Crecer para adentro/Militia est vita...

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MILITIA EST VITA... (21-VI-1937)

J. M. Escrivá, fundador del Opus Dei


Militia est vita hominis super terram (111), la vida del hombre sobre la tierra es lucha. ¡Ay del que no lucha! El que no lucha, no vive. Porque siempre hay en nosotros algo malo que suprimir o, por lo menos, una ausencia de bien que tenemos el deber de adquirir, a costa de los combates que sean.

La vida es lucha. En esa pelea abundan victorias y derrotas. De estas últimas, ¡cuántas he sufrido, qué grandes y numerosas! ¡Cómo me avergüenzo de cada una! Pero no quiero que a esta vergüenza se mezcle el despecho o la tristeza. La tristeza de ser vencido es hija de la soberbia. La soberbia es la que nos hace formar un concepto elevado de nuestra excelencia y la que nos hace exclamar ante la derrota: ¡parece mentira que esto me suceda a mí! ¿Por qué ha de ser extraño que flaqueemos hasta en lo que parece más fácil y pequeño? Nunca sabremos suficientemente cuán enorme es nuestra miseria, qué incapaces somos -sin la ayuda de Dios- de realizar el menor bien. Nunca acabamos de aceptar y reconocer que somos la misma debilidad, la misma ignorancia y que, sin el amparo de Dios, damos de lleno enseguida en el egoísmo, en la necedad, en el error. ¿Por qué no convencernos efectivamente de que somos una pura miseria, capaces de todos los pecados, inclinados constantemente al mal y al error? ¿Por qué no vamos a pedir a Dios, así humillados, que sea Él nuestra luz y nuestra fuerza?

Tristeza en las derrotas, ¿por qué? Turbarse porque hemos sido vencidos una vez más, ¿por qué? ¿Acaso desconocemos que esto es muy propio de nosotros, que es lo natural en nuestra ruindad? Humillémonos, pidamos perdón a nuestro Dios y abandonémonos en Él para que, luchando con nosotros, seamos triunfadores en la próxima ocasión. Por este camino de fe y de confianza plena en Él, y de olvido y desprecio de nosotros mismos, llegaremos a gloriarnos en nuestras derrotas. Sí, nos alegraremos de haber palpado nuevamente nuestra debilidad y nuestra incapacidad, admiraremos el poder de Dios, y le daremos gracias por su protección.

Ésta es, muy a menudo, la causa de nuestros fracasos: la soberbia. Nos lanzamos a combatir, sin contar con Dios, fiados sólo de nuestras propias fuerzas. Es lógico, entonces, que la derrota venga a traernos a la realidad, a recordarnos que sin Él nada somos ni nada podemos. No nos olvidemos nunca de pensar, en las batallas contra nuestros enemigos, que nuestra fortaleza es prestada. Pidamos esa fortaleza y, escudados en Dios, llenos del vigor que Él depositará en nosotros, cumplamos sin la menor vacilación su Voluntad. No ha de ser confundida nuestra esperanza, si -poniendo nuestro esfuerzo en la pelea- sólo confiamos en el poder del Señor.

Hay, sin embargo, quien después de haber implorado la ayuda de Dios y puesto su coraje y sus fuerzas en el combate, es vencido una y otra vez. Algunos terminan, después de sucesivas derrotas, por desanimarse, y se sienten invadidos por el deseo de no afrontar la pelea. ¿Es que Dios no tiene calculado hasta el último grado de resistencia y fuerza de nuestros músculos? ¿Es que no nos conoce plenamente? Luchemos, pues, llenos de perseverancia y de confianza, sin desalentarnos por no poder desarraigar de nosotros tal defecto o acostumbramos a la práctica de tal virtud, sabiendo que Dios no permitirá que nuestras fuerzas se agoten sin lograr lo que sólo por su gloria emprendimos. ¿Acaso cuando estamos más desalentados, no vamos ya alcanzando la victoria? Si hemos respondido a la prueba, que quería contrastar nuestra paciencia o nuestra esperanza, y nos hemos esforzado lo que podíamos, el triunfo, sin duda, se acerca ya a nuestras manos.

La vida es lucha. Militia est vira hominis super terram (112). Pero, insisto, esta lucha debe ser continua. Si no nos la presenta el enemigo, presentémosla nosotros. Si no distinguimos qué hemos de combatir en nosotros, examinémonos con mayor detenimiento y cuidado. Recojámonos profundamente en nosotros mismos. Acudamos así, alerta, al encuentro del enemigo, dispuestos a provocarle y a reñir con él en cuanto lo percibamos. No aceptemos la inacción; mientras vivamos, el enemigo de nuestra alma nos acecha.

Pero, además, estamos llenos de defectos que es necesario extirpar, y carentes de virtudes que es preciso adquirir. Busquemos en qué es necesario violentarse, qué es lo que hay que suprimir, qué es preciso hacer arraigar. ¿Qué debe ser nuestra existencia sino un sacrificio y un esfuerzo constantes para realizar la Voluntad de Dios, para darle alegría y gloria, con una perfección buscada a costa de mortificación y trabajo? Luchemos, luchemos siempre, con humildad, con perseverancia, con ánimo; luchemos, sabiéndonos hijos de Dios, que esta conciencia adquirimos de manera especial al llegar a la Obra. Luchemos, manteniendo en nosotros el gaudium cum pace, sin turbarnos, sin inquietarnos por fracasos y por reveses.

No olvidemos tampoco, en esta pelea, lo que pudiéramos llamar punto de vista estratégico. ¿Está planteado el combate en el campo que a nosotros nos conviene? ¿No nos hemos dejado arrastrar a un terreno en el que el enemigo tiene todas las ventajas? ¿No podemos presentar la batalla a nuestro contrario, en un flanco que le obligue a abandonar el frente donde nos ataca, y donde ya nos sentimos agotados?

Pero de nada vale nuestro cuidado, si no contamos con Dios. Lo primero, casi lo único, es su ayuda. Pidámosle el gaudium cum pace para todas nuestras peleas. Supliquémosle que nos conceda gracia, fuerza, paciencia y humildad para que, conociéndonos, confiemos sólo en Él. Y recojámonos, finalmente, para que -contempladas nuestras necesidades- formemos nuestros propósitos concretos.


(111). Job 7,1.

(112). Job 7, 1.