Experiencias de práctica pastoral/La predicación en general

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LA PREDICACIÓN EN GENERAL


Introducción

La Iglesia tiene la misión de anunciar a todos los hombres el Reino de Dios, predicar la palabra de salvación, formar y fortalecer a los creyentes en la fe, «cumpliendo el mandato del Señor: "Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura" (Mí. XVI, 15). Porque con la palabra de salvación se suscita la fe en el corazón de los no creyentes y se robustece en el corazón de los creyentes, y con la fe empieza y se desarrolla la congregación de los fieles, según la sentencia del Apóstol: "La fe viene por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo" (Rom. 10,17)»[1]. Por tanto, el ministerium verbi, inseparablemente unido al ministerium sacramentorum, constituye una parte esencial en la misión que la Iglesia ha recibido de Cristo.

Este ministerio de anunciar el Evangelio ha sido encomendado principalmente al Romano Pontífice y a los obispos[2], pero además es propio de los presbíteros, como cooperadores de los obispos; también corresponde a los diáconos servir en el ministerio de la palabra, en comunión con el obispo y su presbiterio[3].

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Por consiguiente, cuando el sacerdote predica, lo hace en nombre de Cristo y de su Iglesia, enseñando sólo y todo lo que Cristo ha mandado enseñar[4]. Sólo así, cuando el sacerdote es instrumento fiel a la palabra de Dios y dócil a la enseñanza del Magisterio, la predicación es fuerza de salvación, manifestación de Cristo mismo al alma del que escucha[5].

Nuestro Fundador nos ha enseñado que el afán de dar doctrina debe ser una pasión dominante de todos los fieles de la Prelatura. En consecuencia -y como una manifestación más de la unidad de vocación de la Obra, cada uno en su estado-, «la pasión dominante de los sacerdotes del Opus Dei ha de ser predicar y confesar. Ese es su ministerio, ésa su función específica, ésa la razón de su sacerdocio»[6]. Y como su ordenación está caracterizada por el servicio a la Prelatura, a sus hermanos y a los apostolados de la Obra, el ministerium verbi de nuestros sacerdotes estará también sellado por esta característica: primero, sus hermanos, luego las almas que éstos les traen, los apostolados de la Obra.

Los sacerdotes se sienten gustosísimos de ejercitar este ministerio siempre; y lógicamente, buscan las ocasiones con afán, con el deseo de que sus hermanos les llenen de labor sacerdotal: «Hasta que los seglares no os abrumen de trabajo, no habéis cumplido vuestro deber. Hemos de llegar a la noche cansados, en nuestro camino diario, como Jesús Señor Nuestro, fatigatus ex itinere (Ioann. IV, 6)»[7]. Por esto, el sacerdote no puede pensar que cumple su deber si no tiene varias horas de confesionario al día, si no encuentra tiempo para estudiar algo diariamente, si no prepara bien sus meditaciones o predica a sus hermanos con la debida frecuencia y les atiende con regularidad y sin precipitación[8].

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Finalidad de la predicación

Ut veritas pateat, veritas placeat, veritas moveat

La predicación tiene como fin difundir la fe cristiana, con lenguaje vivo y ardiente, de manera que los oyentes se sientan movidos a practicarla, con la gracia de Dios: según la expresión clásica, su objeto es ut veritas pateat, veritas placeat, veritas moveat[9]. Por tanto, toda predicación comprende un contenido -la doctrina-, y un modo de transmitir ese mensaje, para que llegue a la inteligencia de las personas, de modo que conozcan, contemplen, adoren y saboreen los misterios de Dios, profundicen en su Amor y agradezcan la grandeza de su llamada, busquen y pongan con empeño sincero los medios para seguir a Cristo[10].

Por eso, no puede convertirse en una exposición escolar o académica, como una clase o una charla. El predicador no puede olvidar que su misión consiste en transmitir la palabra de Dios, que «es viva y eficaz, y más penetrante que cualquier espada de dos filos; entra y se introduce hasta los pliegues del alma y del espíritu, hasta las junturas y tuétanos»[11]. Ha sido característica muy particular de la vida y enseñanza de nuestro Padre, que la predicación se dirija a remover las almas, ofreciendo sugerencias eficaces y concretas, para mejorar la vida interior y la acción apostólica; dando luz, moviendo los afectos, facilitando el diálogo con Dios y, junto con el diálogo, los propósitos; llena de sentido positivo, que anime y empuje a la lucha. «Mirad, en estos ratos de meditación ante el Sagrario, no os podéis limitar a escuchar las palabras que pronuncia el sacerdote como materializando la oración íntima de cada uno. Yo te presento unas consideraciones, te señalo unos puntos, para que tú los recojas activamente, y reflexiones por tu cuenta, convirtiéndolos en tema de un coloquio personalísimo y silencioso entre Dios y tú, de manera que los apliques a tu situación actual y, con las luces que el Señor te brinda, distingas

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en tu conducta lo que va derechamente de lo que discurre por mal camino, para rectificar con su gracia»[12].

Proponerse un fin determinado

Para lograr este objetivo de transmitir la doctrina de manera clara y eficaz, es necesario establecer un esquema lógico de ideas -pocas y bien trabadas-, que constituyan una unidad y puedan ser bien entendidas por los oyentes. Estas ideas girarán alrededor de un tema central, distinguiendo lo principal y lo accesorio, la doctrina general y las consecuencias prácticas. El sacerdote ha de proponerse claramente un fin para cada predicación concreta, y al prepararla conviene determinarlo bien (por ejemplo, vivir con más devoción unos actos de piedad; mejorar el trato con la Humanidad Santísima de Cristo, con el Espíritu Santo; adelantar en un aspecto de una determinada virtud, etc.); y orientar a ese fin concreto y preciso la estructura de la predicación, ordenando las ideas, las citas, los ejemplos, de modo que, intelectual y afectivamente, las partes de esa meditación concurran a conseguir el fin deseado en los oyentes.

Hay que ayudar a los oyentes a que -en la medida que sea necesario- formulen propósitos determinados, y conozcan los medios para llevarlos a la práctica. Es bueno sugerir algunos posibles puntos de lucha, aunque el grado de concreción dependerá en cada caso del tema y de los que escuchan. Al terminar la predicación, el oyente ha de saber qué era lo que quiso decirle el sacerdote.

Fuentes de la predicación

Sagrada Escritura

Lógicamente, la Sagrada Escritura es la fuente primaria de predicación en la Iglesia[13]. Hay que procurar que el Santo Evangelio y, en gene-

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ral, la Sagrada Escritura, formen habitualmente la trama sobre la que se construye la meditación, proponiendo con frecuencia -como hizo siempre nuestro Fundador- los pasajes de la vida del Señor, sus parábolas, sus milagros[14]; intercalando alguna anécdota o comparación que sirva para ilustrar y hacer más accesibles las ideas.

Para hacer buen uso de la Sagrada Escritura, conviene seguir las huellas de nuestro Padre: leer y meditar profundamente los Libros Sagrados, y acudir siempre a ellos con sencillez de mente y corazón, con piedad; meterse en el Evangelio, como un personaje más; conocer con profundidad la exégesis tradicional, hecha por los Padres y Doctores de la Iglesia, utilizando bien los distintos sentidos de la Sagrada Escritura: literal, espiritual, etc., sin forzar los textos con aplicaciones o interpretaciones arbitrarias.

Cuando se cita un pasaje, suele ser conveniente no leer seguidas más de dos o tres líneas. Si es más largo, resulta preferible detenerse a glosar lo que se ha leído, antes de continuar la cita. No hay inconveniente en contar, sin leer, algún pasaje de la vida de Cristo, colocándolo en su ambiente. No debe exagerarse el número de citas de la Sagrada Escritura, y menos el de pasajes largos: una parábola, una actuación de Cristo puede dar argumento para toda una meditación.

Hay que dar el debido relieve a los textos que se comentan. Por ejemplo, en una meditación sobre la virtud de la pobreza, no sería lógico dedicar un minuto a decir que Cristo fue pobre, y los veintinueve restantes a hablar de detalles materiales de la casa o de otros puntos concretos relativos a esta virtud.

Santos Padres, Magisterio y Liturgia de la Iglesia

La enseñanzas de la Sagrada Tradición serán también fuente de la predicación. Para eso es muy conveniente ir leyendo -en el Oficio divino, como lectura espiritual, o aparte- los tratados más destacados de los Padres de la Iglesia[15].

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Igualmente es preciso conocer y aprovechar los documentos más importantes del Magisterio, teniendo en cuenta la unidad y homogeneidad de su enseñanza.

La Liturgia es manifestación inmediata de la fe creída y vivida por la Iglesia: «Difícilmente se encontraría una verdad de fe cristiana que no esté manifestada de algún modo en la Liturgia», aseguraba Pío XII[16]. Por tanto, es lógico también que el sacerdote, en su predicación, muestre el alimento que contiene la Sagrada Liturgia para la vida de piedad. Los sacerdotes, pues, acudirán a los textos de la Misa, de la Liturgia de las Horas y, cuando sea oportuno, de los demás libros litúrgicos.

Escritos de nuestro Fundador y del Padre

Para dar siempre el espíritu del Opus Dei, hay que usar, como fuente primera, los diversos documentos de nuestro Fundador, que deben ser meditados detenidamente, penetrando bien su contenido, para poder exponerlos con don de lenguas y con «sentido pedagógico». Esos textos se han de llevar continuamente a la oración, haciendo labor de examen personal, sacando consecuencias, etc.

Los escritos del Padre y los demás documentos de formación de los miembros de la Obra contienen un gran caudal de doctrina, para la formación personal y para la predicación, y deben aprovecharse lo más intensamente posible.

También conviene consultar con frecuencia las Publicaciones internas, para desarrollar los temas ascéticos y apostólicos siempre de acuerdo con nuestro espíritu, y con nuestro modo específico de practicar las virtudes.

Otras fuentes

Además, es necesario tener familiaridad con las grandes obras de espiritualidad de los Santos: nuestro Padre poseía un gran conocimiento de la literatura ascética y mística. Naturalmente, este bagaje hay que adquirirlo sin agobios: no se hace en un año, pero se puede ir consiguiendo y acrecentando año tras año.

Preparación de la predicación

El sacerdote no podría pensar que está cumpliendo su deber, si no prepara bien las meditaciones, pidiendo al Señor luces y afectos. En últi-

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mo término, es Dios quien ha de hablar en cada alma: y hay que pedírselo, con humildad, con conciencia clara de la propia condición de instrumento. A la vez, no se puede olvidar tampoco que la calidad del instrumento condiciona la acción de la causa principal: por eso, el sacerdote ha de preparar la predicación lo mejor posible, con deseo de ayudar eficazmente a la acción de la gracia.

Necesidad de vida interior

La predicación exige vida interior, para que sea eficaz. El sacerdote habla de lo que vive o se esfuerza por vivir -ex abundatia enim cordis os loquitur[17]-, y procura hacer en voz alta su oración personal. «Ante todo, se requieren en el predicador dos cosas: que esté suficientemente instruido en la ciencia del alma y que brille en él el resplandor de una vida santa. Si algún sacerdote no poseyera ambas cualidades, es decir, santidad de vida y dotes intelectuales, se ha de preferir sin titubear la primera más que la segunda (...). Es de mayor buen ejemplo la integridad de vida que la elocuencia o estudiada elegancia de los sermones»[18].

Pero, a la vez, no hay que olvidar que, según nuestro espíritu, la vida interior requiere formación doctrinal. Por tanto, para la predicación, el sacerdote necesita doctrina y estudio constantes[19].

Preparación remota y próxima

Hay una preparación de la predicación, que podemos llamar remota, que comprende la lectura diaria del Santo Evangelio, la meditación de los demás libros de la Sagrada Escritura y de los documentos del Magisterio de la Iglesia, el rezo del Oficio divino, los escritos de nuestro Fundador

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y del Padre, la lectura espiritual -que en algunas temporadas puede hacerse con tratados de Teología-, la buena literatura[20]. «No podemos dejar los libros, como fray Gerundio, y ponernos a predicar. Yo lo que quiero es tener fijos y claros todos los argumentos de la buena doctrina; por eso repaso los tratados tradicionales de teología. Y también leo literatura, porque las palabras son el ropaje: fides ex auditu (Rom. X, 17). Hay que dar doctrina, buena doctrina, y presentarla a los ojos de los hombres con un aspecto agradable. Los argumentos tradicionales cabe revestirlos literariamente, cabe exponerlos sin vulgaridad pero vulgarizando»[21].

Si la predicación exige vida interior, es lógico que, en último término, lo que predica el sacerdote se fragüe siempre en la oración personal con Dios. Por esta razón, nos ha enseñado nuestro Padre que «muchas veces será necesario considerar antes, en la oración personal, el tema sobre el que se ha de predicar: determinando con claridad lo que se debe decir, la finalidad práctica que se pretende obtener y el modo más eficaz de hacerlo: todo visto con luz de Dios, sobrenaturalmente, haciendo oración, porque nuestra predicación, deriva de la plenitud de la contemplación (S. Th. II-II, q. 188, a. 6, c)»[22].

Aunque esto no sea posible de modo inmediato para cada predicación, si el sacerdote lleva a la oración las almas en cuya formación colabora, si a lo largo del día piensa en esas personas y pide a Dios luz para ser buen instrumento, su predicación gozará de una autenticidad que ayude, anime y concrete siempre la lucha espiritual[23].

Redacción del guión

A la preparación remota, hay que añadir siempre un tiempo dedicado a la preparación inmediata de cada predicación, evitando en absoluto la improvisación, o usar sin elaborar de nuevo los apuntes preparados para ocasiones anteriores.

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No pueden darse reglas generales sobre cuánto tiempo se ha de emplear para redactar el esquema, porque depende de cada sacerdote, de la experiencia que tenga, del tema, de quiénes asistirán, etc. En cualquier caso, ese tiempo ha de ser el necesario -«meditación mal preparada, meditación mal dada»-, consultando la bibliografía oportuna, sin confiar en exceso en la propia elocuencia y capacidad de improvisar, determinando bien no sólo lo que se ha de decir, sino también cómo se ha de decir. Por otra parte, hay que evitar caer en el extremo opuesto, buscando un falso perfeccionismo, o escribiendo todo para que no se olvide nada. El sacerdote ha de tener presente que la eficacia de la predicación proviene siempre y en todo de Dios.

La longitud del guión para la predicación, depende de cada sacerdote. Al principio quizá deba ser más detallado, teniendo en cuenta que -como regla general- es mejor no leer mucho mientras se predica. Es oportuno señalar con orden, las ideas centrales y las consecuencias prácticas del tema, las citas que se van a utilizar -para leerlas en los libros correspondientes o en fichas aparte-, y las comparaciones más importantes que se vayan a poner.

Un guión excesivamente detallado puede quitar espontaneidad; y si es demasiado esquemático, quizá dará lugar a la improvisación o al desorden, olvidando tal vez cosas importantes que se querían decir.

Es útil que en el guión conste con más detalle el modo de comenzar la predicación, para captar desde el primer momento la atención de los oyentes, con algo atractivo, que les introduzca de lleno en el tema. También hay que prever el modo de terminar: por ejemplo, es de gran ayuda para los asistentes hacer como un resumen de los puntos tratados o los posibles propósitos, de modo muy breve.

Fichero

A través de la preparación, remota y próxima, de sus predicaciones, el sacerdote va formando su fichero personal. Tampoco caben reglas generales sobre la organización: depende de cada persona, que buscará el sistema más eficaz, llevándolo con orden y constancia. Suele ser útil reunir los esquemas de las predicaciones, quizá divididos por temas, por tiempos litúrgicos y por fiestas. Las anécdotas, comparaciones y experiencias pueden clasificarse también de algún modo (quizá por voces y dándoles alguna numeración).

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Es importante que el fichero, además de ser funcional, esté al día, ordenado, y se renueve periódicamente; de vez en cuando convendrá repasarlo y retirar el material que no sirva.

En algunos casos, será oportuno cambiar impresiones con otro sacerdote sobre el modo de guardar el material de predicación y de redactar los guiones, para que cada uno encuentre el procedimiento que le resulte más eficaz, aprovechando también la experiencia de los demás.

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Referencias

  1. Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 4.
  2. Cfr. CIC, c. 756.
  3. Cfr. CIC, c. 757. Por lo que respecta a los seglares, he aquí lo que indica el CIC: «En virtud del Bautismo y de la Confirmación, los fieles laicos son testigos del anuncio evangélico con su palabra y el ejemplo de su vida cristiana; también pueden ser llamados a cooperar con el Obispo y con los presbíteros en el ejercicio del ministerio de la palabra» (c. 759).
  4. Cfr. Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n.4. «Ha de proponerse íntegra y fielmente el misterio de Cristo en el ministerio de la palabra, que se debe fundar en la Sagrada Escritura, en la Tradición, en la liturgia, en el magisterio y en la vida de la Iglesia» (CIC, c. 760).
  5. Cfr. Santo Tomás, Summa Theologiae, 11-11, q. 177, a.1.
  6. De nuestro Padre, Carta, 2-II-45, n. 25.
  7. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 35.
  8. Por esto, sería incomprensible que un sacerdote rehusara predicar, por falsas razones: porque ha predicado ya varias veces, porque «le han oído mucho esas personas», porque no tiene tiempo para preparar la meditación, etc.
  9. S. Agustín, De Doctrina Chrístiana, libro IV, cap. XXVIII. También señala en el capítulo XII: «Dixit ergo quidam eloquens, et verum dixit, ita dicere debere eloquentem, ut doceat, ut delectet, ut flectat». Santo Tomás reproduce esta misma idea de San Agustín, indicando la triple función de la predicación: instruir el entendimiento en la palabra de Dios; provocar el afecto del oyente para oírla; mover la voluntad para determinarse a amar y cumplir lo aprendido (cfr. Summa Theologias, 11-11, q. 177, a. 1, c).
  10. «(El predicador), en su mismo sermón, ha de querer agradar más con la doctrina que con las palabras, y ha de juzgar que sólo habla mejor cuando dice la verdad, sin consentir que el orador sea un mero lacayo de las palabras, sino que las palabras sirvan al orador» (S. Agustín, o.c., libro IV, cap. XXVIII).
  11. Hebr. 4, 12.
  12. De nuestro Padre, Amigos de Dios, n. 133.
  13. «Toda la suma, pues, de la doctrina que se debe proponer a los fieles, se contiene en la palabra de Dios, la cual se divide en Escritura y Tradición. Y así emplearán los Pastores días y noches en la meditación de estas cosas, acordándose de aquel aviso del Apóstol, que aunque escrito a Timoteo, todos los curas de almas mirarán como dirigido a ellos mismos. Dice, pues, de este modo: Atiende a la lección, a la exhortación y a la doctrina. Porque toda Escritura inspirada por Dios es útil para enseñar, para argüir, para reprender, y para instruir en la justicia; porque sea perfecto el hombre de Dios, y esté apercibido para toda obra buena» (Catecismo Romano de San Pío V, Prólogo, n. 12). «(...) Debe extraerse en primer lugar de la fuente de la Sagrada Escritura y de la Liturgia, anuncio de las maravillas de Dios en la historia de la salvación o misterio de Cristo» (Conc. Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 35; cfr. también Const. dogm. Del Verbum, n. 24).
  14. En este sentido, resulta muy útil el uso de las Concordantiae de la Sagrada Escritura, que facilitan el empleo de textos adecuados en la predicación.
  15. El Enchiridion Patrísticum puede ser un buen instrumento para encontrar textos que ayuden a la predicación.
  16. Pío XII, Ene. Mediator Dei, 20-IX-1947, AAS 39 (1947), p. 521.
  17. Mí 12,34.
  18. Benedicto XV, Enc. Humani generis, 15-VI-1917, AAS 9(1917), p. 305.
  19. «Pero la ciencia de un ministro sagrado debe ser sagrada, porque emana de una fuente sagrada y a un fin sagrado se dirige. Ante todo, pues, se obtiene por la lectura y la meditación de la Sagrada Escritura, y se nutre también fructuosamente con el estudio de los Santos Padres y Doctores y de otros monumentos de la Tradición. Además, para responder convenientemente a los problemas propuestos por los hombres contemporáneos, conviene que los presbíteros conozcan bien los documentos del Magisterio y, sobre todo, de los Concilios y de los Romanos Pontífices, y consulten a los mejores escritores de Teología» (Conc. Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 19). Es importante que el sacerdote repase constantemente tratados clásicos de teología -en particular los escritos de Santo Tomás- y de otros textos seguros, para profundizar en el contenido de nuestra fe.
  20. Hay que orientar todas las lecturas con espíritu sacerdotal. En este sentido, son muy útiles los buenos autores clásicos, que también ayudan a mejorar el lenguaje, el estilo de la exposición y pueden proporcionar ideas, anécdotas, comparaciones.
  21. De nuestro Padre: en Crónica, VI1-1969, p. 9.
  22. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 27.
  23. Conviene tener en cuenta que, cuando se lleva un tema de predicación a la oración personal, no se va a preparar la meditación, en sentido material, sino a hacer la oración personal sobre ese tema, tomando quizá algunas notas, que se aplican en primer lugar al propio predicador.