Control sobre el propio destino

Por E.B.E., 18/07/2014


«Hijo mío, convéncete de ahora para siempre, convéncete de que salir de la barca es la muerte. Y de que, para estar en la barca, se necesita rendir el juicio. Es necesaria una honda labor de humildad: entregarse, quemarse, hacerse holocausto» (Escrivá, Meditaciones, IV, pág. 84 y ss. 1987).

Uno de los efectos más dañinos que se puede sufrir en el Opus Dei, especialmente entre los miembros célibes, es la pérdida del control sobre la propia vida. Difícil es explicarlo para quien no haya estado allí dentro. El proceso es un desnudamiento, progresivo que tiene como término el conocido “holocausto del yo”.

En términos prácticos, el proceso lleva a la desposesión de todo lo personal...

Si bien cualquier acto de entrega significa una cierta pérdida de control, no implica la pérdida completa de dicho control. Entregar significa confiar. Entregarse a otro, confiándose a otro. Entregarle a otro una parte de lo que poseemos (por ejemplo en el campo financiero). Pero ni siquiera en las relaciones interpersonales (matrimonio) la entrega es “total”, en el sentido de perder total dominio sobre sí mismo para cedérselo a la otra parte. Sería imposible (salvo que una de las partes fuera superior a la otra) y sería alienante (una de las partes dominaría sobre la otra).

«Esta entrega, esta comprensión, esta caridad, olvidándonos de nuestros derechos, nos hace ceder en todo lo que sea nuestro»(Escrivá, Meditaciones, III, pág. 680).

El Opus Dei presenta la “entrega total” como ceder “en todo lo nuestro” para entregárselo a Dios, quien –según el Opus Dei- a su vez “delega”, la administración de todo lo entregado a Él, en manos del Opus Dei. Es decir, se le entrega todo al Opus Dei.

Es un ámbito muy peligroso el que plantea el Opus Dei: lejos de fortalecer a las personas, las deja vulnerables, a merced de la voluntad de los directores. Entregarse, en sentido estricto, supone un acto de dominio sobre sí mismo. El Opus Dei, en cambio, plantea lo contrario: la renuncia a todo dominio de sí mismo, para ceder dicho control en manos de los superiores, y de esta manera “dejar hacer”:

«Que nuestra respuesta sea: ¡me dejaré conocer mejor, guiar más, pulir, hacer! Que nunca, por soberbia, (…); que no tenga en más aprecio mi propio criterio —que no puede ser certero, porque nadie es buen juez en causa propia— que el juicio de los Directores» (Escrivá, Meditación El talento de hablar, abril de 1972).

Como el barro en manos del alfarero:

«debéis estar dispuestos a poneros en manos de los Directores, y dejaros dar forma sobrenatural como el barro en las manos del alfarero» (Escrivá, Meditación El talento de hablar, abril de 1972).

Esa entrega total es de tal magnitud que abarca incluso la capacidad de retomar el control sobre lo más importante que se entregó: el "yo". En términos prácticos, es como si no sólo se hubiera depositado en un banco todos los ahorros sino también la capacidad de extraer un solo peso de la cuenta. O sea, la entrega no es simplemente un acto de confianza y generosidad fuera de lo común, sino además un acto de desposesión, que va más allá de una entrega que se renueva todos los días y que puede revertirse. Es “quemar las naves”: para siempre, sin posibilidad de dar marcha atrás en nada. Lo de “renovar la entrega diariamente” no es más que un recurso poético, para dar lugar a la ilusión de que se tiene control sobre lo que, en realidad, se ha perdido para siempre.

En este contexto, recuperar el control sobre la propia vida siempre resultará violento. No necesariamente una violencia física (aunque puede suceder) sino más bien una violencia psicológica y moral, que se da en el ámbito de la intimidad y especialmente en el ámbito de la conciencia.

Mientras por afuera se puede parecer libre, por dentro se vive como en una cárcel.

La “entrega” a Dios, de esta manera, termina siendo una suerte de “condena”, sin tener en claro, para nada, cómo sucedió dicho proceso ni los motivos que justificarían tal desposesión personal.

A diferencia de una verdadera vocación religioso-conventual, donde la entrega es (o debería ser) consciente y renovada, voluntaria y periódicamente actualizada, en el caso del Opus Dei es un lento proceso de desposesión y que se termina viviendo –sintiendo, aunque tal vez sin plena conciencia- como una condena o carga moral imposible de rechazar. No se vive como algo que es para siempre (sentido positivo, como en el caso de los religiosos) sino más bien como algo que es inevitable, como una fatalidad (cfr. Los días contados). ¿Por qué?

Pues porque “fuera de la barca está la muerte”:

«Si te sales de la barca [del Opus Dei], caerás entre las olas del mar, irás a la muerte, perecerás anegado en el océano, y dejarás de estar con Cristo» (Escrivá, “Vivir para la Gloria de Dios”).

Adentro está el sometimiento, pero afuera está la desgracia en esta vida y la muerte eterna:

«Si alguien se descaminara, le quedaría un remordimiento tremendo: sería un desgraciado. Hasta esas cosas que dan a la gente una relativa felicidad, en una persona que abandona su vocación se hacen amargas como la hiel, agrias como el vinagre, repugnantes como el rejalgar» (Escrivá, “Meditaciones” III, pág. 389).

Esta es la situación angustiante que rodea y caracteriza a la “vocación al Opus Dei”. Se presenta como agradable, pero termina convirtiéndose en una situación al estilo “entre la espada y la pared”.

La ascética religioso-conventual, que Escrivá incorporó en el Opus Dei, pareciera tener dos objetivos muy claros: obediencia indiscutible (sometimiento a los directores) y desposesión personal (la entrega de todo al Opus Dei).




¿De dónde provenía, entonces, la alegría?

En primer lugar, habría que definir qué tipo de alegría. Pero más allá de todas las posibles definiciones, me refiero a que, si el panorama era así de angustiante, qué era lo que sostenía el ánimo de quienes pasábamos nuestros días dentro del Opus Dei.

Pienso que lo que sostenía el ánimo de todos, y no sólo lo sostenía sino lo impulsaba, era pensar que detrás de todo ello estaba Dios. El sacrificio –en este caso, la alienación personal- tenía sentido porque era algo que, supuestamente, pedía Dios y, aunque fuera incomprensible o angustiante no pocas veces, finalmente algún día nos daríamos cuenta de los grandes bienes que se habrían derivado de todo ese holocausto personal, llevado a cabo en las sombras.

Juntamente con ese elemento fundamental, también estaba el acompañamiento de tantos otros que se sacrificaban al mismo tiempo que lo hacía cada uno por su lado. Aunque estaban prohibidas las confidencias entre los miembros, ello no impedía sentir una cierta fraternidad, impulsada y sostenida por cada uno y por la fe en que todo aquello era divino.

No habría que olvidar algo central: Escrivá se presentaba como “el Padre”, como alguien que quería a los miembros del Opus Dei casi como Dios:

«Tampoco debemos olvidar los cuidados que recibimos de Dios, que nos quiere mucho más que todas las madres del mundo a sus hijos»(Escrivá, J.M., citado en “Meditaciones” VI, p. 51).
«Os quiero como todas las madres del mundo juntas: a todos igual, desde el primero hasta el último» (Escrivá, J.M., citado en “Meditaciones” V, p. 24.).

Escrivá se presentaba como el garante de que el Opus Dei era divino y de que cuidaría de los miembros del Opus Dei como nadie en el mundo los podría cuidar. Ante cualquier problema serio, se podría acudir al “Padre” directamente, por carta, o incluso personalmente: sería el mejor abogado, el mejor padre y no había nada que temer. Si éramos fieles –si nos vaciábamos hasta el holocausto-, la felicidad en esta vida estaba asegurada y luego vendría la felicidad eterna.

Los superiores provocaban ambos sentimientos: esperanza y alegría, al predicar y asegurar la divinidad del Opus Dei, y al mismo tiempo eran los agentes directos de la angustia, al impulsar el sacrificio y presionar para que cada uno se desposeyera de su propio yo y de todos sus bienes con el fin de lograr “la entrega total” a la institución.

Había alegría en la medida en que había esperanzas pero no conciencia de lo que estaba sucediendo en la vida de cada uno de los que se sometía a ese proceso de vaciamiento personal. Por eso, cada vez que alguien se marchaba, daba lugar a una situación doblemente angustiosa: implicaba que no había esperanza para él (fuera de la barca está la muerte) y al mismo tiempo hacía temblar las propias esperanzas sobre la divinidad del Opus Dei: ¿y si todo esto no era de Dios? ¿Y si todo este sacrificio había sido en vano?

Recuperar el control sobre la propia vida implicaba, ante todo, aceptar que aquel proceso de vaciamiento personal había sido en vano, o al menos, había llevado a un camino sin salida, del cual sólo se salía dando marcha atrás.



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