De cómo entré en el Opus Dei/Primer contacto

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DE CÓMO ENTRÉ EN EL OPUS DEI
(y otras tribulaciones)


Primer contacto

Corría el año 1980 cuando mis padres nos llevaron a mi hermana y a mí a una asociación juvenil en una capital de provincia española a la que llamaré "Cuidad del Monte". Yo, por entonces tenía unos 8 años y mi hermana 6. -Mi hermana todavía era muy pequeña para ser admitida pero, asistir las dos juntas al club, era condición "sine qua non" para mis padres-. Una señora muy bien maquillada y arreglada, de aspecto agradable y trato amable, nos enseñó "el club juvenil".

La zona dedicada a las niñas de nuestra edad era un lugar limpio, bien decorado y acicalado. Había un amplio abanico de actividades para nosotras: una cocina inmensa donde daban clases, una sala con parqué para hacer danza, una habitación para modelar barro, múltiples salas y salitas a cual más coqueta, un patio muy bien decorado y una sala de estudios con pizarra y pupitres donde una monitora se encargaba de ayudar a un puñado de niñas de nuestra edad.

La simpática señora también enseñó a mis padres la zona juvenil, donde podríamos ir a partir de los 12 o 13 años. Era tan grande como la infantil y guardaba el mismo aire cálido y decoroso pero, he de confesar que, en aquel momento, no puse mucho interés en las explicaciones de la numeraria.

Cuando nos marchábamos la agradable señora nos preguntó:

-¿Qué me decís? ¿os ha gustado? ¿queréis venir al club?

-Bueno... -dijimos mi hermana y yo, un poco tímidas ante sus preguntas.

A mis padres también debió gustarles mucho: hacían el sacrificio de llevarnos desde nuestro pueblo perdido en las montañas, donde vivíamos, hasta Ciudad del Monte por una carretera tortuosa. Por ese motivo, íbamos sólo los sábados. Mi padre nos llevaba por la mañana temprano y nos recogía por la tarde cuando el club cerraba, así que nos pasábamos todo el día allí.

Mi hermana y yo, ese día, comíamos las dos solitas el bocadillo que nos preparaba nuestra madre, ya que el centro cerraba a medio día: las niñas se iban a su casa y la monitora se iba a la zona de las mayores, dejándonos solas en el centro de las peques durante unas tres horas hasta que abrían de nuevo por la tarde.

Nos tenía dicho que no podíamos subir, a no ser que necesitáramos algo importante. Así que esas horas se nos hacían eternas. Sin embargo, como siempre había alguna actividad interesante organizada para la tarde, no nos importaba mucho.

Después mi padre se cansó de la carretera y nosotras también. Además a mi madre le daba pena que comiéramos allí solas y tuviéramos que esperar tanto rato a que abrieran, así que después de dos años frecuentándolo, dejamos de ir.

No recuerdo que ello me supusiera un trauma.

Regreso al club

Unos años más tarde, mi padre fue trasladado a... llamémosle "San Cristóbal", a apenas 3 o 4 km de Ciudad del Monte, donde se ubicaba el club juvenil. Por entonces teníamos, mi hermana 12 años y yo 14. Entonces mis padres nos volvieron a matricular.

Ahora las actividades eran otras pero resultaban igual de interesantes: canto, teatro, maquillaje, técnicas de estudio, excursiones... El oratorio no era lo que más me llamaba la atención.

Mis padres no vieron nada malo. Al contrario, les gustaba que nos inculcaran buenos hábitos de estudio. Nos veían al abrigo de las cosas malas que pudiéramos encontrar por la calle a una edades un poco complicadas.

El ambiente era muy bueno: chicas siempre sonrientes, alegres, bien vestidas, educadas, trabajadoras...

Una de ellas, Inma, parecía arroparme con su compañía, casi siempre se sentaba conmigo, me informaba de nuevas actividades, etc.

Un día Inma me invitó a una meditación.

Un sacerdote muy joven, vestido con sotana y alzacuellos se dirigía a un auditorio de chicas jóvenes sentadas aquí y allá en los bancos del oratorio. Lo hacía desde una pequeña mesa con faldón oscuro situada junto al altar.

La sala sólo estaba iluminada por la tenue e hipnótica luz de un flexo que le ayudaba a leer las citas y notas que tenía ante él sobre la mesa.

Otro foco sacaba de la penumbra el Sagrario. La luz parecía provenir del mismo Sagrario, dorada, brillante, celestial.

Mientras, la voz del sacerdote hablaba de los valores cristianos, de santidad en medio del mundo, de ser soldados de Dios, personas corrientes, como las demás, en busca de la santidad...

Pero no lo hacía como cualquier otro cura... utilizaba la 2ª persona del singular: TÚ estás llamada a la santidad. TÚ puedes llevar una vida cristiana en medio del mundo. TÚ puedes ser santo. TÚ tienes en TUS manos la decisión...

Yo me sentía interpelada, como si Dios me hablara a mí, directamente al corazón, a través de las palabras del sacerdote.

Duró media hora.

Otro día Inma me invitó a ver una película de Monseñor Escrivá. Me dijo que era el fundador del Opus Dei.

No recuerdo haber percibido nada especial en él. Vi un hombre moreno, bajito, calvo, con gafas y sotana que iba arriba y abajo sobre una tarima y que hablaba, con bastante don de gentes y desparpajo, a un auditorio de chicas.

Otro vez nos invitaron a participar en unas clases de formación donde cada semana trataban un tema de vida interior pero, al tener que ir un día determinado de cada semana, recuerdo que dijimos que no. Nosotras íbamos al club cuando mi padre nos podía recoger en coche al terminar y no queríamos obligarle a venir a propósito.


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