Cuadernos 8: En el camino del amor/Tiempo de penitencia

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TIEMPO DE PENITENCIA


Veo -escribe San Pablo- otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza a la ley del pecado 1. Todos los hombres, aun los más santos, sienten esa ley, porque todos vienen al mundo con el pecado de origen, y todos padecen sus consecuencias: mira que en maldad fui formado y en pecado me concibió mi madre 2.

Como si no fuera bastante, a ese pecado en que fuimos concebidos hemos añadido nuestros pecados personales. Es lógico, pues, que el alma sincera sienta el dolor de su vida pasada, por las veces en que de un modo personal y directo ofendió a su Dios: contra ti, sólo contra ti he pecado 3.


Motivos para la penitencia

Es verdad que, arrepentidos, confesamos nuestras culpas, y Dios nos perdona. Pero los pecados dejan siempre una huella en el alma. Perdonada la culpa, permanecen las reliquias del pecado, disposiciones causadas por los actos precedentes; pero quedan debilitadas y disminuidas, de manera que no dominan al hombre, y están más en forma de dis-

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posición que de hábito. Como también ocurre después del bautismo: que permanece el “fomes peccati” 4. Las faltas pasadas, también por lo que influyen en el presente, son un motivo más para dolernos; por eso dice el salmista: lávame más y más de mi iniquidad 5.

Por lo demás, hasta el justo cae siete veces 6, muchas veces. Pueden ser pecados cometidos por fragilidad, pero que han de repararse, porque ofenden a nuestro Dios. Desde que te entregaste al Señor, has corrido bastante. Sin embargo -pregunta nuestro Padre-, ¿no es verdad que quedan aún tantas cosas, tantos puntos de soberbia, de desconocimiento de tu pobreza personal; que aún hay rincones de tu alma sin limpiar; que aún admites quizás ideas y pensamientos que no están dentro del camino divino, que has escogido en la tierra 7.

Faltas, omisiones, pecados ocultos; a veces pasados por alto, por falta de espíritu de examen, por insensibilidad de conciencia, por rudeza en el trato con Dios. Pero ahí están: son ofensas y, muchas veces, la causa latente de nuevos desvíos. Y si la raíz es amarga, y no se arranca, los frutos continuarán siendo amargos, ya que todo árbol malo da frutos malos 8.

Los pecados ajenos -no podemos olvidarlo- también son ocasión de penitencia en cuanto los cometen nuestros hermanos los hombres, con quienes estamos ligados por una misteriosa solidaridad. Ofensas que hemos de reparar, pues no nos son tan ajenas como el egoísmo sugiere. Todos los santos han sabido llorarlas.

Reavivar el sentido del pecado

¿Quién puede negar la realidad de las ofensas al Señor? Pero el corazón a veces se endurece, pierde sensibilidad, y llega a deformar el sentido del pecado: se empieza por llamarlo error, después se lo consi-

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dera simple debilidad, más tarde liberación, y al final se llega a ensalzarlo. Sólo el alma que tiene todavía la visión limpia, que posee rectitud en la conciencia, puede decir sinceramente las palabras del salmo: reconozco mis culpas, y mi pecado está siempre ante mí 9.

Y viene el dolor, por motivos sobrenaturales, que ayuda a reconocer lo que es el pecado, quién es el pecador, quién es el ofendido. Dolor de Amor. -Porque El es bueno. -Porque es tu Amigo, que dio por ti su. Vida. -Porque todo lo bueno que tienes es suyo. -Porque le has ofendi­do tanto... Porque te ha perdonado... ¡El...! ¡¡a ti!!

Llora, hijo mío, de dolor de Amor 10.

Y sí, lloramos al ver la actitud de Dios con nosotros: sus llamadas de amor, sus invitaciones a participar de su santidad, de su gloria, de su bien; la misericordia con que olvida nuestros agravios y se inclina de nuevo hacia nosotros para encontrar correspondencia. Os acordaréis de aquella parábola -¡cómo estaría el Corazón de Jesucristo cuando hablaba así!- del rico que tenía preparada la cena, y de los invitados que se excusan de asistir a la boda. ¿Y nosotros no nos habremos excusado muchas veces, diciendo a Jesús que no? Esas llamadas íntimas, esos toques del Espíritu Santo, todos esos dones, todas esas gracias, todas esas luces que Dios Nuestro Señor hace que lleguen al corazón, a la mente de cada uno de nosotros, y que en tantas ocasiones no hemos sabido seguir 11.

Si toda ofensa duele al Señor, las nuestras -aunque sean ordinariamente de menor entidad-, las de sus amigos, las de sus escogidos y predilectos, ¡cómo habrán de dolerle! No, no es un enemigo quien me afrenta; eso lo soportaría -dice el Señor por el salmista-. No es uno de los que me aborrecen el que se insolenta contra mí (...). Eres tú, un otro yo, mi amigo, mi íntimo 12. Y nuestro Padre comenta: una mirada despectiva de un hijo a su madre le causa un dolor inmenso; si es una persona extraña, no importa demasiado 13. Y el amor de Jesús es mayor que el de todas las madres del mundo juntas, con un querer infinita-

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mente más intenso, más generoso. Tú has visto, hijo mío, cómo es el amor de las madres. Sus sacrificios, su abnegación. Las noches en vela y los sufrimientos pasados junto a la cuna del niño enfermo. ¿Crees que lo merecen los hijos, con sus egoísmos, con sus olvidos? Ahora piensa en ese otro amor de Cristo por nosotros, trayéndonos al Opus Dei. ¿Tú crees que merecemos esto?¿Tú haces por El, al menos, como los que aman con esos nobles amores humanos? 14.

¡Cómo se desprecian los desvelos paternales de Dios por sus hijos! ¡Qué fría es la respuesta que dan las gentes a aquella generosa llamada del Señor! Más o menos directamente, nos sentimos responsables: quizá si contasen con una ayuda nuestra más firme, con una oración más intensa, con una mortificación más constante...

No pidas a Jesús perdón tan sólo de tus culpas: no le ames con tu corazón solamente...

Desagráviale por todas las ofensas que le han hecho, le hacen y le harán..., ámale con toda la fuerza de todos los corazones de todos los hombres que más le hayan querido 15.

Ver a nuestro Dios tan universalmente maltratado, amplía los estrechos límites de un dolor individual: quisiéramos sentir el dolor que cabe en todos los corazones de los hombres que han sido, son y serán personas enamoradas de Cristo.

Unión con el sufrimiento redentor de Cristo

Las faltas contra la justicia, además del arrepentimiento, exigen reparación. No hay hombre que no sea deudor de Dios (..). ¿Quién no es deudor de Dios, sino el que no tiene pecado alguno? 16 . No se trata ya de la deuda general que todo hombre tiene contraída con Dios, al haber recibido gratuitamente todo cuanto posee. Es aquella otra deuda que procede de la injusticia, del agravio, de la deshonra; la que el Señor nos

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explicó con la palabra de aquel siervo, que no podía pagar 17. El pecador es el siervo que agravia a su acreedor generoso, que trata de robarle, que lo deshonra. Tanto, que de un modo vivo, la Sagrada Escritura llega a decir que el pecador de nuevo crucifica al Hijo de Dios 18.

Del mismo modo que resulta difícil para la mente humana, aun ayudada por la gracia, ver cómo se armonizan en Dios la justicia y la misericordia, se hace también incomprensible el desagrado profundo que el pecado le causa, conociendo su felicidad perfecta. También por eso, el pecado es llamado mysterium iniquitatis, misterio de iniquidad: la inexplicable maldad de la criatura que se alza, por soberbia, contra Dios. La historia es tan antigua como la Humanidad. Recordemos la caída de nuestros primeros padres; luego, toda esa cadena de depravaciones que jalonan el andar de los hombres, y finalmente, nuestras personales rebeldías. No es fácil considerar la perversión que el pecado supone, y comprender todo lo que nos dice la fe. Debemos hacernos cargo, aun en lo humano, de que la magnitud de la ofensa se mide por la condición del ofendido, por su valor personal, por su dignidad social, por sus cualidades. Y el hombre ofende a Dios: la criatura reniega de su Creador 19.

Dios nos ha ayudado a descubrir de algún modo, a través de la Encarnación de su Hijo, la infinita malicia del pecado. La magnitud de la expiación que exige a su Unigénito nos da la medida de su gravedad. El dolor profundo, de alguna manera infinito, agobiante, que los pecados de la Humanidad causan a Cristo, y la tristeza que le oprime en el Monte de los Olivos, anonadado, deshecho, nos dan una idea. El sudor de sangre, el estremecimiento de su naturaleza humana ante el precio del rescate y aquella acumulación de penas que Jesús debe sufrir, una a una, nos pueden ayudar a valorar debidamente el pecado.

Jesús ha expiado por nuestros pecados. La justicia divina ha exigido reparación adecuada. Y esa reparación sólo el mismo Dios podía hacerla; por eso se encarnó. Nuestro dolor y nuestra reparación son aceptables a Dios por los méritos de Jesús, ya que el valor, mérito y eficacia

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de la penitencia cristiana dimanan del sacrificio redentor de Jesucristo. Toda nuestra existencia puede incorporarse a la tarea redentora, porque el alma sacerdotal hará fructificar en obras el sacerdocio espiritual recibido en el Bautismo. Además, uniendo en la Misa nuestra satisfacción a la del Señor, es como podemos enderezarla hasta Dios y hacerla válida. Cristo no nos ha dispensado de la expiación, sino que la ha hecho posible y le ha dado un valor que no podía tener en sí misma, hasta el punto de que podemos decir con el Apóstol: completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo, por su cuerpo que es la Iglesia 20. Somos miembros del Señor; por eso, nuestras obras de penitencia son obras suyas.

Dolor de amor

Cualquier ofensa grave a Dios supone, en primer término, un desvío de la voluntad: aversio a Deo et conversio ad creaturas; al pecar, el corazón se aparta de Dios para dirigirse a las criaturas. Por eso la primera deuda que se ha de pagar es la de la voluntad, la del corazón: que se vuelva a El, y que se aparte de lo que le desvió. El sacrificio grato a Dios es un corazón contrito. Tú, ¡oh Dios!, no desdeñes un corazón contrito y humillado 21. Lo que el Señor busca ante todo es el sacrificio de la voluntad, el corazón contrito y humillado, la compunción. Os acordaréis de vuestros malos caminos, de vuestras obras que no fueron buenas, y sentiréis vergüenza de vosotros mismos por vuestras iniquidades y vuestras abominaciones (...). Confundíos y avergonzaos de vuestras obras 22.

Si no hay contrición, el pecado persiste. El dolor es tan esencial en la penitencia, que, más que el pecado mismo, lo que irrita y ofende a Dios es que los pecadores no sientan dolor alguno de sus pecados 23. Por eso también la primera promesa de la misericordia divina es un cora-

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zón capaz de compunción, sensible, fácil a la contrición: les daré otro corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo; quitaré de su cuerpo su corazón de piedra, y les daré un corazón de carne, para que sigan mis mandamientos y observen y practiquen mis leyes, y sean mi pueblo y sea Yo su Dios 24.

El principio de la conversión es saber advertir la presencia y la malicia del pecado, mediante el examen de conciencia. Hijo mío, ¿cómo vas? ¿Qué tal te preparas para un examen más rígido, con una petición de gracias al Señor, para que tú le conozcas a El, y te conozcas a ti mismo, y de esa manera puedas convertirte de nuevo? 25. Es difícil el examen claro, profundo, sincero. Es una gracia que hay que pedir a Dios, para descubrir esas cosas vagas y ocultas, que han quedado en los rincones del alma. ¡Oh Tú, que amas la sinceridad del corazón, descúbreme los secretos de tu sabiduría 26.

Luego, reconocidas las faltas, hay que comprender su malicia, y entenderlas como ofensas hechas a la bondad divina. Y nada ayuda tanto como contemplar a Cristo en la Cruz: he ahí el resultado de nuestros pecados, y aun de un solo pecado mortal que hubiésemos cometido en la tierra. Meditemos en el Señor herido de pies a cabeza por amor nuestro. Con frase que se acerca a la realidad, aunque no acaba de decirlo todo, podemos repetir con un autor de hace siglos: el cuerpo de Jesús es un retablo de dolores. A la vista de Cristo hecho un guiñapo, convertido en un cuerpo inerte bajado de la Cruz y confiado a su Madre; a la vista de ese Jesús destrozado 27 será más fácil que salgan de lo profundo del alma los actos de contrición y de desagravio: pauper servus et humilis! Cor contritum, et humiliatum, Deus, non despides! Domine, tu omnia nosti; tu scis quia amo te!

Recomenzar, nos pedía nuestro Padre. Yo -me imagino que tú también- recomienzo cada día, cada hora, cada vez que hago un acto de contrición recomienzo 28. Cada día, y todas las veces que haga falta para

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volver al Señor. Así la Iglesia ha dispuesto unos tiempos litúrgicos, que traen consigo gracias actuales de Dios: Adviento, Cuaresma... Porque el Señor está dispuesto a darnos la gracia siempre, y especialmente en estos tiempos; la gracia para esa nueva conversión, para la ascensión en el terreno sobrenatural; esa mayor entrega, ese adelantamiento en la perfección, ese encendernos más 29.

Obras de penitencia

Además del dolor y del arrepentimiento, se requiere satisfacer a Dios por los pecados cometidos, mediante las llamadas obras de penitencia, la expiación. Ponte de acuerdo cuanto antes con tu adversario mientras vas de camino con él; no sea que tu adversario te entregue al juez y el juez al alguacil y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que restituyas la última moneda 30. La deuda hay que satisfacerla, en esta vida o en la otra. Por eso pedimos todos los días spatium verae paenitentiae, un tiempo para la verdadera penitencia; y nos preguntamos a menudo si procuramos aumentar ese espíritu de penitencia. Urge la expiación, la reparación -por nosotros, por todos los hombres- para desagraviar a Dios, para consolar a Cristo, para acompañarle.

Ocasiones no faltan. Cuando se buscan, se encuentran: en las cosas pequeñas y ordinarias, en el trabajo intenso y constante y ordenado. Cosas pequeñas que no te hacen perder la salud, pero que te mantienen encendido. Mortificación en las comidas. Minutos heroicos a lo largo del día. Puntualidad. Orden. Guarda de la vista por la calle, con naturalidad. Docenas y docenas de detalles y ocasiones bien aprovechadas 31.

Mortificación habitual de los sentidos internos y externos: la imaginación, la memoria, los gustos, los caprichos, la vista, la comodidad... Y luego de las mortificaciones ordinarias, mortificaciones extraordinarias,

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con permiso del Director, en esas temporadas -¡qué bien se notan!- en que Dios nos pide más. Con permiso de tu Director siempre, porque es él quien debe moderarlas; pero moderarlas no quiere decir siempre disminuirlas, sino también aumentarlas si lo cree conveniente (...).

No es espíritu de penitencia el que está sólo en la lengua, aquél que posee el que hace unos días grandes penitencias, y se olvida de mortificarse en otros. Tiene espíritu de penitencia el que todos los días se sabe vencer, ofreciendo cosas por amor y sin espectáculo. Esto es amor sacrificado, limpio, sin buscar el aplauso 32.

El alma con espíritu de penitencia encuentra además mil oportunidades de expiar en lo que viene simplemente dado, sin buscarlo, pero que contraría: la enfermedad, el malestar, las incomodidades, el frío y el calor, las consecuencias de la pobreza, las dificultades en la labor... Podemos satisfacer ante Dios, por medio de Jesucristo, no sólo con las penas espontáneamente tomadas por nosotros para reparar el pecado y por las impuestas a juicio del sacerdote, según la medida de la culpa, sino también -lo que es prueba máxima de amor- por los castigos temporales con que Dios nos aflige y que nosotros pacientemente sufrimos 33: en una palabra, llevando con alegría la cruz en cada jornada.

Fecundidad del sacrificio

Este espíritu de penitencia es el principio de la vida nueva. Así comenzó Jesús su predicación: haced penitencia, porque está al llegar el Reino de los Cielos 34. Del mismo modo recomenzó San Pedro después de haber negado tres veces al Señor: saliendo afuera, lloró amargamente 35. Y San Pablo, después de que Jesús le derribó por el suelo y, ciego, lo condujo a Damasco, permaneció tres días sin vista y sin comer ni beber 36.

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Así han comenzado a construir todos los santos la obra de su santificación, como sobre un buen fundamento. Hasta que el alma no llega a ver con claridad la propia iniquidad, hasta que el corazón no se manifiesta contrito habitualmente en la Confesión y en la Confidencia, hasta entonces el edificio interior es precario.

¿Lloras? -No te dé vergüenza. Llora: que sí, que los hombres también lloran, como tú, en la soledad y ante Dios. -Por la noche, dice el Rey David, regaré con mis lágrimas mi lecho.

Con esas lágrimas, ardientes y viriles, puedes purificar tu pasado y sobrenaturalizar tu vida actual 37.

¡Qué gran oportunidad es un retiro, un curso de retiro espiritual, para conocernos mejor y convertirnos de nuevo, aumentando la compunción, el dolor! Aparta tu faz de mis pecados y borra mis iniquidades 38. Y Dios se conmueve, olvida nuestros pecados, y los borra todos con su gracia. Dios omnipotente se olvida gustoso de que hemos sido malos; está dispuesto a considerar como inocencia nuestra penitencia 39.

Las obras de penitencia fortalecen el nuevo edificio que la gracia de Dios edifica. Las penas satisfactorias retraen en gran manera del pecado, y sujetan como un freno, y hacen a los penitentes más cautos en adelante; remedian también las reliquias de los pecados, y quitan con las acciones de las virtudes los malos hábitos contraídos 40'. Por eso es lamentable que en nuestros días la palabra penitencia casi no se conozca, y que cuando se la menciona inspire asombro a mucha gente, como si se hablara de una pesadilla de tiempos oscuros.

Sin embargo, la verdadera paz y la verdadera alegría tienen sólo asiento en la humildad, en el dolor de amor, en la compunción. Hijos míos, que estéis contentos. Yo lo estoy, aunque no lo debiera estar mirando mi pobre vida. Pero estoy contento, porque veo que el Señor nos busca una vez más, que el Señor sigue siendo nuestro Padre; porque sé que vosotros y yo veremos qué cosas hay que arrancar, y decididamente las arran-

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caremos; qué cosas hay que quemar, y las quemaremos; qué cosas hay que entregar, y las entregaremos 41.

Los que siembran con lágrimas cosecharán con gozo 42. Al vernos delante de Dios que nos mira conmovido, que nos perdona, que nos quiere, ¿cómo no vamos a alegrarnos? Devuélveme el gozo de tu salvación 43. El Señor nos da a manos llenas la alegría de la salvación. Y con la alegría, la paz íntima de su amistad. Es indudable que toda corrección, por el momento, parece que no trae gozo, sino pena; pero después producirá en los que son labrados por ella frutos apacibles de santidad 44. Ahí está nuestra verdadera alegría: en la misericordia de Dios, que es un Padre bueno y purifica nuestras miserias con el fuego de su Amor.

Apiádate de mí, ¡oh, Dios!, según tus piedades; según la muchedumbre de tu misericordia, borra mi iniquidad 45. Cuando alzamos nuestra voz, compungidos, con una llamada a la misericordia divina, manifestando con penitencia nuestra contrición, vivimos a la letra la parábola del hijo pródigo: arrepentido de su falta, se puso en camino hacia la casa de su padre. Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se compadeció; y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y lo cubrió de besos 46.

El alma penitente es también agradecida, porque es humilde. Da gracias al Señor, protector y liberador nuestro. No pienses ahora si tus faltas son grandes o pequeñas: piensa en el perdón, que es siempre grandísimo. Piensa que la culpa podía haber sido enorme y da gracias, porque Dios ha tenido -y tiene- esta disposición de perdonar 47.

La comprensión, fruto sabroso del alma mortificada 48, se manifiesta en tener con los demás las mismas entrañas de misericordia que Dios tiene con nosotros. Con ese amor nuevo se pasa por encima de diferencias y contrastes; y se trata al prójimo con un cariño que gana hasta los

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corazones más prevenidos. Yo enseñaré a los malos tus caminos, y los pecadores se convertirán a ti 49.

El espíritu de penitencia -amor a Cristo en la Cruz- es condición de eficacia apostólica. Como el grano de trigo, tenemos, hijos míos, la necesidad de la muerte para ser fecundos. Tú y yo no queremos estar solos; queremos multiplicar nuestra familia, dejar un surco luminoso y hondo (...). Para ser apóstoles, tenemos que llevar en nosotros a Cristo crucificado, como quiere San Pablo 50. Como Cristo en la cruz, hemos de expiar por los que no expían, merecer por los que desmerecen, sostener a los que caen.

Espíritu de mortificación y penitencia, pues, como medio de purificación y de verdadero y sólido progreso espiritual; como demostración práctica del amor a Jesucristo, "qui dilexit me et tradidit semetipsum pro me", que nos amó y se entregó hasta la Cruz por cada uno de nosotros; y, finalmente, como preparación para todo apostolado y para la perfecta ejecución de cada apostolado 51.

Que nuestra Madre, Refugium peccatorum, Mater misericordiae, nos alcance del Señor una conciencia delicada, una visión profunda y sobrenatural de las cosas, un corazón que abunde en dolor de amor, un espíritu generoso en obras de penitencia.

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(1) Rom. VII, 23.

(2) Ps. LI, 7.

(3) Ps. LI, 6.

(4) Santo Tomás, S. Th. III, q. 86, a. 5 c.

(5) Ps. LI, 4.

(6) Prov. XXIV, 16.

(7) De nuestro Padre, Meditación, 2-III-1952.

(8) Matth. VII, 17.

(9) Ps. LI, 5.

(10) Camino, n. 436.

(11) De nuestro Padre, Meditación, 9-1-1959.

(12) Ps. LIV, 13-14.

(13) De nuestro Padre, Meditación, 3-XII-1961.

(14) De nuestro Padre, Meditación, 13-IV-1954.

(15) Camino, n. 402.

(16) San Agustín, Sermo 83, 3.

(17) Matth. XVIII, 25.

(18) Hebr. VI, 6.

(19) Es Cristo que pasa, n. 95.

(20) Colos. 1, 24.

(21) Ps. LI, 19,

(22) Ezech. XXXVI, 31-32.

(23) San Juan Crisóstomo, In Matlhaeum homiliae 14, 3.

(24) Ezech. XI, 19-20.

(25) De nuestro Padre, Meditación, 2-III-1952.

(26) Ps. LI, 8.

(27) Es Cristo que pasa, n. 95.

(28) De nuestro Padre, Meditación, 3-XII-1961.

(29) De nuestro Padre, Meditación, 2-III-1952.

(30) Matth. V, 25-26.

(31) De nuestro Padre, Meditación, 13-IV-1954.

(32) De nuestro Padre, Meditación, 13-IV-1954:

(33) Concilio de Trento, decr. De sacramento paenitentiae, cap. 9.

(34) Matth. IV, 17.

(35) Matth. XXVI, 75.

(36) Act. IX, 9.

(37) Camino, n. 216.

(38) Ps. LI, 11.

(39) San Gregorio Magno, Homiliae in Evangelio 25, 10.

(40) Concilio de Trento, decr. De sacramento paenitentiae, cap. 8.

(41) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 62.

(42) Ps. CXXV, 5.

(43) Ps. LI, 14. (44) Hebr. XII, 11.

(45) Ps. LI, 3. (46) Luc. XV, 20.

(47) De nuestro Padre, Meditación, 3-XII-1961.

(48) De nuestro Padre, Crónica II-62, p. 16.

(49) Ps. LI, 15.

(50) De nuestro Padre, Meditación, 13-IV-1954.

(51) Catecismo [de la Obra], 5ª ed., n. 77.