Experiencias de práctica pastoral/Sacramentos del bautismo, confirmación y unción de los enfermos

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SACRAMENTOS DEL BAUTISMO, CONFIRMACIÓN Y UNCIÓN DE ENFERMOS


El bautismo. definición y efectos

El Bautismo es el fundamento de toda la vida cristiana, el vestíbulo de ingreso a la vida del Espíritu (vitae spiritualis ianua), y la puerta que abre el acceso a los demás sacramentos. Mediante el Bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, nos hacemos miembros de Cristo, y nos incorporamos a la Iglesia[1]. «Baptismus est sacramentum regenerationis per aquam in verbo -El Bautismo puede definirse como el sacramento de la regeneración cristiana mediante el agua y la Palabra»[2]. Es de fe que fue instituido por Jesucristo y que es necesario para la salvación: «Per Baptismum enim Christo incorporati, constituuntur in populum Dei, acceptaque omnium peccatorum remissione, de potesta-te tenebrarum erepti in statum adoptionis filiorum transferuntur, nova cre-atura ex aqua et Spirito Sancto effecti: unde filii Dei nominantur et sunt»[3].

Sus efectos se pueden resumir del siguiente modo: «El sacramento del Bautismo confiere la primera gracia santificante, por la que se perdona el pecado original, y también los actuales, si los hay; remite toda la

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pena por ellos debida; imprime el carácter de cristianos: nos hace hijos de Dios, miembros de la Iglesia y herederos de la gloria y nos habilita para recibir los demás sacramentos»[4].

Ex opere operato, el Bautismo perdona el pecado original y todos los pecados personales que haya cometido el sujeto, así como todas las penas debidas por el pecado. Permanecen algunas consecuencias temporales del pecado, como los sufrimientos, la enfermedad, la muerte, etc., y una inclinación al pecado que la Tradición de la Iglesia llama concupiscencia o «fomes peccati»[5]. Actualmente, existe una ignorancia profunda de la doctrina acerca del pecado original y de sus secuelas, de la eficacia sacramental ex opere operato y de la absoluta necesidad del Bautismo para la salvación de cada alma que pueda recibirlo. En muchos casos, hay una sobrevaloración de la parte que corresponde al hombre en su salvación, y una consideración de los sacramentos como si fuesen sólo «signos» de un lenguaje divino, estímulos para la fe, ocasiones privilegiadas para que el hombre -en momentos cruciales de su existencia- dé una respuesta a la palabra divina; anteponiendo a la acción de la gracia en el alma, la conciencia subjetiva que se autodetermina, etc. Se olvida así, o no se admite, que -por institución divina- los sacramentos «no sólo contienen la gracia, sino que la confieren a quienes los reciben dignamente»[6].

Por el Bautismo, Dios infunde en el alma la gracia santificante, las virtudes y los dones del Espíritu Santo. Es de fe definida la infusión de la gracia, junto con la remisión de todos los pecados: «Si alguno dice que por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo que se confiere en el bautismo, no se remite el reato del pecado original; o también si afirma que no se destruye todo aquello que tiene verdadera y propia razón de pecado, sino que sólo se rae o no se imputa: sea anatema»[7]; y es doctrina católica que con la gracia se infunden las virtudes sobrenaturales y los dones[8].

El Bautismo imprime carácter indeleble: como cierta señal impresa en el alma, que jamás puede borrarse, y que está perpetuamente estampada en ella, y que nos habilita para el culto religioso cristiano[9]. Por este carácter, el fiel se distingue de los infieles ontológicamente, ya que parti-

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cipa del sacerdocio de Cristo. Este sacerdocio común de los fieles confiere a los cristianos una participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo, que se ejerce en la oblación eucarística, en la participación de los demás sacramentos, con la oración y toda la vida cristiana[10].

El Bautismo confiere, además, una gracia sacramental que capacita para llevar a cabo la misión de testimoniar la fe y para recibir los demás sacramentos.

Por este sacramento la persona queda incorporada a la Iglesia, y queda constituida en la condición de «fiel»: proporciona así una radical igualdad a todos los cristianos, que lleva consigo una llamada universal a la misma santidad: «La llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe. Cada cristiano debe ser alter Christus, ipse Christus, presente entre los hombres. El Santo Padre lo ha dicho de una manera inequívoca: "Es necesario volver a dar toda su importancia al hecho de haber recibido el santo Bautismo, es decir, de haber sido injertado, mediante ese sacramento, en el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia... El ser cristiano, el haber recibido el Bautismo, no debe ser considerado como indiferente o sin valor, sino que debe marcar profunda y dichosamente la conciencia de todo bautizado" (Ene. Ecclesiam suam, parte I)»[11].

Sujeto del bautismo

Es sujeto capaz del Bautismo todo hombre viador no bautizado, y sólo él[12]. Por tanto, son sujetos: a) los adultos, que libremente lo deseen: han de estar instruidos y, para recibirlo fructuosamente, deben tener al menos atrición de sus pecados; b) los niños, antes del uso de razón[13].

Bautismo de niños

En los últimos años se ha extendido el error de retrasar el Bautismo a los niños. Algunos pretenden justificarlo afirmando que aunque es verdad que todos los hombres son llamados por Dios a la Iglesia, la obligación de abrazar la verdadera fe se ha de cumplir de manera adecuada a su naturaleza libre y racional: cosa que no puede hacer el niño antes del uso

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de razón, e incluso, antes de haber llegado a la mayoría de edad. Así, concluyen que si se bautizara a un niño se violentaría su libertad.

En 1980, la Congregación para la doctrina de la Fe denunciaba estos errores: «Algunos dicen que toda gracia, por estar destinada a una persona, debe ser recibida conscientemente y hecha propia por parte del que la recibe, de lo cual el niño recién nacido es absolutamente incapaz. En realidad el niño es persona mucho antes de que pueda manifestarlo mediante actos conscientes y libres, y como tal puede ser ya hijo de Dios y coheredero con Cristo mediante el sacramento del Bautismo. Su conciencia y su libertad podrán, más adelante, disponer de las fuerzas infundidas en el alma por la gracia bautismal»[14].

Otros autores han llegado a afirmar, en contra de la enseñanza de la Iglesia, que es seguro que los niños muertos sin Bautismo gozan de la visión beatífica, porque no han cometido ningún pecado personal, y en cuanto al original, o lo interpretan de modo que no es también propio de cada hombre, o dicen que es perdonado a todos en general, o que suplen al Bautismo los méritos de que es depositaría la Iglesia.

En primer lugar, como se ha dicho, es de fe que también los niños necesitan ser librados del pecado original, contraído históricamente por nuestros primeros padres y trasmitido realmente por generación a todos los hombres. «Pertenece a la regla de la fe que incluso los niños pequeños, que todavía no pudieron cometer ningún pecado por sí mismos, son verdaderamente bautizados para la remisión de los pecados, a fin de que por la regeneración se limpie de ellos lo que por la generación contrajeron. En la presente economía no hay otro medio para comunicar esta vida (la de la gracia) al niño que todavía no tiene uso de razón. Y sin embargo, el estado de gracia en el momento de la muerte es absolutamente necesario para la salvación»[15].

Respecto a los niños que mueren sin haber recibido el Bautismo, hay que tener en cuenta que la Iglesia no conoce otro medio, para que les sea perdonado el pecado original, que el Bautismo de agua[16]; de ahí que -sin negar que Dios pueda perdonar directamente a esos niños el pecado

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original- pertenece a la doctrina católica que no hay motivo para afirmar con seguridad que esos niños gocen de la visión beatífica. De hecho, algunas teorías que sostienen la salvación de los párvulos muertos sin el Bautismo, fueron calificadas por la Santa Sede como solido fundamento carentes[17].

Por tanto, mientras una de esas criaturas no haya sido regenerada por las aguas bautismales, su alma no es templo de Dios; al contrario, alejada de El por la culpa original, se halla expuesta al peligro de no gozar de la visión de Dios en la vida eterna, y no alcanzar el fin sobrenatural que Dios nos ha concedido[18]. Por esto, es praxis inmemorial de la Iglesia que los niños sean bautizados cuanto antes. «Los padres tienen obligación de hacer que los hijos sean bautizados en las primeras semanas; cuanto antes después del nacimiento, e incluso antes de él, acudan al párroco para pedir el sacramento para su hijo y prepararse debidamente»[19].

Hay que tener en cuenta que quienes consideran al Bautismo de los párvulos como contrario a la libertad -además de incurrir en un contrasentido, porque también al privar del Bautismo disponen de una voluntad que no es la suya-, niegan al niño sin uso de razón un derecho fundamental que Dios le ha dado ciertamente (el derecho a recibir de la Iglesia los medios para poder alcanzar la vida eterna que Cristo nos ha ganado en la Cruz), aunque el párvulo no pueda reclamarlo por sí mismo. Quienes por ley natural y por derecho positivo {patria potestas, tutela, etc. ) son llamados a ejercer los derechos y obligaciones del niño, tienen la consiguiente obligación moral -más aún si son católicos- de no impedir a esa persona el derecho que tiene a que nadie ponga en peligro su salvación eterna. Además, si sería absurdo considerar un atentado a la libertad dar a un hombre la vida natural, engendrarlo -sin haber obtenido su consentimiento previo-, ¿por qué habría de serlo dar a ese mismo hombre, en análogas condiciones, la vida sobrenatural a la que el Bautismo incorpora? De

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modo semejante, sin contar con la voluntad y la razón del niño, se le alimenta desde que nace, se le vacuna y medica, se le viste y se le forma humanamente.

En caso de necesidad, cualquier persona puede administrar lícitamente el Bautismo[20]. Es lógico que aquellas personas que por su profesión pueden encontrarse con alguna frecuencia en estos casos de necesidad -médicos, comadronas, etc.- sientan la responsabilidad de saber administrar este sacramento debidamente.

En caso de peligro de muerte, es lícito bautizar a un niño, aunque sus padres no sean católicos o se opongan a ello[21]. Fuera de peligro de muerte, para bautizar lícitamente a un niño, se requiere: «1. que den su consentimiento los padres, o al menos uno de los dos, o quienes legítimamente hacen sus veces; 2. que haya esperanza fundada de que el niño va a ser educado en la religión católica; si falta por completo esa esperanza, debe diferirse el bautismo, según las disposiciones del derecho particular, haciendo saber la razón a sus padres»[22].

Los sacerdotes tienen obligación de realizar una honda catequesis sobre este sacramento, haciendo notar además que la validez y efectos del Bautismo no quedan condicionados por el posterior ejercicio de la libertad cuando el bautizado carece de esa posibilidad: los niños antes del uso de razón, los amentes, etc. Por el contrario, precisamente la gracia recibida en este sacramento actuará -si la persona no pone obstáculos- en el momento en que el uso de la libertad sea posible.

Bautismo de adultos

La Iglesia tiene el derecho y el deber de evangelizar, siguiendo el mandato del Señor: «La Iglesia, a la cual Cristo Nuestro Señor encomendó el depósito de la fe, para que, con la asistencia del Espíritu Santo, custodiase santamente la verdad revelada, profundizase en ella y la anunciase y expusiese fielmente, tiene el deber y el derecho originario, independiente de cualquier poder humano, de predicar el Evangelio a todas las gentes (…)»[23].

A la vez, todos los hombres están obligados por ley divina a aprender la verdad y a abrazar la verdadera Iglesia de Dios: «Es, pues, necesario

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que todos se conviertan a El, una vez sea conocido por la predicación del Evangelio, y a El y a la Iglesia, que es su Cuerpo, se incorporen por el Bautismo»[24]. Luego, extra Ecclesiam nulla salus, en el sentido de que el Bautismo de hecho, o al menos de deseo implícito, es necesario a todos para salvarse[25], porque Cristo mismo, «inculcando la necesidad de la fe y del Bautismo con palabras expresas (cfr. Me 16, 16; lo 3, 5), confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por la puerta del Bautismo. Por lo cual no podrían salvarse aquellos que, no ignorando que Dios fundó por medio de Jesucristo la Iglesia católica como necesaria, con todo, no hayan querido entrar o perseverar en ella»[26].

Por tanto, es siempre necesaria -fides ex auditu- la actividad evangelizadora y misionera de la Iglesia: «La Iglesia tiene el deber (cfr. / Cor. 9, 16), a la par que el derecho sagrado de evangelizar, y, por tanto, la actividad misionera conserva íntegra hoy, como siempre, su eficacia y su necesidad»[27]. Y todos los miembros de la Iglesia tienen, cada uno en su lugar, esta responsabilidad.

Ahora bien, siendo la conversión obra de Dios y de la libertad personal, a nadie se le puede obligar a convertirse. Por eso: «La Iglesia prohibe severamente que a nadie se obligue o se induzca, o se atraiga por medios indiscretos a abrazar la fe, lo mismo que exige el derecho a que nadie sea apartado de ella con vejaciones»[28]. Por esta razón, antes de que se confiera el Bautismo se han de investigar los motivos que llevan a recibirlo[29], y la Iglesia ha legislado que «para que pueda bautizarse a un adulto, se requiere que haya manifestado su deseo de recibir este sacramento, esté suficientemente instruido sobre las verdades de la fe y las obligaciones cristianas y haya sido probado en la vida cristiana mediante el catecumenado; se le ha de exhortar además a que tenga dolor de sus pecados»[30].

El Concilio Vaticano II volvió a implantar la institución del catecumenado, con las diversas consecuencias litúrgicas -en cuanto al período

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de instrucción[31] y ritos[32]- y jurídicas[33]. Estas disposiciones pueden variar según las normas de las Conferencias Episcopales.

En ese período de formación en las verdades de la fe -bien se trate de bautizados en Iglesias separadas, conversos o propiamente de infieles- hay que instruirles con toda claridad y prudencia en el contenido de la revelación, de tal modo que afiancen cada vez más su fe, sin desviarse del recto camino[34].

Esta etapa también ha de ir acompañada de algunos actos de piedad, y de la asistencia a ceremonias litúrgicas, aunque lógicamente no puedan recibir los sacramentos: los catecúmenos deben sentirse ya -de alguna manera- miembros del Pueblo de Dios y experimentar también la responsabilidad apostólica.

Cuando desee bautizarse una persona que frecuenta los medios de formación que imparte la Prelatura, hay que tener en cuenta que el CIC, c. 863 establece que se ofrezca «al obispo el Bautismo de los adultos, por lo menos de aquéllos que han cumplido catorce años, para que lo administre él mismo si lo considera conveniente». También se deben tener presentes los siguientes criterios:

  • «Cuando hay duda sobre si alguien fue bautizado, o si el Bautismo fue administrado válidamente, y la duda persiste después de una investigación cuidadosa, se le ha de bautizar bajo condición»[35];
  • «Los bautizados en una comunidad eclesial no católica, no deben ser bautizados bajo condición, a no ser que haya un motivo serio para dudar de la validez de su Bautismo, atendiendo tanto a la materia y a la fórmula empleadas en su administración, como a la intención del bautizado, si era adulto, y del ministro»[36];

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  • «A no ser que obste una causa grave, el adulto que es bautizado debe ser confirmado inmediatamente después del Bautismo y participar en la celebración eucarística, recibiendo también la comunión»[37].

El apostolado «ad fidem»

En la Obra, llamamos apostolado ad fidem al que realizamos con personas no católicas -y aun no cristianas- y con católicos apartados de la Iglesia, con el fin de que lleguen a recibir la gracia de la conversión y el gozo de la fe. Es un apostolado amadísimo y predilecto, pues «desde el principio de la Obra, y no sólo desde el Concilio, se ha procurado vivir un catolicismo abierto, que defiende la legítima libertad de las conciencias, que lleva a tratar con caridad fraterna a todos los hombres, sean o no católicos, y a colaborar con todos, participando de las diversas ilusiones nobles que mueven a la humanidad»[38].

En la Obra, siempre se ha tratado a los no católicos con una amistad leal y no ha faltado nunca su cooperación agradecida: «Desde el principio hemos tenido a estas almas como amigas, y tantas veces como cooperadores en nuestra labor apostólica»[39]. «Para nosotros este celo por las almas, este amor, este no sentirnos enemigos de nadie, no es de ahora, sino de la esencia misma del Opus Dei, y se ha manifestado incluso jurídicamente cuando hemos obtenido la posibilidad de tener junto a nosotros, asociados con nosotros, sintiéndose hermanos nuestros, a los que no son católicos, y ni aun cristianos»[40].

Nuestro afán apostólico nos lleva a atraer a la fe a todas las almas que podamos tratar con nuestra amistad sincera, con nuestra oración y nuestra mortificación: «Ecce ego, ecce ego ad gentem, quae non invocabat nomen meum; aquí estoy, heme aquí que voy al pueblo que no invoca mi nombre (Isai. LXV, 1). Porque cada uno de los hijos de Dios en esta Obra de Dios, sólo quiere vivir ut portet nomen tuum coram gentibus, para llevar tu nombre a todos los pueblos (cfr. Act. IX, 15) hasta lograr que omnes gentes agnoscant quia tu es Deus, que todas las gentes conozcan que tu eres Dios (Iudith. IX, 19)»[41].

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Por eso, podemos decir que para los miembros de la Obra trabajar en ambientes menos favorables a la difusión de la fe es un apostolado muy querido, lo que no significa que no vivamos siempre el recto orden de la caridad.

Según nuestro espíritu, debemos tratar apostólicamente a las almas que viven en nuestro ambiente, aunque estén lejos de Dios, sin miedo al contagio, llegando hasta las mismas puertas del infierno para salvar un alma, si es preciso, pero nunca más allá: siempre con las debidas cautelas para no poner en peligro nuestra salvación.

A la hora de realizar este apostolado tenemos siempre presente que la fe es un don sobrenatural, que sólo Dios puede conceder. Por tanto, el apostolado ad fidem se apoya fundamentalmente en la oración y en la mortificación, en la lucha por la santidad personal, para lograr de Dios esa gracia para nuestros amigos.

Junto con esto, la característica de ese apostolado es tratar a esas personas con amistad leal, llena de sinceridad y confianza. «A ninguno, de los que han acudido a nuestras obras corporativas, se le ha molestado jamás por sus convicciones religiosas; a ninguno se le habla de nuestra fe, si él no lo quiere. Pero con frecuencia esas personas, al ver vuestras vidas, se interrogan y os interrogan, por la fuerza interior que explica nuestra alegría: les habéis hablado entonces de Dios, de vuestro amor a Cristo (...) Y habéis visto cómo muchas veces, tomando ocasión de vuestras palabras, Dios, que dirige los corazones (cfr. II Thes. III, 5), movió los suyos»[42].

De este modo, especialmente si son nombrados Cooperadores, les invitamos a trabajar en las labores apostólicas, dándoles ocasión de colaborar en la tarea divina de hacer el Opus Dei en el mundo, al servicio de la Iglesia. Por tanto, cuando parezca oportuno, se les puede llamar a colaborar en obras corporativas, de muy diversos modos: ayuda económica, formar parte de patronatos, realizar gestiones, etc., siempre respetando y defendiendo la libertad de las conciencias. Al mismo tiempo, ellos notan nuestra seguridad -que nos da la fe- de estar en la verdad, y les facilitamos la doctrina cristiana -el ejemplo sólo no basta-, en la medida en que lo pidan; como siempre, con picardía santa, convendrá suscitar delicadamente alguna conversación que facilite su interés por nuestra fe. Si lo desean, pueden asistir a los actos de culto en nuestros oratorios: hacién-

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doselo valorar, sin darles demasiadas facilidades, de modo que se subraye la libertad personal[43].

El sacramento de la confirmación

La Confirmación es el sacramento instituido por Jesucristo, por el que se confiere el Espíritu Santo a los bautizados, mediante la unción del crisma en la frente, que se hace con la imposición de la mano, y la pronunciación de las palabras sagradas, con el fin de que confiesen su fe con fortaleza constantemente[44].

Sus efectos son: el aumento de la gracia santificante; el carácter indeleble, por el cual los bautizados son hechos milites Christi; y la donación de la gracia sacramental específica para esa misión, que les capacita para confesar con audacia el nombre de Cristo. El Código de Derecho Canónico, repitiendo casi literalmente las palabras de la Const. dogm. Lumen gentium, n. 11, enseña que «el sacramento de la Confirmación, que imprime carácter y por el que los bautizados, avanzando por el camino de la iniciación cristiana, quedan enriquecidos con el don del Espíritu Santo y vinculados más perfectamente a la Iglesia, los fortalece y obliga con mayor fuerza a que, de palabra y obra, sean testigos de Cristo y propaguen y defiendan la fe»[45]; quasi ex officio[46]. Es, pues, completivum del Bautismo, y de estos dos sacramentos surge el deber general de todo cristiano de santificarse, y de santificar todas sus actividades, y de contribuir activamente en la misión santificadora de la Iglesia, sintiendo personalmente la responsabilidad del apostolado.

La Iglesia enseña que este sacramento, aun no siendo absolutamente necesario para la salvación, es muy conveniente recibirlo al llegar a la edad establecida por la autoridad competente, porque da, a quienes lo reciben debidamente dispuestos, gracia para ser bonus odor Christi (II Cor. II, 15) entre los hombres, y la fortaleza necesaria para no dejarse arrastrar por un ambiente ajeno o contrario a la fe y a la moral de Jesu-

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cristo. «Por eso, no está libre de pecado quien lo rechaza o descuida su recepción»[47].

Entre los errores actuales sobre la Confirmación, hay que señalar el de quienes reducen este sacramento a un simple signo exterior, por el que el cristiano corrobora ante la comunidad sus compromisos bautismales o eclesiales, compromisos que, a veces, pretenden reducirse además al orden meramente temporal, de responsabilidad en la lucha contra la injusticia social, etc.

El ministro ordinario de la Confirmación es el obispo[48]. Ministro extraordinario es el presbítero que ha recibido tal facultad, por derecho común o por concesión de la autoridad competente. Goza ipso iure de la facultad de confirmar el presbítero que por razón de su oficio o por mandato del obispo diocesano bautiza a un adulto, o admite a un ya bautizado en la comunión plena de la Iglesia Católica; también en peligro de muerte, el párroco, e incluso cualquier presbítero[49].

Cuando se da una verdadera necesidad o causa especial, como sucede algunas veces por razón del gran número de confirmandos, el ministro de la Confirmación puede admitir a otros presbíteros para que juntamente con él administren el sacramento; por ejemplo, el párroco del lugar en el que se administra la Confirmación o los capellanes que han trabajado especialmente en la preparación catequética de los confirmandos[50].

La unción de los enfermos

Es un sacramento instituido por Cristo por el que, mediante la unción con el óleo bendecido y la oración del sacerdote, se confiere a los fieles -en peligro de muerte, a causa de enfermedad o de vejez-, el alivio

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espiritual por medio de la gracia y también el corporal si conviene a la salud del alma[51].

La Unción de los enfermos aumenta la gracia santificante. También borra los pecados veniales y aun los mortales que el enfermo arrepentido no hubiere podido confesar; en este caso, si después cesa la imposibilidad, hay obligación de confesar los pecados así remitidos. Quita la debilidad para el bien que permanece aun después de alcanzado el perdón de los pecados. Da fuerzas para llevar la enfermedad, resistir las tentaciones y morir santamente. Por la gracia de este sacramento, el enfermo recibe la fuerza y el don de unirse más íntimamente a la pasión de Cristo: de algún modo, es consagrado para que dé fruto mediante la configuración con la Pasión redentora del Salvador. El sufrimiento, consecuencia del pecado original, recibe un sentido nuevo: se convierte en participación en la obra salvífica de Jesús[52].

«La Unción de los enfermos, con la que la Iglesia encomienda los fieles gravemente enfermos al Señor doliente y glorificado, para que los alivie y salve, se administra ungiéndoles con óleo y diciendo las palabras prescritas en los libros litúrgicos»[53]. La materia remota válida es el aceite de oliva, o pro opportunitate otro aceite vegetal, bendecido por el obispo -o por el sacerdote que tenga esa delegación-, con la específica finalidad de destinarse a la Unción de enfermos[54]. La materia remota lícita es el aceite bendecido el mismo año por el obispo, durante la Misa Chrismatis del Jueves Santo.

La materia próxima consiste en la aplicación -unción- del óleo santo, hecha al enfermo en la frente y en las manos. Las unciones suelen hacerse con el dedo pulgar de la mano derecha, en forma de cruz[55], a la

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vez que se pronuncian las palabras de la forma de este sacramento. En caso de necesidad basta hacer una sola unción, y mejor en la frente, con la fórmula que está prescrita[56].

En cuanto a las palabras de la forma, son las siguientes: «Per istam sanctam Unctionem et suam piissimam misericordiam, adiuvet te Domi-nus gratia Spiritus Sancti; (R/. Amen), ut a peccatis liberatum te salvet atque propitius allevet (R/. Amen)»[57].

El sujeto de este sacramento es todo bautizado que haya llegado al uso de razón y se encuentre en peligro de muerte por causa de enfermedad o vejez[58]. «Puede reiterarse este sacramento si el enfermo, una vez recobrada la salud, contrae de nuevo una enfermedad grave o si, durante la misma enfermedad, el peligro se hace más grave»[59].

El Código de Derecho Canónico señala que «en la duda sobre si el enfermo ha alcanzado el uso de razón, sufre una enfermedad grave o ha fallecido ya, adminístresele este sacramento»[60].

En caso de peligro inminente de muerte, hay que seguir el rito continuo de administración de la Penitencia, Unción y Viático, de acuerdo con lo señalado en el Ordo Unctionis infirmorum et eorum pastoralis curae, cap. IV, para esas situaciones.

Es de capital importancia que el sacerdote procure administrar este sacramento cuando el enfermo tiene plena lucidez, para que pueda prepararse y recibir con seguridad sus efectos[61]. Se puede administrar igualmente a los enfermos que han perdido el conocimiento, si se presupone que lo hubieran pedido mientras estaban sanos.

Por lo que se refiere al perdón de los pecados, este sacramento se dirige propiamente a librar de la debilidad del alma, derivada de pecados ya perdonados y de todas las demás reliquias de ellos, no al perdón del

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pecado mortal, ya que para esto Jesucristo instituyó el sacramento de la Penitencia. Naturalmente, como todo sacramento, perdona los pecados veniales de los que el sujeto está arrepentido. Es decir, la Unción de los enfermos es un sacramento de vivos: por eso, la Iglesia siempre ha recomendado que, antes de la Extremaunción, se administre al enfermo el sacramento de la Penitencia, lo cual siempre es necesario, si es posible y el enfermo está en pecado mortal[62]. Naturalmente, si la previa confesión no ha sido posible, y el enfermo estaba bien dispuesto -al menos con atrición de los pecados-, la Unción de enfermos perdona también el pecado mortal.

Sólo el sacerdote puede administrar válidamente este sacramento[63]. El párroco del lugar donde se encuentra el enfermo es el ministro ordinario; en caso de necesidad o por licencia del párroco o del Ordinario -que razonablemente se presume- cualquier sacerdote puede administrar este sacramento[64].

Respecto a los miembros de la Obra, siempre que sea posible, será un sacerdote de la Prelatura o de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz quien administre los últimos sacramentos a los Numerarios y Agregados, tanto si se encuentran en un Centro de la Prelatura, como si están en una clínica o en casa de su familia.

Cuando se trate de un Numerario no incorporado a la Obra y que vive con su familia, se estudia en cada caso si es oportuno seguir esta praxis, o si es más conveniente que sus parientes acudan al párroco para que sea él quien administre este sacramento; lo mismo conviene hacer respecto a los Agregados. A los Supernumerarios, de ordinario, es el párroco quien les administra el Viático y la Unción de enfermos; esto no impide, como es lógico, que reciban toda la atención espiritual necesaria por parte del sacerdote Numerario. El sacerdote Numerario puede administrar el Viático y la Unción de enfermos a las personas que, no siendo de Casa, viven en Centros del Opus Dei.

En los últimos momentos, cuando se atiende a un moribundo, después de haberle administrado los sacramentos, es muy bueno rezar, durante la agonía, la recomendación del alma[65]. Antes de la expiración

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conviene exhortar al enfermo para que haga actos de fe, esperanza y caridad; también, ayudarle a rezar jaculatorias o decírselas al oído, para que las vaya repitiendo interna y externamente, si puede.

Conviene darles la Bendición Apostólica, que puede impartir todo sacerdote, según la forma prescrita en el Ritual, aunque ordinariamente está previsto que esta Bendición se dé en el momento del Viático[66]. También, en esos momentos, se suele rociar con agua bendita el lecho del moribundo.

Para guardar los Santos Óleos se utilizan crismeras de plata o de cristal y plata, colocadas en un lugar limpio y convenientemente dispuesto. Todos los años hay que quemar los Santos Óleos del año anterior[67] y, cuanto antes, conseguir los nuevos en la Catedral.

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Referencias

  1. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1213
  2. Catecismo Romano de S. Pío V, parte II, cap. II, n. 5.
  3. Ordo baptismi parvulorum, Praenotanda n. 2; cfr. Conc. Florentino, Bula Exultate Deo; cfr. Conc. de Trento, sess. VIl, c. 5 De sacram. baptismi; cfr. CIC, c.849.
  4. Catecismo Mayor de San Pío X, n. 553; cfr. Catecismo de ¡a Iglesia Católica, nn. 1262ss.
  5. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1263-1264.
  6. Conc. Florentino, Bula Exultate Deo, 22-XI-1439.
  7. Conc. de Trento, sess. V, Decr. De peccato originali
  8. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1266.
  9. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1272-1273.
  10. Cfr. Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, nn. 10 y 11.
  11. De nuestro Padre, Conversaciones, n. 58.
  12. Cfr. CIC, c. 864.
  13. Cfr. CIC, ce. 867 y 868.
  14. Congr. para la Doctrina de la Fe, Instr. Pastoralis actio, 20-X-1980, nn. 19-20, AAS 72 (1980) 1137-1156.
  15. Ibid., que recoge: Conc. XVI de Cartago, c. 2; cfr. Conc. de Trento, sess. V, c. 4; y también: Pío XII, Discurso a las comadronas, 29-X-1951 (AAS 43 1951, p. 841); Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1257.
  16. Cfr. Congr. para la Doctrina de la Fe, Instr. Pastoralis actio, 20-X-1980.
  17. Cfr. ibid; el Catecismo de la Iglesia Católica, después de señalar que la Iglesia no conoce otro medio fuera del bautismo para asegurar el ingreso en la bienaventuranza eterna, y que Dios ha ligado la salvación al sacramento del Bautismo, indica que, «sin embargo, El no está ligado a sus sacramentos» (n. 1257), por lo que la Iglesia confía los niños que mueren sin ser bautizados a la misericordia de Dios, con la esperanza de que también para ellos exista una vía de salvación (cfr. n. 1261).
  18. Cfr. Conc. Florentino, Bula Cantate Domino.
  19. CIC, c. 867. Esta obligación hace que la Iglesia haya siempre reprobado las actitudes dilatorias del Bautismo; cfr. Congr. para la Doctrina de la Fe, Instr. Pastoralis actio, AAS 72 (1980) 1140.
  20. Cfr. CIC, c. 861 § 2.
  21. CIC, c. 868 §2.
  22. Ibid, c. 868 § 1.
  23. CIC, c. 747.
  24. Conc. Vaticano II, Decr. Adgentes, n. 7; cfr. CIC, c. 748.
  25. Cfr. CIC, c. 849.
  26. Conc. Vaticano II, Decr. Ad gentes, n. 7.
  27. Ibid, n. 7.
  28. Ibid, n. 13; cfr. CIC, c. 748.
  29. Cfr. Conc. Vaticano II, Decr. Ad gentes, n. 13; cfr. CIC, c. 748.
  30. CIC, c. 865 §1.
  31. Cfr. Conc. Vaticano II, Decr. Ad gentes, n. 14.
  32. Conc. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, nn. 64-69; Ordo initiationis christianae adultorum, 6-1-1972.
  33. Cfr. CIC, ce. 851, 852, 865, 866.
  34. En el caso de catecúmenos que se han acercado a la fe en el ámbito de los apostolados de la Prelatura, un modo práctico de recibir esta preparación doctrinal -en todo o en parte- puede ser la catequesis personal impartida por un miembro de la Obra. Pueden servir como temario las lecciones del Apartado IV del Plan de formación inicial. En algunos casos, convendrá que el sacerdote explique determinados temas de ese programa. Como texto de estudio resulta particularmente útil el Catecismo de la Iglesia Católica.
  35. CIC, c. 869 §1.
  36. CIC, can, 869 § 2.
  37. CIC, c. 866; cfr. c. 883 § 2.
  38. De nuestro Padre, Conversaciones, n. 29.
  39. De nuestro Padre, Carta, 24-X-65, n. 56.
  40. De nuestro Padre, Instrucción, mayo-1935, nota 151.
  41. De nuestro Padre, Instrucción, mayo-1935, n. 6.
  42. De nuestro Padre, Carta, 24-X-65, n. 62.
  43. Se recuerda que sería inadmisible permitir los abusos en que algunas personas incurren en nombre de un falso ecumenismo (la llamada intercomunión, etc.). Sobre la administración de sacramentos a no católicos, cfr. CIC, ce. 842 ss.
  44. Cfr. Pablo VI, Const. Apost. Divinas consortium Naturas, 15-VIII-1971; Ordo Confirmationis, 22-VIII-1971.
  45. CIC, c. 879.
  46. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1303 y 1305.
  47. Benedicto XIV, Const. Etsi Pastoralis, 26-V-1742; cfr. Martín V, Bula Inter Cunctas, 22-11-1418. Conviene insistir a los Supernumerarios, a los Cooperadores y a los que participan en la labor de San Gabriel, para que se preocupen de que sus hijos sean confirmados a la edad oportuna, después de la conveniente preparación. Por otra parte, si alguna persona pide la admisión sin estar confirmada, habrá que tomar las medidas necesarias para que reciba cuanto antes este sacramento.
  48. Cfr. Conc. Florentino, Bula Exultate Deo; Conc. de Trento, c. 3, De confirmatione; CIC, c. 882.
  49. Cfr. CIC, c. 883 §§2 y 3.
  50. Cfr. CIC, c. 884 y Ordo confirmationis, n. 8.
  51. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1532.
  52. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1521.
  53. CIC, c. 998. Este canon contiene la indicación de la Const. dogm. Lumen Gentium n. 11. Por lo que atañe a los libros litúrgicos, cfr. Pablo VI, Const. Apost. Sacra unctionem infirmorum, 30-XI-1972 y el Ordo Unctionis infirmorum eorumque pastoralis curas, 30-XI-1972.
  54. Cfr. Ordo Unctionis..., Praanotanda, n. 21, donde se prevé también la posibilidad de que cualquier presbítero -en caso de verdadera necesidad- pueda bendecir el óleo. Cfr. CIC, c. 999.
  55. El Ordo dice literalmente: «Unctio confertur infirmum liniendo in fronte et in manibus; formulam ita dividere convenit, ut prior pars dicatur dum fit unctio in fronte, altera vero dum fit unctio in manibus» (Praenot, n. 23). Nada indica sobre el modo -en forma de cruz, que señalaba el precedente Ritual Romano- en el que deba hacerse la unción. Si se trata de laicos, la unción de las manos tradicionalmente se hace en las palmas; si el enfermo es sacerdote, se hace en el dorso, porque las palmas han sido ungidas al recibir el sacramento del Orden.
  56. Ordo Unctionis..., Praenot., n. 23.
  57. Ibid., n. 76.
  58. Cfr. CIC, c. 1004 § 1 y Ordo Unctionis..., Preenot, nn. 8-12. Antes de una operación quirúrgica grave está también aconsejada la administración de este sacramento (Cfr. ibid.. n. 10). Cfr. Conc. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 73.
  59. CIC, c. 1004.
  60. CIC, c. 1005.
  61. Cfr. CIC, c. 1001.
  62. Cfr. Conc. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 74.
  63. Cfr. CIC, c. 1003 § 1.
  64. Cfr. Ordo Unctionis..., Prasnot, nn. 16-19. Cfr. CIC, c. 1003 § 2.
  65. El Ordo Unctionis infirmorum..., cap. VI, incluye muchas de las oraciones contenidas en el precedente Ritual Romano, Tit. VI, cap. VIl.
  66. Cfr. Ordo Unctionis..., nn. 106 y 122. También conviene saber que en el Ritual De Benedictionibus hay previstas unas bendiciones para enfermos.
  67. Cfr. Vademécum, 2-V-87, 28.