El mundo secreto del Opus Dei/En busca del Opus Dei

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En busca del Opus Dei

Hay sólo unos 200 kilómetros desde Cuzco, la segunda ciudad de Perú, antigua capital de los incas, a la ciudad de Abancay, pero la carretera era tan mala que mi viaje en un "Toyota" todo terreno me llevó no menos de diez horas. Abancay es una ciudad fronteriza, en lo más recóndito de los Andes. Los soldados vigilan las entradas. Sus habitantes prefieren conducir automóviles tipo jeep o comprar camionetas, si es que pueden permitirse tener algún vehículo. Ünicamente un puñado de calles están pavimentadas; la mayor parte son poco más que senderos de tierra.

El edificio que iba buscando estaba justamente al otro lado de estas calles. La pared que lo rodeaba estaba dividida por una imponente entrada. Al otro lado de la pared divisé una piscina y elegantes macizos de flores. Manaban dos fuentes; una de ellas caía sobre un estanque con peces de colores. Visité una de las dos capillas que había en el jardín. Detrás del altar, situado en una trabajada estructura de oro, había un cuadro de la Sagrada Familia: María y José enseñando a andar al Niño Jesús. La pintura era de estilo cuzqueño, derivado del arte que los conquistadores españoles llevaron a Perú en el siglo XVI. El contraste entre el mundo en el que había penetrado al cruzar el arco de la entrada y el mundo exterior a lo largo del sendero de tierra, difícilmente hubiera podido ser mayor. Esto parecía la hacienda de un rico propietario. De hecho, era el seminario el lugar donde se formaban los aspirantes a sacerdotes.

Lo visitaba a sugerencia de Ken Duncan, un consejero para la ayuda y el desarrollo, que había oído que yo estaba interesado en la organización del Opus Dei. Duncan, que no era católico, había quedado desconcertado por las actividades del Opus en Perú y quería contar sus experiencias a alguien que pudiera llamar la atención sobre lo que él consideraba un comportamiento inaceptable por parte del clero del Opus. Le había disgustado en particular un orfanato peruano, al que había sido invitado. Le sorprendió que fuera tan grande; los indios quechuas, con sus familias numerosas, raramente necesitaban los servicios de un orfanato. Aún le sorprendió más cuando descubrió que algunos de los niños de la institución ni siquiera eran huérfanos. Las autoridades eclesiásticas le dijeron simplemente que sus padres y madres no habían sido considerados adecuados y les habían quitado a los niños. "¿Qué sucede cuando éstos crecen?", preguntó Duncan, advirtiendo que pocos de los huérfanos tenían más de cinco o seis años. "Tenemos amigos en Norteamérica o en Alemania que los recogen", le dijeron. "La gente no paga nada -le dijeron-. Pero entregan un donativo. Aquello tenía un gran parecido con la venta de niños."

Cuando viajé a Perú en busca del Opus, conseguí llegar hasta Abancay, a pesar de su aislamiento, y visitar el seminario, cuyo lujo también había encontrado escandaloso Duncan al compararlo con la pobreza de la gente de fuera de sus muros. Este seminario para las diócesis de Cuzco y de Abancay era dirigido por un puñado de clérigos españoles del Opus Dei vestidos con sotanas bien confeccionadas. Era exactamente como Duncan lo había descrito. Como él, quedé sorprendido por el contraste entre la pobreza y la miseria de fuera y la comodidad interior, y por la incongruencia de encontrar una institución así en un valle de los Andes. Sin duda, ésta era una empresa del Opus Dei, pero no pude investigar sus vinculaciones con los huérfanos de Perú. Esta organización tiene muchos grados de compromiso. No pueden ser consideradas técnicamente empresas del Opus todas las que cuenten con miembros de la Obra, o que sean dirigidas por ésta en cierta medida. El vínculo entre los huérfanos y el Opus quedaba bastante en evidencia por lo que Duncan me había dicho; sin embargo, no pude comprobarlo personalmente.

Ken Duncan había trabajado a menudo con organizaciones católicas. Tenía grandes elogios para la mayoría de ellas; sin embargo, estaba preocupado por la creciente influencia del Opus en Perú. Todavía se alarmó más cuando le expliqué la envergadura y la complejidad del Opus en el mundo, al menos tres veces mayor que la Compañía de Jesús (los jesuitas), que hasta la fecha ha sido considerada la Orden religiosa más influyente de la Iglesia católica.

Mi interés por el Opus se despertó al principio por una apología del mismo que apareció a finales de mayo de 1971 en el suplemento en color del "Sunday Times". El periódico, por lo visto, había publicado un articulo desfavorable sobre la Obra, y ésta había solicitado, y lo había obtenido, el derecho a réplica. Atrajo mi atención el artículo de Peter Hebblethwaite, pues era yo por aquel entonces miembro de la Compañía de Jesús y director de The Month, una revista jesuita publicada en la residencia que la Compañía tiene en Mayfair, en Londres. Alguna que otra vez escribía para "Hebblethwaite" y él me sugirió que investigase sobre la Obra.

Sabía poco, en efecto, del Opus Dei antes de comenzar a investigar para mi artículo. Su nombre era poco revelador. Opus Dei, la Obra de Dios, habían sido hasta la fecha dos palabras utilizadas comúnmente dentro de la Iglesia católica para describir las oraciones que los monjes cantan en el coro por la mañana y por la noche. Los miembros del Opus llamaban a su institución "la Obra", lo que sonaba a titulo algo provisional. Se ha sugerido que su fundador, Escrivá de Balaguer, pensó en un tiempo en llamarla Sociedad de Cooperación Intelectual, o SOCOIN, aunque nada en concreto salió de esta idea. (Guy Herrnet, Los católicos en la España franquista, vol. 1. Madrid, Siglo XXI, 1985, pág. 266. Él cita a Daniel Artigues, El Opus Dei en España: su evolución ideológica y política. París, Ruedo Ibérico, 1971, pág. 127.)

En sus primeros años en España, en los años treinta, parece haber sido poco más que un grupo de hombres y mujeres católicos seglares que continuaban en sus trabajos, pero que vivían con frecuencia en pequeñas comunidades y estaban unidos por solemnes promesas, si bien no por los votos formales de los miembros de las órdenes religiosas. El vinculo principal de su comunidad cristiana era la forma de guía espiritual proporcionada por su fundador, José María Escrivá. Esta espiritualidad estaba constreñida en cápsulas de forma inmejorable en un pequeño libro de 999 máximas llamado "Camino". Todo parecía totalmente inofensivo.

Pronto supe, sin embargo, que su pretendido papel político en la España de Franco, su reserva, su aparente éxito, sus métodos de actuación, todo, había despertado un gran interés y una considerable hostilidad, tanto dentro de la Iglesia católica como fuera de ella. "The Economist" se refería a ella bastante a menudo en los años sesenta y setenta, e insistía en llamar a sus miembros "opusdeístas", como si constituyesen un partido político, algo por lo que ellos se sintieron profundamente ofendidos. Incluso "The Times Literary Supplement", una revista seria, raramente dada a polemizar sobre asuntos eclesiásticos, incluía un artículo adverso en una de sus páginas centrales en abril de 1971 bajo el título "The Power of the party: Opus Dei in Spain" ("El poder del partido: Opus Dei en España").

Atrajo mi interés, en parte, porque yo era un entusiasta hispanófilo y España era el país donde había la mayor concentración de miembros del Opus y donde mejor era su influencia, y en parte, también, porque yo era en aquel entonces jesuita y el Opus era con frecuencia comparado, y se comparaba a sí mismo, con la Compañía de Jesús. Desde que Ignacio de Loyola fundó la Compañía a mediados del siglo xvi, ninguna organización religiosa dentro de la Iglesia católica había levantado tal controversia, ni había llegado tan rápidamente (así lo parecía) a tener tanta influencia en la Iglesia y en el Estado. El Opus había copiado a la Compañía, en aquel momento parecía que a sabiendas, en el trabajo que ésta intentaba hacer dentro de la Iglesia, en particular en la educación de la élite católica. Esta vez, sin embargo, no era la elite por nacimiento, sino que, quizá de acuerdo con el espíritu del siglo xx, era seleccionada principalmente por la riqueza conseguida a través de los negocios.

Cuando publiqué mi primer artículo sobre el Opus Dei en "The Month", en agosto de 1971, yo lo titulé "Being Fair to Opus Dei" ("Imparcial con el Opus Dei"). Creí que era imparcial porque, en su mayor parte, evitaba lo que sus detractores habían dicho de la Obra y me limitaba a las propias publicaciones del Opus, en particular a la Constitución de 1950 y a las 999 máximas de Escrivá de Balaguer, contenidas en "Camino".

El Opus, quizá de modo no sorprendente, no lo consideró imparcial. Unos meses después de aparecer el artículo, concerté una entrevista con el portavoz del Opus en Madrid. El encuentro debía tener lugar en el piso particular de unos amigos. El portavoz del Opus llegó después del almuerzo. No quiso tomar café. No quiso sentarse. Simplemente me riñó por la injusticia que yo había cometido contra el Opus. Y se marchó enfurecido.

La reacción en Inglaterra fue bastante más suave. Varias personas que yo no conocía solicitaron verme. Conseguí evitar el encuentro. Más tarde, un amable anticuario de Norfolk consiguió llegar a mi oficina porque era íntimo amigo de un amigo mío. El también me regañó, pero con más pena que ira. Me dijo que yo no había captado en absoluto el espíritu del Opus Dei. Yo no me oponía a que se me corrigiera en los puntos en que me hubiese equivocado. Mencionó un asunto puramente técnico que no era de gran importancia. Le pregunté si yo había entendido bien su espiritualidad. Me dijo que no, y le pedí algunos ejemplos. Se perdió y sospeché que la conversación no marchaba según las instrucciones por él recibidas. Intenté ayudarle. Le hice observar que yo había trabajado a partir de documentos y que era consciente de que podían ser falsos; uno sólo tenía que pensar en un programa de examen que, en abstracto, siempre intimida un poco, pero que luego, a la hora de la verdad, tiene unos límites más razonables. Le dije que el programa espiritual del Opus Dei parecía asustar, pero me imaginaba que vivirlo sería bastante más fácil de lo que parecía en un principio. Estuvo de acuerdo con la analogía, pero cuando le pedí que me explicara con ejemplos dónde divergían el programa y la práctica, de nuevo no supo qué contestar. Intenté ayudarle a salir de su embarazoso silencio: "Por ejemplo -le dije-, la Constitución establece que todos deben rociar sus camas con agua bendita antes de acostarse por las noches. Seguro que no lo hacen, ¿verdad?" De nuevo el embarazo. "Sí, lo hacemos -respondió-. Después de todo, la castidad es una virtud muy difícil."

Más de una década después, un antiguo miembro de la Obra, el doctor John Roche, del Linacre College de Oxford, me dijo que "Being Fair to Opus Dei" fue lo primero que leyó, después de entrar en el Opus, sin haber pedido previamente permiso. Le habla sorprendido por ser lo más cercano al espíritu del Opus sin ser yo miembro del mismo.

A principios de los años setenta parece que había muy poco material en inglés sobre la Obra y sus objetivos, de ahí que mi artículo llegase a las hemerotecas. Cuando aparecía una historia sobre el Opus, me llamaban los periódicos, los productores de Televisión y los reporteros radiofónicos, y así podía estar al tanto de los acontecimientos relativos a la institución. Cuando años después comencé a investigar para este libro, pronto descubrí que algunos prestigiosos católicos consideraban que el Opus Dei era uno de los mayores problemas de la Iglesia católica en la actualidad. José Comblin, un sacerdote belga muy conocido, que ha pasado la mayor parte de su vida activa en Latinoamérica, me escribió desde Brasil para decirme eso exactamente. En los claustros de la capilla de San Jorge, en el castillo de Windsor, en una húmeda noche de abril de 1986, el teólogo suizo Hans Küng habló extensamente conmigo y me dio una retahíla de nombres de personas con quienes establecer contacto.

Más recientemente, un amigo australiano me contaba los extraordinarios sucesos que rodearon la publicación de dos artículos sobre el Opus en el diario "The Australian". Me explicó casos de códigos de ordenador rotos y que el Opus amenazaba con demandar incluso antes de que los artículos (supuestamente secretos) hubiesen aparecido. Bastante más lamentable fue que en noviembre de 1987 Pedro Miguel Lamet fuese suspendido de su puesto de director del semanario religioso español "Vida Nueva". Bajo la dirección de Pedro, un viejo amigo de mis días de jesuita, este semanario se había convertido posiblemente en el mejor de su clase en Europa, si no del mundo. Pedro mencionaba tanto la hostilidad a "Vida Nueva" del nuncio en Madrid, como culpaba al antagonismo y al poder del Opus de su destitución por la empresa propietaria de la publicación. (Hubo un breve informe del cese en el semanario católico londinense The Tablet, el 5 de diciembre de 1987, y otro bastante más completo en la misma publicación, el 9 de enero de 1988, pág. 41).

La suerte de Lamet es indicativa del poder que el Opus ejerce en las más altas jerarquías eclesiásticas. El número de obispos pertenecientes al Opus va en aumento, aunque su porcentaje sobre la cifra total, bastantes más de 2.000 en todo el mundo, sea realmente pequeño. Hay, quizá, menos de una docena. Más importante es la influencia que tienen en la curia, la administración del Papa en Roma. Los "vaticanólogos", ese pequeño grupo de periodistas que entienden las complicadas interioridades de la curia, observan con atención el ascenso y la caída -normalmente el ascenso- de los burócratas eclesiásticos que, con sus puntos de vista tradicionalmente conservadores, son favorables al Opus. Ellos advierten también la influencia más directa de la Obra a través del servicio de sus miembros como consultores de las Congregaciones (portavoz de los consejeros de los órganos administrativos del Vaticano), como el de las Causas de los Santos (están deseosos de que su fundador sea declarado santo), o la Congregación Consistorial. El Papa Juan Pablo II parece también simpatizar con el Opus, y en 1982 concedió a la Obra un nuevo estatuto legal que la hace única en la Iglesia y, a todos los efectos prácticos, una entidad autónoma.

Cuando les decía a amigos católicos que estaba ocupado en este estudio, jocosamente me aconsejaban aumentar mi seguro de vida. Pero, bromas aparte, me he quedado asombrado de la extensión y del alcance del Opus. Más de doce años después de que apareciese "Being Fair to Opus Dei", un amigo de Estados Unidos concertó para mí una entrevista con su tío, miembro del Opus. El encuentro pudo tener lugar solamente después de que el tío obtuviese permiso de un tal padre Kennedy, un sacerdote del Opus. "Le conocemos -dicen que dijo Kennedy-, es hostil, pero es mejor que le vea." Después, en Washington, fui a ver a Russell Shaw, entonces portavoz de la Conferencia Nacional de Obispos Católicos de Estados Unidos y miembro del Opus. El también había solicitado previamente permiso al padre Kennedy. Cuando por fin le conocí, no parecía que un comportamiento así en hombres maduros le extrañase en modo alguno. A mí me chocaba bastan te que una organización que afirma que sólo le incumben las cosas del espíritu se inmiscuya en las vidas particulares de sus miembros hasta el punto de tener que pedir permiso antes de yerme. Lo encontré realmente siniestro.

Pero todo esto es parte del secreto -el Opus preferiría llamarlo discreción- que rodea a la Obra. Sus miembros no llevan ropa especial ni distintivo alguno. Incluso durante la celebraciones eclesiásticas se les ordena no presentarse como grupo. Un miembro admitirá pertenecer al Opus, pero no dirá quién más pertenece. Tampoco su número debe ser revelado aunque un documento preparado antes del último cambio de estatutos del Opus (1982), confesaba que eran entonces uno 70.000 en todo el mundo, y casi un dos por ciento de ellos son sacerdotes. Se cree que en el Reino Unido hay unos 300 ó 400 miembros, y unos 2.500 en Estados Unidos, en lo que Russel Shaw describe como una "existencia colectiva" en una docena de ciudades. (Russell Shaw, "Opus Dei and the American Church", The Tablet, 27 de febrero de 1988.) No todos son miembros de pleno derecho. Aproximadamente un treinta por ciento está formado por miembros "numerarios", otro veinte por ciento por "oblatos", con obligaciones similares a los numerarios, pero viviendo fuera de las residencias del Opus. La otra mitad, formada por los "supernumerarios", tiene una conexión bastante más tenue, aunque sigue estando regida por la Constitución del Opus.

La obligación de secreto se extiende en particular a la Constitución; en circunstancias normales, ni siquiera los miembros estaban autorizados a verla. María del Carmen Tapia, que estuvo durante diez años encargada de la sección de mujeres en Venezuela, no disponía ni de un ejemplar. (María del Carmen Tapia fue una de mis principales informadoras. El material que se cita en este libro ha sido tomado de las cintas de una entrevista de todo un día en el "Barbizon Plaza Hotel" de Nueva York, el 23 de agosto de 1984.) Cuando en más de una ocasión necesitaba consultarla, se le dejaba bajo la estricta condición de que debía devolverla rápidamente. En Washington tuve la oportunidad de preguntar a Russell Shaw si había visto la Constitución. Me dijo que no. Le pregunté si tenía costumbre de ingresar en organizaciones sin leer antes sus estatutos. Esto no le extrañó. Más tarde añadió que le aburre leer tales documentos.

La Constitución, pues, no estaba en el estante de la biblioteca de cada centro del Opus. Ni siquiera era, como lo son, por ejemplo, las constituciones de los jesuitas, tema de estudio para los miembros de la Obra, como podría esperar. Sin embargo, la nueva Constitución de 1982 estaba disponible para todo obispo diocesano dentro de cuyo territorio funcionase el Opus Dei. Es más, en algunos lugares al menos, el director local del Opus convertía en algo especial la entrega del documento al obispo.

Sabiendo esto, pregunté a unos cuantos obispos si estaban dispuestos a dejarme ver el texto. Lo primero que descubrí fue que se entregaba la Constitución al obispo personalmente y sólo a él. Los obispos auxiliares que estuvieran encargados de un área de la diócesis en la que el Opus hubiese establecido centros, tampoco recibían ningún ejemplar. Después descubrí que la Constitución que tenía más probabilidades de ver había desaparecido. No es, lo confieso, un libro muy voluminoso.

Aunque sabía que había sido publicada en un periódico español a mediados de 1986, había empezado a perder las esperanzas de poner fácilmente las manos sobre un ejemplar, cuando me encontré uno en circunstancias algo misteriosas. Trabajo en una facultad de la Universidad de Londres y una mañana, al entrar en mi oficina, encontré en un estante setenta y siete fotocopias correspondientes a doble número de páginas originales. No había ninguna nota ni ningún papel con saludos. De modo que le doy ahora las gracias a mi desconocido benefactor.

Después de estudiar sus dos Constituciones, había muchas más cosas que me inquietaban del Opus Dei; serán el tema del resto de este libro. Pero parte de mi propia animadversión hacia el Opus surge quizá de un sentimiento de desengaño.

Al menos desde finales del siglo ni ha habido siempre una forma de "vida religiosa" en la Iglesia católica. Es decir, hombres y mujeres que han escogido (por lo general) voluntariamente vivir su vida de una forma que parece tomar el texto del Evangelio bastante más al pie de la letra de lo que se hace habitualmente. Al principio llevaban vidas solitarias como ermitaños en el desierto. Después se unieron para formar grupos, o comunidades, bajo la supervisión de un abad o abadesa. Originariamente, tales comunidades habitaban en lugares despoblados y quedaban grupos que siguen haciéndolo, pero gradualmente las casas religiosas se trasladaron desde el campo a las ciudades y los monjes se mezclaron hasta cierto punto con los seglares, pero permaneciendo en su mayor parte confinados en un lugar. Luego vinieron los frailes que, como los monjes, hacían juntos la oración y se encontraban para la misa conventual, pero se mezclaban mucho más libremente gente e iban de un lugar a otro. Después vinieron los "regulares", como los jesuitas. No oraban juntos ni, por general, oían misa juntos. Y, a diferencia de los monjes, monjas y frailes, no llevaban hábitos especiales más que el clero. Por lo tanto, se podían mezclar con la gente mucho más fácilmente. Seguían siendo sacerdotes unidos por los votos de pobreza, castidad y obediencia a su superior, por lo que este sentimiento más estricto del Evangelio se ha conservas tradicionalmente.

El Opus, a primera vista, parecía ser diferente. La vida religiosa, signifique lo que signifique, se ha limitado hasta la fecha a los que están dispuestos a hacer los votos: gente soltera que opta por el celibato para el resto de su vida. Aunque los aspectos de este concepto, como si dijéramos, se hayan ampliado desde pasar la vida como ermitaños en el desierto hasta vivir en casas particulares en la ciudad y unirse estrechamente con la gente corriente, los miembros de tales grupos religiosos están muy lejos de ser gente corriente. El que el Opus proporcione una forma de vida religiosa en un sentido amplio para una diversidad mucho mayor de personas, tanto casadas como solteras, entendí que era la característica especial, o el carisma, del Opus. En otras palabras, lo tomé como una extensión natural del desarrollo de la vida religiosa dentro de la Iglesia. Pronto me desilusioné. A diferencia de muchas de las grandes órdenes religiosas en la Iglesia católica, ha sido paulatinamente dominada por los curas, y se ha mostrado estrecha de miras y ultraconservadora.

Vladimir Felzmann, un inglés de origen checo, se unió al Opus en 1959 y fue ordenado sacerdote diez años después. Dejó la Obra a principios de 1982 y ahora está como sacerdote en la diócesis de Westminster, que abarca el Londres al norte del Támesis. Como mucha gente que deja movimientos religiosos autoritarios, o sectas como la Iglesia de la Unificación (la secta Moon), el Conocimiento Krishna o la Misión de la Divina Luz (Véase Janet Jacobs, "Deconversion from Religious Moven: An Analysis of Charismatic Bonding and Spiritual Commitment", JournaL for the Scientific Study of Religion, vol. 26, n.° 3, 1987, págs. 294-308), Felzmann guarda un profundo afecto por el fundador del Opus Dei, José María Escrivá de Balaguer, a quien conoció bien y con quien trabajó en la sede romana del Opus, si bien rechaza la organización que fundó:

"El fundador tenía notables cualidades de liderazgo. Inspiraba. Como todo gran líder, era duro y era blando. Tenía una fuerza densa de lo que los psicólogos llamarían lo masculino y lo femenino, el ánimus y el ánima. Era maravillosamente humano. Atraía por su fuerza y su sentido de la dirección -su fe- tanto como por su vulnerabilidad y calor. Podía ser duro como el hielo y tierno como cualquier madre. Impetuoso, emocional, apasionado, compensaba estas cualidades naturales con la fuerza abstracta de los ideales, la disciplina, la fuerza de voluntad, el orden, el dogma y la realización. Era lo bastante sabio como para escoger hombres con estas últimas cualidades para ser sus colaboradores más cercanos en Roma. Según envejecía, la influencia de éstos crecía. Cuando murió, intentaron conservar lo que acababa de dejar de respirar. El "espíritu" del fundador se ha fosilizado, se ha enfriado" (Vladimir Felzmann, "Why Ileft Opus Dei", The Tablet, 26 de marzo de 1983, pág. 288).

Para los miembros del Opus, Escrivá era un profeta con una inspiración divina directa, que continuó "hasta su muerte o, como el Opus Dei preferiría llamarla, "el tránsito de nuestro padre a los cielos" en 1975... Como es un santo, se les enseña a los miembros, su camino es llano y sus seguidores están seguros del cielo hasta el punto de que se identifican con él" (Ibid., pág. 287).

La canonización es normalmente un proceso largo, al final del cual un hombre o una mujer son oficialmente reconocidos por la Iglesia católica como santos. Tomás Moro, Lord Canciller de Inglaterra, que murió por su fe en el reinado de Enrique VIII, tuvo que esperar cuatro siglos antes de que su santidad fuese formalmente reconocida por la Iglesia. Los que estén promoviendo la "causa" del futuro santo tienen que ser capaces de demostrar que ya se le reza, a él o a ella, que ya es considerado santo, que ya se le pide la curación de enfermedades o ayuda en las dificultades y que se han producido milagros por la intercesión potencial del santo.

Para los que han destacado en la Iglesia por sus enseñanzas y escritos, la inspección minuciosa llevada a cabo primero nivel local y después por las autoridades de la Iglesia en Roma (la Congregación para la Causa de los Santos en el departamento pertinente) es aún más rigurosa. Todos los libros y papeles son inspeccionados y los informes estudiados. Al menor indicio de que su pensamiento no se ajuste totalmente las enseñanzas de la Iglesia católica, el candidato a la canonización es excluido. Aunque ha habido casos en los que la santidad de un individuo ha sido tan manifiesta que el sistema ha podido ser abreviado, el proceso es normalmente muy largo. El Opus no tiene la intención de permitir que esto ocurra con la causa de su fundador, y uno puede comprender su preocupación.

El Opus no es simplemente un cuerpo religioso nuevo, es una nueva forma de institución dentro de la Iglesia, como demuestra ampliamente la larga búsqueda de un estatuto jurídico apropiado. Para ser reconocido como una institución legítima, con la total aprobación de la Santa Sede y de Iglesia en general, no solamente ha necesitado la aprobación formal de su posición legal dentro de la Iglesia; también requiere el reconocimiento de que el fundador era un santo, nivel de los grandes santos como Francisco, Domingo o Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús.

Todo esto es, sin duda, muy loable, pero surgen complicaciones cuando se intenta presentar un relato honesto de la vida de Escrivá. El Opus controla la información sobre él. Los libros que autorizan son, naturalmente, hagiográficos. Los dos más importantes son el de Salvador Bernal, "Msgr Josemar Escrivá de Balaguer, Prof ile of the founder of Opus Dei" (Monseñor José Maria Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del fundador del Opus Dei) publicado en Londres y en Nueva York por Scepter en 1977 (justamente un año después de haber aparecido en español) y, más recientemente, una biografía por un español, antiguo agregado de Información en Londres, Andrés Vázquez de Prada, "El fundador del Opus Dei". Ésta se publicó en Madrid por Ediciones Rialp en 1983. La propagan del editor la describe como la "primera biografía extensa que aparece en español". Tanto Rialp como Scepter son, por supuesto, editoriales del Opus Dei. Ambos autores son miembros del Opus, aunque en ninguna de las biografías que aparecen en los libros se mencione este pertinente detalle. Aunque existe al menos un pequeño -y satírico- estudio (Luis Carandell, Vida y milagros de Monseñor Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, Barcelona: Editorial Laja, 1975), parece no haber obras que intenten una valoración imparcial de Escrivá de Balaguer. No es difícil descubrir por qué.

El Opus está decidido, en la medida de lo posible, a presentar cada retrato de su fundador como el candidato perfecto al honor de la santidad oficial. Tiene que ser visto como una persona que fue especialmente escogida por Dios para la suprema misión de fundar el Opus. Debe ser considerado no sólo como heroicamente santo, sobresaliente en todas las virtudes, sino también como sabio y erudito.

Tomemos un ejemplo del libro de Vázquez de Prada: al principio, recuerda una conversación con Escrivá de Balaguer durante una de las visitas de éste a Londres. Vázquez de Prada iba a escribir una biografía del estadista inglés y ahora santo, Tomás Moro. Le pidió consejo a Escrivá. "Hay que meterse dentro del personaje", o quizá más exactamente, aunque en versión algo más libre, "tendrás que meterte en su piel". Ahora bien, este excelente consejo, difícilmente se puede considerar original. Yo critico, sin embargo, no la banalidad del consejo, sino lo que Vázquez hace con él. Lo convierte en la frase de apertura de su texto a la que considera como si fuera una relación notable.

Vázquez continúa después con su capítulo introductorio, del que está claramente orgulloso. Vladimir Felzmann recuerda que se lo leyó a un grupo de aspirantes a miembros del Opus en Londres. El capítulo es una meditación sobre el día en el que nació el Opus Dei, el 2 de octubre de 1928, el día, nos revela, en que Ludovico von Pastor, el gran historiador moderno del papado, murió en París; el día en que cumplía 81 años Von Hindenburg, Presidente de Alemania, y el día en que se declaró la ley marcial en Albania. Es un poco difícil explicar esta extraordinaria proeza, tanto como Vázquez la ha extendido (incluso ha encontrado lo que se proyectaba en los cines de Madrid), a menos que sea para situar el acontecimiento como si se hubiera producido en algún providencial momento crítico de la Historia del mundo.

El Opus comenzó en un lugar preciso y en el momento justo. Sucedió de repente, "como semilla divina calda del cielo", dice Vázquez. El fundador afirmó después que fue totalmente cosa de Dios, que él fue únicamente un estorbo. Una señal de su humildad, se apresura a escribir Vázquez. Podría ser eso, pero también selecciona a Escrivá de Balaguer como vehículo escogido por la divinidad para escogidos propósitos divinos. Incluso la negativa de Escrivá a hablar de todo ello, apuntada por Vázquez, les aparta, tanto a él como a la fundación del Opus Dei, de la vida normal. El contexto en el que sus biógrafos del Opus le presentan no es el de un simple mortal.

Bernal ejemplifica por el mismo estilo. Al principio de su libro cuenta la historia de un sacerdote que conoció a Escrivá de Balaguer en noviembre de 1972. "Yo estaba haciendo actos de fe, para pensar que me encontraba ante el fundador del Opus Dei", dice que afirmó. Bernal pone el énfasis en su normalidad, pero la gracia del relato está en que se "esperaba" que fuera distinto. Se está construyendo la imagen de un hombre que es otro: un santo. Ése es el trasfondo en el que se espera que los lectores lean su vida. Por eso Vázquez insiste en que su tarea es "descubrir la conexión entre su (el de Escrivá) comportamiento público y sus actitudes más profundas". Y ésa es justamente la tarea que el enfoque hagiográfico del fundador hace prácticamente imposible.

Sin embargo, por extraño que parezca, el primer problema con el que se enfrenta cualquiera que escriba su vida es decidir el nombre del personaje. Según la anotación en el registro parroquial de la iglesia en la que fue bautizado, su apellido se escribía "Escribá", pero ya en su época escolar, José María adoptó la versión, bastante más distinguida, de Escrivá, escrita con "v" en lugar de con "b", que, en castellano, suena exactamente igual.

En junio de 1940, la familia, que entonces se conocía como Escrivá y Albás, argumentando que Escrivá era un nombre demasiado común para distinguirle, solicitó que en el futuro se les conociera como Escrivá de Balaguer y Albás, aunque en los siguientes veintitantos años el "y Albás" fue en su mayor parte ignorado.

Hasta aquel momento, José María había sido simplemente José María. A partir de 1960 comenzó a firmar Josemaría. Luego, en 1968, solicitó y le fue concedido el título de marqués de Peralta. Es un hecho curioso. Sus biógrafos alegan que únicamente aspiró al título después de consultar con cardenales de la curia, el cardenal Dell'Acqua, el vicario papal de Roma e íntimo amigo suyo, y el cardenal español Larraona. También se lo dijo a otros dignatarios eclesiásticos, incluyendo la Secretaría de Estado.

Algunos miembros creen que el título lo solicitó por consideración a su hermano Santiago. La excusa del propio Escrivá, expresada en una carta al consiliario del Opus Dei en Madrid, era que su familia había sufrido mucho preparándole para su ministerio, y que aquel título era una forma de recompensa. Sea cual fuere la explicación, solicitar el restablecimiento o la concesión de un título nobiliario parecería impropio de alguien cuya humildad se encuentra entre las virtudes que sus partidarios enumeran mientras sigue su curso la causa de canonización. Especialmente a la luz de la máxima 677 de su tratado espiritual Camino: "Honores, distinciones, títulos..., cosas de aire, hinchazones de soberbia, mentiras, nada."

Asimismo resulta algo extraño, a la luz de esa máxima, haber reunido también una cantidad de otras condecoraciones españolas, tales como la Gran Cruz de San Raimundo de Peñafort, la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio, la Gran Cruz de Isabel la Católica, y otras, así como también diversas medallas de oro. (Para los nombres de otras condecoraciones, ver Carandell op. cit., págs. 78-83)

Sospecho que es un comportamiento sin precedente en ningún otro santo, al menos después de su conversión. Es un claro motivo de embarazo para sus biógrafos, y quizá lo fuera incluso para sí mismo. Como escribió en su carta al consiliario, había actuado únicamente después de una cuidadosa reflexión ante Dios y después de pedir consejo. La petición del título le era "antipática", aunque cualquier otro hubiera actuado y la hubiera disfrutado sin escrúpulos. (Para la carta, ver Andrés Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei. Madrid, Ediciones Rialp, 1983, pág. 349)''.

Alegaba que el marquesado de Peralta era suyo por derecho otorgado a su antepasado Tomás de Peralta, secretario de Estado, de Guerra y Justicia del reino de Nápoles en 1718. Si embargo, ninguno de sus inmediatos predecesores parece que tuviera conocimiento del título e, indudablemente, no hubo reclamación alguna del mismo. Era una familia muy piados de clase media de Barbastro, en el noroeste de España, no lejos de la frontera con Francia. Su padre era socio de un negocio textil en la ciudad: "Juncosa y Escrivá." Estaba casado con María de los Dolores Albás y Blanc. Tuvieron seis hijos, la llamada Carmen, José María, nacido el 9 de enero de 190 tres hijas más, todas llamadas María, y el menor, Santiago.

José María no era un niño fuerte. Cuando tenía sólo dos años cayó gravemente enfermo. Su vida se dio por perdida. Su madre le llevó al pequeño santuario de la Virgen en Torreciudad, un lugar de peregrinaje local que cobijaba una estatua de María que databa probablemente del siglo xvi. Sus oraciones fueron oídas y José María mejoró. Torreciudad se ha convertido desde entonces en otro monumento al fundador.

Aunque el hijo fue así milagrosamente devuelto a la salud desgraciadamente para la familia, las tres Marías murieron en un período de sólo tres años, entre 1910 y 1913. José María pa rece que había creído que él sería el siguiente. Se apartó de la compañía de sus amigos y cayó en una enorme depresión, de la que solamente salió, en parte al menos, por la creciente confianza de que Dios le tenía bajo su particular cuidado. Fue en es momento cuando su madre le explicó la historia de su curación en Torreciudad.

Quizá la enfermedad en la familia iba unida al progresivo declive y ruina del negocio de don José en Barbastro. Se atribuyó a su natural demasiado confiado, lo que uno podría entender como falta de perspicacia comercial. Fuera cual fuere la razón de la quiebra, la familia se vio obligada a prescindir de los criados, algo inaudito en la clase media española, y trasladarse a otra ciudad. En 1915 se fueron todos a Logroño en la misma zona del Norte de España, pero más cerca de la línea costera. Allí don José se asoció a una tienda de ropa pomposamente llamada "La Gran Ciudad de Londres". La familia vivía en un pequeño piso y doña Dolores tenía que hacer todas las tareas domésticas, una buena práctica, para el papel que iba a desarrollar posteriormente en el Opus.

Mientras estaba en Barbastro, José María fue educado por miembros de una orden religiosa, los escolapios; más tarde sostendría que el fundador de los escolapios, san José de Calasanz, era su pariente lejano. En Logroño, sin embargo, fue a un instituto estatal por las mañanas y a un colegio dirigido por laicos, el de San Antonio, por las tardes. Como sus biógrafos del Opus recuerdan con detalle, sus notas eran buenas y su comportamiento irreprochable. Aunque en su momento parecía una sorpresa, visto retrospectivamente, la decisión de estudiar para el sacerdocio parece inevitable.

Por tanto, en 1918 comenzó sus estudios eclesiásticos en el seminario de Logroño. No fue un seminarista completo dentro del cuerpo estudiantil; su salud se consideró demasiado delicada para ello. Comenzó su carrera como seminarista externo yendo a clases, pero viviendo en casa, en donde también recibía clases particulares. Acabó el primer año de Teología, pero después se trasladó a Zaragoza como estudiante interno en el seminario conciliar.

La decisión de ir a Zaragoza no ha sido nunca explicada de manera satisfactoria. Tenía allí parientes, uno de ellos canónigo de la catedral, pero no parece haber tenido mucho trato con ellos, o, si lo tuvo, muy pronto se apartaron; el canónigo ni siquiera asistió a la primera misa, tradicionalmente una de las mayores celebraciones familiares dentro de la comunidad católica. Posiblemente fue más importante para él el que hubiera una Universidad en la ciudad, en la que podía comenzar sus estudios de Derecho junto con los de Teología. De este modo podía adquirir una experiencia profesional con la que más tarde, en la vida, pudiera ayudar a su familia, factor que pesaría mucho más después de que su padre muriese repentinamente el 27 de noviembre de 1924.

Se tomó esta noticia con una calma sorprendente a pesar de las responsabilidades adicionales que echaba sobre él al ser el único que ganaba un salario. "Mi padre se arruinó -dijo más tarde-, y cuando nuestro Señor quiso que yo comenzara a trabajar en el Opus Dei, yo no tenía ni un recurso, ni un céntimo a mi nombre". (Salvador Bernal (N. de la t.: En la edición española de Rialp, marzo 1980, en pág. 36, dice exactamente: "Mi padre se arruinó totalmente, y cuando el Señor quiso que yo comenzara a trabajar en el Opus Dei, yo no tenía ni una virtud, ni una peseta."). El principal legado de su padre a su hijo mayor (Santiago sólo tenía cinco años entonces) fue una apariencia atractiva y una marcada pulcritud, por no decir elegancia en el vestir, a pesar de sus apuros económicos. En el seminario de Zaragoza su forma de vestir le distinguía. La mayoría de los seminaristas, observa Vázquez, eran algo vulgares e incultos. Escrivá de Balaguer era la excepción. Su ropa siempre estaba limpia, sus zapatos siempre brillantes. Aparentemente era motivo de comentario que se lavase de los pies a la cabeza cada día.

Meses después de la muerte de su padre, fue ordenado sacerdote: el 28 de marzo de 1925. Dos días después fue ni nombrado coadjutor en una parroquia rural. Aunque el nombramiento pudiera considerarse como bastante precipitado, debido a la enfermedad del párroco y por la necesidad de encargarse de los oficios de Semana Santa, que acababa de comenzar. Sin embargo, no estuvo allí mucho tiempo. A mediados de mayo estaba de vuelta en Zaragoza. Aún debía terminar su licenciatura en Derecho.

La terminó en 1927. Su licenciatura le fue otorgada marzo de ese año y pidió permiso al obispo para ir a Madrid a comenzar un doctorado. Se le concedió. En junio de 1923 arzobispo de Zaragoza, el cardenal Soldevila, fue asesina Escrivá de Balaguer había llamado su atención por el excelente expediente que tenía en el seminario, en el que su comportamiento bastante solitario le distinguía del resto de estudiantes. Quizá también le sorprendió el poema compuesto por Escrivá de Balaguer para el director del seminario, titulado "Obedientia tutor". En él alababa la seguridad que proporciona la obediencia a la voluntad del superior.

Fuera cual fuese la razón, Soldevila había escogido al estudiante de Logroño para darle un tratamiento especial. Le confirió personalmente la "tonsura", la ceremonia por la que laico se convierte en clérigo. Después le encomendó encargarse del resto de los estudiantes, para vigilar que cumplieran las normas, una especie de prefecto de disciplina. Si Soldevila hubiera vivido, reflexiona Vázquez de Prada, podría haber sido el protector de Escrivá, encontrándole un puesto apropia a su sensibilidad y conocimientos, y que hubiese sido económicamente gratificador. La familia de Escrivá estaba entonces en Zaragoza y dependía de él.

Sin Soldevila, Escrivá de Balaguer tuvo que encontrar trabajo por sí mismo. Incluso antes de licenciarse empezó a enseñar latín y Derecho canónico en un colegio privado que preparaba a estudiantes para entrar en instituciones de enseñanza superior, muy especialmente en la Academia Militar de Zaragoza. Antes de ser ordenados, los seminaristas tienen que demostrar que disponen de medios económicos. Hubo un tiempo en que uno podía ser ordenado sacerdote "a cargo de su propio peculio"; en otras palabras, podía demostrar que disponía de medios independientes y por lo tanto no era adscrito a un obispo en particular. Pero normalmente los sacerdotes eran, y son, "incardinados" a una diócesis y prometen obediencia al obispo, el cual se responsabiliza de ellos. Técnicamente, Escrivá estaba incardinado en Zaragoza, aunque trabajó muy poco allí. Madrid fue la diócesis en la que trabajó la mayor parte del tiempo desde 1927 hasta 1942, aunque no fue incardinado a Madrid hasta 1942, cuando se convirtió automáticamente en miembro del clero diocesano madrileño, tomando una prebenda. Uno no puede evitar tener la sensación de que evitaba el compromiso exigido a la mayoría de los clérigos. Aunque en Zaragoza sin duda se comprometió en algún trabajo pastoral y era miembro de aquella diócesis, en la práctica él ya se había separado de la carrera normal de un sacerdote, bien debido a las circunstancias económicas de su familia, bien debido a sus propias preferencias personales.

Fuera el que fuere el entorno de su solicitud para dejar su diócesis y estudiar en Madrid, se le concedió el permiso por dos años. De hecho, no pudo aprobar en el tiempo prescrito. Su tema de investigación era la ordenación al sacerdocio de mestizos y cuarterones en los siglos XVI y xvII. Nunca llegó a terminarla. Cuando finalmente, y con éxito, defendió su tesis doctoral, era diciembre de 1939 y trataba de Historia, y más concretamente, del estatuto legal del monasterio de Las Huelgas. Dada la aparente renuencia de Escrivá a vincularse a una diócesis en particular, el tema de su tesis puede ser significativo. Las sucesivas madres abadesas eran figuras poderosas que mandaban sobre su propio territorio y que respondían sólo ante el Papa.

La demora en sus primeros estudios puede haber sido debida, una vez más, a su necesidad de ganar dinero para mantener a su familia. Se alojaba en Madrid en una residencia para sacerdotes y de nuevo encontró un puesto para enseñar Derecho romano y Derecho canónico en un colegio tutela "Academia Cicuéndez".

A finales de los años veinte ejercía como capellán de las Damas Apostólicas, que eran las propietarias de la casa en la que se hospedaba. Las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón de Jesús, que éste era su nombre completo, habían recibido la aprobación formal del Vaticano a su modo de vida en fecha muy reciente, pero ya habían desarrollado una serie de diversas obras de caridad entre los pobres, y especialmente entre los enfermos pobres de Madrid. Cuidaban a los enfermos en sus propias casas y les suministraban alimentos, medicinas y ayuda espiritual.

Allí fue donde entró Escrivá de Balaguer. Atendía a enfermos, llevándoles los sacramentos y ayudándoles a resolver problemas personales. El trabajo le llevó desde el centro de la capital española hasta los que eran entonces sus barrios más periféricos. Los domingos decía misa en la iglesia anexa a la residencia central del Instituto religioso.

Su trabajo con las Damas Apostólicas duró hasta julio de 1931. Fue durante este tiempo cuando tomó la decisión de fundar el Opus Dei. A partir de esa fecha su propia vida se entrelaza totalmente con la organización que creó.


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