Su sombra en la tierra, también en los altares

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Por Isabel de Armas, 4/08/2014


Hace unos días, de paso por Soria, entré en la iglesia de San Francisco, que no conocía y, cuál fue mi asombro –no me lo esperaba-, cuando en la entrada nos recibe, pinchado en el corcho de anuncios, un gran poster del beato don Álvaro, con sonrisa beatífica (nunca nada más a propósito) y expresión etérea, inocente y bonachona. Comenté sorprendida: “Caramba, parece que jamás ha roto un plato… Pero si fue todo un personaje en la historia y montaje del Opus Dei. A partir de ahora ya no solo el original, también el que fuera su sombra estará en los altares. ¿No es demasiado? Hasta casi da un poco de susto”. Entonces me dio por recordar, y a continuación narro lo que fui recordando...

Don Álvaro fue el sucesor, el que quería aparecer y aparecía como una pálida copia del fundador fallecido. Él mismo se presentaba como un alter ego discreto y sin brillo. “Desde que fui elegido como sucesor de nuestro amadísimo Fundador –declaró en una homilía pronunciada en la Basílica de Sant Andrea della Valle, en Roma, el 26 de junio de 1978-, mi intención fue la de ser su sombra en la tierra”.

Con la muerte de Escrivá, dentro de la Obra todo siguió como antes. El culto al fundador continuó y aumentó, y el gran aparato burocrático siguió su marcha bajo la atenta mirada del nuevo Presidente General. Algo nuevo que sí ocurrió fue la multiplicación de la producción literaria póstuma del Padre. Todos los últimos libritos editados atribuidos al fundador, fueron prologados por el hoy beato Álvaro.

Tres años después del fallecimiento del entonces monseñor Escrivá, hoy San Josemaría, murió Pablo VI. Durante los dos últimos pontificados, el suyo y el de su antecesor, Juan XXIII, la Iglesia católica, con las consabidas turbulencias, estuvo a punto de vivir un cambio histórico. Pero con la elección y muerte, casi simultáneas, de Juan Pablo I y con la elección de Juan Pablo II en el otoño de 1978, nuevamente la Iglesia iba a volver a los cauces que, durante un corto periodo de tiempo, había intentado abandonar.

Cuando el actual beato Álvaro, obispo prelado del Opus Dei y sucesor del Fundador, falleció de un colapso cardíaco en Roma el 23 de marzo de 1994, en sus casi veinte años de mando en plaza, había conseguido tres objetivos muy importantes para su institución: la prelatura para el Opus Dei, la beatificación para el Fundador y la fundación de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz de Roma. Otro de los grandes logros de los años en que Álvaro del Portillo estuvo al frente de la Obra fue el establecimiento de unas sólidas relaciones entre la sede central del Opus Dei y la curia vaticana, ambas ubicadas en Roma. La reconocida inteligencia de Portillo, su delicada habilidad en el trato personal con los monseñores del Vaticano, sus conocimientos de Derecho Canónico y su eficaz mentalidad de ingeniero se plasmaron en la construcción de un sólido “puente” que consiguió enlazar el Opus con el Vaticano. Con todo esto quiero decir que, si él se presentaba como un alter ego discreto y sin brillo, pues que nada más lejos de la realidad. Lo que sí es cierto es que sabía bien cómo manejar los hilos; los sabía mover y los movía de maravilla. Hay conocedores a fondo de las entretelas del opus que llegan a decir que, sin la figura de don Álvaro, posiblemente, la institución habría dejado de existir.

En los dos últimos años de su vida, en 1992 y 1993, el segundo Padre-Prelado dirigió a sus hijos dos cartas –sus últimas cartas escritas antes de morir, es decir, que vienen a ser como su testamento-, en las que recuerda y actualiza los puntos de referencia y la espiritualidad de la Obra en los años noventa. El eje principal de la carta de 1992 –punto en el que quiero centrarme- es la beatificación de Escrivá, y en ella pone toda la carne en el asador para mantener lo más alto posible el mito y, además, ya con todas las bendiciones. Recordar el arranque del texto es suficientemente significativo:

<<Cuando ya se aproxima la Beatificación de nuestro fundador, comienzo esta carta con el recuerdo vivo de la que os envié pocos días después del 26 de junio de 1975. En aquella ocasión, con dolor y entre lágrimas, aceptando plenamente la voluntad de Dios; ahora, con el más rendido agradecimiento al Señor y a su Madre Santísima, y con una alegría tan grande que no parece de esta tierra. En aquella carta puse como título: Nuestro Padre en el Cielo; ahora, esa certeza que tuvimos desde el primer momento, porque habíamos visto con nuestros ojos, día a día, la santidad heroica de nuestro Fundador, es confirmada oficialmente por la Iglesia, que eleva a nuestro Padre a los altares.
>>Me atrevería a aseguraros que cada día se me hace más presente la figura de nuestro Padre, con toda la fuerza de su respuesta heroica a la Voluntad divina, concretada en cada una de las ocupaciones que llevaba a cabo. No me cuesta nada, por eso, revivir los momentos en que tomaba la pluma para escribir a sus hijas e hijos: éramos –lo fuimos siempre- un motivo principalísimo de su entrega a Dios. Por tanto, sin miedo a exagerar, con la conciencia de que soy sólo la sombra de quien escogió el Señor para hacer la Obra, querría que vierais en mis palabras el eco de las estupendas enseñanzas de nuestro santo Fundador>>.

Hermoso texto para escenificar en el teatro de Mérida, pero que nada dice de cómo era en realidad el José María Escrivá de carne y hueso, al que su autor ya llamaba entonces “santo”.

El segundo Padre dedica un duro capítulo de esta carta de 1992 a los detractores de la beatificación de Escrivá, en el que les acusa de calumniar, les llama ciegos y los califica de desaprensivos. Recojo un par de párrafos para refrescar la memoria: “No hay que extrañarse –escribe- de la cerrazón de algunos, ni de la polvareda de críticas y calumnias que levantan. Las sufrió el Señor y todos los que se han propuesto identificarse con Él, a lo largo de los siglos”. “La Iglesia –dice más adelante-, al proponernos su ejemplo de santidad y el recurso a su intercesión, declara que está en el Cielo; vosotros estáis ciegos y llamáis pecado a la virtud, fanatismo a la fe, orgullo a la esperanza y superstición a la caridad”.

Al beato Álvaro, a aquél “alter ego discreto y sin brillo”, parece que convicción no le faltaba, es más, que iba sobrado de la misma. Y no podemos olvidar que para un ser absolutamente convencido, cualquier atisbo de escepticismo, reflexión o duda es considerada, más que rechazable, condenable: su líder era perfecto e intocable. Voy a poner un conocido ejemplo, que puede ilustrar bien lo que seguidamente quiero decir. Cuando vemos en el circo o en la tele cómo un mago realiza sus trucos, la mitad de nosotros nos fijamos en sus manos y tratamos de averiguar el secreto de sus trucos, mientras la otra mitad se limita a seguir sus evoluciones, dejándose llevar por la sensación de asombro, admiración, grandeza, impresión y maravilla. Trasladando este sencillo espectáculo al complejo escenario de la vida, podemos decir que los primeros –los que razonan, dudan, rectifican, analizan, reflexionan, piensan, retroceden y avanzan-, nunca encajarán en lo de seguir a cualquier tipo de líder, en este caso, un líder carismático. Es más, sentirán rechazo, porque lo que les iba era un líder inspirador. Sin embargo, los segundos –los que fielmente se “dejan llevar” y dirigir por los absolutamente convencidos; por el poder de su confianza, su total seguridad, por su imaginación, y por el brillo de sus muchos juegos malabares. Sin reflexionar, sin pensar, sin un ápice de duda ni de crítica-, siguiendo a cualquier líder carismático se encontrarán como pez en el agua.

Al que fuera “la sombra de quien escogió el Señor para hacer la Obra”, quisiera decirle –y se lo he dicho al gran poster que me he encontrado en Soria-, que tampoco había motivo suficiente para ponerse así, tan duro, rotundo y condenatorio con los que disentían y disienten de aquella turbo-santidad de quien fundó el Opus Dei. Tampoco el haber formado parte de la institución y, por distintas razones –a veces muy serias razones-, haber dicho adiós a todo eso, tiene por qué significar traición pura y dura. Puede ser, lisa y llanamente, que allí dentro, con todo el dolor de su corazón, no encontraron lo que buscaban. Hay quien iba en busca, como apunto líneas arriba, de un líder inspirador, es decir, de un maestro, e inesperadamente se topó con uno de los tantos líderes carismáticos, que solo piden y quieren fieles seguidores.

El inspirador es el maestro cuyo afán se reduce a formar personas, ofreciendo el ejemplo vivo de la búsqueda, enseñando la claridad del pensamiento, la pasión por la verdad y el respeto a los demás, que es inseparable de ésta. El buen maestro tiene que abrir ventanas y ampliar horizontes. El maestro es tal porque, aun afirmando sus propias creencias, no desea imponérselas a sus discípulos. No busca acólitos. No quiere formar calcos de sí mismo, sino inteligencias independientes, capaces de avanzar por su propio camino. Los verdaderos maestros siempre han escaseado, abundan más los guías, porque es más fácil lanzar consignas que tener unos sólidos principios y vivir de acuerdo con ellos. El carismático es, por el contrario, gestor o administrador de sueños, que aspira a movilizar adeptos, persuadir individuos, crear bandos y eslóganes, generar copias e imitadores.

Es cierto que la responsabilidad de decidir individualmente ha sido, y sigue siendo, un querer minoritario. Siempre han sido más numerosos los que han preferido ir de un lado a otro buscando padres, jefes, dueños, gestores y administradores de sueños, alguien que les dicte lo que deben hacer y pensar. También es cierto que en la actualidad todavía hay muchos hombres y mujeres que siguen atados al pensamiento que catequiza, que parece que sólo pueden vivir de prestado. Ante mi inesperado encuentro con el gran poster del nuevo beato en aquella iglesia de Soria, mi primera petición –me parece que ya se le pueden pedir cosas- para el reconocido don Álvaro fue y es la de que ya no confunda más. Que él, como “alter ego discreto” y “pálida copia del Fundador”, pretendió vender durante mucho tiempo la imagen de un líder inspirador, cuando en realidad se trataba, con todos mis respetos, de un líder carismático más, con todas sus características y peculiaridades. Y, por favor, no más “su sombra en la tierra”, que ya estuvo bastante a su vera, siempre a la verita suya, y además cuando parece que podía tener suficiente entidad propia. Pero, bueno, si lo prefieren así, a los dos les deseo –al original y al que se definía como su copia-, a poder ser, que ahora disfruten de una eternidad conjunta y feliz. Pero desconozco si, entre santo y beato también rige el principio aplicable al común de los fieles unidos: “Hasta que la muerte os separe”. En tal caso, adiós también a aquella inquebrantable unión. Pero lo cierto es que no sé, ni bien ni mal, cómo va todo esto allá arriba.

Pero, de momento, dejemos las alturas y el más allá y bajemos al más acá. Uno de los amigos que estuvo presente en el inesperado encuentro de Soria sugirió, como arquitecto que es de profesión y artista de vocación, lo oportuno de realizar un dúo escultórico del santo original junto a “su sombra en la tierra”, ambos con una sola peana. Sería la representación de la fidelidad hasta el fin, tal y como se entiende en la institución. Piensa que esta realista escenificación que imagina ayudaría, tal vez, a meditar… Añadió que el título de su creación lo grabaría bien visible en esa única peana: “Imagen de la fidelidad”. Y finalizó su exposición, con clara ironía, diciendo que espera que su sugerente trabajo se lo subvencione la Obra.



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