiesta o fecha determinada: todos los días son igualmente buenos para entregarse al Señor.

De acuerdo con una práctica bien experimentada durante años, dirigen al Vicario Regional la carta de petición de admisión quienes la solicitan como Supernumerarios.

Si alguno no ha recibido el sacramento de la Confirmación, se toman las medidas oportunas para que se lo administren cuanto antes.

Admisión e incorporación

Cumplimiento de los plazos establecidos

Los Supernumerarios hacen la Admisión y la Oblación puntualmente, en cuanto ha transcurrido el tiempo prescrito en los Estatutos de la Prelatura, ni un día antes ni un día después. Sobre el Consejo local y el encargado de Grupo recae la grave responsabilidad de poner los medios oportunos para que siempre se cumplan esos plazos.

Los plazos señalados son suficientes para que se forme bien a los interesados y se conozca a cada uno a fondo: gravarían su conciencia los que, por negligencia o desorden —por ejemplo, por no dar puntualmente las clases del Programa de formación inicial, o por no realizar los trámites con suficiente antelación— ocasionaran demoras, aunque fueran mínimas: no se puede jugar con las almas. La expresión formación previa no quiere decir que se supediten los plazos a este requisito: significa que ha de impartirse antes de la Admisión y de la Oblación, que no deben retrasarse.

No justificaría el más pequeño retraso en la Admisión, o en la Oblación, el hecho de que se presentasen inconvenientes para terminar esas clases dentro del tiempo señalado, o para atender adecuadamente a una persona, de forma que se la pueda conocer muy

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bien. Por tanto, si surgen dificultades extraordinarias, se superan con medidas también extraordinarias. Por ejemplo, si un Supernumerario, que no ha hecho la Admisión o la Oblación, se traslada, por causas imprevisibles, a un sitio muy alejado de un Centro, tanto el interesado como quienes le atienden, deben emplear medios proporcionales, consultando antes al Consejo local: una Convivencia especial organizada para ese Supernumerario; una estancia breve de alguno de la Obra en el lugar de residencia del Supernumerario, pagada por éste, etc. En resumen, es impensable que alguien no siga adelante porque no se le hayan explicado esas clases.

A las personas idóneas, que hayan recibido la formación prescrita, que vivan bien los puntos fundamentales del espíritu de la Obra y demuestren efectivos deseos de entrega, no se les retrasa la Admisión o la Oblación, aunque, como es lógico, haya aspectos en los que después tengan que mejorar: la formación no acaba nunca y la santificación es obra de toda la vida (Camino, n. 285). Para renovar la Oblación, se aplica un criterio análogo.

Trámite para la concesión

Con la antelación determinada por el Consejo local respecto de las fechas de la Admisión y de la incorporación, el encargado de Grupo informa con claridad y brevedad sobre cómo vive el candidato las exigencias ascéticas de su vocación divina; es decir, fidelidad al espíritu de la Obra; cumplimiento del plan de vida espiritual (Normas y Costumbres); aprovechamiento de los medios de formación; santificación de su vida matrimonial y familiar, del trabajo y laboriosidad; apostolado y proselitismo; cumplimiento de los encargos apostólicos; ayuda al sostenimiento de las labores apostólicas; otras circunstancias que puedan ser de interés para el apostolado: aptitudes, carácter, salud, etc.

Tanto para la Admisión como para la Oblación, el encargado de Grupo se asegura —e informa al Consejo local— de que el interesado ya ha recibido, o que recibirá antes de la fecha prevista, todas las clases correspondientes del Programa de formación inicial.

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Renovación de la Oblación

Cada año, unos días antes de la fiesta de San José, se recuerda a los que deben renovar la Oblación la naturaleza de este acto, sus consecuencias jurídicas y ascéticas, y el modo de realizarlo. Los Consejos locales y los encargados de Grupo tienen en cuenta las distintas circunstancias personales —viajes, enfermedad, etc. —, para que ninguno deje de recibir esta preparación próxima. Descuidar este deber sería una negligencia grave.

Esta explicación se da en una charla del Círculo de Estudios. Sobre los puntos que conviene tratar: cfr. Anexo 2.

También en las charlas personales se deja muy claro que cada uno se obliga a cumplir todos los deberes que lleva consigo la condición de fiel de la Prelatura, hasta el siguiente 19 de marzo. Por tanto, si alguno voluntariamente no tuviera intención de obligarse en algún aspecto concreto —por ejemplo, a buscar la santificación propia y ajena a través del trabajo ordinario—, o de ajustarse al plazo señalado, realizaría un acto inválido, y dejaría ipso' 'facto de pertenecer a la Obra.

Aunque, a efectos litúrgicos, la fiesta de San José se traslade a otro día, ese acto se realiza siempre el 19 de marzo. Hasta el momento de la Fidelidad, cada uno renueva privadamente la Oblación en esa fecha: basta que reitere el propósito de cumplir por un año las obligaciones que asumió al hacer la Oblación. Lo comunica luego de palabra al Director de su Centro —directamente, o a través de la persona que recibe su charla fraterna o del Celador—, si es posible, el mismo 19 de marzo. Cuando se encuentra fuera de su residencia habitual, y existe allí un Centro de la Obra, lo comunica al Director de este Centro, quien, inmediatamente y por escrito, informa al del Centro al que está adscrito el interesado. Si alguno no puede hacer esta comunicación de palabra, escribe cuanto antes al Director de su Centro para manifestar que ha renovado el contrato.

Si un miembro de la Obra, por inadvertencia u olvido, no renueva la Oblación el 19 de marzo, pero tenía intención de hacer-

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lo, puede renovarla en cuanto advierta esa omisión, en la forma acostumbrada. Será necesario informar con urgencia al Consejo local de ese retraso, para que sea sanada esa renovación. En cambio, si el motivo de no renovar ha sido una circunstancia voluntaria, pero el interesado manifiesta enseguida —al día siguiente, o en la primera ocasión posible— su arrepentimiento y sus deseos eficaces de continuar en la Prelatura, al comunicarse el hecho al Consejo local, se exponen también las razones y circunstancias que parezcan aconsejar el trámite de la necesaria sanación.

Si alguno no renueva la Oblación, se informará de inmediato al Consejo local.

Fidelidad

En el caso de los Supernumerarios, ya en 1950, nuestro Padre indicó que —por la variedad de circunstancias en que se encuentran y del modo en que reciben la formación—, de ordinario, el plazo para la concesión de la Fidelidad es mayor, y que incluso es normal que renueven la Oblación durante muchos años cada 19 de marzo. Al señalar este criterio, explicó repetidas veces que no significa en absoluto una menor seriedad o categoría de la entrega de los Supernumerarios, ni que pueda considerarse provisional o transitoria: es plena en cada uno, y todos venimos a la Obra con ánimo de perseverar siempre, al servicio de la Iglesia (Instrucción, mayo-1935/14-IX-1950, n. 43).

Con esta mente, el Consejo local sólo se plantea la oportunidad de tramitar la concesión de la Fidelidad a los Supernumerarios que se distingan por su entrega y por el espíritu de servicio con que han colaborado en las labores apostólicas: por ejemplo —aunque no son los únicos casos— a los que ya son de edad avanzada y han demostrado una fidelidad profunda a su vocación; o a los que, por su identificación con el espíritu de la Obra y por sus cualidades personales, tengan condiciones para recibir el encargo de Celador. Conviene comentar a todos estos criterios, en los momentos oportunos: cuando corresponda tratar este tema en charlas y en otros medios de formación.

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Obligaciones que se contraen con la incorporación temporal o definitiva a la Obra

El vínculo que une al Opus Dei es un compromiso de amor, como le gustaba tanto decir a nuestro Padre, que obliga a sus miembros a una dedicación plena y total a los fines de la Prelatura. Los miembros de la Obra han de considerar detenidamente que contraen, siempre de cara a Dios, un compromiso firme y estable con la Prelatura, con un contenido teológico, moral y ascético bien preciso, que tiene el vigor y la obligatoriedad de una dedicación vocacional, en el que se empeñan enteramente la honradez cristiana y la fidelidad debida a una llamada específica, recibida de Dios. Ese compromiso impulsa a los fieles de la Prelatura a luchar por ejercer con plenitud, según el espíritu de la Obra, todas las virtudes cristianas, y entre éstas — sobrenaturalizándolas— las virtudes humanas, con la plena exigencia que proviene de la vocación cristiana para la búsqueda de la santidad en medio del mundo, que la luz de la llamada específica a la Obra lleva a descubrir y asumir con toda su profundidad. Esas virtudes, en la medida en que están preceptuadas por leyes divinas o eclesiásticas, obligan en la misma forma que esas leyes determinan.

Además, se adquieren unos deberes específicos, que precisan el modo de vivir la dedicación a Dios en la Obra y que nacen del vínculo con la Prelatura. Al referirse a este punto, la Santa Sede se expresa así en su Declaratio (I, c): “... graves et qualificatas obligationes ad hoc assumentes... non vi votorum, sed vinculi contractualis iure definiti”. Los fieles de la Prelatura tienen la obligación de conciencia de cultivar y defender, en todo momento, las características divinas de la Obra: su naturaleza y sus fines sobrenaturales, su régimen, su unidad, los modos apostólicos queridos por el Señor, el Derecho propio santo, perpetuo e inviolable— que nuestro amadísimo Fundador, por Voluntad divina, estableció para siempre, y la Santa Sede ha sancionado. Estos deberes, que se adquieren siempre voluntaria y libremente, obligan con una gravedad proporcional a la materia de que se trate

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en cada caso. Por tanto, faltar a alguno de esos deberes en materia grave —es decir, en algo que se refiere a un aspecto esencial de los compromisos, tal como lo establecen los Estatutos— constituiría un pecado grave; y, en su caso, se podría causar también escándalo para los demás.

También son objeto de los compromisos las demás prescripciones disciplinares y ascéticas: por si mismas no obligan bajo pecado, aunque su incumplimiento, si se debiera a desprecio formal, o a una intención no recta, o fuera causa de escándalo, constituiría una ofensa a Dios grave o leve, según la entidad de la falta.

Se indican a continuación algunas manifestaciones de la entrega a Dios en la Obra, con el fin de que sirvan de pauta para tener siempre conciencia muy clara de que, al don excelso de la vocación a la Obra, se ha de responder con una exigencia igualmente grande, plena, que se aplica a todos los demás aspectos de la llamada:

  • el deber de obedecer con finura, sentido sobrenatural y prontitud al Padre —y a los Directores que le representan—, en todo lo referente a la vida interior y al apostolado;
  • la disponibilidad, cada uno según su estado y circunstancias, para dedicarse a las tareas apostólicas de la Obra;
  • el empeño de trabajar, convirtiendo esa tarea profesional en instrumento de santificación y apostolado, haciendo de cada día una misa; y la obligación de obtener también los medios para el propio sustentamiento y para sostener las labores apostólicas, cumpliendo con exactitud las normas especificas sobre el desprendimiento y el uso de los bienes terrenos;
  • el celo por acercar almas a Dios, con un apostolado constante de amistad y confidencia, lleno de comprensión hacia las personas y de deseo de convivir con todos los hombres; y el derecho y el deber de hacer proselitismo, para promover vocaciones a la Obra;
  • el deber de fraternidad, de ayudar a los demás fieles de la Prelatura en su camino de santidad, usando todos los medios que estableció nuestro Fundador;

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  • el cuidado atento de las amables exigencias de la vida en familia;
  • el cuidado atento de la necesaria virtud de la santa pureza, practicada con la mayor delicadeza posible;
  • el empeño de cultivar la filiación divina, como fundamento de la vida espiritual de los miembros de la Obra;
  • el optimismo y la alegría, tan propios del espíritu de la Obra, que nacen de la condición de hijos de Dios;
  • el esfuerzo por conocer e imitar a nuestro amadísimo Fundador, como modelo querido por Dios hasta el final de los siglos; y por acudir a su intercesión en el camino de santidad y apostolado;
  • el puntual recurso —como un grato derecho y deber— a los medios de formación que la Obra proporciona abundantemente.

En todas las manifestaciones de nuestra entrega, debemos ver la correspondencia leal de la criatura a ese gran misterio de amor divino —fidelis est Deus—, que requiere una lucha contra todo descuido de nuestros deberes, evitando cualquier síntoma de aflojamiento. Por eso, el examen —el diario, el semanal en los Círculos, el de los días de retiro— ha de ser exigente, sin soslayar ningún punto de la entrega.

Cómputo del tiempo y estudio de algunos casos particulares

Cuando algún miembro de la Obra se encuentra en grave peligro de muerte, y manifiesta vivamente deseos de hacer la Admisión, la Oblación o la Fidelidad, se informa, con la urgencia que requiera el caso, al Consejo local.

La Admisión, la Oblación o la Fidelidad, concedidas de esta forma, dejan de existir si el enfermo es dado de alta: su situación dentro de la Obra vuelve a ser la que tenía antes. Puede suceder que, en algunas ocasiones, desaparezca el peligro inminente de muerte, pero persista la gravedad del enfermo por tratarse de una enfermedad crónica. En estos casos, aunque lógicamente no esté superada la enfermedad, la Admisión, la Oblación o la

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Fidelidad dejan también de ser válidas; por tanto, en el momento oportuno, se procede del modo habitual.

Se entiende que, si se cumple el plazo establecido para hacer la Admisión, la Oblación o la Fidelidad, mientras perdura la gravedad, no es necesario repetir la ceremonia; y la fecha de la Admisión o de la incorporación será la del día en que le correspondía hacerla de acuerdo con ese plazo.

La perseverancia en la entrega

A través de los diversos medios de formación, se recuerda continuamente a los fieles de la Prelatura que la vida es lucha — lucha por amor—, ordinariamente en cosas pequeñas; a veces, porque el Señor lo permite, en cosas grandes; pero sólo mientras hay lucha, se mantiene la vida, y se llega a la victoria tras superar esos obstáculos ágilmente, con un ejercicio —deporte sobrenatural— impregnado de afán de superación y con el pensamiento en el premio, como cristianos llamados a la santidad, a la plenitud de la vida de la gracia, que tendrá su perfecto cumplimiento con la visión beatífica en el Cielo. Para llegar a este término, es necesario pedir al Señor la perseverancia final, don gratuito para el que dispone también la fidelidad actual y habitual en la conducta cristiana, en el lugar en que Dios ha colocado a cada uno.

La última piedra —llegar a la meta— es lo decisivo; si no, la vida entera no sirve de nada. Se necesita, por tanto, vencer la comodidad, el desorden, el peso de las propias miserias, el posible mal ambiente externo, todo un conjunto de dificultades, que no faltarán nunca, pero que con la gracia de Dios son siempre superables.

La labor no termina cuando las almas comienzan a andar cristianamente: esto es mucho, pero no es todo. Importa seguir vigilantes para que los buenos sean mejores; para que los que conocen a Cristo, le descubran aún más; con la persuasión de que todos estamos necesitados del auxilio de Dios —y de su misericordia— y de la ayuda de los demás. Muy grave sería abandonar el empeño para que surjan nuevas conversiones y nuevas llamadas de Dios a una dedicación generosa a su servicio; pero más

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grave aún contribuir —con la propia indiferencia, con omisiones personales, con una falta de atención sobrenatural y humana— a que alguno perdiese el camino neciamente o por ceguera.

Nada de lo que se refiera a los demás, por pequeño que sea, puede resultar indiferente. Cada uno, por tanto, ha de sentir la responsabilidad de sostenerse y de sostener a los demás, porque el verdadero amor a Dios lleva consigo un continuo servicio a todas las almas, y concretamente a las de aquellos con los que se convive. Hay obligación de no privar a los demás de la caridad de la oración, del ejemplo, de la mortificación, de la oportuna corrección fraterna, de la alegría sobrenatural y humana, y de la delicadeza. Todos han de sentir siempre aquel grito del Apóstol: ¿quién enferma que yo no enferme con él? (2 Cor 11, 29).

Dificultades que pueden presentarse

No hay que extrañarse si, a pesar de todo, surge en alguno la tentación de volver la cara atrás (cfr. Lc 9, 62); porque el demonio, con la complicidad de las debilidades de cada uno, trata de derribar el edificio de la vida interior.

Con la gracia de Dios, tenemos motivos abundantes para esperar que siempre serán pocos los miembros de la Obra que abandonen su vocación; entre otras razones, porque —además de haber comprobado previamente que reúnen condiciones humanas básicas: sinceridad, reciedumbre, espíritu de trabajo, etc. — , todos piden la admisión con un conocimiento suficiente de las exigencias de la entrega; porque son personas maduras, que ya han superado las posibles crisis espirituales de la adolescencia; porque reciben una formación constante, sincera y abierta, que les ayuda a valorar —en medio de la realidad del mundo— la hondura sobrenatural de su camino; porque cada uno tiene recursos sobrados para desenvolverse social y económicamente: nadie está en el Opus Dei por conveniencia; porque ninguno se siente nunca coaccionado o forzado humanamente a seguir el camino: su entrega a Dios fue libre, y libre sigue siendo su perseverancia; todos saben que, para salir, la puerta está abierta.

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De todos modos, resulta inevitable que algunos se vayan. Es una prueba más del vigor sobrenatural y de la salud de espíritu de la Obra. Como todo cuerpo sano, se resiste a asimilar lo que no le conviene, y expulsa inmediatamente lo que no asimila. Y no sufre por eso: se robustece. En concreto, no puede extrañar —lo contrario no sería normal— que durante el año y medio antes de la Oblación, algunos no sigan adelante. En la gran mayoría de los casos, no constituyen defecciones: se trata simplemente de que los Directores —o el mismo candidato— comprenden con claridad que no están en condiciones de continuar.

No obstante, como exigencia fundamental de la caridad cristiana, y como deber de justicia, las personas que se ocupan en tareas de formación y de dirección, han de estar muy atentas, para descubrir desde el principio los síntomas que pueden desembocar en la falta de fidelidad, apartando los obstáculos que se presenten y proporcionando en cada momento los medios necesarios para vencerlos: no estarían exentos de pecado si, por negligencia, por inadvertencia culpable, por no haber tomado a tiempo las medidas necesarias o por haber descuidado su formación, alguno se apartara del camino emprendido.

El amor a las almas mueve a no dejar que se separe, o se aleje de la Obra, nadie que se haya acercado con el noble deseo de servir a Dios. Si un alma encuentra alguna vez una situación de dificultad, hay que recordarle que los fieles de la Prelatura, por ser cristianos corrientes, que viven en la calle, y aman al mundo sin ser mundanos, no desconocen los peligros que les acechan, y cuentan para vencer con la gracia de Dios, que todo lo puede. Los peligros —los ha habido siempre— no se ignoran: se afrontan hablando con sinceridad. De este modo, se adquiere una conciencia bien formada, capaz de superar, con la práctica de las virtudes, el ambiente que no sea de Cristo. Cuando se acude con claridad a la dirección espiritual, con la fuerza de Dios, el diablo —padre de la mentira— sale derrotado.

Unas veces, la tentación aparece de forma descarada; las más, solapadamente, hasta con pretextos de caridad (Camino, n. 134).

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Pero en todos los casos hay que ayudar a quien la sufre, para que sepa descubrir los engaños del enemigo y para que venza, con la gracia de Dios.

De vez en cuando, esas tentaciones se pueden presentar ante el esfuerzo que supone luchar contra “el cuerpo de muerte” que clama por sus fueros perdidos (Camino, n. 707), o contra el corazón, cuando haga sentir que es de carne (Camino, n. 504). Es el momento de ayudar a esa persona, para que no se asuste ni se extrañe, porque a todos afecta ese riesgo; se le insiste en que siga luchando con optimismo y con entusiasmo, porque la santa pureza es una afirmación gozosa; que fomente su esperanza; que se acoja confiadamente a la protección de su Madre Santa María y a la defensa que le presta su Ángel Custodio; que rece y mortifique sus sentidos, su imaginación y su curiosidad; que no tenga la cobardía de ser “valiente” (Camino, n. 132), que se aparte decididamente de las ocasiones, aunque deba actuar de modo heroico; que sea salvajemente sincero con Dios, con la propia alma y en la dirección espiritual; que profundice en humildad. Si pone los medios recomendados tradicionalmente por la ascética cristiana, la victoria final resulta segura, aunque se pierda alguna batalla. No ha faltado esta pelea en la vida de los santos, que han coronado el camino, con lucha, con entrega esforzada.

En otras ocasiones, las dificultades provienen del influjo de malas lecturas, así como de consejos de amigos más o menos íntimos o, incluso, de los propios parientes. Entonces, la prudencia y la fortaleza de los que dirigen sabrán aconsejar, en cada caso, la conducta más acertada para disipar esos obstáculos, quizá aparentes, y así, irle conduciendo poco a poco —o, si es preciso, tajantemente— por un plano inclinado muy tendido.

La comodidad y la cobardía pueden originar también retrocesos en la marcha de alguno. Hay que exigirle entonces con cariño, pero con fortaleza, para que responda con generosidad a lo que Dios le pide: que sepa desprenderse de sí mismo, de su egoísmo, de su poltronería; que se esfuerce, sea fiel y confíe en la gracia de Dios.

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La soberbia, frecuentemente disfrazada de humildad, es el obstáculo más fuerte, si se presenta; normalmente, suele aparecer al cabo del tiempo. Tiene manifestaciones de susceptibilidad, de espíritu critico, de falta de docilidad, etc. En estos casos, es preciso ayudar al interesado a ver claramente que esas ideas o reacciones son tapujos de su soberbia. Para vencerla, debe ser sincero consigo mismo, para serlo con Dios; y dejarse llevar dócilmente. Si es necesario, se le habla con mucha claridad y fortaleza, verdadera muestra de caridad, para así lograr que con la gracia de Dios reaccione: no caben cesiones, ni quedarse entre dos aguas.

Ayuda ante algunas dificultades

Para ayudar eficazmente a un alma que atraviesa una mala temporada, los que la atienden han de intensificar su propia vida interior, e invocar al Espíritu Santo para que les ilumine; piden también, desde el primer momento, el oportuno consejo al Director del Centro. Ejercitarán especialmente las virtudes de la prudencia y de la fortaleza, para afrontar las verdaderas causas de esa enfermedad espiritual, sin dejarse engañar por las falsas razones que el interesado inconscientemente pueda aducir, para justificar sus palabras o sus acciones; y aplicarán con decisión y energía los remedios convenientes. En su oración personal, encontrarán la luz y la fuerza, para ser buenos instrumentos en manos de Dios.

Cada persona necesita una medicina apropiada, porque cada enfermo es un caso particular; pero es importantísimo estar atentos a las causas que producen reacciones análogas, para prevenir a los interesados.

Si un Supernumerario manifiesta deseos de no seguir adelante, es de justicia que quienes le atienden pongan todos los medios que estén a su alcance, haciendo lo posible y lo imposible, para que —respetando siempre su libertad— reaccione y sea fiel a la gracia de la llamada. El primer proselitismo se concreta en procurar que no se pierdan los que ya son instrumento, red; conse-

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guir que no se rompa la red. Este grave deber de justicia se convierte en algo aún más imperioso cuando se trata de una persona que lleva bastantes años en la Obra o ha prestado particulares servicios.

Hay que tener en cuenta que, de ordinario, las crisis no se presentan nunca de repente: van precedidas de una larga etapa, con síntomas precisos, que el encargado de Grupo, los Celadores y los que conviven con la persona que vacila pueden y deben advertir. Por eso, si se diese el caso de una defección improvisa, de la que no se supiesen explicar las causas, nuestro Padre no excusaba de pecado, y en ocasiones de pecado grave, a quienes les atiendan y a los que hubieran convivido con aquel hijo suyo, porque no habrían sabido facilitarle los medios para perseverar; medios a los que tenía derecho. Se le debe ayudar a tiempo, y siempre es tiempo (Carta 29-IX-1957, n. 24).

Cuando hay caridad —que es cariño humano y sobrenatural—, resulta muy fácil darse cuenta de las necesidades de los demás. La caridad verdadera —cariño auténtico—, que se ha vivido siempre en la Obra, descubre esos síntomas, los valora convenientemente y sostiene con la corrección fraterna, cuando el mal se halla sólo en sus comienzos, con más posibilidades de curación. Los Directores y el encargado de Grupo —con caridad y con fortaleza, con prudencia y con autoridad— deben poner en estas ocasiones los remedios espirituales convenientes: cuentan con toda la farmacopea. En general, las almas se rehacen, si encuentran en su dirección espiritual caridad —cariño— y fortaleza.

A los que intentan abandonar su vocación, se les debe ayudar espiritualmente, y —sin coacción ninguna— tratar de que reaccionen. Posiblemente, están obcecados, y entonces necesitan más que nunca de la serenidad de juicio del encargado de Grupo y del Director, que les orientarán para que valoren los problemas con sentido sobrenatural; y procurarán emplear también, si es conveniente, medios humanos nobles, con el fin de evitar las circunstancias que sean, o puedan ser, la ocasión o el origen de esas tentaciones contra la vocación.

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Cuando se llega a una crisis así, puede haber apasionamiento en quien la sufre, y por lo tanto, se han de buscar —con un derroche de caridad y de paciencia— todos los medios para sostenerlo y para que no deje el buen camino. Se le debe aconsejar que lo piense bien y durante más tiempo; que espere y medite despacio ese paso, empujándole a ver la Bondad de Dios, para que no se precipite y tome decisiones de las que podría lamentarse siempre; se le mostrará la ayuda que la fidelidad supone para su salvación y el daño que la infidelidad puede causar a los demás. Se procurará que comprenda que otra actitud de su parte, al cabo del tiempo, le llenaría de pena y le avergonzaría delante de Dios, de su conciencia y de los hombres; y también que negarse a recibir el apoyo sobrenatural que se le ofrece, precisamente en ese momento de ceguera, equivale a tentar a Dios Nuestro Señor, exponiéndose a perder la felicidad terrena —el gaudium cum pace— y tal vez la eterna.

Como puede faltar la sinceridad a quien padece esta crisis, se le tratará con mucho cariño —lleno de sentido sobrenatural—, para que acabe abriendo completamente el alma, y sea humilde y dócil. Es el camino seguro para perseverar, con la gracia de Dios, que no se le niega en ningún momento.

En concreto, convendrá enterarse con prudencia de qué clase de amistades cultiva; si tiene intimidad con alguna persona; si busca consejo espiritual fuera de la Obra, en lugar de dirigirse a sus hermanos; qué correspondencia envía y recibe, pues quizá escriba a parientes, amigos o a otras personas que no le orientan bien; qué libros lee; si está pasando por problemas laborales o económicos; si, en el ambiente de trabajo, encuentra dificultades de trato con otro fiel de la Prelatura... En el caso de personas casadas, es muy importante conocer si existen dificultades en el matrimonio.

En este tiempo —y aun después de superada la crisis—, es natural que le falte el gusto en cumplir los deberes de su compromiso de amor; que —después de haber abandonado por un tiempo los medios de santidad que el Señor da en la Obra— sien-

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ta desgana por las cosas de Dios. Todo esto podrá vencerlo si voluntariamente practica la penitencia, con la correspondiente aprobación, y usa todos los medios sobrenaturales que el espíritu de la Obra le ofrece. Por su parte, los que le atienden han de rezar mucho y ofrecer mortificaciones, para que Nuestro Señor le ilumine y le haga volver sobre sus pasos; y mueven a rezar a otras personas por esa intención, naturalmente sin decir de qué se trata.

Finalmente, además de los Directores, todos los fieles han de tener muy presente la obligación de sostener e impulsar a los demás en su fidelidad.

Trato con los que no desean continuar en la Obra

A los que han dejado la Obra, se les trata con mucha caridad y delicadeza. Como es natural no participan ya en los medios de formación a los que asistían, porque han decidido emprender otra etapa distinta en su vida y porque es, además, un lógico detalle de delicadeza con los fieles de la Prelatura: no respondería a la realidad actuar como si “no pasara nada”. Y esto, aunque deseen continuar de algún modo unidos a la Prelatura como Cooperadores. Todos han de saber que siempre contarán con la atención espiritual, con el cariño y la cercanía de la Obra, lo mismo que seguimos contando con su oración, su ayuda y su afecto.

Si existen dudas de cómo proceder, convendrá preguntar al Consejo local. En todo caso es preciso esmerarse en la caridad y en la delicadeza.

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