El lugar idolátrico que ocupa "el Padre"

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Por E.B.E., 10.06.2011


Tal vez un caso emblemático que se puede aplicar a la sentencia “el hombre no debe ni puede darse enteramente y sin reservas a otro hombre”, sea la muerte de un joven numerario acaecida en la década de los ´80 en el Cudes, el centro de estudios de Buenos Aires.

Se murió en los primeros meses de su primer año en el centro de estudios. Era el año 1986, mes de marzo. Primeros días del mes, tal vez día 2. Porque ese año el 2 cayó domingo y esto sucedió un domingo, día que había deporte, luego de las clases de formación o adoctrinamiento. Este año se cumplen 25 años de su muerte.

Y se murió a causa de un ataque de asma. Y mientras se moría –ahogándose- decía “lo ofrezco todo por el Padre”, según recuerdo.

Ya me gustaría confirmar esta versión con otros testimonios, pues tal vez a mí me contaron mal la historia, pero lo dudo seriamente.

Hoy, luego de más de veinte años, la situación resulta espeluznante...

¿Cómo puede ser que en medio de un acto de desesperación –el ahogo- el grito sea “de ofrecer su muerte” por un ser abstracto –“el Padre”- al cual nunca conoció?

¿Cómo puede ser que alguien, frente al abismo instantáneo de su propia muerte, lo primero y lo último que piense sea “en el Padre”?

Ahogarse es una muerte horrible, según dicen los médicos. Es impresionante, entonces, comprender la violencia que se habrá hecho a sí mismo este joven para –contra las fuerzas de la naturaleza, tanto físicas y afectivas- hacer que prevalezca “el deseo del Padre”, que justamente consiste en “hacer la voluntad del Padre”. Y su deseo era que todos "ofrecieran" todo por "el Padre". "El Padre" como principio y como fin en la vida de los miembros -célibes especialmente- del Opus Dei. De un narcisismo sinfín.

«Si no pasáis por mi cabeza, si no pasáis por mi corazón, habéis equivocado el camino, no tenéis a Cristo», decía modestamente Escrivá (Escrivá, Meditaciones IV, p. 354).

El modelo ya no es Abraham que lleva a sacrificar a Isaac porque Dios se lo solicita. Es Isaac que, por pedido de Abraham, debe llevar a cabo su propio holocausto por “complacer a su padre”. Dios está ausente en todo esto.

Es muy difícil para mí no ver una perversidad en quien solicita ese tipo de sacrificios. La historia del Opus Dei no puede separarse de la historia de las patologías de su fundador. El holocausto que demanda en los demás –para “darse el gusto”- está vinculado seguramente con una desviación narcisista. El Opus Dei mismo está cimentado en un solo principio: “hacer lo que quiera el Padre”.

«Vosotros decís: queremos lo que quiera el Padre, acabáis antes, ¿no? Porque yo, además quiero lo que quiere El; así que [El] está en un compromiso tremendo» (Escrivá, Meditaciones III, p. 401).

El narcisismo se torna barroco.




Más que un acto de entrega, esa muerte fue un acto de enajenación. Pero para ello “nos entrenaban”: para entregarnos hasta la alienación interior más absoluta.

La muerte de este joven no fue programada, sin embargo él fue programado para morir de esa manera. Llevó a la perfección el modelo de holocausto del Opus Dei.

Tenía entre 19 y 21 años, jamás había conocido “al Padre” más que por adoctrinamiento intensivo, lo que vulgarmente se dice “lavado de cerebro”.

Más humano hubiera sido acordarse de los padres, de los afectos más cercanos y hasta de gritar que no quería morir. O a lo sumo dirigirse a Dios para pedir por su salvación.

Pero no, “el Padre” era mucho más importante que Dios, que sus padres y que el mundo entero.

Pues ése es el lugar idolátrico que ocupa “el Padre” dentro del Opus Dei. Ese “lo ofrezco todo por el Padre” habla del grado de alienación que implica la entrega “al Padre y al Opus Dei”.

Me recuerda todo esto a la película Camino (donde habla de la manipulación del dolor por parte del Opus Dei) y a la reseña que se publicó hace poco del libro.




Suele suceder que este tipo de “muertes heroicas” están precedidas por prácticas diarias de ese “holocausto del yo” que pedía Escrivá.

Esas prácticas se reflejan, por ejemplo, en historias de autoflagelamientos lindantes con lo patológico. Pienso en alguna historia de otros fallecidos, a quienes se los ponía de ejemplo en las charlas “de formación”, pero en voz baja se contaba con cierta reserva la severidad con que trataban su cuerpo –imitando así a Escrivá a quien tenían “por modelo”-. Las biografías de Escrivá destacaban el grado de “mortificación heroica” con la cual trataba su cuerpo hasta producir lastimaduras sangrantes.

No sé si será cierto, porque testigos confiables que corroboren esas historias de Escrivá no conozco. Pero lo que es claro, es que Escrivá quería una entrega cuasi idolátrica hacia su persona y su Opus Dei, hasta la destrucción personal: un holocausto.

Dos cosas me preocupan de este caso: primero, por qué murió de un ataque de asma –luego de hacer deporte, quiero recordar- y no tuvo a mano los remedios oportunos propios de cualquier asmático. ¿Por qué fue inevitable su muerte?, me pregunto. Pues, como se dieron las cosas, no hubo forma de detener ese ataque. Normalmente los asmáticos saben que pueden sufrir un ataque y tienen las medicinas de urgencia adecuadas. Cuando le dio el ataque, estaba en el Cudes y creo que en su habitación. Tal vez alguien me pueda aclarar estas dudas.

El otro tema es que este joven entregó su vida no sólo por un padre ficticio sino por un proyecto –llamado Opus Dei- atravesado por el engaño y el fraude. El Opus Dei no dice la verdad (engaño) y a causa de ello se beneficia (fraude).

Más que una muerte heroica, es una muerte trágica y dramática. Una muerte indigna.

Veo muy difícil desvincular al Opus Dei de una muerte así. Primero por “la ideología del holocausto del yo” que inculca en sus miembros (que nada tiene que ver con el Antiguo Testamento). Y segundo, porque tengo mis serias dudas de que el Opus Dei lo haya cuidado adecuadamente. Tal vez tomó las medicinas adecuadas y el ataque fue más fuerte. De todas maneras, me resisto a pensar que esta muerte fue inevitable.

Finalmente, «es innegable (…) que existen muchas personas que se dedican deliberadamente a oscurecer las inteligencias, a enturbiar las conciencias. Se presentan como siempre se ha presentado el demonio: fingiendo. Aparecen, a veces, incluso con manifestaciones ficticias de respeto y comprensión, y hasta de piedad, escondiendo debajo el veneno mortal» (Escrivá, Meditaciones III, pág. 715).

Nunca mejor dicho por su autor. Como si fuera una confesión.



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