El Opus Dei: una interpretación/El Opus Dei y la política

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EL OPUS DEI Y LA POLÍTICA


Los hechos

"Nos han hecho ministros" Con estas palabras saludó el padre Escrivá la llegada al poder de los primeros socios. El posesivo podía sonar feo, pero en aquellos momentos la gente de la Obra no estaba para pesimismos.

Una extraña euforia, no compartida por todos, comenzó a apoderarse del clima interno. Ahora se vería el gran servicio que iban a prestar a la sociedad los nuevos apóstoles.

Inmediatamente comenzó la formación de los equipos auxiliares y hasta los más alejados de la política se permitían recomendar a tal o cual socio para subsecretario o para director general. También empezaron a sufrir las conciencias porque los políticos no sabían cómo resistir las presiones internas, administradas por la vía del consejo que los socios se obligan a recibir sobre los asuntos importantes de su profesión.

Quienes gobernaban la Obra no se daban cuenta de lo que se les venía encima.

Los recién ascendidos llegaban al Gobierno precedidos por una serie de realizaciones en el mundo intelectual y mercantil y desde luego no desmerecían mucho del resto de los promovidos desde otras plataformas. La historia de esa época de la política española ha sido ya enjuiciada desde muy diversos ángulos y con el tiempo irá recibiendo una mayor clarificación.

Los políticos de la Obra tuvieron acceso preferencial a las áreas económicas del Gobierno. Con anterioridad algunos ejercieron una cierta influencia en la política educativa y otros o los mismos participaron en los primeros lances de la entente oficial con la monarquía de Estoril. No puede decirse que todos ellos adoptaran entonces una estrategia homogénea porque la propia biografía cuenta mucho, pero de alguna manera patrocinaban una cierta aproximación al futuro de España que tenía que ver con la restauración monárquica como sucesión del franquismo y la defensa de las esencias del 18 de julio contra los primeros brotes de pluralismo ideológico. Sin embargo, donde más se notó su gestión fue en el apuntalamiento de la precaria situación económica merced a un comienzo de liberalización del mercado complementado con intentos, no tan felices, de reorganización administrativa.

Desde aquella primera ocasión, y con continuidad hasta hoy, las relaciones apostólicas dieron también frutos políticos. Y no es que se tratara siempre de una operación montada desde los mandos de la Obra. Los socios elegían a sus colaboradores y promovían nuevos valores entre sus amigos y conocidos y era casi inevitable que las amistades nacidas al calor del apostolado no fueran ocasión para otras alianzas, y al revés.

Había que pedir consejo y entonces entraba la burocracia de la Obra, aunque no es nada seguro que el mecanismo funcionase siempre así, porque la vida es a la vez más rica y más compleja que los esquemas.

Lo cierto es que un socio del Opus Dei a quien le gustara la vida pública encontraba fácil el acceso a ella por aquellas épocas. Como fácil lo era ser catedrático o empresario. Siempre que fuera mínimamente presentable.

Tampoco puede decirse que no había socios en otros grupos políticos españoles. Incluso algunos de los citados formaban parte de ellos. Pero la ascensión por esa vía era más complicada, en parte porque sus líderes empezaron a sentir recelo y hostilidad hacia esa nueva forma de acceso al poder que no podía identificarse con ninguna de las dos o tres que el Jefe del Estado usaba para reclutar a sus colaboradores.

Y gentes de la Obra, incluso y especialmente los no incorporados a esa mecánica operativa, comenzaron a padecer en su carne la animadversión que sus hermanos en el Instituto provocaban en los centros de poder e influencia del país.

Casi a la vez, en virtud de una reducción equívoca al común denominador más advertible, las empresas propiamente apostólicas de la Obra y las auxiliares recibieron idéntico trato adverso y así se añadieron nuevos enemigos a la larga lista de quienes, principalmente desde las esferas religiosas, veían con malos ojos la expansión de la Asociación.

Ante tamaña perspectiva era muy difícil no cerrar filas y este ha sido un comportamiento frecuente entre aquellos socios de la Obra que no aciertan a interpretar las intenciones de sus críticos. Porque, las más de las veces, nadie está contra la labor religiosa siempre que sea inequívoca. Pero vaya usted a aclarar equívocos en un país donde las comunicaciones subterráneas y las transferencias de influencia han ligado tantas veces a instituciones religiosas, políticas y económicas. Y este caso, obviamente, no fue excepción.

Con el transcurso del tiempo, el optimismo inicial cedió paso al crudo realismo, cuando no al pesimismo y desaliento de los socios dedicados a tareas estrictamente religiosas o a su propia y legítima profesión dentro y fuera de España.

Y comenzó una larga y ampliamente estéril campaña de clarificación, cuyo balance no necesita comentarios. Entre otras razones, porque la gente está deseando pruebas y las que recibe no son satisfactorias.

Cuando se pretende invocar, en defensa de la libertad política de los socios, las actitudes no gubernamentales de algunos de ellos o los malos tratos que reciben desde el Gobierno, nadie lo niega. Solamente que este hecho, fruto de la fragmentación del poder y de la manera de actuar de los ministros cara a El Pardo y a su propio futuro, no invalida la otra historia.

Más bien la hace más triste y no faltan las averiguaciones y los rastreos de la biografía de los victimados hasta encontrar algún hilo conductor que lleva inexorablemente a esa intrincada madeja de intereses y relaciones comunes. Como dice R. S.: "para que se entienda la Obra, hay que acabar con el Opus". Hoy la cuestión política española divide ásperamente los hogares del Instituto. Y, desde luego, proporciona el más jugoso de los temas de tertulia. Los directores se las ven y se las desean para tratar de encontrar puntos de solidaridad a una disensión tan acusada. Pero la verdad es que fueron ellos los que la pusieron en marcha al proclamar la libertad política. Cuantos socios se interesan por los asuntos públicos, y son muchos, tienden a ejercitar una relativa libertad de expresión en sus hogares, y el resultado son más discusiones y más quebranto de la unidad interior, que se ve amenazada por una de las fuentes tradicionales de disensión familiar.

Y como es muy difícil dar consejos sobre materia tan resbaladiza, la consigna de los dirigentes es tan pueril como la de las madres de familia: discutir pero sin haceros daño. Para terminar prohibiendo que estos temas se toquen en las casas, con lo cual se hace más inalcanzable la fraternidad, porque las personas no pueden ser amigas ni tener cosas en común a menos que se comuniquen recíprocamente sus puntos de vista, especialmente sobre los temas importantes de la vida.

Situado hoy el grupo en cuestión muy cercano a la fuente de decisiones más concluyente de la política española, está pagando tributo a las habituales servidumbres del poder y protagonizando, con mayor o menor sinceridad, una actitud radicalizada que de rebote hace más incómoda la posición interna de los restantes socios de la Obra. Porque una cosa es discutir de política y otra militar en distintos grupos y participar activamente del juego. Indudablemente, ante los problemas con que hay que encararse surge el recurso a lo más íntimo de cada uno y a las personas que tienen que ver con ello, la familia, el entorno inmediato. De modo que la posición arbitral de los directores de la Obra no es precisamente digna de envidia.

La política sacralizada y una utopía

Y otra vez surge la pregunta: ¿Por qué el Opus Dei hubo de sumergirse en la bronca lucha por la identidad política de este país mediterráneo y conflictivo? No es que hubiera en la Obra, como en la mente del general De Gaulle, una cierta idea de España. Es que aquí, como en el apartado anterior, las maneras de entender la religión y la historia de los hombres propias del grupo fundacional iban a desembocar fatalmente en esta confusión.

Dos son, para mí, las explicaciones más claras del fenómeno. Una hace referencia a esa teología del orden anclada en la Iglesia católica preconciliar y en otras confesiones no católicas.

La extensión del Reino de Dios, de forma militante y aguerrida, requiere la colaboración de algún tipo de brazo secular que imponga la sumisión de las conciencias. Y una vez sometidas, se hace precisa una alianza con las instituciones rectoras de la convivencia para hacer prosperar pacíficamente ese orden ideal sin alteraciones nacidas de otros modos de entender la fe o la sociedad. Los préstamos y transferencias de ideas e influencias entre una religión así institucionalizada y un sistema de poder cualquiera y los conflictos consiguientes han sido suficientemente descritos por los historiadores.

La Obra necesitaba, para la expansión de sus actividades, ese tipo de apoyo, y los hábitos mentales de sus dirigentes, tan aptos a asociar el Reino de Dios con la historia más confesional del pueblo español, no podían dejar de considerar las ventajas globales que para todo ello tendría el acceso al poder de sus miembros.

Y cuando ya no hay orden ideal, porque a una concepción estática sucede otra dinámica del acontecer social o el magisterio más autorizado de la Iglesia trata de dar por finiquitada la alianza entre el poder y el altar, los católicos que creían en ella se enfadan. O, como en el tenis, la jugada les coge a contra pie. No hay nada más ridículo que el espectáculo de esos políticos españoles, entre ellos algunos de la Obra, que intentan negar al Papa y a los obispos competencia para definir la estrategia de la Iglesia en materias sociales... Se repite la historia de España.

La otra explicación es más increíble pero no menos cierta. Los primeros documentos internos de la Obra en su versión inicial describen con tonos majestuosos la siembra fecunda de nuevos apóstoles que produciría en la sociedad un fermento cristiano renovador en virtud de su acceso a la política, a la enseñanza, al comercio exterior. Era una hermosa utopía, llena de referencias a la voluntad de Dios, que como tantas otras fue desbaratada por los hechos. La idea era que cada socio iba a estar tan asistido por la Providencia en sus empresas, que bastaba con esperar al crecimiento cuantitativo de la Asociación para que los males del mundo tuvieran un remedio mágico. Pero la historia posterior vino a confirmar aquello de "llegaron los sarracenos" ...

Los socios del Opus Dei no tenían ningún talismán para arreglar el mundo, mucho menos ese trozo tan conflictivo que es la Península Ibérica. Cada uno era hijo de su historia, y llenos de buenas intenciones pero no muy sobrados de experiencia, echaron su cuarto a espadas en la ya confusa situación política nacional. Jugando las cartas que entonces se repartían, no fueron ni más listos, ni más prudentes, ni más valientes que sus compañeros de armas. Y el affaire Matesa vino a probar que también se equivocaban. Y, cómo no, a introducir un nuevo motivo de disensión interna porque también sobre él había posiciones encontradas de los socios que no podían ser limadas por los buenos oficios de los dirigentes en su afán de templar unas gaitas que esta vez tenían sones más dramáticos.

Libertad política de los socios

Ante todo ello, y mientras las oficinas informativas seguían repitiendo la misma cantinela de la libertad política, se inició una nueva campaña destinada a convencer a propios y extraños de que no sólo había libertad sino que nunca hubo interferencias de las autoridades de la Obra en las actividades políticas de sus socios. El padre Escrivá llegó a decir en una entrevista que, si las hubiera habido, él se habría marchado automáticamente de la organización. Semejante afirmación llenó de estupor y justa indignación a los que estaban en el secreto, ya que muchos recordaban las soflamas contra los enemigos de la fe y de España que los mayores de la Obra introducían como una asignatura más en los cursos de formación interna. Y las curiosas operaciones de apoyo al poder establecido que se organizaban desde las casas de estudiantes de la Obra. Todavía en 1970 el propio padre Escrivá se ufanaba en privado de haber recomendado la candidatura de uno de los ministros.

Tratando de hacer adivinanzas, yo he llegado a la conclusión personal de que sus simpatías políticas, relacionadas con la mayor o menor expectativa de favor, han seguido la misma trayectoria que la estrategia del general Franco confeccionada, como es sabido, por el principal de los socios que actúan en política. Muchos de los socios que piensan por sí mismos y no se creen las versiones de sus directores, han empezado a sospechar esa misma coincidencia y están más que incómodos ante el desarrollo de los acontecimientos. Cuando piden claridad en los hechos, se les reenvía el terreno de las intenciones, con lo cual terminan por no preguntar, añadiendo este a los otros interrogantes que van erosionando la integridad de su vinculación al Opus Dei.

Y como resultado adicional es prácticamente imposible hoy reclutar adeptos para la Obra entre hombres con una ambición política específica, ya que hasta los católicos más piadosos desconfían de la oferta aparentemente neutralizada que se les ofrece.

Técnica y política

Y ¿tiene algo que ver el pertenecer a la Obra con el talante político y las realizaciones de los llamados tecnócratas? He aquí una buena pregunta. Yo me la he hecho muchas veces y aún no estoy muy seguro de mi respuesta. Por el terreno, tan tranquilizante por lo usado, de referir los comportamientos de presente a la biografía respectiva, resulta fácil etiquetar a las personas. Pero luego viene la libertad y estropea cualquier esquema cuando uno enjuicia a hombres que de verdad siguen el penoso sendero de acomodar sus obras a su conciencia y no dejarse manipular ésta.

Expertos hay en todos sitios. Y cada vez más. No hay manera de vivir sin ellos. Pero así como ninguna mujer de su casa resolvería sus problemas afectivos convocando una reunión de los fontaneros, carpinteros y demás expertos que hacen su vida más cómoda, tampoco parece que los países se decidan a entregar su futuro sólo a los expertos del bienestar material. Más bien estamos asistiendo, a escala mundial, a una recíproca fertilización de expertos de muchísimas cosas, que camina hacia síntesis cada vez más comprensivas en el conocimiento y manipulación de la realidad.

Cuántos de sus consejos sean fiables e instrumentables, qué dimensión ética prevalece en ellos y cómo va a soldarse este nuevo tipo de poder con las todavía vigentes potestades públicas, son los nuevos interrogantes. Pero indudablemente por ahí van las cosas, como se deduce de la simple lectura de los periódicos.

La crisis más enunciada entre las muchas que hoy se advierten es la lentitud con que la tecnología de la convivencia sigue los pasos a la de la manipulación de la materia. Pero no parece que nadie aconseje, ni que vaya a ocurrir, que se detenga el progreso de la segunda para acompasarlo al de la primera. Más bien casi siempre resulta que cada progreso técnico genera un cierto tipo de modificación en el comportamiento colectivo, aceptado por unos y rechazado por otros, a tenor de sus respectivas ideas. Hasta que vienen las síntesis y otra vez vuelta a empezar.

Las descripciones de Drucker, por citar a uno solo de los muchos occidentales que rastrean esa vinculación entre desarrollo técnico y comportamiento colectivo, son lo suficientemente interesantes para eximirme de hacer yo otras, con menos conocimiento de causa y dedicación al tema.

Muy atractivas resultan también aquellas aproximaciones que enjuician los datos desde una perspectiva superior, como hace Garaudy en L'Alternative.

Por lo que se refiere al mundo occidental supuestamente más desarrollado, la confrontación entre el capitalismo y el socialismo parece estar llegando a un punto de diálogo, muy propiciado por los progresos de la tecnología, que en su simplismo derriba argumentaciones enteras a fuerza de presentar proyectos realizables. La defensa ideológica de la propiedad, una de las claves del arco del capitalismo, está cediendo ante las exigencias prácticas. Porque ¿cómo aceptarla en relación al suelo urbano?

Hasta el republicano Nixon socializa la producción, marcando guidelines y restricciones a los pactos sobre precios y salarios, dejando todavía, y ese es el reproche marxista, al libre juego de los egoísmos la apropiación de los frutos y su consolidación institucional.

Socialismo, capitalismo y juventud ante la evolución

Los defensores de la sociedad de autogestión pretenden plantear la discusión en el terreno de los fines, sin aceptar los hechos del pasado más que como proyectos realizados frente a los que no lo fueron y se encaran igualmente con las realizaciones socialistas y las capitalistas desde una concepción antropológica audaz y optimista. Las luces vienen esta vez del tercer mundo, especialmente de América Latina y China continental, probando una vez más que el hombre medio reflexiona más agudamente cuando tiene que resolver problemas en el vacío de la especulación. Y si Mao se pone a la cabeza de un movimiento contra la burocratización de su propio sistema, Paolo Freiré se niega a alfabetizar a los adultos de los Andes sin que en esa operación cobren también conciencia de la opresión que los esclaviza. Se trata, dicen, de socializar a la vez el tener, el poder y el saber.

Se diría que el socialismo histórico se parece a las religiones institucionadas en que ambos preconizan un comportamiento ideal de los hombres. Estas lo fomentan con excomuniones y apelaciones al más allá y aquél con purgas y tanques.

Los capitalistas prefieren apostar a los comportamientos más elementales de la naturaleza humana y saben muy bien que el interés individual no les falla casi nunca. Pero la ética es más discutible. Los países llamados libres siguen siendo el lugar más cómodo para dedicarse a cualquier actividad que se conforme con unas ciertas reglas del juego.

Toda persona o grupo oprimido recibe una cierta liberación allí donde no se le imponen demasiados moldes, y en esos países se acomodan bien los revolucionarios frustrados de todas las zonas conflictivas. Al fin y al cabo, la inviolabilidad de las cuentas corrientes, la libertad de contratación laboral y las escasas medidas de control del tráfico de personas, ideas y bienes son todavía una buena retaguardia para los reformistas.

Lo malo es cuando éstos contagian a los habitantes de la Arcadia y lo peor cuando el contagio alcanza a sus hijos. Porque las nuevas generaciones, en virtud de esa especie de solidaridad instantánea con que hoy se comportan, son los protagonistas de la revolución más áspera que ha conocido la historia, asociándose con los habitantes de zonas oprimidas para luchar contra el sistema de sus padres.

El tema está muy bien descrito en multitud de obras y no pasa día sin que a él hagan referencia los periódicos. Pero a los que tenemos más de treinta años nos cuesta mucho entenderlo.

El éxito de políticos como Brandt se debe a su capacidad de averiguación de los signos de los tiempos, y mientras los jóvenes piden que la imaginación ascienda al poder, los que están en él no pueden dejar de contar con el resto de su clientela, y así vamos adoptando, a trancas y barrancas, un camino medio entre capitalismo y socialismo a la espera de lo que hagan los jóvenes cuando nosotros ya no podamos impedirlo.

También en las iglesias ocurren estas cosas, pero ya no dentro de un ámbito sacro, sino en fecunda interconexión con el resto del acontecer. Poco distingue a los jóvenes teólogos de los reformistas de su misma edad. La cantidad de residuos que tienen las iglesias occidentales como fruto de su amalgama con el sistema capitalista durante el largo período de su vigencia están saltando precisamente a impulsos de los renovadores jóvenes.

Porque ya es mala suerte que todavía partes importantes de las iglesias oficiales sigan facilitando argumentos religiosos a la ideologización de la propiedad privada cuando en el origen de tantos de ellos había una línea de ética comunitaria bien advertible.

¿Los tecnócratas de la Obra ante el mismo hecho?

Los tecnócratas españoles, y en concreto los de la Obra, cooperan a la integración de España en esos sistemas ya en evolución. Y como están en evolución y nosotros vamos tan despacio, a lo mejor no nos encontramos nunca. Los encontraríamos si junto a la liberación externa se aceptara esa otra por la que claman tantos, pero esto ya es meterme demasiado en un terreno que tiene expertos más avisados que yo.

En realidad poco pueden hacer los citados tecnócratas, dadas las coordenadas de nuestras alianzas. Y no les vamos a pedir que se hagan socialistas así de golpe en presencia de la trama de intereses heterogéneos que constituyen el régimen actual. Más bien están ocupados en dar respuestas inmediatas a ese deseo de bienestar de los españoles que, como era de prever, no han puesto barreras ascéticas a la civilización del consumo que nos ha entrado por la puerta grande del turismo.

Por otra parte, el atractivo de los teóricos del capitalismo es fascinante. Yo quedé casi triturado por dos horas de conversación con Friedman, quien, hablando de la reforma educativa española con los datos que yo le daba, terminó su comentario diciendo: "Desengáñese usted, que hasta que la educación no interese como negocio a estos señores -señalando a un banquero español que presenciaba la conversación-, no tienen ustedes nada que hacer." A mí sólo se me ocurría pensar en las desigualdades educativas y el plazo que habría que esperar, con el sistema capitalista, hasta medio lograr una cierta igualdad.

La obsesión por el crecimiento cuantitativo dentro de esas coordenadas es sólo levemente modificada por los temas de contaminación ambiental, y esto, a impulsos de los expertos jóvenes que pierden una batalla tras otra hasta ganar alguna. El tema de los fines, en un contexto humanista, va para largo con los presentes protagonistas.

Como dice Galbraith, se comportan como si San Pedro repartiera los puestos en el cielo a tenor de la contribución individual al producto nacional bruto.

Por mucho que piensen y digan en privado otra cosa, nuestros tecnócratas en ejercicio van por ahí y a lo mejor no hay más remedio que caminar a ese ritmo sin saltarse etapas. Pero eso no es ningún consuelo para los menos favorecidos.

En la Obra no hay gentes importantes que actúen en socialista. No puede haberlos porque sería pedirles un sacrificio permanente de sus ideas y de sus conductas. Y un choque, también permanente, en la vida de familia a menos que se marginen de ella. Puede que haya obreros del Opus Dei preparando el relevo, pero yo no los conozco. La presencia del Opus Dei en ese medio está muy condicionada por cómo los obreros ven la religión, y le es difícil a la Obra atraerlos apostólicamente, por muchas obras de educación y beneficencia que organice en su favor. El mensaje implícito de ellas es paternalista y, en el fondo, mantenedor del status quo. Yo diría que se ganan adeptos en el obrero seducido por la sociedad de consumo. Pero no entre sus hijos. Al menos adeptos permanentes.


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