Una reflexión, cincuenta años después

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Por Carlos B., 23/02/2024


Vengo leyendo con frecuencia los testimonios de OpusLibros sobre la vida en el Opus Dei y, al final, me he decidido a aportar mi pequeña experiencia, con alguna reflexión, por si sirviera de algo. Fui numerario desde 1962 a 1974, llegué a hacer la fidelidad y tuve algunos cargos internos en diversos consejos locales. Mi impresión es que en aquellos años la Obra era mucho más joven que ahora y esa circunstancia servía para que en la vida de los centros todo fuese más llevadero y para no reparar en algunos defectos que el envejecimiento de la institución ha hecho bastante más evidentes…

Yo ahora soy un anciano, eso dicen los números, y aunque creo que mi vida en el Opus Dei no me ha causado daños irreversibles siempre he pensado en aquellos años como si fueran una época de decepción y de fracaso, aunque creo que han constituido una experiencia excepcional sobre ciertos aspectos de la vida humana que no es fácil entrever sin pasar por situaciones similares. Me fui pensando que aquella organización no era para mí y que había algo muy extraño en la cúpula, algo que no se acertaba a percibir con claridad cuando se estaba en la calle y no en las oficinas de la organización, donde imagino que no habría aguantado ni un trimestre. A mí, por ejemplo, la lectura de Camino que me encandilaba a los quince años empezó a resultarme insoportable bastante pronto y algo así me pasaba con la figura del fundador a quien pude escuchar en directo y con cierta intimidad algunas veces, lo que no siempre me dejó feliz sino algo nervioso y, en un par de ocasiones, muy escandalizado. Todo eso se ocultaba, sin embargo, bajo la capa de absoluto fervor y entusiasmo que todos compartían y a la que era difícil sustraerse.

Los textos posteriores del fundador me parecieron más maduros e interesantes, pero también pensaba que tenían algo de propaganda, que eran la retórica externa pero que lo que corría por dentro era cada vez más extravagante, por ejemplo la abierta sospecha de que la Iglesia, el Vaticano en especial, estaba cayendo en la herejía. Como yo aspiraba a ser un intelectual, las cosas que se decían en notas internas, las prohibiciones de leer libros “peligrosos”, por interesantes que fueran, los que estaban en el Índice y unos miles más que ellos añadían, o el bajo nivel de las enseñanzas internas (teología explicada a veces por auténticos mendrugos) me resultaban del todo incongruente con lo que proclamaba la teoría (la libertad y lo de la aristocracia de la inteligencia, por ejemplo) y recuerdo haber intentado sugerir a los directores que esas cosas no debieran consentirse porque (ese era mi argumento) darían muy mala imagen de la Obra cuando algunos la abandonasen.

Una vez me hicieron una corrección fraterna cuando yo señalé, me atreví a hacerlo por escrito, que lo que decía una nota crítica interna sobre cierto libro (firmada en aquel momento por el que hoy manda, F.O.B.) era sencillamente falso (cosa muy simple de comprobar, por otra parte) pero me dijeron que había pecado de soberbia.

Yo tuve la suerte de convivir en un momento clave con un Opus Dei relativamente liberal y de comprobar que, con las limitaciones que tanto se comentan, sí existía cariño y fraternidad entre los que convivíamos en la misma casa. He convivido en ocasiones con sacerdotes que iban completamente por libre en su vida y algunos otros numerarios que eran lo bastante peculiares, pero había directores que se las arreglaban para llevar aquello con un régimen bastante familiar y agradable, otros no, desde luego. También he vivido en alguna otra casa que me parecía tétrica, pero creo que todo eso se debía a la batalla que mantenían el fundador y sus secuaces con la Iglesia de la época, algo difícil de soportar para un católico normal que siempre había creído que se trataba de servir a la Iglesia no de combatirla, en especial si se hacía, además, con armas harto discutibles.

Tras dos o tres años de dudas me fui de la Obra sin problemas cuando comprendí que aquello no era para mí y que había inmensas contradicciones internas y un ambiente que se iba haciendo irrespirable, y que no tenía ninguna razón ni divina ni humana para soportarlo (mi salud se habría quebrado con probabilidad de no ser tan determinado). Se opusieron a mi salida con toda clase de argumentos, pero me fui sin mayor coste psicológico porque era todavía muy joven y, aunque eso me supuso muchas dificultades porque en mi profesión era muy alto el número de miembros del Opus Dei que, en la mayoría de los casos, me dieron la espalda, por decirlo de manera suave. En los últimos momentos yo recuerdo con nitidez que sentía miedo por ser de la Obra y creo que ese miedo era una señal interna de que estaba haciendo algo en lo que ya no creía y que no era capaz de soportar sin grave daño para mi conciencia individual.

La actitud de rechazo hacia los que nos habíamos ido era bastante intensa y desagradable, porque habías dejado años de tu vida en su compañía y no habías otra cosa que actuar con libertad, sin meterte con nadie ni dedicarte a encizañar; tengo la sensación de que, años después, esa actitud cambió, supongo que debido a las deserciones masivas que empezaron a sucederse, pero no sé si fue así o no. Después he podido mantener cierta amistad con alguno de aquellas personas con las que coincidí y que han seguido siendo de la Obra a los que, por cierto, siempre he visto bastante decepcionados. Recuerdo lo que me dijo un numerario muy conocido en la vida pública española “nosotros nacimos para tener capillas privadas y estar en las universidades públicas y ahora, en cambio, tenemos universidades privadas y capillas públicas”, su decepción era muy honda, desde luego, pero murió siendo de la Obra.

Cuando he pensado en qué juicio habría que hacer sobre el Opus Dei a partir de mis experiencias y de todo lo que ahora se está sabiendo y ocurriendo reconozco que me asalta la perplejidad. Mi opinión sobre el Opus Dei procuro que sea bastante matizada, pese a que sean evidentes las trampas y los chanchullos que han cometido. Me frena en la crítica radical y militante la certeza de que en todas partes cuecen habas, aunque lo del Opus Dei haya sido y esté siendo tremendo. Supongo que es imposible poner en píe una organización tan compleja sin hacer la clase de trampas que han hecho, pero, por descontado, creo que el espíritu cristiano tiene que oponerse a estas cosas.

Lo que siempre me he preguntado es por qué no ha sido posible un Opus Dei razonable y algo más humilde y gracias a OpusLibros he descubierto muchas razones para que no haya sido posible, lo lamento, pero lo que les pasa se lo han buscado pese a que no me alegre nada lo mal que lo están pasando algunas buenas personas que siguen allí, mirando a otra parte, casi seguro. Creo que el pecado más común ha sido la soberbia colectiva, el abuso de la supuesta divinidad de la Obra y, en consecuencia, el haber puesto siempre a la organización y sus intereses por encima de las personas. Yo me fui, al final cuando vi que estaba siendo objeto de una maniobra de ese estilo y, aunque mantuve la corrección en el trato y los escuché con paciencia, mi determinación de marcharme y hacerlo ya no tuvo ninguna duda. Se necesita un carácter bastante crédulo o dogmático para no caer en la cuenta de las contraindicaciones morales que se implicaban en esa clase de conductas (la facilidad para mentir, por ejemplo).

En el caso del Opus Dei está claro que han hecho cosas muy contrarias al espíritu mismo del cristianismo, pero eso lo han podido hacer porque el fundador se empeñó en hacernos creer que él no había hecho otra cosa que obedecer instrucciones divinas clarísimas. Cuando se piensa en el contraste entre esta pretensión y el hecho de que los evangelios muestran cómo Jesús nunca quiso apabullar a las multitudes con su divinidad se ve con claridad que hay un error muy de fondo en la pretensión del fundador y que era muy claro que pretendía construir una Iglesia peculiar dentro de la Iglesia común, pero autónoma y eximida de cualquier control. La intención nunca desmentida de ser algo único, excepcional y exclusivo (distinto a cualquier otra cosa) es un tanto absurda, y puede ser una muestra de soberbia indudable, pero no deja de ser la otra cara de la rigidez institucional de la Iglesia que se comporta como si fuese un Estado y pudiese exigir a cualquiera atenerse a leyes y normas que no siempre aciertan a contribuir al prestigio y el florecimiento de la Iglesia misma.

Me parece que la Iglesia ha terminado oponiéndose a esa pretensión porque va en contra de toda su concepción institucional que, por cierto, está ahora mismo al borde de una crisis gravísima. A veces se me antoja que cabe especular con que un Opus Dei más abierto podría haber sido una parte de una Iglesia más abierta, pero un Opus Dei cerrado en banda sobre sí mismo y sus curiosas peculiaridades que, además, apuntaban a pretensiones de controlar a la Iglesia entera, no podía acabar de otro modo que creando un problema indigerible para la Iglesia que realmente existe.

El Opus Dei de mis años mozos proclamaba su exaltación de la libertad, pero era un entusiasmo falso porque esa libertad solo podía servir para hacer lo que ellos mandasen, lo que no deja de ser una pretensión alucinante. Recuerdo que al poco de salir de la Obra leí la autobiografía de Koestler y, cuando éste explica lo que se sentía al ser comunista en los años treinta del pasado siglo, yo me di cuenta de que el clima moral del interior de la Obra era exactamente el que Koestler describía, un dogmatismo al servicio de un designio que no cabía discutir en modo alguno. Esa comparación me recuerda otra corrección fraterna que me hizo un mejicano recién llegado de Roma cuando yo era director de una convivencia y, al parecer, en alguna tertulia hice alusión a lo interesantes que podían ser algunos análisis sociológicos para entender las formas de vida: el mejicano me dijo muy serio que el Padre consideraba que la Sociología era muy peligrosa.

El “éxito” del Opus Dei, que en mi época era meramente inicial, se ha fundado en una mezcla de propaganda y explotación de las personas que ha resultado completamente insalubre y patológico para muchos. No podía ser de otra manera porque, aunque el argumento divino era muy fuerte, el soporte humano no lo aguanta todo. A veces he tenido la sensación de que esos abusos eran considerados como un cálculo por parte de los de arriba que consideraban que el fin de la Obra bien valía alguna que otra vida rota: se trata de un pensamiento que mezcla el cinismo con la vanidad, un designio más propio de un dictador que manda a los jóvenes a morir al frente en una guerra delirante, que de un alma de Dios.

Cuando un amigo me pidió que testimoniase a favor del proceso de canonización del fundador me negué porque, como le dije a mi amigo que, por cierto, ahora ya no es tampoco de la Obra, creía que la persona del fundador no podía considerarse un buen ejemplo de virtudes cristianas. Otra cosa es que se le quisiera dar un premio por su indudable capacidad de iniciativa, ambición, estrategia y organización.

El caso es, me parece, que el Opus Dei ha acabado por ser un ejemplo de lo que podría haber sido y no fue. Como la Iglesia no está para muchos trotes, siempre le quedarán algunos defensores que hablan de oídas, pero parece que el Papa está decidido a poner fin a las prácticas del Opus Dei que no pueden ser bendecidas con ingenuidad. Solo Dios sabe en lo que puede acabar esta tormenta, pero no estaría mal que algunos tratasen de hacer un Opus Dei sin trampas, a ver qué sale.




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