Cuadernos 8: En el camino del amor/La vocación profesional

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LA VOCACIÓN PROFESIONAL


Este es el origen de los cielos y la tierra cuando fueron creados. Al tiempo de hacer Yavé Dios la tierra y los cielos, no había aún arbusto alguno en el campo, ni germinaba la tierra hierbas, por no haber todavía llovido Yavé Dios sobre la tierra, ni haber todavía hombre que la labrase (1).

Dios creó la tierra, y la dejó -en cierta manera- inacabada, porque quería asociar al hombre a su obra creadora. Tomó, pues, Yavé Dios al hombre, y le puso en el jardín de Edén para que lo cultivase y guardase (2). El hombre ha sido creado ut operaretur -dice el texto latino-, para trabajar, para dominar la tierra y encaminarla hacia su acabamiento, haciendo brillar así las perfecciones de Dios en el mundo. Y al empeñarse en esta tarea, el hombre encuentra su propia perfección, se acerca más a Dios.


El deber natural de trabajar

El mandato divino del trabajo no fue un castigo por el pecado de nuestros primeros padres, pero aquella desobediencia sí añadió unas

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consecuencias penales al trabajo: el esfuerzo y el cansancio que lleva consigo. Después del pecado -escribió nuestro Fundador-, permanece la misma realidad de trabajo, unido -a causa de ese pecado- al dolor, a la fatiga: comerás el pan con el sudor de tu frente (Genes. III, 19), se lee en el Génesis. No es el trabajo algo accidental, sino ley para la vida del hombre: sex diebus operaberis, septimo die cessabis (Exod. XXIII, 12), trabajarás durante seis días, al séptimo descansarás (3).

El trabajo es una obligación primordial de todo ser humano, precisamente porque en cuanto "imagen de Dios" es una persona, es decir, un sujeto capaz de actuar de modo programado y racional, capaz de decidir autónomamente, que tiende a la realización de sí mismo. Como persona, pues, el hombre está sujeto al trabajo (4), y no debe sustraerse a esta ley. Por eso, el trabajo es el medio ordinario de subsistencia; por él, el hombre se une a sus hermanos y les presta un servicio, puede practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina (5).

Porque el trabajo es necesario, su ausencia -la ociosidad- trae graves consecuencias para el hombre. La ociosidad enseña muchas maldades (6), pues le impide perfeccionarse, debilita el carácter, espolea la concupiscencia y abre el campo a muchas tentaciones. Todos los pecados -me has dicho- parece que están esperando el primer rato de ocio. ¡El ocio mismo ya debe ser un pecado! (7).

Esta vocación general al trabajo se concreta en cada persona según su vocación profesional. Siendo el hombre un ser limitado, no puede realizar tareas genéricas, sino un trabajo concreto, para el que posee ciertas aptitudes particulares o una inclinación natural; o para el que se prepara mediante- una formación específica, llevado de las diversas circunstancias que orientan la elección de una determinada profesión u oficio.

Una persona no puede querer ser cualquier cosa, sin ninguna res-

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tricción, sino algo de entre aquello que puede ser. El hombre llamado al trabajo es libre para elegir una profesión entre las que se le presentan como posibles. Si elige un modo de trabajar inasequible para él, incumple indirectamente el deber fundamental del trabajo. Ahora comprenderéis todavía mejor que si alguno de vosotros no amara el trabajo. ¡el que le corresponde!, si no se sintiera auténticamente comprometido en una de las nobles ocupaciones terrenas para santificarla, si careciera de una vocación profesional, no llegaría jamás a calar en la entraña sobrenatural de la doctrina que expone este sacerdote, precisamente porque le faltaría una condición indispensable: la de ser un trabajador (...).

Convenceos de que la vocación profesional es parte esencial, inseparable, de nuestra condición de cristianos. El Señor os quiere santos en el lugar donde estáis, en el oficio que habéis elegido por los motivos que sean: a mí, todos me parecen buenos y nobles -mientras no se opongan a la ley divina-, y capaces de ser elevados al plano sobrenatural, es decir, injertados en esa corriente de Amor que define la vida de un hijo de Dios (8).

Sentido cristiano del trabajo

Esta perspectiva del trabajo y de la vocación profesional, adquiere un nuevo brillo si el que lo realiza es un cristiano. Los cristianos corrientes -aquéllos por quienes Jesús rogaba: no te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal (9)- han de buscar la santidad y ejercer el apostolado en el lugar que ocupan en la sociedad, en el sitio en que Dios los ha puesto. De ahí que, lejos de quedar eximidos de la obligación de trabajar, ese deber común a todos los hombres está reforzado por un nuevo título. Como afirmó nuestro Padre desde el 2 de octubre de 1928, el trabajo profesional es -e importa en gran manera decirlo muy claramente- modo y camino de santidad, realidad santificable y santificadora (10).

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El ejercicio de la profesión constituye uno de los medios más importantes de santificación, uno de los modos más eficaces para ajustaros a la Voluntad divina y merecer el Cielo (11). Por eso, el cristiano no puede enterrar -como el siervo de la parábola evangélica- el talento natural que ha recibido. El Señor nos ha dejado en depósito unos bienes: ha dado a uno cinco talentos, a otro dos y uno sólo a otro; a cada uno según su capacidad (12). Y cada uno ha de santificarse negociando con esos talentos que se le han confiado, si quiere recibir la alabanza del Señor: muy bien, siervo bueno y fiel (13).

No sólo esto. Enseña el Magisterio de la Iglesia que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente, laborando con sus propias manos en Nazaret (14). Jesús mismo, que era conocido como el artesano, hijo de María (15), nos ha dado ejemplo en este sentido. Emplea casi toda su vida en la tierra en un trabajo manual, siempre el mismo, y sin brillo. Para quienes no sepan ver el valor del trabajo -del trabajo útil, para ganarse el pan-, la vida de Cristo será escándalo o necedad.

La vida oculta de Jesús constituye un ideal que todo cristiano puede y debe imitar. No me explico -exclamaba nuestro Padre- que te llames cristiano y tengas esa vida de vago inútil. -¿Olvidas la vida de trabajo de Cristo? (16). El trabajo que Nuestro Señor desarrolló en Nazaret es el modelo acabado de cómo debe ejercitar su profesión un cristiano, para que sea verdaderamente camino de santidad. Escribió nuestro Padre que en manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación (17).

El trabajo debería haber sido una tarea fácil y placentera; pero cuando el primer hombre, Adán, desobedeció, Dios le expulsó del Paraí-

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so terrenal y sonaron las palabras severas, que explican el carácter penoso del trabajo: comerás el pan con el sudor de tu rostro (18). Desde entonces, el trabajo supone -lo sabemos bien, porque es tina experiencia vivida cada día- esfuerzo y, por tanto, cansancio y ,fatiga: es, sin embargo, evidente que nos proporciona una constante ocasión para sentirnos más cerca de Cristo que cargó sobre sí nuestros dolores (Isai. LIII, 4) (19).

Esas dificultades de la tarea profesional bien hecha, el sudor y la fatiga que necesariamente lleva consigo el trabajo en la condición presente de la humanidad, brindan al cristiano y a todo hombre, llamado a seguir a Cristo, la posibilidad de participar con amor en la obra que Cristo ha venido a cumplir (cfr. Ioann. XVII, 4). Esta obra de salvación se ha cumplido por medio del sufrimiento y de la muerte en la Cruz. Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre colabora de algún modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad, y se demuestra verdadero discípulo de Cristo cuando lleva su cruz cada día (cfr. Luc. IX, 23) en la actividad que debe realizar (20).

Además, el cristiano siente el imperativo de restaurarlo todo en Cristo: Jesús nos urge. Quiere que se le alce de nuevo, no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas, para atraer a sí todas las cosas (cfr. Ioann. XII, .32) (21). Hay que cristianizar las instituciones de los pueblos, la ciencia, la cultura, la civilización, la política, el arte, las relaciones sociales. Y para establecer en todo el Reino de Dios, es preciso que en todas las actividades humanas haya hijos de Dios que, identificados con Cristo, realicen con la mayor perfección posible su trabajo y lo ofrezcan por Cristo, con Cristo y en Cristo (22) a Dios Padre, en sacrificio de adoración, de acción de gracias, de expiación y de petición por todas las almas.

En aquellas palabras de la Escritura -cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí (23)-, nuestro Padre captó de un modo

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nuevo la Voluntad de Dios para muchos cristianos, y específicamente para sus hijos en el Opus Dei. Lo entendí perfectamente. El Señor nos decía: si vosotros me ponéis en la entraña de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño..., entonces omnia traham ad meipsum! ¡Mi reino entre vosotros será una realidad! (24).

De este modo, por lo mismo que el trabajo profesional es camino para alcanzar la santidad en medio del mundo, lo es también para ejercer el apostolado. Por otra parte, hoy más que nunca, por la configuración peculiar de la sociedad, es el trabajo uno de los medios más importantes con que cuentan los hombres para relacionarse entre sí, y consiguientemente para atraer otras personas a la fe cristiana y a la santidad de vida. Nos lo señalaba nuestro Padre, cuando escribía: el trabajo profesional -sea el que sea- se convierte en un candelero que ilumina a vuestros colegas y amigos. Por eso suelo repetir a los alce se incorporan al Opus Dei, y mi afirmación vale para todos los que me escucháis: ¡qué me importa que me digan que fulanito es buen hijo mío -un buen cristiano-, pero un mal zapatero! Si no se esfuerza en aprender bien su oficio, o en ejecutarlo con esmero, no podrá santificarlo ni ofrecérselo al Señor; y la santificación del trabajo ordinario constituye como el quicio de la verdadera espiritualidad para los que -inmersos en las realidades temporales- estamos decididos a tratar a Dios (25).

Medio específico de santidad

Para hacer asequible a todas las almas la búsqueda de la santidad y el ejercicio del apostolado en medio del mundo, ha suscitado el Señor su Obra, que es operatio Dei, trabajo de Dios. Porque el Opus Dei agrupa en su seno a cristianos de todas las clases, hombres .y mujeres, célibes y casados, que estando en medio del mundo -pues son seglares corrientes- aspiran, por vocación divina, a la perfección cristiana y a llevar la luz de

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Cristo a los demás hombres dentro de su propio ambiente, mediante la santificación del trabajo ordinario (26) Aún más: toda la espiritualidad del Opus Dei se apoya, como la puerta en el quicio, en el trabajo profesional ejercido en medio del mundo. Sin vocación profesional, no se puede venir al Opus Dei: faltaría la misma materia que hay que santificar y con la que tenemos que santificar.

El Señor nos ha dado a cada uno cualidades y aptitudes concretas, unas determinadas aficiones; a través de los diversos sucesos de vuestra vida se ha ido perfilando vuestra personalidad y habéis visto, como más propio, un cierto campo de actividades. Al trabajar después en ese campo concreto, se ha configurado progresivamente vuestra mentalidad, adquiriendo las características peculiares de ese oficio o profesión.

Todo eso -vuestra vocación profesional- habéis de conservarlo, puesto que es cosa que pertenece también a vuestra vocación a la santidad. Os he dicho mil veces que la vocación humana es una parte, y una parte importante, de nuestra vocación divina, porque nuestra vida puede resumirse diciendo que hemos de santificar la profesión, santificarnos en la profesión, y santificar con la profesión (27).

El trabajo profesional es, para el cristiano corriente, camino de santidad. Lo que hacen todos los hombres, será ocasión de mérito sobrenatural, sin más que realizarlo en gracia de Dios y por amor de Dios, con rectitud de intención. Date al trabajo de la agricultura, si eres labrador -explica un antiguo escritor eclesiástico-; y mientras cultivas los campos, conoce a Dios. Navega, tú que te dedicas a la navegación; pero no sin antes invocar al que gobierna los cielos (28). O, más precisamente, con palabras de nuestro Padre: pon un motivo sobrenatural a tu ordinaria labor profesional, y habrás santificado el trabajo (29).

Otra vez, como en la vida de los Apóstoles y de los primeros cristianos, vuelve a ser el ejercicio de la profesión arma eficacísima de santidad y de apostolado, reconocida y bendecida por la Iglesia. Es preciso, pues, que esta espiritualidad cristiana del trabajo llegue a ser patrimo-

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nio común de todos. Es preciso que, especialmente en la época actual, la espiritualidad del trabajo demuestre aquella madurez que viene exigida por las angustias y preocupaciones de la mentes y los corazones (30).

La necesidad de adquirir prestigio profesional no debe enmascarar nunca fines egoístas: hay que realizar el trabajo con rectitud de intención. Y esto tiene unas manifestaciones bien definidas, que han de ser objeto de examen y de propósitos de mejora, para purificar constantemente la vocación profesional y acrisolar la entrega. Que todos; los jóvenes y los mayores -escribe nuestro Padre-, consideren con frecuencia la intención con que realizan su trabajo, teniendo presente que son manifestaciones de falta de rectitud de intención: moverse por motivos humanos, no cuidar los detalles pequeños, desatender la vida de familia o los encargos apostólicos, no aprovechar su trabajo profesional –prestigioso o no-, para hacer una honda labor de apostolado (31).

El peligro de la "profesionalitis"

Amamos nuestra profesión, que la gracia de Dios ha elevado a una categoría superior, haciéndola medio de santidad y de apostolado. Si no perdemos este punto de vista, sabremos reaccionar con prontitud y alegría ante exigencias de nuestra entrega a Dios que, en ocasiones, podrían verse como limitaciones injustificadas, que obligan a torcer el rumbo que quizá había tomado o estaba a punto de tomar nuestra vida profesional.

La vocación profesional es algo que se va concretando a lo largo de la vida: no pocas veces el que empezó unos estudios, descubre luego que está mejor dotado para otras tareas, y se dedica a ellas; o acaba especializándose en un campo distinto del que previó al principio; o encuentra, ya en pleno ejercicio de la profesión que eligió, un nuevo trabajo que le permite mejorar la posición social de los suyos, o contribuir más eficazmente

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al bien de la colectividad; o se ve obligado, por razones de salud, a cambiar de ambiente y de ocupación.

El que era médico acaba siendo negociante; el que era obrero, dirigiendo un pequeño taller; el que era campesino, trasladándose a la ciudad y empleándose en una fábrica; el que era abogado, administrando las fincas que heredó de sus padres o dirigiendo una banca.

Hijas e hijos míos, -escribe nuestro Padre-, con vosotros sucede igual: sois uno más -iguales a vuestros colegas del mundo-, y vuestra vida está sometida a las mismas reglas que las de los otros. Y es esa vida, con todos los cambios que puedan traer consigo las diversas circunstancias en las que os encontréis, la que habéis de santificar (32).

Para enseñarnos a reaccionar sobrenaturalmente, si alguna vez se presentara en nuestra vida el peligro de valorar desmesuradamente la profesión, desvinculándola de su dimensión divina, nuestro Fundador nos ponía un ejemplo muy gráfico. Todos hemos oído hablar -nos decía- de aquellas barcas llenas de objetos preciosos, que, ante el peligro de ir a pique, se salvaban porque la tripulación arrojaba al mar todos los tesoros, todas las joyas que transportaban. Si un día -no tiene por qué suceder, y no sucede cuando hay talento y humildad-, si un día –digo- os pareciera ver una oposición, en la labor profesional, entre la libertad y la vocación, es la hora de tomar ejemplo de los marineros y echar por la borda todo lo que estorba, y decir al Señor: ecce ego quia vocasti me (I Reg. III, 6), aquí estoy porque me has llamado; ut iumentum (Ps. LXXII, 23), como un borrico de Dios.

Entonces nos damos cuenta de que tenemos más libertad que nunca, y somos más felices. Además -os lo aseguro- no se pierde el bagaje; se recupera, al calmarse el mar revuelto de las propias pasiones, cuando se tiene un poco de formación y se habla con sinceridad: ut iumentum!, haremos lo que sea, con la docilidad, con la humildad, con la perseverancia y con la sabiduría del borrico.

No se pierde, repito, la vocación profesional, porque -una vez purificada la intención- vuelve a verse en un orden superior, mejor que nunca:

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es siempre áncora, siempre anzuelo, medio de santificación personal y medio de apostolado: y comprendemos con luz clara la unidad divina entre nuestro trabajo humano y nuestra labor apostólica, que -sin esa unión- haría imposible, ineficaz, nuestra dedicación a Dios en el mundo, en nuestro estado y en nuestra profesión u oficio (33).

El peligro puede presentarse, en ocasiones, en forma de activismo o de profesionalitis. Esas dos enfermedades tienen un tratamiento único: piedad, vida interior, aumento de trato con el Señor. Con la misma fuerza con que antes os invitaba a trabajar, y a trabajar bien, sin miedo al cansancio -escribió nuestro Fundador-; con esa misma insistencia, os invito ahora a tener vida interior. Nunca me cansaré de repetirlo: nuestras Normas de piedad, nuestra oración, son lo primero. Sin la lucha ascética, nuestra vida no valdría nada, seríamos ineficaces, ovejas sin pastor, ciegos que guían a otros ciegos (cfr. Matth. IX, 36; XV, 14).

Hijas e hijos míos, si alguna vez el trabajo -aun disfrazado de celo apostólico- os impidiese cumplir con amorosa fidelidad las Normas de nuestro plan de vida, ya no estaríais haciendo el Opus Dei: lo vuestro entonces sería obra del demonio, opus diaboli (...).

Hemos de encontrar nuestro alimento en la Misa, que es el centro de nuestra vida interior, en el encuentro con Cristo en el Evangelio y en la Sagrada Eucaristía, en la confianza amorosa con María Santísima, en la docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo, en el trato filial con nuestro Padre Dios. En una palabra: en el cumplimiento de nuestras Normas de vida, con el espíritu peculiar de la Obra (34).

Entregar la profesión

Hemos de ver la profesión en la perspectiva de las necesidades apostólicas. Como explicaba nuestro Fundador, de la misma manera que el padre de familia, al considerar su trabajo, piensa no sólo en sus

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aficiones personales, sino en el bien de sus hijos; de esa misma manera vosotros no debéis perder de vista el bien del apostolado. No es contrario a vuestra vocación profesional, y es muestra de buen espíritu, si ante diversas posibilidades igualmente libres, escogéis aquella en la que se os presenta ocasión de hacer una tarea espiritual más fecunda (35).

También podría suceder que en algún caso -por un tiempo, o definitivamente- se nos propusiera abandonar la profesión que con tanto cariño cultivábamos, para dedicarnos de lleno a una labor interna. Hablando de la entrega específica de los Numerarios y Agregados, nuestro Fundador comentó muchas veces: todos los Numerarios y los Agregados han de estar dispuestos a abandonar la labor profesional más floreciente, para dedicarse a las tareas más humildes, si así lo dispusieran los Directores. Pongamos un ejemplo.

Si un hijo mío, químico, tiene una probeta en la mano, y con sólo echar tres gotas va a inventar la piedra filosofal; si en aquel mismo momento le encomiendan otro trabajo, ese hijo mío, si tiene mi espíritu, razonará y, si -a pesar de todo- le indican que deje la primera tarea, abandonará la probeta y se irá inmediatamente a esa nueva ocupación, para toda la vida si fuera preciso.

Y no inventa la piedra filosofal, porque ha descubierto la piedra filosofal del amor de Dios, porque ha descubierto la santidad. Pedid conmigo, al Señor, que seamos fieles, que tengamos siempre rectitud de intención, y afán verdaderamente apostólico (36).

Si alguna vez se presenta la necesidad de cambiar de profesión por motivos apostólicos, no debemos pensar que nos quedamos sin vocación profesional, o que realizamos algo extraordinario. Hijas e hijos míos, no lo olvidéis: si es verdad que la vocación profesional es parte de nuestra vocación divina, lo es en tanto en cuanto el trabajo profesional -intelectual o manual- es medio para nuestro apostolado y para nuestra santificación: para servir a Dios, para servir a todas las almas por Dios. Si en algún momento la vocación profesional supone un obstáculo, enton-

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ces se echa a rodar, porque ha dejado de ser medio; si absorbe de tal modo que dificulta o impide la vida interior o el fiel cumplimiento de los deberes de estado; si no es anzuelo que atraiga a las gentes, no me interesa y no es parte de la vocación divina, porque ya no es vocación profesional, sino vocación diabólica. En tanto en cuanto es medio para santificarnos y para santificar a los demás, he dicho, la vocación profesional es parte de nuestra vocación divina (37).

Todo en nuestra vida se dirige a este fin. Los medios, por muy nobles y aun indispensables que sean, dejan de ser buenos cuando no sirven para el fin que les da sentido. Por eso, cuando el ejercicio de la profesión, por cualquier causa, dejase de servir a nuestra santidad, habría perdido toda su razón de ser.

Pero, en esos casos, ¿no estamos acaso enterrando nuestro talento, como el siervo perezoso de la parábola? Aquí tenemos la respuesta de nuestro Padre: piensa, hijo mío, qué grato es a Dios Nuestro Señor el incienso que se quema en su honor. Piensa en lo poco que valen las cosas de la tierra, que apenas empiezan y ya se acaban. Piensa que todos los hombres somos nada: pulvis es, et in pulverem reverteris (Feria IV Cinerum, Ant.); volveremos a ser como el polvo del camino. Pero lo extraordinario es que, a pesar de eso, no vivimos para la tierra ni para nuestra honra, sino para la honra de Dios, para la gloria de Dios, para el servicio de Dios. ¡Esto es lo que nos mueve! (38).

Sacrificadas a Dios generosamente aquellas ilusiones -que tal vez fueran demasiado humanas, si mucho dudásemos en entregarlas-, nos emplearemos en el nuevo trabajo, que la Voluntad de Dios nos señala, con amor, con abnegación, apasionadamente, porque nos apasiona ser­vir a Dios, como El quiera ser servido. Y no perdemos por eso la vocación profesional, que subsiste íntegra -perfectamente engarzada en la obediencia- en esa nueva ocupación que pasa a ser nuestro trabajo profesional, en el que ponemos todo nuestro empeño, hasta que el Señor disponga otra cosa.

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(1) Genes. II, 4-5.

(2) Genes, II, 15.

(3) De nuestro Padre, Carta, 15-X-1948, n. 3.

(4) Juan Pablo II, Litt. enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, n. 6.

(5) Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 67.

(6) Eccli. XXXIII, 29.

(7) Camino, n. 357.

(8) Amigos de Dios, nn. 58 y 60.

(9) Ioann. XVII, 15.

(10) De nuestro Padre, Carta, 15-X-1948, n. 4.

(11) Pío XII, Alloc. 25-IV-1950.

(12) Matth. XXV, 15.

(13) Matth. XXV, 21.

(14) Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 67.

(15) Marc. VI, 3.

(16) Camino, n. 356.

(17) De nuestro Padre, Carta, 15-X-1948, n. 3.

(18) Genes. III, 19.

(19) De nuestro Padre, Carta, 15-X-1948, n. 4.

(20) Juan Pablo II, Litt. enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, n. 27.

(21) De nuestro Padre, Instrucción, 1-IV-1934, n. 1.

(22) Ordo Missae, Canon Romano.

(23) Ioann. XII, 32.

(24) De nuestro Padre, Meditación, 27-X-1963.

(25) Amigos de Dios, n. 61.

(26) De nuestro Padre, Crónica III-60, p. 9.

(27) De nuestro Padre, Carta, 15-X-1948, n. 6.

(28) Clemente Alejandrino, Protrepticus X.

(29) Camino, n. 359.

(30) Juan Pablo II, Litt. enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, n. 25.

(31) De nuestro Padre, Carta, 15-X-1948, n. 19.

(32) De nuestro Padre, Carta, 15-X-1948, nn. 33-34.

(33) De nuestro Padre, Carta, 15-X-1948, n. 8.

(34) De nuestro Padre, Carta, 15-X-1948, n. 21.

(35) De nuestro Padre, Carta, 15-X-1948, n. 34.

(36) De nuestro Padre, Carta, 15-X-1948, n. 36.

(37) De nuestro Padre, Carta, 15-X-1948, n. 7.

(38) De nuestro Padre, Meditación Vivir para la gloria de Dios, 21-XI-1954.