Una singular vida de familia

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Por Doserra, 24.04.2006


Al leer este sábado (65 aniversario de la muerte de la madre del Fundador del Opus Dei), la comunicación de Helena sobre las diferencias entre la vida de familia de l@s Numerari@s y la de una familia corriente, he caído en la cuenta de otra singularidad del ambiente familiar de la Obra: la prohibición de comunicación profunda entre los miembros de esta familia.

Son muchos los valores cristianos que los padres del Fundador transmitieron a sus hijos. No obstante, sea por el ascetismo un tanto negativo respecto del valor de los sentimientos en la vida cristiana, que imperaba en la catolicidad de hace un siglo, sea por la idiosincrasia aragonesa de los Escrivá-Albás, no parece que la ternura y la comunicación de la intimidad hayan sido valores que primaran en sus relaciones familiares. Y eso ha debido influir en el enfoque, más bien voluntarista, del cariño que el Fundador vivió y plasmó en su Obra.

Lo cierto es que Mons. Escrivá prohibió que los fieles del Opus Dei tuvieran entre sí confidencias de vida interior o de preocupaciones personales (cf. Catecismo de la Obra, n. 221). Este proceder atenta directamente contra la libertad de comunicación, reconocida como derecho personal del fiel en el canon 212 §3 del vigente Código latino: “Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, (…) de manifestar a los demás fieles su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres, la reverencia hacia los Pastores y habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas”. Pero, además, ¿qué amistad podrá existir entonces entre tales “hermanos”, obligados a ignorarse mutuamente? O, ¿qué fraternidad es ésa donde se prohíbe y somete a sospecha la relación interpersonal más natural?

A todos los fieles Numerarios o Numerarias, que de ordinario viven en los Centros de la Obra, se les dice que esa “convivencia” es vida de familia. Pero luego se encuentran con una “singular familia”, férreamente jerarquizada, que es “su casa” pero también “no es su casa”, donde la televisión está cerrada con llave, donde el acceso a la red se restringe, donde —en el caso de las mujeres— no todas disponen de la llave de su casa, donde toda iniciativa personal debe consultarse siempre a los Directores y después obedecer, o donde, sobre todo, únicamente cabe una “fraternidad” superficial, que de facto se reduce a la cordialidad versallesca. Se les dice que el cariño se manifiesta sobre todo en la “corrección fraterna” y, a efectos prácticos, esto consiste en “vigilar” para que —en ese ambiente “familiar”— se cumplan todas las prohibiciones y todos actúen según las previsiones de los Directores. Ciertamente, una “familia” original.

¡Cómo no va a resultar todo esto psíquicamente negativo para quienes tienen experiencia vital de lo que es una familia cristiana! De hecho, el panorama actual de muchos centros de Numerarios o de Numerarias resulta en ocasiones patético: a veces son más de la mitad de sus residentes los sometidos a tratamientos psicológicos o psiquiátricos, de alta o de baja intensidad. El índice de los “desencantos” es elevadísimo. Pero los Directores siguen repitiendo la retórica oficial establecida, que presenta la vida en familia casi como la antesala del cielo, el paraíso en la tierra, paradigma de los “hogares luminosos y alegres”. Ciegos al problema, lo transforman en “problemas personales” de éste o aquel, sin atacar sus raíces, ignorando que, como recordó Juan Pablo II en su último escrito pastoral, “algo faltaría en la vida de la Iglesia si no existiese la opinión pública” (Carta apostólica El rápido desarrollo, 24 de enero de 2005, n. 12).



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