Cuatro años en el Opus Dei como numeraria auxiliar/Capítulo 4

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4 AÑOS EN EL OPUS DEI COMO NUMERARIA AUXILIAR

La primera vez que me puse el cilicio atado fuertemente a la pierna, y pasé con él a limpiar la residencia de los numerarios, tuve que hacer verdaderos esfuerzos para evitar cojear. Muchas de mis compañeras desconocían que yo ahora era del Opus y, por supuesto, ignoraban totalmente (como hasta entonces lo había ignorado yo), la existencia de aquel diabólico instrumento, así que para nada debía de dejarles que notaran mi mortificación. Pero era muy, muy dificil no cojear.

La primera y última visita de mi madre

Un día tuve una grata sorpresa...

alguien vino a buscarme a mi lugar de trabajo para decirme que en la salita de la entrada me esperaba una visita. No me imaginaba quién podría venir a verme por la mañana. Abrí la puerta y me encontré a mi madre acompañada de mi tío el de Granollers. ¿Qué estaban haciendo ellos allí?

Nos abrazamos y mi madre me aclaró todo. Resulta que se había muerto mi abuelo V., por lo que ella llamó a mi tío F. para que, cuando pasase (mi tía J. acababa de tener un bebé, así que no fue), hacía Azur de Milar, la recogiese en Basape para asistir con él al sepelio. Y, al volver del entierro, se le ocurrió que, en lugar de parar en su ciudad, iba a aprovechar para ir a conocer a su nuevo sobrino.

Ya me extrañaba a mí que hubiese viajado sólo por verme.

La señorita Marta consintió para que fuese con ellos a pasar un día en casa de mis tíos, si bien me recomendó encarecidamente, que aprovechase la circunstancia para pedirle a mi madre el permiso que necesitaba (téngase en cuenta que yo era menor de edad), para ser de la Obra.

Varios días más tarde me enteré (por la directora), de que mi madre había aprovechado para pedirle el dinero que me pertenecía desde la última paga, la que les entregué en Navidad. Me comentó en tono de reproche (pues desde que me hice de la Obra ya no tenía derecho a mi sueldo), que le había tenido que entregar cinco mil pesetas.

El consentimiento

No le costó a mi madre darme su consentimiento, había estado hablando con la señorita Marta y la única condición que le puso (no sé como se enteró de que los miembros del Opus no pueden asistir a acontecimientos familiares), fue que pudiese acudir a la comunión de mi hermana que iba a celebrarse un año después. No obstante se necesitaba también la firma de mi padre, así que se me permitió (unos meses más tarde), viajar a Basape para conseguir su aprobación.

La directora me pidió que consiguiera un papel escrito de su puño y letra, en él que (para contentar a mi madre) pusiera: Doy mi permiso para que mi hija Amapola pertenezca al Opus Dei con la condición de que se le deje venir a la comunión de su hermana Margarita.

Ridículo, visto desde el prisma de la distancia en el tiempo, me parece algo de lo más extravagante, un verdadero repollo con lazo.

No hubo ninguna objeción (¡cómo me hubiese gustado que me hubiesen dicho: "no, hija mía, no, tú te quedas con nosotros, eres tan solo una niña y te han comido el coco"!), unas firmas y se deshicieron de mí para siempre, una preocupación menos.

Antes de irme pasé por un estudio de fotografía con mi hermanita, que lucía una larga melena y estaba preciosa, y nos hicimos dos fotos; en una estoy con ella y en la otra aparezco, sola, con un intento de sonrisa en los labios.

Todo estaba consumado, "Señor, aparta de mí este cáliz".

El tren me devolvió a mi destino.

Unos días más tarde me enviaron a una convivencia de 15 días, en una casa que tenían entre Salou y Cambrils llamada Torre del mar. Dicha casa, durante esos días, estaba destinada únicamente para criadas, "numerarias auxiliares" nos llamaban. Pero no estábamos solas, siempre nos debían de vigilar las "sólo" numerarias.

Como el "plan de vida" no nos lo podíamos saltar ("la vida espiritual no puede relajarse, no hay vacaciones para ella"), se nos destinó una señorita "confidente".

Íbamos un rato a la playa, que siempre se me hacía corto; teníamos más tertulias y podíamos pasear tranquilamente por el gran jardín de la casa, en él que no faltaba ni una charca con nenúfares, ni un columpio, donde, al columpiarme, rememoraba los de un parque de mi ciudad.

Recuerdo que pensaba que de no haber tenido que llevar el cilicio, ni seguir con las mortificaciones y los continuos rezos, aquellos hubiesen sido unos días muy felices.

Cuando regresé a Viaró, descubrí que M. B. había sido mandada con a su padre. Pobre chica, no le había servido de nada el que la llevaran a un sanatorio mental, ni que le hubiesen dado unas descargas en la cabeza. Se había trastornado mentalmente. Recuerdo como, una mañana después de la misa, cuando todas subíamos las escaleras para ir a desayunar, ella comenzó a caminar a cuatro patas por los peldaños, y como comenzó a ladrar como si fuese un perro. Todo había empezado unos días antes cuando se puso a llorar en plena noche.

Mi habitación estaba pegada a la suya por lo que, al escucharla, no me resistí a ir a consolarla, al fin y al cabo habíamos sido amigas, hasta tenía (en casa de mis padres) una foto hecha con ella y con otra compañera de escuela de Basape. También habíamos salido algún domingo juntas. En aquellas fechas ella vivía con unos tíos que no tenían hijos (bastante severos, según me contó), pues su madre hacía mucho tiempo que estaba en Zaragoza en un sanatorio para tuberculosos.

Como he dicho, pasé a su cuarto y me acosté con ella en el estrecho colchón de aquella habitación, para que no se sintiese tan sola. No me imaginaba la reprimenda que me daría la señorita Ana, por aquella acción, al día siguiente.

¿Qué había hecho mal? ¿No se podían tener gestos caritativos? ¿Pensaría aquella señorita que había pasado algo deshonesto entre nosotras? ¿Entre dos chicas? Me vino a la memoria la forma en que salió corriendo el día en que..., os cuento:

Resulta que en una de sus charlas nos había dicho que, ante cualquier problema, molestia o lo que fuese, deberíamos acudir a ella con la misma confianza como lo haríamos con nuestra madre. Yo lo tomé al pie de la letra y, ese mismo día, como resultaba que precisamente notaba una molestia, pues tenía enrojecido el ombligo y me picaba mucho, decidí portarme como si ella fuese mi madre, así que, cuando estábamos trabajando en la cocina la pedí (para que las otras chicas no se enterasen), que pasara conmigo a la despensa y, una vez allí, en lugar de explicarle mi problema, me levanté la falda (como hubiese hecho con mi madre), para enseñarle la irritación que he mencionado. Y..., ella, como si hubiese visto al diablo, salió de allí despavorida, por lo que yo quedé perpleja y avergonzada. ¿No quería portarse como si fuese mi madre? ¿Hubiese reaccionado mi madre así?

Aquella semana le pregunté a la señorita Marisol, a quien hacía mis "confidencias" (todavía no se había marchado), si entre dos chicas podría darse lo que (había escuchado algo sobre lo que significaba la palabra maricón), podía suceder entre dos hombres. Ella me contestó que sí, pero no me atreví a preguntarle cómo podía hacerse un acto deshonesto entre dos mujeres cuando, ambas, carecen de miembro viril. ¿Habría pensado la señorita Ana que el hecho de dormir en la habitación de M. B. era algo sucio? ¡Qué locura! A mí no me gustaban las mujeres.

Segunda convivencia

Fue pasando el tiempo y, el siguiente verano mi convivencia la realicé en una casa que, no estoy segura, pero creo que estaba en Torredembarra. El lugar era bonito, aunque para ir a la playa teníamos que andar un largo trecho entre campos, uno, por cierto, sembrado de claveles. La casa era grande y señorial pero, a las auxiliares no se nos permitía pernoctar en ella, dormíamos en un pabellón ubicado en la misma finca, que sin duda en otro tiempo había sido el alojamiento de los criados de aquella lujosa mansión.

No estábamos exactamente de vacaciones, había que continuar con el plan de vida, además, se nos daban charlas en las que, por ejemplo, se nos enseñó como limpiar con esmero un cuarto de baño.

Viaje a Pamplona para conocer al Padre

Era injusto que la señorita Marta me hiciese sentir mal por lo que se iba a gastar en mí viaje y en de las otras numerarias auxiliares que íbamos a ir a Pamplona (para hacer número), a ver al Padre. Injusto porque nadie nos preguntó si queríamos hacerlo, se nos estimuló para tener ansias por ir, pero, en definitiva, era una imposición.

Se habían conseguido tropecientos vagones de un tren especial que nos llevaría a miles de personas hacia aquel acontecimiento social, con el que no sé qué quisieron demostrar en su día. Quizás, como en otras muchas ocasiones (que actualmente no me han pasado desapercibidas), su empeño fuera demostrar su amplio poder de convocatoria.

Aunque era una adolescente, trabajaba, no de sol a sol, sino de luna, sol, sol, luna, porque madrugaba y trasnochaba todos los días de mi encierro en aquel lugar. Sin embargo, las ganancias no eran para mí. Mis primeras mensualidades se las había entregado (exceptuando lo que gastara para mi aseo personal), íntegramente a mis padres, y, a partir de hacerme de la Obra, todo lo que tuviesen que pagarme se lo quedaban el Opus. No tenía ni una sola peseta en propiedad. ¿Por qué pues me martirizó la directora diciéndome que el viaje costaba más de lo que había ganado y que tendrían que aportar dinero de otros lugares para pagármelo?

No recuerdo a que hora salió el tren del anden, sólo me viene a la memoria que al mediodía, a la hora que normalmente tomábamos nuestra comida, comencé a tener un hambre de lobo lo mismo que las compañeras que iban a mi cargo, monetáriamente hablando (me había dado la señorita Marta un dinero para que comiésemos el día que pasaríamos en Pamplona, "te hago responsable de esta misión, administra el dinero con tiento, recuerda que somos pobres", me había dicho, sabía que lo dejaba en buenas manos), pero nadie había previsto nuestro alimento de ese día (cosa rara en ellas que todo lo previenen con tiempo), así que comenzamos a buscar el vagón donde se encontrar a la directora y, cuando dimos con ella, se limitó a darnos un bocadillo de pan bimbo con jamón york, que nos mato el gusanillo momentáneamente.

Lo peor vino después. Llevábamos un papel con la dirección de la casa donde teníamos que pasar la noche y, cuando, después de mucho andar y mucho preguntar, dimos con ella, nadie nos recibió. Había allí un barullo de chicas, tan desorientadas como nosotras, buscando un lugar donde dormir.

¿Dormir? ¿Es que no íbamos a cenar? No, en aquella casa no había comida, sólo alojamiento. Supongo que, muchas de las allí presentes, habrían cenado antes de llegar hasta aquel emplazamiento, también las habría que se hubiesen llevado bocadillos desde sus casas, pero nosotras no teníamos ni una galleta que llevarnos a la boca. Bueno, ayunaríamos, ¿no se nos pedía hacer sacrificios?, pues aquí teníamos uno puesto en bandeja.

Ahora a buscar una cama. Había empujones para entrar en las habitaciones y todas parecían ocupadas. ¿Por qué nos habían dado esa dirección si no había suficiente alojamiento? Por fin encontramos una sala en la que había unas camas y una mesa. Nosotras creo que éramos tres, quizá cuatro: Pilar Masmiquel, F. U., alguien más, y yo. Noté que mis compañeras me empujaban para hacerse con las camas, yo estaba más cerca de una de ellas, pero me aparté para que pasara Pilar, haría otro sacrificio, así además me practicaría para cuando, dentro de un mes, me trasladaran al centro de estudios, sabía que allí sí tendría que cumplir con la norma de dormir un día a la semana sobre una tabla, me quedé con la mesa.

Por la mañana estábamos famélicas, y yo, además, molida de apoyar mis huesos en la dura mesa durante toda la noche. La casa estaba en danza, "hay que ir pronto para coger sitio", oí que comentaba alguien, "sí, sí, vayámonos ya", sugería otra.

No recuerdo donde nos aseamos, ni si lo hicimos, solo sé que estábamos hambrientas y no había desayuno en aquel lugar. -Vayamos al campus -dije-, ya desayunaremos después de comulgar. Seguimos el río humano y nos presentamos, con excesivo tiempo, en el lugar de convocatoria.

Esperamos, desfallecidas de hambre, la llegada del Padre.

Barahúndas ilusionadas atiborraron el lugar. Cuando " ÉL" llegó, se oyeron gritos, risas, aplausos...

Era un sacerdote con sotana ¿qué veían en él?, no era más que un cura.

Habló y todos callaron. Luego le corearon, le aplaudieron, le insistieron que no se fuese...

Tras la misa se nos dijo, por unos altavoces, que hiciésemos cola pues el Padre y otros sacerdotes procederían a dar la comunión. Nos pusimos en una fila, era demasiado larga, estábamos a punto de desmayarnos.

-Vámonos -dijo Pilar-, no nos vamos a condenar por un día que no comulguemos, pero si aguanto un segundo más sin comer, me caeré redonda.

Nos fuimos, pero quizás equivocamos el camino que nos conduciría al centro porque estuvimos dando vueltas por lugares despoblados. Aún no sé por que nos habían dejado, a la buena de Dios, en una ciudad donde no habíamos estado nunca. Después de mucho andar Pilar se sentó en una piedra y dijo que no podía seguir, que las piernas no le llevaban. Yo estaba igual que ella. No era cansancio, era agotamiento debido a la carencia de alimento durante tantas horas. Me encontraba muy mal, nunca había sentido aquella sensación anémica.

-Venga, un esfuerzo más -animé a mis compañeras-, seguro que ya estamos cerca de algún bar.

Finalmente, dimos con una cafetería que tenía las mesas en la acera, nos sentamos y, en lugar de pedir únicamente el típico desayuno de café y leche, que también, pedimos unos bocadillos de jamón que..., cómo lo diría..., nos resucitaron. Después lo vimos todo de otro color.

Luego, no recuerdo si al mediodía comimos (seguro que sí), ni donde, paseamos por Pamplona y, a la hora convenida volvimos a coger el tren de vuelta. ¿Cómo pudimos encontrarlo todo sin guía? ¿Cómo es que no nos perdimos?

El centro de estudios

Para nuestra formación en el espíritu de la Obra, había que pasar dos años en un centro de estudios, aunque, naturalmente, no era cosa nuestra decidir cuando ni donde. Éso (como todo lo demás), lo decidían por nosotras. Y, llegó el día de saberlo: C. B. iría a Santiago de Compostela, y F. U. y yo, a Molinoviejo, sito en Ortigosa del Monte (Segovia). No sé que pasó con Pilar Masmiquel, creo recordar que se la llevaron sus padres, pero no estoy muy segura. A C. B., que por cierto era unos años mayor que nosotras, también se la llevaron sus familiares pero, el mismo día que cumplió los 21 años (entonces en España era la edad de la mayoría de edad), fueron a buscarla y la trajeron de vuelta.

Antes de marchar fuimos al Corte Inglés de Barcelona, siempre nos llevaban allí cuando teníamos que comprar.

En una ocasión, por cierto, mientras esperábamos, en la parada, el tren de cercanías que nos llevaría al centro, resulta que apareció por allí Mariano (un noviete de mi vecina C. S., la que se arrepintió a tiempo y no se vino a Viaró), y, las de Basape, le saludamos perplejas. ¡Qué pequeño es el mundo! El muchacho estaba pasando unos días con unos familiares de Mirasol. En el Corte Inglés nos hicimos con ropa y maletas nuevas. La señorita Marta nos comentó que en realidad ese gasto deberían de haberlo hecho nuestros padres.

Viaje a lo desconocido

El viaje fue largo. Hicimos noche en Madrid, en la parte de la administración de un colegio mayor, del que no sé si se nos dijo el nombre.

Por supuesto que la señorita Marta, que nos acompañaba, no cenó en el mismo comedor que nosotras, ni durmió en la misma zona. "Ricos con ricos, y pobres con pobres". ¡¿No somos todos iguales ante los ojos de Dios?!

Si yo no tenía carrera era porque mis padres no pudieron pagármela, pero le había entregado a Dios (igual que las señoritas), todo lo que tenía y además MI VIDA ENTERA. ¿Por qué entonces hacían esas distinciones? No era justo. Y..., si Dios permitía ese clasicismo, entonces Él también era injusto.

Molinoviejo

Llegamos a Molinoviejo.

No vimos Ortigosa del Monte porque quedaba en una vaguada, al otro lado de la carretera.

Una alta e inmensa tapia rodeaba toda la finca. Llamamos y salieron a abrirnos el portón. Una vez dentro, anduvimos junto a unos árboles hasta llegar a la entrada de la vivienda. Acompañadas de la persona que nos había recibido, cruzamos el recibidor y llegamos a un oscuro vestíbulo, no había en él ventanas y la luz de la lámpara del techo era lánguida y mortecina.

Un halo lúgubre circundó mi maltrecho ánimo. Me estremecí. Le ofrecí a Dios mi nueva pena.

La señorita Marta se fue al comedor de las señoritas, y a nosotras nos llevaron al de las auxiliares. La escasa luz que se filtraba a través de una ventana interior, tenía que ser reforzada con electricidad. Me fijé que una las paredes, de aquel comedor, estaba decorada con unos frescos en los que se veían unos ciervos junto a una especie de mapa. Era el plano de algún lugar, puede que fuese el de La Granja, no el de La Granja de San Ildefonso, sino el de Riofrío (muchos domingos nos llevaron hasta allí paseando, pero en aquellos días, todavía no se había recuperado para el turismo, estaba abandonado), a aquel lugar ellas le llamaban La Granja.

Hace muy poco tiempo, estuve en Segovia y fui a La Granja de San Ildefonso creyendo que era el mismo lugar a donde ellas nos llevaban. Me quedé desconcertada, no lo reconocía. Indagué y descubrí que, como he contado, Riofrío era la verdadera "La Granja²" que yo conocía.

Después de comer, nos llevaron a nuestras habitaciones que estaban en el piso de arriba. Me quedé anodadada (al igual que cuando llegué a Barcelona), nuevamente iba a dormir en camarilla.

La mía, mi camarilla, estaba en la parte izquierda de un segundo piso. Había otras en la parte derecha, como también las había en una planta superior. (Creo que estábamos más de cincuenta criadas: numerarias auxiliares, en aquel curso). Las camarillas, como las que recordaba de la ciudad Condal, se componían de dos tabiques (pegados a una de las paredes de la gran habitación), que no llegaban hasta el techo, y que, en lugar de puerta tenían una cortina de tela.

"Dios, amigo mío mudo, que ni siquiera me alientas con una palabra de agradecimiento o de consuelo: te ofrezco éste nuevo sacrificio". "¿Por qué tenemos que seguir mortificándonos los humanos? ¿No fue suficiente tu muerte para redimirnos del pecado de Eva? ¿En tan poco se valora tu redención?".

Al día siguiente, la señorita Marta se despidió de nosotras y volvió a Viaró.

Se nos dictaron las normas de la casa, la hora en que nos levantaríamos, los trabajos que haríamos, los horarios de la santa misa y las clases... Me designaron a mi directora de "confidencias". Me dieron la Disciplina y me dijeron cómo y cuando usarla. Me señalaron día para dormir en tabla. Para hacerlo, era preciso que, por la noche, deshiciese la cama y subiese, con las ropas de la misma a un piso superior, donde debería ponerlas sobre una mesa.

"¡Dios mío! ¿Qué mal he hecho para que me exijas tanto?"



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