Crecer para adentro/Confusionismo

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CONFUSIONISMO (15-V-1937)

J. M. Escrivá, fundador del Opus Dei


1) Confusionismo vale tanto como enturbiamiento, como roce con la mentira; a veces, es la identificación con la mentira misma. El confusionismo en las ideas es la mezcla, más o menos patente, del error con la verdad; y la verdad no puede sino salir perdiendo en su contacto con el error. La mentira y la verdad mezcladas traen como consecuencia que la primera, aureolada con el prestigio de la segunda, se propague en el ánimo más fácilmente y se adueñe de él sin resistencia, mientras la verdad aparece desprestigiada, manchada por su contagio con el error. En un círculo de personas enfermas y sanas, nada podrán salir ganando estas últimas; si acaso, aumentarán la virulencia y el peligro de la enfermedad. Se impone, pues, depurar y aclarar las ideas en todos los órdenes en que haya entrado la desorientación.

El mundo está ahora, como nunca, atacado de este mal. Confusionismo de ideas tiene aquel que hace vida de burdel y vida de iglesia; confusionismo de ideas es el del estudiante que frecuenta la Comunión y vive olvidado del estudio y del trabajo; confusionismo el de aquéllos que se llaman caballeros cristianos y que, en el cumplimiento de sus deberes profesionales, prescinden de Jesucristo.

No en lo esencial, no en lo fundamental, pero sí en pequeños detalles, en ocasiones de poca monta, en apariencia, ¿no padeceremos nosotros también este confusionismo de ideas? Es difícil puntualizar, pero cada uno puede aplicar su inteligencia -como se aplica al estudio de otro negocio cualquiera-, para ver si descubre algo en su vida. Que cada uno indague y, si nada encuentra en un primer examen, insista con más detenimiento; si aun así no halla nada, busque en su pasado esas tinieblas; si ha salido de esa oscuridad, dé gracias a Dios de corazón y pídale su luz y su ayuda para siempre.


2) Confusionismo en el corazón. Hay personas que parecen llevar su corazón en la mano y ofrecerlo a todo el que pasa, como diciendo: ¿Quién lo quiere? (48). Al hablar así, pienso en tantos jóvenes que se figuran estar sirviendo a Jesucristo, porque pertenecen a esta y a la otra entidad, todas muy buenas, pero, en realidad, nada hacen ellos de provecho. Llevan su corazón al descubierto, como en un escaparate, para que todos lo vean y lo posean. Cabría decirles: ¡no puedes comportarte así! ¿Adónde irás a parar con esa sensiblería loca, con esa poesía necia y ñoña que mueve a risa? ¿No es tu corazón de Jesucristo? Pues ciérralo bien, consérvalo sólo para Él, firmemente guardado con siete cerrojos (49). ¿O acaso piensas darle a Dios el corazón sólo cuando los otros lo hayan gastado y pisoteado y despreciado? No, pon una guardia firme en tu corazón. ¡Es tan pegadizo! Aun teniéndolo sojuzgado, ¡cuántas veces trata de librarse del yugo impuesto, para asirse a todo lo que encuentra! Vigilemos sus movimientos y comprobemos si van o no de acuerdo con el querer del Corazón de Cristo.

¡Cuánto hay que rectificar en la conducta diaria! Esos atolondramientos; esos chistes, más o menos graciosos, con puntos y ribetes de bellaquería; ese hablar con exceso; esas comidas destempladas, esas ocupaciones a las que se va para satisfacer la sensualidad...

¿Qué hacer para mantener sumiso al enemigo, para estar seguros frente a los ataques de las tres concupiscencias: la soberbia, la avaricia y la carne (50)? Pues entretengámosle con pequeños combates lejos de los muros capitales de la fortaleza. Presentémosle escaramuzas en pequeños detalles: en la lengua, en la vista, en el trabajo, en el trato con los demás; descendamos al pormenor y cuidemos así de aplastar al enemigo. Seremos cien veces derrotados, pero ¿qué importa? Cada derrota nos enardecerá para la pelea siguiente. Además, ninguna de estas batallas, si planteamos la lucha en terreno tan distante de la fortaleza central que defiende nuestro corazón, permitirá al adversario atacar sus muros. Y si, por permisión de Dios, en algún momento llegase hasta ahí su embestida, agotado por las continuas y anteriores peleas, sería tan débil que, a pesar de nuestra flaqueza, sería vencido fácilmente (51).

Desorientación en el corazón y en la conducta; por no evitarla, se explica la inconstancia de tantas personas. Cavan y arrojan la tierra, empiezan su camino y, cuando se habían ya encaramado en alguna cordillera, fatigados, lo dejan de repente y se lanzan al abismo. Los meses, quizá los años, de trabajo han sido estériles; no se rectificó la intención, no se colocó bajo la ayuda luminosa de Dios el esfuerzo personal: era un camino que no conducía a ninguna parte. El remedio hubiera sido seguro, la vuelta atrás posible, si -reconociendo nuestra miseria personal y nuestra absoluta incapacidad- nos hubiésemos echado en brazos de Dios, para ser amparados en nuestras firmes decisiones por su piedad y su poder.


3) ¿Remedio para todo esto? No puede haber otro que el examen diario de nuestros pensamientos, de nuestras intenciones, de nuestro comportamiento, de las causas y efectos de nuestros actos; el examen concienzudo de nuestra vida exterior e interior, analizando, doliéndose, rectificando. Supliquemos a Dios que nos otorgue el don de vernos tal cual somos, y procuremos la intercesión de Nuestra Señora y del Ángel Custodio.

Yo pido desde aquí al Señor para nosotros, para todos los que más tarde estén a nuestro lado, que nos muestre el camino rectilíneo, la senda clara sin desviación posible, la verdad escueta y pura, desnuda de todo error y de toda oscuridad. ¡Qué difícil es no extraviarse, qué costoso resulta afanarse siempre en el camino recto! El error se rechaza enseguida cuando se nos presenta descaradamente, y al mal se le vence con facilidad cuando nos presenta sin velos su rostro repugnante; pero cuando el error viste ropajes de verdad, y el mal se disfraza con apariencias de bien, ¡con qué facilidad se insinúan en nosotros hasta arrastrarnos fuera de nuestro camino! ¡Cuántos descaminos por haber seguido el impulso del corazón, la indicación de la inteligencia, seducidos y engañados por el enemigo que adoptaba actitudes y proponía planes a primera vista inmejorables! Por eso resulta necesario el examen de conciencia detenido, con la razón que se aplica intensamente a la busca y al análisis, ayudada sobrenaturalmente por Dios. Exámenes, si hace falta, acompañados de una consulta a quien pueda guiaros, enseñaros y mostraros lo que vosotros solos no lográis percibir.

Una vez descubierto el mal, hay que ponerse en manos del médico para curarse. Con la misma sencillez, desprovista de toda falsa vergüenza, con que el que se reconoce presa de una enfermedad -por delicada e íntima que parezca- se entrega en manos del médico para su curación; así debéis vosotros acudir a quien tenga misión de remediaros: a mí, mientras no os falte. El médico os dirá o no el diagnóstico, según convenga; os pondrá un tratamiento, y vosotros deberéis seguido escrupulosamente. De seguro que antes, con unas preguntas que su experiencia le dictará, conocerá la raíz y la extensión de vuestro mal. Abandonaos, pues, a su dirección con confianza y humildad.

En cuanto se ha aplicado el remedio y enderezado el camino, ¡qué satisfacción, qué plenitud de recobramiento en Dios! ¡Qué seguridad, acompañada de conocimiento de la propia miseria, para no desviarse de la senda cristiana que Él nos ha trazado! Y tras el propósito de eliminar tanta actuación vana, tanto pensamiento inútil, tanta intención dudosa, ¡qué paz y qué confianza!, ¡qué agradecimiento a Dios que nos ha librado, luego de comprobar -tras del examen sincero y a fondo- que estábamos al borde del abismo y que sólo su misericordia nos ha salvado de caer, y nos ha dado la luz cuando más la necesitábamos! El alma se vuelca afectivamente en Dios, llena de reconocimiento y de seguridad de no volver atrás; no se verá fallida, si va acompañada por el convencimiento de la propia flaqueza y el aliento firme de la ayuda de Dios.

Y ahora un coloquio con Nuestra Señora y con el Ángel Custodio, para terminar con la acción de gracias.


(48). Cfr. Camino, n. 146.

(49). Cfr. Camino, n. 188.

(50). Cfr. 1 Jn 2, 16.

(51). Cfr. Camino, n. 307.