Ser mujer en el Opus Dei/Tiempo de adoctrinamiento

SER MUJER EN EL OPUS DEI


CAPÍTULO 2. TIEMPO DE ADOCTRINAMIENTO


Crear el deseo de sumisión

En una reciente carta me comentabas que en las redes del Opus muchos caen atraídos por el gran despliegue de seducción que sus miembros llevan a cabo con el fin de hacerse con la gente.

En parte, es normal que esto ocurra. Cuando una persona entra por primera vez en una casa de la Obra se suele encontrar con un ambiente agradable y una buena acogida. La llamada al estudio, al trabajo y a la oración tienen su gancho para cualquier joven de educación tradicional que se plantee la vida medianamente en serio; también el notar que a uno le hacen caso y le escuchan, gusta a cualquiera. Es fácil, entonces, dejarse querer. Pero una casa es ver los toros desde la barrera, y otra muy distinta, lidiarlos. De esto es de lo que pretendo hablarte.

Con la llegada al llamado Centro de Formación, esa primera etapa de mera seducción se cierra para abrirse otra nueva, más dura y exigente; se trata de la etapa de adoctrinamiento, y consiste en dos cursos de formación intensiva, cuyo objetivo básico es convertir la sumisión del adoctrinado en auténticos deseos de sumisión.

Recuerdo que, a modo de ilustración, nos contaban el caso de un numerario mayor al que el Padre le había hecho un encargo, y él respondió rápido: "Lo haré enseguida". Entonces Escrivá, mirándole de frente, le dijo: "¿De veras quieres hacerlo? Porque yo no debo imponerte nada. ¡No quiero obediencia de cadáveres! Yo, en cuestión de obediencia, necesito contar contigo, con tu voluntad, libre, libre, libre".

Otra cuestión importante era el hecho de integrarse en una colectividad. Vivir en grupo -en un gran grupo- exige un importante control. Hay que someterse a acciones comunes, colaborar, hacer planes conjuntos, y para eso se pide un radical sometimiento de la propia conducta, con el objetivo de conseguir fines más altos.

Mi primer año de Centro de Formación lo cursé en Alcor (Madrid) y el segundo en Dársena (Barcelona). Llegué, supongo que como casi todo el mundo, llena de buena fe: quería enterarme de todo, conocerlo a fondo, vivirlo. Pero desde mí, es decir, viviendo y dando un sentido a aquel montón de gestos, formas, notas, praxis, cartas, fichas y demás reglamentos y mandatos. Tenía claro que mi finalidad no era "cumplir con" sino "hacerme mejor". Casi desde un principio fui consciente de que no se trataba de una tarea fácil el conseguir hacer realidad el mensaje evangélico de "no es el hombre para el sábado sino el sábado para el hombre".

De mis comienzos allí dentro, recuerdo como cosas que eran del todo ajenas a mi persona: la mortificación corporal (el uso del cilicio y de las disciplinas); la divinización del Padre en todas las facetas de su persona, hasta en las menos divinizables; la desvirtuación de la llamada corrección fraterna, que podía acabar convirtiéndose en una vulgar acusación o, las más de las veces, en un puro tiquismiquis; la trivialización del espíritu de servicio, que a menudo se traducía en detalles innecesarios, artificiosos y hasta versallescos... Supongo que me dejo por citar otras cosas ajenas a mí, pero ya irán saliendo a medida que vaya plasmando vivencias y recuerdos.

¡Y tanto que he olvidado citar, al menos, un punto importantísimo! Es el de la ortodoxia a rajatabla, si tenemos en cuenta que la ortodoxia como modo de conocer basado en una autoridad totalmente ajena al sujeto estaba ya bastante desacreditada por considerar que era una actitud inmadura. La inmadurez consiste, precisamente, en no sentir necesidad de pensar por cuenta propia, sino en aceptar acríticamente lo que otros -en este caso el sacerdote o la directora- piensan por uno.

Sí, ya sé que la teología católica tradicional siempre ha exigido un momento de ruptura en el conocimiento, que siempre ha habido que negar lo finito de nuestro conocimiento para alcanzar el conocimiento de lo divino. Pero esa ruptura ha significado ir "más allá" del conocimiento natural, pero no "contra" el conocimiento natural.

En Alcor convivíamos más de cien mujeres, y enseguida detecté que no me gustaba nada el notarme formando parte de un gran rebaño, y menos ser oveja; me resultaba francamente incómodo, pero no había más remedio que sobrellevarlo lo mejor posible, ya que se trataba de una etapa fundamental en la vida de toda numeraria y que, de todas todas había que superar. En la charla o confidencia semanal, la directora siempre se mostró comprensiva en este terreno, y me animaba a dar sentido a ese necesario tener que pasar por el tubo de la colectividad pero sin dejar de ser una misma. Creo que fue entre las dos que llegamos a desarrollar toda una teoría sobre "la individualidad que se integra"; tema muy importante en toda mi vida de numeraria, y que irá surgiendo en sus diferentes facetas a lo largo de nuestra correspondencia. De momento, te adelanto un breve resumen de por donde iban los tiros de mis pensares y sentires.

Yo creía en el control del ser pero no en la anulación del mismo. Para poder ser tenemos que cobrar conciencia de ese dinamismo vital que hay en nosotros y que nos impulsa a afirmamos. Al tiempo hay que evitar los excesos que llevan al egoísmo y a la soberbia, es decir, al pecado de creerse superior a todos. Un cierto orgullo, con el consiguiente amor propio que es sentido de la dignidad, es bueno. La humildad excesiva, la humillación querida y la represión sistemática del dinamismo vital, conducen al complejo de inferioridad y a la miseria como persona, que no son buenos para nada. El mandato divino consiste en llegar a amar al prójimo como a uno mismo, lo cual exige amarse a uno mismo. _Cómo se puede ser útil para otro si no se existe? La expansión individual es necesaria, pero atemperada por la necesidad social de los demás; con la necesidad de no bastarse, de dar y recibir, con el reconocimiento de la expansión necesaria de los demás. Se trataba de llegar a conseguir la verdadera modestia de quien objetivamente reconoce que él o ella es una persona que tiene sus valores y sus defectos.

En aquel entonces estaba muy influenciada por los planteamientos de Teilhard de Chardin: el individuo no debe fundirse anímicamente en la psique colectiva, sino vivir en estrecho contacto con ella siempre que está en condiciones de desarrollar su personalidad. El hombre-masa (en el caso que tratamos, la mujer-masa) entrega su personalidad, o mejor dicho, es incapaz de desarrollada y permite que le devore la psique colectiva. Por el contrario, el hombre personal desarrolla su persona por la vía de la personalización en armonía con la comunidad. Teilhard resumía así una idea para él fundamental: "La unión no confunde, sino diferencia". Lo que él define como desarrollo convergente se muestra como un acercamiento recíproco de los hombres al espíritu de la Humanidad. Pero esta convergencia no nivela a los hombres, sino que más bien aumenta la posibilidad de desarrollar las singularidades personales, conforme a la ley de la "unión diferencial".

Me chocaba profundamente el que todas las enseñanzas fueran dirigidas a convertimos en una especie de arrebatadas de monseñor Escrivá (el Padre nos ha dicho, nos ha enviado, quiere que... Tenemos que hacer como el Padre hace, decir como él dice, pensar como él piensa...). Lo de identificarse con el Padre era una auténtica obsesión, sobre todo en esa primera etapa llamada de formación. Si lo comentabas como algo que te agobiaba, los directores siempre repetían la misma lección: "No te preocupes, es que todavía no estás madura, ya verás como con la gracia de Dios lo irás entendiendo...". Pero me preocupaba y por mi cabeza daba vueltas aquella convicción de Hegel que tan bien entendieron los regímenes totalitarios de nuestro siglo: "Cuanto más uniformes sean los individuos, tanto mejor puede desempeñar sus funciones el Estado". ¿Irían por ahí los tiros?

Un mundo de apariencias

Insistes en que te parece interesante que me extienda más en explicarte la preocupación especial que sentía por llegar al fondo de cada una de las cosas que iba viviendo; esa necesidad radical de darles sentido, su sentido. Porque a menudo tenía la sensación de que allí valía más la forma que el fondo; que importaba más el parecer que el ser, un querer ser lo que no se era.

Haciendo uso del método que los norteamericanos denominaron de "el caso", voy a contarte tres casos que pueden servir para ilustrar ese peligro de quedarse en las formas, en las apariencias, sin intentar llegar al fondo de las cuestiones. Pero antes de seguir adelante quiero señalar que por aquel entonces yo no era consciente de que lo más importante y lo que había que mirar con lupa, era la adaptación de cada uno de los socios a las exigencias de tipo doctrinal y que todo lo demás importaba mucho menos.

El primer "caso" hace referencia a la divinización indiscriminada del Padre -hasta la nimiedad más grande se tenía que enfatizar y todo lo que rozaba su persona era dogma de fe; sus gustos personales, sus propias manías-. Ocurrió en una de las primeras tertulias del Centro de Formación. Recuerdo que en aquella ocasión había venido un supernumerario "histórico" a contar el arriesgado paso de los Pirineos que el Padre llevó a cabo con un grupo de jóvenes de la Obra durante la Guerra Civil española. El que contaba la historia había formado parte de aquel grupo y puso gran énfasis al relatar los grandes peligros que corrieron al pasar de zona roja a zona nacional, y cómo el poder superar la frontera con Francia fue algo casi milagroso. El auditorio, formado por más de cien mujeres, escuchaba el relato extasiado. Al acabar la sesión del heroico suceso se me ocurrió comentar -con total ingenuidad-, que yo conocía casos que habían sido mucho peores y dramáticos. Sin ir más lejos, mi madre, con catorce años, y todas sus hermanas, después del asesinato de su padre y el reciente fallecimiento de su madre, pasaron la frontera, una a una en solitario, acompañadas por un guía desconocido, haciendo un recorrido de varios días desde Barcelona hasta el país vecino. Cuando acabé mi rápido y contundente relato, se hizo un intenso silencio y noté ciertos gestos de desaprobación por parte de los mandos. De forma casi inmediata, la tertulia quedó finalizada.

De momento no entendí nada, pero a partir de entonces comencé a hilar, a darme cuenta de por dónde iban los tiros, y a ser consciente de que desinflar o pinchar globos, aunque se hiciera sin intención, podía llegar a ser peligrosísimo. Por ser la primera vez, me lo perdonaron, por aquello de la inocencia. Pero también se me dejó ver, aunque veladamente, que la inocencia no se pierde dos veces.

Recuerdo que poco tiempo después, en otra de aquellas tertulias en la que también se habló del paso de los Pirineos del Padre acompañado de un pequeño grupo de los primeros socios de la Obra, contaron con tono de misterio y veneración, la historia de la rosa de Rialp; una rosa de madera, que de forma sorprendente y casi milagrosa, Escrivá había encontrado en la nieve de las montañas, hallazgo que tomó como un presagio, un símbolo, y como tal, lleno de significado, hasta el punto de que, junto con el círculo y la cruz, pasó a ser el sello oficial del Opus Dei.

En aquella ocasión ya supe escuchar la historia con el debido respeto y veneración pero, sobre todo, en total silencio. Sin embargo, en mi fuero interno no podía dejar de pensar, que aquel suceso que se contaba como algo original, único, extraordinario y mucho más que casual, tenía poco de novedoso y sonaba a historias antiquísimas, superconocidas y bellísimas de la antigua China, Persia, India y Roma, donde la rosa era la flor dedicada a la diosa del amor, Venus, y de la sangre de su amado Adonis, proceden las rosas rojas, desde entonces identificadas con el amor que trasciende a la muerte.

La rosa más representada a través de los siglos ha sido la de cinco pétalos, y al calor de la religión y del carácter hermético de algunas sociedades aparece esta rosa, en el emblema de asociaciones como en la de los rosacruces, en el centro de la cruz; en la francmasonería, el entierro de un hermano se hace poniéndole tres rosas sobre la tumba, que simbolizan, luz, amor y vida; en la alquimia, la rosa blanca y la rosa roja significan la dualidad y los dos principios primarios del mercurio y del azufre. También los reyes y los grandes señores gustaron de la rosa para sus escudos nobiliarios. ¿Quién no ha oído hablar de la guerra de las dos rosas que en Inglaterra enfrentó a los Lancaster -rosa roja- y a los York -rosa blanca-? La paz se consiguió gracias a los Tudor, que tienen una rosa roja y blanca en su escudo.

Referido a la Virgen María, la "rosa mística" se reza en la letanía que sigue al Rosario, y la rosa de cinco pétalos, como símbolo de la discreción, se talló durante mucho tiempo en los confesionarios católicos. En fin, que la historia de las pisadas en la nieve de Rialp y el hallazgo de la rosa, sonaba un poco a cuento fabricado para ir cimentando la leyenda de unos orígenes misteriosos, extraordinarios y con gran carga simbólica que roza lo divino. Casi todas las instituciones lo hacen, cada cual a su manera, porque se considera que tales leyendas dan fuerza y seguridad a sus seguidores. No había que darle más vueltas. Además, no dejaba de ser hermoso el contar con un emblema en el que protagonizaban símbolos tan estéticos y significativos como la rosa y la cruz. A mí sólo me tocaba escuchar, callar y aceptar con respeto y devoción máxima. Eso es lo que tenía que hacer, lo demás no era de mi incumbencia: había aprendido una importante lección. Como segundo "caso", recuerdo la primera corrección fraterna que me hicieron, y la primera que yo intenté hacer pero que se quedó en el intento. Como ya comenté anteriormente, de la desvirtuación de este medio evangélico podía surgir la estupidez más grande o el más puro tiquismiquis.

La primera corrección fraterna que me hicieron consistió en decirme que en el oratorio casi siempre me solía situar en el mismo banco y que eso podía significar apego.

Mi cabeza y mi corazón andaban por otros derroteros, y ese posible apego a un banco me sonaba a chino. La razón de que casi siempre me instalara en la misma zona es que era la más aislada de todo el Oratorio, y yo necesitaba aislamiento para concentrarme en la oración. El verme mezclada con tanta gente, me aturdía y me hacía sentir incómoda.

La primera corrección fraterna que propuse hacer -siempre había que consultar primero a la directora para que ésta diera el visto bueno- ocurrió cuando estaba encargada de planchero. Mi cometido consistía en vaciar las bolsas de la ropa sucia de cada una de las residentes, y separar lo que era blanco y lo que era de color para unificar las coladas. Al abrir las bolsas, me quedé horripilada del estado en que entregaban la ropa interior sucia algunas de esas numerarias que predicaban -como yo misma también lo hacía-, el vivir la delicadeza extrema con los otros, el tener detalles y el afinar al máximo en las cosas pequeñas.

Aquello que estaba ante mis ojos era saltarse a la torera, no la caridad teologal, sino el respeto más elemental que merece cualquier persona.

Como todas las prendas estaban numeradas, apunté los números correspondientes a toda aquella indecencia -no se le podía dar otro nombre-, y consulté si podía comunicar a sus propietarias el sencillo mensaje del catecismo: "La caridad es querer o no querer para mi prójimo lo que para mí quiero o no quiero".

Mi deseo de hacer aquella primera corrección fraterna no prosperó. La explicación que me dieron es que podía resultar demasiado duro para personas que aún eran vocaciones recientes.

Te preguntarás donde quiero llegar con el relato de estos casos tan "caseros", tan a ras de suelo, de los que podría contarte un montón, hasta el aburrimiento. Y es que tales casos -eran muchos- me llevaban a pensar que había poco interés en llegar al fondo de las cuestiones; que demasiado a menudo se daba por bueno el simple cubrir apariencias. ¿Cómo puede ser válido y verdadero el que alguien sonría y tenga gestos constantes de amabilidad, cuando a esa misma persona a la que sonríe le suelta toda su basura personal para que se la limpie?

Ya sé que es tentador el repetir aquello de los árboles en vez del bosque, pero no creo que fuera por ahí el asunto: que los árboles no me dejaran ver el bosque. Es que demasiados de los casos que te proponían como doctrina, como modelo del deber ser, eran nimiedades; temas muy huecos, artificiosos y carentes de contenido, o con un contenido tan pobre que venían a ser puro adorno, en tanto cuestiones de mayor peso específico -por su valor social o ético-, se pasaban por alto. Supongo que, en gran parte, esto era consecuencia del mundillo especial y cerrado en el que nos teníamos que mover un montón de mujeres y al que había que hacerse; un mundo estrecho, creado por monseñor Escrivá con una finalidad concretísima: que la intendencia y la administración de las casas de la Obra funcionaran al nivel y de la forma que él tenía previsto. Todo lo demás importaba mucho menos o ni tan siquiera importaba. Que sus hijas "le cumplieran las normas" y que sirvieran como era debido (en limpiezas, manduca, orden, decoración...), esa era la finalidad principal, y entre quienes tenían un probado "buen espíritu", eran elegidas las que, liberadas de la ejecución directa de estas tareas hogareñas, se dedicaban a dirigir, es decir, a hacer que otras las hicieran.

El que hubiera numerarias con otros horizontes e inquietudes se toleraba con reparos -como algo que no había más remedio que contar con ello porque el mundo de la calle iba por ahí y tampoco se trataba de perder clientela-, pero no se impulsaba lo más mínimo. A partir de los años sesenta sí comenzó a fomentarse el que las militantes que eran universitarias se prepararan para ser profesoras de los colegios que la Obra comenzaba a abrir en cadena.

Algo que me llamaba de forma especial la atención en mis tiempos de formación y, en ocasiones, me resultaba algo patético, era la capacidad de imitar formas que detectaba a mi alrededor; a veces, el espectáculo llegaba a ser esperpéntico.

Los modernos estudios sobre los pueblos primitivos nos muestran que la magia empieza generalmente en su forma "simpática". Así, para no citar más que un ejemplo entre tantísimos como hay, cuando las ranas croan se observa que llueve; el hombre primitivo imagina poder hacer lo mismo, y al efecto se viste de rana y empieza a croar para atraer la deseada lluvia. Te prometo que no exagero lo más mínimo si te digo que algo así ocurría en el Centro de Formación.

Cuando comentaba mis observaciones en la confidencia semanal o en la confesión -eran las dos únicas válvulas de escape legales-, el sacerdote me daba a entender que la mala era yo: me faltaba amor a mis hermanas y me sobraba espíritu crítico, soberbia y autosuficiencia. Lo que tenía que hacer era rezar mucho para crecer en visión sobrenatural, obedecer en todo y ser humilde.

En la confidencia, las charlas eran más desenvueltas y amigables. Desde un principio -creo que ya te lo he dicho alguna vez-, con la directora del Centro de Formación se estableció una corriente importante de simpatía y buena acogida. Cuando hablaba de estas cuestiones que tanto me costaba tragar, me pedía comprensión y paciencia:

-Están y estás -me decía- en periodo de formación. Estáis aprendiendo, no lo olvides. Hay que practicar, traducir en obras las cosas pequeñas, la corrección fraterna, la unidad, el amor al Padre, etcétera, aunque a veces lo hagamos mal y nos equivoquemos, porque a base de vivir todas estas cosas es como las vamos haciendo nuestras. Así es como adquirimos, poco a poco, el espíritu de la Obra, así es como nos vamos haciendo, nosotras mismas, Opus Dei.

Yo atendía a sus palabras con los cinco sentidos y con ánimo de captarlo todo, pero es que lo que por mi parte le intentaba comunicar era otra cosa. Lo que me preocupaba de verdad era el peligro de quedarnos en la pura imitación. Me explico.

-La imitación constante y sin límites de modos de comportamiento foráneos, es decir, ajenos, que te vienen de fuera -dije en un flash de lucidez-, sólo se explica mediante un permanente y lacerante ejercicio de simulación. Y la simulación es el camino más corto a la úlcera de estómago o a la neurosis.

Se produjo -lo recuerdo perfectamente- un silencio profundo, de entendedera mutua; nada cortante, sino todo lo contrario. Parecía que, de alguna manera, habíamos tocado fondo.

-Isabel -me aconsejó la directora después de un prolongado silencio-, pide visión sobrenatural. Te va a hacer falta, mucha falta, la visión sobrenatural.

Aquel consejo me caló hondo, y desde entonces fue una constante en mis peticiones diarias. Pero no perdí el hilo de nuestra conversación, y añadí:

-Yo no llevo confidencias, ni hoy por hoy me considero preparada para llevarlas, no puedo, por tanto, hablar con conocimiento de causa. Sin embargo, pienso que si la pura imitación o la simulación se dan por buenas en el camino de aprendizaje de la vida del espíritu, pocas cosas debe haber tan confusas como el alma de una numeraria.

De nuevo se hizo el silencio -no lo he olvidado a pesar de todos los años que han transcurrido-, y poco después continué diciendo:

-El sonreír las veinticuatro horas del día, sin distinguir situaciones, no creo que lleve nunca a la auténtica alegría; el ceder, por sistema, el sofá a quien sabes -o tendrías que saber por simple observación- que le gusta sentarse en silla, no creo que signifique ser extremadamente delicada; los gestos indiscriminados de veneración, asombro, divinización y servilismo, hacia una persona (me refería a la figura tótem de monseñor Escrivá, el todopoderoso Padre), no creo que conduzca a sentir un auténtico amor por ella.

Esta conversación que tuvo lugar a finales de 1966, la recordé con frecuencia a lo largo de los años que permanecí en la Obra, porque aquello que detecté en su principio, tuve ocasión de comprobar que era algo común y corriente; que muchas de las personas que me rodeaban iban entrando en la "vida del espíritu" por simple imitación; porque les decían que tenía que ser así; porque así lo quería el Padre y también así lo indicaban los directores. Y podías observar que, a base de practicar reiteradamente lo mandado, existía un buen número de personas que parecía que habían cambiado su vida por cumplir las veinticuatro horas del día un reglamento. Llegaba un punto en que era ya imposible saber si esos sujetos pensaban, y más imposible aún conseguir que manifestaran una opinión propia, porque probablemente ni tan siquiera la tenían.

Ya sé que como consecuencia de la humana tendencia a la asociación aparecen, inevitablemente, los procesos anímicos de la imitación (está escrito en todos los manuales de psicología), de modo que lo que corrientemente llamamos impulso imitativo debe considerarse como derivado de la temática de la convivencia. En gran parte la persona adulta se desarrolla hasta llegar a la riqueza de sus actos y conducta siguiendo el hilo director constituido por lo que ve en sus congéneres. La imitación, hasta cierto punto, la aceptaba, lo que me parecía tremebundo era la pérdida total de la individualidad y aquel gregarismo generalizado.

No se nos podía, ni debía, imponer el instinto gregario de los animales, que para ellos está muy bien. El animal no vive como yo individual del mismo modo que el hombre, pues es absorbido por su mundo circundante y vive inmerso en lo colectivo. La razón de ello reside -según afirman los psicólogos- en que no es capaz de lenguaje.

Aquellas formas de ser que respondían a un prototipo de numeraria, me chocaba y no me gustaba, pero en mi fuero interno me merecían todo el respeto, por aquello de que cada uno es cada uno, y algunas personas, pues eran de esa forma. El gran choque fue descubrir -tardé tiempo en descubrirlo del todo-, que ese prototipo era un producto del sistema que nos gobernaba; que esas maneras de ser las fabricaba el llamado "buen espíritu", que eran su consecuencia directa.

¿Me estaba esforzando inútilmente por integrarme en ese mundo llamado Opus Dei o espíritu de la Obra, con memoria, entendimiento y voluntad, cuando el quid de la cuestión era que con la voluntad bastaba y el entendimiento sólo era un obstáculo para conseguirlo?

Mi directora del Centro de Formación, insistía en que la realidad era más compleja que como yo me la estaba planteando. Mi postura era simple, propia de una persona joven e inmadura, como la de la Antígona de Anouilh cuando dice: "Lo quiero todo, enseguida". Mi actitud era como la de aquel que presumía de tener las manos limpias, cuando la realidad es que nunca había pasado nada por sus manos, y las tenía vacías, sin más. Aquello me hizo mella y comencé a ser consciente -parafraseando a Sartre- de que cuando uno se va haciendo mayor, y se va cargando, por tanto, de responsabilidades, lo que hay que intentar descubrir es "lo limpio de las manos sucias" que, en parte, todos los adultos tenemos. Debía hacerme más comprensiva.

Decir amén con toda libertad

Me haces saber de tu desconcierto ante lo que te cuento de ese rechazo del entendimiento y, por el contrario, esa valoración absoluta de la voluntad, y acabas tu exposición con el conocido refrán castellano que dice: "...y si quieres ser feliz como me dices, no analices".

Bueno, pues sí, por ahí va la cosa. Creo que te has enterado bien de lo que trato de explicar pero, de todas formas, ya que así lo deseas, nos podemos extender un poco más en este tema.

Se trataba de estar plenamente convencida de que mi felicidad se encontraría más segura en manos de otro, como sucede en la infancia, en los grandes amores o en los arrebatos místicos. Convencida de que el ser amado es más de fiar que uno mismo, y el ser amado se manifestaba -y ahí se encontraba el hueso más duro de roer- a través de la directora y el sacerdote de turno que eran los que daban órdenes y recordaban directrices.

Recuerdo que en cierta ocasión, un sacerdote numerario me contó que durante un largo tiempo su examen de conciencia diario había sido: "Benito, no pienses" -te hago saber que Benito era su nombre-. Él me aconsejaba para mí el mismo examen:

-Isabel-me dijo- no pienses. Déjate llevar, fíate. El espíritu propio es mal consejero.

Se trataba de llevar a cabo una especie de "tratamiento hipnótico", y como decía Freud, este tipo de tratamiento busca encubrir o disimular algo de la vida mental. Viene a obrar como un cosmético. El defecto de toda hipnosis estriba en su naturaleza inconsciente y el intento de manipular directamente los afectos. Trabaja por sugestión, no por entendimiento o interpretación. El hipnotizador interviene directamente en el fondo de la psique, pasando por encima de la conciencia. El hipnotizado no tiene más que dejarse llevar por el hipnotizador.

Yo estaba convencida de que los conflictos se resolvían trayendo las causas de los mismos a la conciencia, y este proceso se lleva a cabo con la ayuda de la autointerpretación. El consejo de "Benito, no pienses", no me era válido, es más, el seguirlo me parecía deshonesto.

Me hacía preguntas y me planteaba dudas, porque necesitaba conocer mi lugar preciso en esa cadena en la que me había enrolado. Me resultaba básico el conocer -ir conociendo; poco a poco- las circunstancias de mi ser en aquel mundo; las causas que explicaban mi situación, mi biografía y las fuerzas mentales y sociales que actuaban en mí; mis errores, los motivos de mis miedos, mis ignorancias, mis sufrimientos, mis ambiciones, mis razones encubiertas, mis oscilaciones, mis esperanzas, mis alegrías y mis penas... Todas las emociones inestables que atan y someten y que deseaba superar para caminar cada vez más ligera por el camino de la mejora personal; para poder ser capaz de dar lo mejor de mí misma.

Pensaba que lo nuestro no podía ser nunca un sistema cerrado de principios excluyentes, tan perfilados que hicieran imposible la comunicación, y tan dogmáticamente sostenidos, que hicieran inviable la discusión. La búsqueda y la discusión no son síntoma de hacer la contra sino ánimo de aclararse y poder poner los cinco sentidos en lo que nos traemos entre manos; es un querer ver el sentido para responsabilizarse más y mejor.

Estaba convencida de que a través de un nuevo conocimiento, por ínfimo que sea, nos elevamos "por encima de", nos superamos y salvamos las circunstancias. No entendía, por tanto, por qué cualquier tipo de análisis tenía que darse por malo. El análisis, ahí llegaban mis entendederas, es malo en la medida en que impide la acción, frena y perjudica la vida. Pero el análisis es bueno y necesario como instrumento de progreso, en la medida en que libera, afina y humaniza. Es bueno, insisto, en la medida en que destruye convicciones estúpidas, disipa prejuicios y busca la auténtica autoridad.

En aquellos dos años que duró la etapa de adoctrinamiento, me enseñaron e insistieron en la necesidad de aceptar la voluntad de Dios, expresada a través del Padre y de los directores, aunque no la entendiera. Pero a la hora de la verdad, lo que a menudo solía ocurrir es que con la directora inmediata acababas dialogando y razonando, con lo cual, el fondo puro y duro de la cuestión quedaba ahí, aparcado. Por ello también me costó llegar a conocer cuál era el alcance exacto de la dependencia a la que me estaba comprometiendo, que consistía en decir amén a todo lo que se me propusiera o sugiriera. Porque tal y como decía el Padre y los superiores se encargaban de transmitir:

-En casa -decían- cuando se exige algo con más fuerza es diciendo por favor. No existen órdenes, sino solamente sugerencias, que deben cumplirse al pie de la letra.

Era importante aprender cuanto antes que, en todo lo que rozara el llamado "espíritu", no había que pensar:

-Nuestro espíritu -nos hacían saber-, el espíritu de la Obra, consiste en una absoluta fidelidad al Padre y a sus delegados, los directores. Y en esa fidelidad -añadían-, ellos se pueden equivocar, pero tú nunca.

Era exactamente el "Führerprinzip", o principio del jefe, según el cual el poder debía quedar en manos de un jefe único; era la base de la organización del partido y del Estado nazi. Las ordenanzas hitlerianas proclamaban: "El Führer siempre tiene razón. Que el programa sea un dogma para ti". Y este principio se hizo realidad hasta tal punto que Goering afirmó en cierta ocasión al ministro de Finanzas, Schacht: "Pues yo le digo que, cuando el Führer lo quiere, dos y dos son cinco".

Es lógico que te preguntes, yo también me lo preguntaba, en qué consiste el llamado "espíritu"; desde dónde viene y hasta dónde llega. La respuesta es que el "espíritu" puede ser todo, que abarca todo.

Tal rotundidad hace recordar la famosa frase de: "Lo que mandes se hará", que era siempre la respuesta de la infanta Isabel, la popularmente conocida por la "Chata", a la más pequeña orden o al capricho más menudo del rey Alfonso XIII. Un día dijo éste que no le gustaban las sombrillas abiertas en los paseos que daban las damas de su familia por el Campo del Moro, y eso fue suficiente para que Isabel las proscribiera de la Corte.

"Hay que hacer cuando el Rey mande", era la fórmula que su tía Isabel repetía a diestro y siniestro y que ayudó a crecer en su sobrino el deseo de experimentar su autoridad hasta extremos inadmisibles y ridículos, sobre todo si contamos con que siempre hay un considerable grupo de cortesanos prestos a seguir la corriente.

Para que te hagas una idea más exacta, transcribo textualmente las palabras de monseñor Escrivá, que están recogidas en escritos internos, y los sacerdotes y directoras repetían -y supongo que seguirán repitiendo- hasta la saciedad en meditaciones y charlas:

-¡Hala, a obedecer! -decía Escrivá-. ¡El Padre siempre tiene razón! Aunque nos mande llevar un plumero tieso encima de la cabeza, si lo dice el Padre, es porque es lo mejor. Y el que no lo entienda es un soberbio y no sirve en la Obra.

La primera vez que escuché estas palabras sentí desconcierto al comprobar que iban dirigidas a un gran colectivo de mujeres adultas. Esas palabras me sonaron como cuando te enfrentas a un niño pequeño, que te planta cara negándose a ordenar -por ejemplo- los juguetes de su cuarto, y le amenazas con que si no lo hace, le encerrarás en el sótano oscuro y no le querrás nunca más. Me chocó el tono poco reflexivo y amenazador -ya que no éramos unas niñas- pero no le di mayor importancia.

Creo que lo entendí como una anécdota desafortunada o sacada de quicio, ya que estaba convencida de que, en sentido estricto, y desde un punto de vista cristiano, la obediencia no puede versar sobre la negación del propio criterio, considerada esta negación en sí misma. Tampoco puede consistir, en último término, en delegar en otra persona la propia responsabilidad, cuando ésta versa sobre cosas importantes y últimas. y tampoco puede consistir en la imitación formal del Cristo obediente, pues éste obedeció a su Padre, Dios, y relativizó, aun cuando también aceptó, la obediencia a una autoridad humana.

La primera y fundamental obediencia es descubrir cuál es la voluntad de Dios y no cuál es la voluntad del superior. El voto de obediencia expresa lo en serio que uno se toma la búsqueda de la voluntad de Dios, no para delegar en otra criatura humana la responsabilidad personal de esa búsqueda, sino para asegurarse que el propio juicio no vaya dirigido por propios intereses en esa búsqueda.

Reconozco que soy una persona discutidora y que me den órdenes nunca me ha gustado especialmente, pero tampoco he sido de aquellas de: "De qué se trata que me opongo". Era y soy bastante fácil de convencer, pero desde el diálogo y el intercambio de opiniones, que es el camino lógico para que el individuo se entere de las cosas, se aclare y, en consecuencia, sea capaz de actuar con sentido. Era, tal vez, algo rebelde, pero a la hora de la verdad era más cumplidora que rebelde, y en muchos aspectos me exigía a mí misma más de lo que me exigían.

Mi educación familiar, desde mi más tierna infancia, ha sido disciplinada, y hasta espartana, yeso se traduce en la vida adulta en algo que ya llevas dentro y forma parte de tu manera de ser.

Como digo, tuve una educación exigente, pero con una importante libertad de opinión, expresión y acción. En casa de mis padres nunca nos mostraron la docilidad como un valor máximo sino que nos formaron para tomar nuestras propias decisiones, nos inculcaron el sentido de la responsabilidad y nadie nos reprimió la capacidad de análisis, ni el juicio crítico, y mucho menos el sentido del humor.

Supongo que debido a la formación recibida hasta entonces, me costaba entender, y me rascaba por dentro, el tono autoritario y rígido de algunos de los mensajes que me iban transmitiendo en aquella intensa etapa de adoctrinamiento:

-El Padre quiere a sus hijos muy libres -nos decían-, pero haciendo exactamente, prontamente y únicamente lo que él quiere. Ese es el secreto de nuestra libertad. Y así obedeceremos la voluntad de Dios.

"¡Y tan secreto!", pensaba para mis adentros.

Frases de ese tipo las recibía como una bofetada, y me venían a la cabeza aquellas tenebrosas palabras de la horripilante Bernarda, de "La casa de Bernarda Alba" de García Lorca: "Obrar y callar a todo, es la obligación de los que viven a sueldo". Me parecían palabras de desprecio que me hacían chirriar por dentro porque no conseguía captar su razón de ser. Sólo sabía, de momento, que me sonaban mal, muy mal.

El fariseísmo o la ética del detalle

Como habrás podido observar, la imagen de la perfecta cumplidora no era lo mío, y era imposible que pudiera llegar a serlo, a no ser que renunciara a mis principios; que me desvirtuara, que me desmontara a mí misma de pies a cabeza, lo cual era un contrasentido, si estaba convencida de que me había enrolado en aquella aventura para hacerme mejor y conseguir dar lo mejor de mí misma. Hasta entonces había creído que el fin primordial de la Obra era la santidad personal y el apostolado; conocer y dar a conocer, vivir y ayudar a otros a vivir el misterioso mensaje de Jesucristo; mensaje de caridad, de amor. Pero con este nuevo planteamiento de signo totalitario, sólo veía claras dos posturas: el fanatismo total o la resignación pasiva, sumisa y espiritualista. y lo cierto es que no me imaginaba integrada ni en una ni en otra.

Manifesté mi preocupación a través de los dos conductos reglamentarios disponibles: el confesionario y la confidencia. El sacerdote fue claro y conciso en sus comentarios, se notaba que tenía la lección bien asumida:

-No podemos olvidar -dijo- que somos meros instrumentos en manos de Dios. Tenemos que dejamos dar la vuelta como un calcetín. Déjate llevar, obedece en todo...

Eran frases que ya nos sabíamos de memoria, que las habíamos meditado y las seguiríamos meditando cientos y miles de veces. Sin embargo, cuando te las volvían a recordar, otra vez te dejaban en carne viva.

La charla con la directora, como de costumbre, fue más personal, más amigable y desenvuelta, a pesar de encontrarme realmente angustiada.

-¿Y por qué no me echáis? -pregunté rotunda en el transcurso de nuestra conversación-. Nunca voy a llegar a ser la perfecta cumplidora, ya que sería tanto como ir en contra de mis convicciones más profundas. También cabe el irme -añadí-, pero no debo hacerlo, porque yo he venido aquí respondiendo a una llamada interior que de verdad he sentido, y no puedo rajarme. Sin embargo, si sois vosotros, con la autoridad del espíritu, los que me decís que no sirvo, mi conciencia lo asumiría con dolor, por supuesto, pero sin remordimiento.

Durante un rato nos quedamos mudas. Después abrió uno de los libros de Meditaciones del Padre y leyó algunos párrafos:

"¿Quieres perseverar en la Obra? Pues es muy fácil: reza, calla, trabaja y sonríe. El demonio nada puede contra esas cuatro paredes maestras. Ésta es la farmacopea que cura todas las enfermedades del alma."

"¿Quién eres tú para mirarlo así o asá? Dios hizo ya su elección. A ti lo único que te cabe es decirle sí o no a Dios mismo. Lo demás depende de El, es cosa suya. Si te quiere aquí o allá, bien o mal, en gracia o en pecado, eso ya es cosa suya."

En aquellos momentos, no decir nada era lo mejor que se podía hacer para contener las lágrimas y no perder el control, y así lo hicimos. Todo seguía igual de confuso, pero había podido la emoción.

Trabajar, obedecer, rezar, callar... Y para que el mensaje quedara más claro, el ejemplo del borrico nos era expuesto por activa y por pasiva, con ocasión y sin ella, pero parecía que siempre había ocasión. La imagen del borrico surgía en prédicas, en el confesionario, en la confidencia, y hasta en los ratos de ocio colectivo, en las tertulias, aprendíamos una canción cuya letra recuerdo que decía: "Soy un borrico de noria y es mi gozo el trabajar. Y ole la carga que llevo y ole mi claro sendero...".

Había que circular como burro de noria, con los ojos tapados para creer caminar derecho. ¿Y no es el mundo todo una noria y son los hombres quienes, andando en él, lo mueven y hacen andar? Pero, para hacerlo andar, ¿han de ir los hombres, como los burros de noria, con los ojos tapados?

Aprendiendo esta canción, me vino a la cabeza aquel cuadro de "El oro del Rhin", en el que Fausto establece los principios generales de la acción que ha de regir, como normativa, el mundo de los lemures o estirpe proletaria.

Fausto ordena: "¡Levantaos, siervos! ¡Uno tras otro! ¡Mirad dichosamente lo que pensé con osadía! ¡Tomad la herramienta! ¡Moved el pico y la pala! ¡Tiene que lograrse enseguida lo propuesto! A la orden estricta y a la diligencia rápida seguirá la recompensa más hermosa: para realizar la mayor obra, basta un espíritu para mil manos".

Mefistófeles, capataz de los trabajadores, añade: "Aquí no sirve ningún trabajo artístico".

Fausto, que goza con el sonido de las palas y, sin embargo, le deprime el sonido de las campanas, comenta: "¡Cómo me alegra el ruido de las palas!".

Cuando comenté a la directora, con cierto susto, la otra lectura que había pasado por mi cabeza mientras cantábamos la canción del "Borrico de noria", me encontré con la respuesta que ya se iba grabando en mi interior: "Trabaja, obedece, reza, calla..., y ya verás como irás entendiendo. Déjate llevar, rinde tu juicio, no pienses, y lo verás, lo acabarás viendo".

Borrico de noria, lemur, estirpe proletaria. Era preciso sentirse así para dar todo el fruto que la Obra necesitaba con el fin de asentarse en el mundo entero.

Pasado algún tiempo, con la cabeza más fría aunque con el corazón tambaleante, empecé a escribir en fichas y papeles sueltos -solía hacerla a menudo- mis reflexiones sobre todo aquello que me estaba ocupando y preocupando tanto. Recuerdo que lo titulé: "El fariseísmo o la ética del detalle".

Rellené un montón de fichas y cuartillas que acabaron en la papelera; unas porque las destruía yo misma sobre la marcha, y otras porque se las entregaba a la directora y ella misma se encargaba de liquidarlas. Pero lo importante es que, aunque desde entonces han pasado un montón de años, en síntesis, recuerdo perfectamente lo que en mi cabeza y en mi corazón iba madurando, dejando poso.

El planteamiento que me hacía era el siguiente. El fariseísmo consiste en una estricta obediencia a la Tara, es decir, a las enseñanzas del Señor. El fariseo quiere realizar prácticamente la Tara en todos los sectores de la existencia, y de ahí su ética del detalle, es decir, escrupulosa. En el fariseísmo lo que entra en juego es el problema de las relaciones entre la letra y el espíritu. Quizá yo condeno con excesiva rapidez la letra que mata y el literalismo, olvidando que la letra es espíritu condensado, que sólo está pidiendo vivir de nuevo. Saber leer es ir a la letra del espíritu; descubrir en él la estructura interna que lo define. La seriedad del espíritu está, a continuación, en la encarnación que le demos.

Entonces, yo me decía, llegando a la siguiente conclusión: "Ni fariseísmo puro ni espíritu a la carta, que sería tanto como hacerse un espíritu a medida. Se trataba de profundizar para identificarse y vivir el espíritu de la letra, para que la materialización que diera a la letra fuera el espíritu vivido".

En la Obra, la Tara era el mito del Fundador, que impuso su carisma como única razón o explicación de lo que en la Obra se hace. Se trataba de vivir lo que el Padre decía; porque él lo decía y como él lo decía, y cualquier razonamiento al respecto podía llegar a ser un obstáculo.

Comentar, explicarse, darse razones o buscar posibles salidas a lo que costaba entender o admitir, aportar experiencias o intentar contribuir a una toma de conciencia más consecuente se consideraba, como poco, una osadía. Eran, en definitiva, distintas formas de negarse a ser burro de noria.

Admitir el diálogo, aunque sólo fuera para aclararse, sin ánimo de enmendar la plana, sonaba a traición. Entonces yo no veía todo esto con tanta claridad, aunque algo sí comenzaba a vislumbrar, ya que en aquel entonces, de alguna forma, detectaba que se confundían dos términos: "integridad" y "totalidad". Ambos significan algo entero pero es importante distinguir las diferencias existentes entre ambos. "Integridad" parece referirse a una reunión o conjunto de partes, incluso a partes bastante distintas, que se asocian y organizan fructíferamente; "integridad" señala una profunda, orgánica y progresiva mutualidad entre funciones y partes diversificadas dentro de un conjunto, cuyos límites están abiertos y son fluidos. "Totalidad", por el contrario, evoca una frontera absoluta: dada una cierta delineación arbitraria, nada de lo que corresponde dentro, ha de ser dejado fuera, y nada de lo que ha de estar fuera, puede ser tolerado dentro. Una totalidad es tan absolutamente inclusiva como exclusiva.

Me preguntas: "¿Y quiénes pueden perseverar en este régimen de vida tan sumamente totalitario?".

Si me hubieras planteado esta cuestión cuando me debatía entre todos los pensares y sentires que te cuento, creo que no habría sabido bien qué contestar, ahora sí podría hacerlo sin ningún esfuerzo extraordinario, pero en este largo intervalo se me adelantó a responder a la pregunta que me planteas, M. Angustias Moreno -una ex numeraria-, cuando hace unos diez años, escribió: "Hay muchos que están en la Obra, que siguen en ella, porque están convencidos de que esto es para ellos la mejor manera de vivir la entrega generosa. Y hay algunos que están muy a gusto; otros, no tan a gusto, sin estar por eso empeñados en su valoración. Los hay también que sufren, anhelando que algún día eso que ellos creyeron y entendieron que debía ser la Obra se haga realidad. Sufren y piensan, y no quieren pensar; ven y no quieren ver; porque saben que oponerse no sirve para nada dentro, y no quieren, por otra parte, marcharse. Porque conocen la enorme dificultad, la impotencia que existe para dar con su marcha un testimonio eficaz, por el desprestigio que se lanzará contra ellos.

Siguen también todos los muy cansados ya de decir y de luchar aportando experiencias sin encontrar eco. Cansados, sabiendo que se van haciendo mayores y que cada vez será más difícil reemprender la vida fuera.

Están muchos que, como yo y tantos otros, años atrás, veíamos en nuestra lucha desde dentro nuestra mejor posibilidad para lograr una solución, una reacción favorable.

Siguen también los que han quedado mentalizados por la idea del Fundador, tan repetida, de que el que sale "va al abismo, se va a la oscuridad del océano, se sale de la barca". "No doy por su alma ni cinco céntimos", añadía.

Hay una categoría de socios que se encuentra en la Obra como pez en el agua: autoritarios por temperamento, ven en sus métodos y tendencias la más perfecta adecuación con sus ideas. Sobre todo, si las puede exponer desde arriba, desde los cargos directivos.

Otro apartado sería el de los socios que, a través de una profesión externa muy absorbente, consiguen la evasión necesaria para superar o contrarrestar los acogotamientos de la praxis de la Obra.

También hay que enumerar aquellos a los que les resulta cómodo que todo se lo den hecho, pensado, tritUrado, masticado; cómoda es la seguridad y la protección a todos los niveles que brindan desde dentro." [María Angustias Moreno, "El Opus Dei, anexo a una historia".]

Como podrás comprobar, a M. Angustias Moreno se le quedaron pocos cabos sueltos, y en su exhaustivo repaso reconoce que no es un solo tipo humano el que permanece en el colectivo de la Obra, sino múltiples, como múltiples son los tipos humanos que elevan y mantienen un estado totalitario: apóstoles fanáticos y sagaces innovadores; líderes solidarios y pandillas oligárquicas; creyentes sinceros y explotadores sádicos; burócratas obedientes y ejecutivos; soldados e ingenieros eficaces; secuaces dóciles y paralizados oponentes; víctimas acobardadas y futuras víctimas desconcertadas.

Funcionar por consignas

Con la larga cita de quienes pueden perseverar en la Obra parece que ya estamos llegando a una etapa final de esclarecimiento, cuando la realidad es que el ritmo de nuestra correspondencia todavía se encuentra en la etapa inicial del adoctrinamiento; con problemas ya planteados pero ni mucho menos resueltos, como podrás ir viendo. Me encontraba aún lejos del tiempo de lucidez, y aún más lejos de la ruptura.

Una parte importante del adoctrinamiento consistía en aprender a funcionar por consignas: "... conviene que..., la intención del Padre es..., la última nota que ha llegado de Roma dice que...". Las consignas -por supuesto, no se les daba ese nombre eran la voluntad de Dios puntual; lo que Él quería en ese momento de cada una de nosotras, y el cumplirlas hasta el más mínimo detalle, suponía nuestro camino hacia la santidad. Era clave el aprenderlo y asimilado lo antes posible: todo era muy simple.

El contenido de las consignas abarcaba desde cuestiones puramente formales -como la de: "hay que ponerse el velo cuando se entre en el oratorio", o las de "las numerarias no pueden llevar pantalones" o "las numerarias no pueden fumar", etcétera-, hasta cuestiones de fondo; todas aquellas que hacían referencia a la vida espiritual.

Algo que resultaba sorprendente era el derroche de estupidez generalizada que había que desplegar ante la llegada y la lectura de esos trascendentes mensajes y notas, que debían ir acompañados de una sensación de plenitud y alegría, como la que experimentaba la novicia de antaño cuando renunciaba a las pompas del mundo para entrar en religión. Y me sorprendía especialmente, porque aquella actitud, bastante trasnochada ya, no tenía nada que ver con el comportamiento de la gente corriente, que parecía que era lo que teníamos que ser.

Alguna vez lo comenté, y me encontré con la respuesta de que a mí me faltaba madurez:

-Aún vibras poco con las cosas de casa -me dijeron-.

Tal vez era cierto, pero es que aquellas actitudes me seguían pareciendo propias de noviciado de los años del catapún, que poco tenían que ver con el pensar y sentir de las jóvenes españolas de la segunda mitad de los sesenta. Es más, es que estaba convencida de que bastantes de las numerarias que se encontraban haciendo el Curso de Formación conmigo, pensaban de forma más parecida a la mía que a la que nos trataban de imponer. Pero como estaba absolutamente prohibida la charla entre iguales, resultaba difícil saberlo con certeza, aunque en ocasiones algo se podía adivinar, tal vez aunque sólo fuera porque todas éramos aún muy novatas en el sutil arte del disimulo.

Ese no poder comunicarte, intercambiar puntos de vista, contrastar pareceres, como lo habías hecho hasta entonces con tus amigos, tus compañeros, tu familia, me producía desconcierto y malestar, ya que se traducía en una convivencia muy forzada, superflua, postiza. En fin, artificial.

Creo que era Ortega y Gasset quien decía que el trato abierto y sincero con otras personas parece que aumenta nuestra vitalidad; se nos ocurren más cosas, relucen más valores...

Me costaba dar sentido positivo a ese escamoteo sistemático de las experiencias vivas para sustituirlas por la mención constante de: "De la Asesoría nos comunican que...". "¿Sabéis lo que el Padre acaba de decir?..". "La última nota que hemos recibido insiste en...". Nos transmitían cosas maravillosas del Padre, de la perfección que se vivía en nuestras casas de Roma -que nos parecían como cosas ocurridas en el país de los sueños-, pero poco o nada sabíamos de nuestras mutuas realidades de la vida cotidiana: opiniones, intereses, preocupaciones. Había una cierta esquizofrenia entre lo que se contaba y lo que ocurría a cada quien de verdad, entre lo que se imponía como real y la realidad.

Einstein decía que en física lo importante es lo que se hace y el modo de hacerla, y no lo que se dice que se hace, o que se debería hacer. Por supuesto, ni que decir tiene, que nuestros pasos no seguían los pasos del sabio de la relatividad.

Pero estas pegas que te cuento -el notarme incómoda en un mundo robotizado, o el echar en falta una comunicación entre iguales más fluida y natural-, las asumí en aquel entonces como males menores o simples gajes del oficio, porque era consciente de que la razón de ser de estar allí reunidas en un Centro de Formación, era marcar a fuego nuestros puntos de referencia, y nuestros referentes eran, sin lugar a dudas: el Padre, el mundo que le rodeaba, los superiores y todo lo que ellos transmitían.

La jerarquía funcionaba a tope y nos abarcaba casi en cada uno de nuestros actos: "Lo que diga tu directora es la voluntad de Dios para contigo", se nos repetía por activa, pasiva y neutra. A menudo, preocupada, me acusaba en el confesionario de que muchas de aquellas directoras que iba conociendo, me parecían artificiosas y superficiales, que en mí no despertaban la más mínima admiración y que respetaba sus directrices y propuestas por sentido del deber; porque era consciente de que formaba parte de las reglas del juego. Pero lo cierto es que no entraba a gusto en aquel montaje jerárquico, tan indispensable para la buena marcha del sistema, para que todo funcionara con orden y concierto en la vida en común. Lo aceptaba como "gajes del oficio", o como un mal menor o un mal inevitable y necesario. Cuando lo comentaba con el confesor de turno, la respuesta con la que me solía encontrar era la frase de: "Con estos bueyes hay que arar". Y, efectivamente, era así, no cabía duda: la estructura jerárquica era necesaria, y la que había era esa y no otra.

Un buen día leí que los psicólogos habían comprobado que hasta entre las gallinas existe una rígida jerarquía en el picoteo y que ésta resulta indispensable para la estabilidad del gallinero. El científico Schjelderup-Ebbe comprobó en su momento que de las doce gallinas de un corral hay una que picotea a todas las demás en la lucha con ocasión de la alimentación y se halla, pues, en primer lugar en la lista del picoteo. Una segunda gallina es picoteada por la primera y picotea, a su vez, a las diez restantes. Y así va descendiendo progresivamente la serie hasta llegar al último animal en la lista del picotea que es picoteado por todos los demás. Esta jerarquía puede variar si una gallina observa que una de las que están por encima de ella es picoteada por otra que está subordinada a la primera; entonces ya no se deja picotear por la que antes era su superior jerárquica. Si el ejemplo se repite y cunde, ni que decir tiene que el gallinero se revolucionará.

Salvando las distancias, la historia del gallinero se repite en cualquier lugar donde se desarrolle un nutrida vida en común: la jerarquía viene a ser elemento indispensable para la buena marcha de la comunidad.

Me encontraba voluntariamente inmersa en un colectivo, por tanto, ya sabía a qué atenerme. Sí, con aquellos bueyes había que arar.

Unas cosas me podían gustar y otras no, pero a todo le veía un último sentido: me estaba preparando para..., estaba en etapa de aprendizaje..., todavía no sabía lo suficiente..., se trataba de una situación transitoria..., también era bueno purificar. Se trataba del camino que había que recorrer para alcanzar posturas personales más maduras, más ricas y enriquecedoras. Como digo, a todo le acababa por dar un último sentido.

Eran obstáculos normales que había que superar. Todos los santos habían pasado su noche oscura del alma, y no se habían quedado ahí. Era preciso contar con un tiempo de oscuridades, de sombras, y más tarde llegaría la luz. Por el momento, lo que tenía que hacer era conseguir que mi sumisión se convirtiera en deseo, sin límite, de sumisión.

Una chica de la nueva ola

El contenido de mis cartas se ha centrado hasta ahora, fundamentalmente, en las distintas facetas del mundo interno de la Obra -era lo que estrenaba-, pero te he contado poco o nada del ambiente externo en el que me seguía moviendo: estudios, intereses culturales, inquietudes, inicio en el ejercicio de la profesión, etcétera, y cómo conseguía compaginar esos dos mundos.

En la década de los sesenta la transformación española era evidente. Entre 1962 y 1968 el número de alumnos y de alumnas universitarios se duplicó. En 1966, una nueva ley de prensa, del entonces ministro de Información y Turismo, Fraga Iribarne, suprimió la censura previa; hubo mayor tolerancia en espectáculos teatrales y cinematográficos y se permitieron algunas revistas de la oposición. El auge del turismo también hizo que la gente joven, en muchos pueblos costeros de veraneo, hiciera pandilla, amistad y noviazgo, con jóvenes procedentes de distintos países europeos, y tomara contacto con otras formas de pensar, sentir y actuar. También se fue generalizando, entre los españoles, el hacer cursos de idiomas en Francia y en Inglaterra.

En 1966, finalizaba mis estudios de periodismo y estaba abierta e interesada por todo lo que ocurría a mi alrededor: teatro, cine, charlas, coloquios y, sobre todo la lectura, colaboraban de forma activa a ensanchar mis horizontes, a abrir los ojos, a aprender a relacionar, a plantearme nuevos interrogantes. La década de los sesenta se presentaba de lo más propicia para cualquier tipo de inquietudes, poniendo todo en tela de juicio y hasta patas arriba. Los finales de aquella década llegaron dispuestos a despertar hasta a los espíritus más dormidos, lo que no quitaba que, por mi parte, siguiera siendo fiel a las lecturas de la BAC y de Patmos, y a autores como Teilhard de Chardin, Camus, Maritain, Mounier, Unamuno, etcétera.

Supongo que por el hecho de ser mujer, la entonces llamada cuestión femenina, comenzó a interesarme de manera especial, y procuré seguir de cerca el resurgimiento de la lucha de las mujeres por su liberación. Como les ocurrió a tantas chicas de mi generación, la lectura de "El segundo sexo", de Simone de Beauvoir, fue básica para el despertar.

No podemos olvidar que en los años sesenta se estaban produciendo situaciones clave que provocaron el resurgimiento de lalucha por la liberación de la mujer -en los años veinte, las mujeres ya habían batallado para conseguir el voto femenino, y anteriormente, las sufragistas también habían tomado la calle con sus reivindicaciones-. Pero entre estas dos situaciones destaca, por una parte, el hecho de que en la década de los sesenta las mujeres constituían, por primera vez, una tercera parte de la fuerza laboral; por otra, el matrimonio y la vida familiar tradicional empezaban a tambalearse y, finalmente, los movimientos pacifistas -en pro de los derechos civiles- y el nacimiento de los "hippies", trastornaron las ideologías políticas y los mitos culturales, acarreando una puesta en cuestión de las costumbres sexuales y el papel de la mujer en la sociedad.

Es cierto que a lo largo de la historia han existido en algunos lugares y en determinados momentos sociedades regidas por mujeres, es decir, matriarcados; pero también han existido mujeres que dentro de sociedades patriarcales han vivido situaciones culturalmente propias de hombres. Sin embargo, sólo en los años sesenta las mujeres comenzaron a considerar colectivamente su situación y, en consecuencia, empezaron a surgir los grupos de liberación femenina, que pretendían acabar con todos los atavismos culturales que relegan a la mujer a un plano de inferioridad y de dependencia con respecto al hombre.

El tema era -y sigue siendo- muy actual y muy trascendente. Cada vez un mayor número de mujeres parecía buscar una identidad propia y distinta a la del hombre, lo cual no tenía por qué implicar la destrucción ni la debilitación de las relaciones hombre-mujer, sino que incluso puede llegar a fortalecerlas al convertirlas en algo real, existente por sí mismo, sin motivación material, de seguridad económica. Un nuevo equilibrio entre lo masculino y lo femenino estaba siendo presagiado, no sólo por los cambios que se estaban dando en cuanto a la recíproca relación entre los sexos, sino también por la ampliación de toma de conciencia que iba surgiendo con los avances de la ciencia, la tecnología y la auténtica exploración de uno mismo.

Hacia el año 1967 -1968, otra lectura importante vino a despertar las conciencias, fue "La mística de la feminidad", de Betty Friedan, publicada en Estados Unidos en 1963. La formación de diferentes grupos de liberación de la mujer fueron, en parte, el resultado de la concienciación que este libro provocó; a través de él, muchas mujeres se dieron cuenta de que no existía ninguna "realización mística" en sus labores de ama de casa y que el malestar que causaban estos trabajos -constantes y repetitivos-, que caían sobre ella en exclusiva, eran un problema común.

Voy a hacer un inciso, que creo que viene a cuento, para contarte que cuando llegué a la Obra y tuve ocasión de ver de cerca el mundo de las administraciones por dentro, detecté problemas muy parecidos a los que la autora americana plantea en su libro. Pero como nunca trabajé en una administración, ni tan siquiera me tocó vivir de forma continuada en ninguna de ellas, me limitaba a saber que era un mundo que estaba allí mismo pero en el que no iba a meterme para nada, ya que no formaba parte de mi responsabilidad a ningún nivel. Una vez fuera de la Obra, tuve ocasión de conocer más a fondo el tema -que antes sólo había oteado-, con la lectura del libro "La otra cara del Opus Dei", de la ex numeraria y ex administradora M. Angustias Moreno.

Friedan, al menos en el contenido de su divulgadísimo libro, limitaba los problemas de la mujer a sus problemas como ser doméstico; Beauvoir, por el contrario, abarcaba el tema de la mujer más allá de su problemática inmediata, de forma más global y profunda, pero una y otra fueron claves en su momento.

La diferencia de la mujer respecto al hombre -escribía Beauvoir ya en los años cuarenta- no está determinada por las hormonas ni por ningún instinto misterioso, sino por la manera en que su cuerpo y su relación con el mundo exterior se modifican debido a la acción de quienes las educan deliberadamente en un estado de discriminaciones que oscurece para siempre su vida adulta.

Supongo que mientras lees esta carta te estarás preguntando, ¿pero qué pito tocaba una chica de la nueva ola metida en el Opus Dei? Es que más que ser una chica de la nueva ola, estaba en la onda de la nueva ola, cosa que me parecía perfectamente compatible con mis ideales de cambiar amor por Amor, de generosidad, de entrega, de colaborar en la lucha por cristianizar todas las actividades humanas, de empeñarme en la tarea de hacer un mundo más humano y más justo.

No, en principio no veía ninguna pega. Pero ya te seguiré contando otro día, pues hoy ya me siento desfallecida.

Situación de la mujer, situación de mujer

Cuando en 1966 despegué de mi medio familiar para incorporarme a la Obra, ya estaba interesadísima por todo lo que fuera analizar la situación de la mujer, considerando su biología, su posición laboral, su lugar en la sociedad de consumo, su relación con la institución familiar y con la religión. Un mensaje clave de mi recién estrenada vocación era que tenía que estar en el mundo; interesarme por lo que ocurría en mi entorno formaba parte de estar en él, y en él había que actuar.

Se trataba de estar en el mundo, no para perderse en él, sino para proponerle el camino de su salvación, misteriosamente inscrito en el mismo. Había, por tanto, que ir a las fuentes: ¿qué decían las Escrituras de la situación de la mujer?

Hombre y mujer, creados por Dios conjuntamente, lo habían sido a imagen y semejanza suya (Gén. 1,27); la mujer fue creada como idónea compañera del hombre (Gén. 2,20 y 23); el Nuevo Testamento también proclama la total igualdad de hombre y mujer, es San Pablo quien escribe que "no hay judío, ni griego, no hay siervo ni libre, no hay varón ni hembra" (Gál. 3,28). Pero la sociedad cristiana ha tendido a proclamar el principio y a emplear en la práctica las normas circunstanciales de este apóstol: "La mujer aprenda en silencio con toda sujeción [...] porque Adán fue formado primero, después Eva" (1 Tim. 3,11-15). Y más tarde, la evolución histórica de Occidente fijó los modelos sociales, que ya no cambiaron, hasta aparecer como únicos y sagrados.

No voy a pararme a transcribir las acusaciones terroríficas de un Tertuliano, ni toda la literatura misógina de la Edad Media. Durante siglos, generaciones de teólogos dieron por supuesto que las mujeres no tenían alma, y aún después del Concilio Vaticano II, todavía se sacralizan, y se intenta seguir sacralizando, modos concretos de vida social y familiar de la mujer, que no van más allá de una especialización sexual.

Te cuento todo esto, no en plan de desarrollarte una lección, sino para que te hagas una idea clara de la inquietud que sentía por tan grande y conflictivo tema.

En cuanto a la "feminidad" y la "masculinidad", mis planteamientos eran realistas. Veía claro que la anatomía de la mujer, inferior o superior a la del hombre, pero evidentemente distinta, ha condicionado su existencia; la ha sometido a una dependencia del hombre que se basa en la facultad de la mujer de ser madre. Por otra parte, la diferencia fisiológica entre hombre y mujer se reduce a una corta época de actividad en la mujer, debida a una maternidad repetida, dos, tres, cuatro o más veces en su vida, y que en cada ocasión produce una disminución de la actividad de la mujer durante, quizá, 20 o 30 meses a lo largo de toda su existencia. Los demás determinantes de la "feminidad" o de la "masculinidad" son sociales o culturales.

No hay otra razón que la costumbre para que la mujer se ocupe en exclusiva de los trabajos domésticos y de la educación de los hijos. No hay razón objetiva ninguna para que la mujer no ejerza las más variadas profesiones. Son los condicionamientos de una sociedad masculina los que han establecido las pretendidas diferencias en el comportamiento sexual de hombres y mujeres.

Como un buen número ya de jóvenes de mi generación, así pensaba y éstos eran mis planteamientos. Por eso, cuando me integré en la gran familia de la Obra, me llamó enseguida la atención, no sólo la falta de inquietud en este terreno, sino que existía una clara postura en contra y nos hacíamos eco de la visión más tradicional de la mujer: "el ángel del hogar", "la mujer magnífica", "la madre de mis hijos"... Es decir, la visión de aquellos que colocaban a la mujer en un altar, repitiendo los tópicos clásicos de todos los tiempos en la relación hombre-mujer, de falso respeto y falsa adoración, porque la realidad pura y dura solía ser, en no pocos casos, que a la mujer la querían para la cama, la limpieza, la cocina y los salones (algunos).

En la primera casa donde viví, nadie trabajaba fuera, todo el mundo tenía ocupaciones internas -unas daban clases en la Escuela Hogar, otras eran administradoras-, sólo había una licenciada, directora de Estudios de la Escuela, y que antes de ser de la Obra había trabajado en el Consejo de Investigaciones Científicas. Su nivel destacaba mucho sobre la media; tenía un espíritu abierto y le interesaban un montón de cosas -de ella te hablo más extensamente en otra carta; se llamaba Sofía y dejó la Obra después de veintitantos años de militancia-. Conectamos desde el primer momento, a pesar de la diferencia de edad, y de allí nació una bonita amistad que ha durado muchos años.

En las siguientes casas en las que viví, los Centros de Formación, Alcor y Dársena, entre las más de cien vocaciones jóvenes que nos encontrábamos en periodo de adoctrinamiento, aproximadamente la mitad éramos universitarias; el resto había hecho secretariado, decoración o algún otro estudio de tipo medio. Pero como futuro profesional, la mayoría de unas y otras, pensaban en ser profesoras de colegios de la Obra, o trabajar en obras corporativas o en administraciones; lo de buscarse la vida profesional fuera del ámbito interno se lo planteaban pocas. Y era fácil de entender, porque el ambiente no lo propiciaba lo más mínimo -bueno, de dicho sí, pero de hecho, no-, y había que superar muchas pegas y barreras; entre otras, que los horarios de trabajo no interceptaran los tiempos dedicados a la llamada vida de familia, y mucho menos a los de formación. El que tuvieras compañeros y no compañeras de trabajo, también era una pega importante, pues en tu tarea diaria no podías hacer apostolado directo; la ideología del medio en el que se desarrollaba tu trabajo había de ser afín, etcétera. En resumen, que te encontrabas entre dos mundos muy dispares; el de dentro y el de fuera, y con frecuencia te podías ver como un bicho raro y viviendo muchas tensiones. Como ilustración, puedo contarte algunos recuerdos sacados del baúl de los ídem.

El verano que hacía prácticas en el periódico "Informaciones", en pleno mes de agosto madrileño y con el asfalto que se derretía, debía de ir a trabajar con medias y manga larga. Cada día tenía que oírme alguna bromita y seguir la corriente con alguna respuesta igualmente jocosa. En otoño de aquel mismo año, tuve que renunciar a mi trabajo en la sección cultural de "ABC" porque las presentaciones de libros, conferencias, inauguración de exposiciones, etcétera, acababan tarde, y a continuación había que ir a escribir al periódico. El trabajo siguiente, redactora del semanario "Tiempo Nuevo", tuve que dejarlo para irme a vivir a Barcelona.

Recién llegada a la Ciudad Condal, me surgió la oportunidad de trabajar en una agencia de noticias, y no pude hacerla porque mi horario de trabajo era hasta las once o más de la noche. En fin, no te cuento más porque creo que ya es suficiente para hacerte cargo de que las dificultades eran reales. Pero también es cierto -y no quiero pasarlo por alto- que, cuando quieren, ellos mismos se encargan de colocar a su gente, y puedo hablar por mi propio caso, pues si poco después entré a trabajar en el gabinete de prensa del IESE fue por ser de la Obra, y porque ellos fueron los que me metieron allí.

Durante mis primeros años de numeraria, en más de una ocasión estuve al borde de tirar la toalla, y le decía a la directora:

-Si el combinar el mundo de dentro y el de fuera resulta tan complicado, ¿no sería mejor que tuviera un trabajo interno? Podía dar clases, o dedicarme a la cocina a la que siempre había tenido afición. También tenía buen sentido de la organización, la decoración me gustaba, etcétera.

Cada vez que planteaba el tema, me encontraba con la misma respuesta apasionada por parte de la directora:

-Ya te he dicho que ni se te ocurra planteártelo, y menos plantearlo.

La explicación de su rotunda postura era que había mucha gente dentro y muy poca fuera. Mi misión era abrir brecha y servir de ejemplo para que otras se lanzaran también a trabajar fuera, ya que ese era el futuro de las mujeres de la Obra, y sería lo normal para la numeraria del siglo XXI: yo era ya la numeraria del siglo XXI.

Me daba ánimos y no me dejaba decaer. Había que esforzarse y batallar para ir dando cuerpo a ese estar presente en todos los terrenos de la vida profesional. Yo me fiaba mucho de lo que me decía; la apreciaba de verdad, y ella a mí también.

M. Rosa C. -así se llamaba-, era una mujer llena de contrastes y rarezas, que tenía unos altibajos descomunales y un genio endemoniado, pero conmigo creo que siempre fue leal y sincera, dentro de todas nuestras limitaciones. A pesar de llevarnos bastantes años, teníamos puntos de vista parecidos, sobre todo en lo que se refería a lo que entonces se llamaba "cuestión de la mujer". También le interesaba la vida interior en profundidad -la oración, la contemplación-, y teníamos charlas serias que me daban luz. Para mí fue un puntal importante en aquellos dos primeros años duros y en el desconcierto de aquella vida colectiva multitudinaria que tanto me aturdía.

Cuando en la confidencia planteaba mis desasosiegos -que me encontraba agobiada fuera y encorsetada dentro-, ella siempre me decía que no me preocupara, que todo formaba parte de la ascesis necesaria, hasta que me fuera familiarizando con mi nueva forma de vida. El periodo de formación era una etapa extraordinaria en la existencia de una numeraria; lo normal era vivir en grupos pequeños y de manera más independiente. En ese tiempo de adoctrinamiento se trataba, ante todo y sobre todo, de empaparse del llamado "espíritu de la Obra", hasta convertido en algo propio.

Aprender a ser numeraria consistía, además de vivir los tres consejos evangélicos -pobreza, castidad y obediencia-, en: cumplir las normas; consultar todo con la directora; responder positivamente a las más pequeñas insinuaciones; no hablar de nada personal con las otras numerarias; evitar las opiniones personales; hacer apostolado -más bien proselitismo-; ejercitarse en el amor al Padre, haciendo vida de todos sus escritos, notas y cartas; conocer las llamadas praxis (informes sobre medidas prácticas de cómo debía funcionar todo en las casas de la Obra: cocina, limpieza, oratorio...); cursar un temario básico de filosofía; someterse a un control total -hasta las cartas personales se recibían abiertas y leídas-; tener una actitud de entrega y aceptación constante.

Lo del control total suponía una obligación especialmente dura y sorprendente, ya que se me había educado para considerar la invasión de la intimidad como un crimen tan reprobable como el robo. Pensaba que de tu intimidad deberías de ser tú misma quien informara libremente, pero ese allanamiento de recibir la correspondencia abierta y previamente leída por la directora de turno, me sonaba a régimen carcelario. También era un claro signo de desconfianza el que todas las cartas personales que una escribía, debían dejarse en la mesa de la directora, con el sobre sin cerrar, para que ella decidiera, tras su lectura, si se les daba salida o no.

De aquel tiempo inicial también recuerdo como algo agobiante lo de tener que pasar por el confesionario cada ocho días. Una no se daba ni cuenta, y ya había transcurrido otra semana, y de nuevo otra vez había que meterse en la garita: ¡Se me hacía tan cuesta arriba el volver a repetir casi lo mismo semana tras semana...! Me sorprendía enormemente el que hubiera personas a las que les ocurría todo lo contrario, es decir, que la confesión semanal les resultaba poco y veías que constantemente se metían en aquel cuartito oscuro y allí se pasaban horas. ¿Se debía a escrúpulos de conciencia?, ¿dudas que no llegaban a despejar? De cualquier forma, no salía de mi asombro. Más tarde llegué a entender que, tal vez el confesionario, además del valor sacramental, también era un medio para aliviar a la persona de la enorme tensión interna a que se ve constantemente sometida la conducta del miembro de este tipo de organizaciones.

En fin, todas éstas eran las obligaciones comunes de toda numeraria. Luego, cada cual ejercía su propio trabajo, yo, por ejemplo, el primer año de ser de la Obra, trabajaba en el semanario "Tiempo Nuevo", y poco después lo hice en el departamento de Información del IESE y también como encargada de las páginas dedicadas a la mujer, en "El Correo Catalán".

Decía líneas arriba que, con frecuencia, me encontraba agobiada fuera y encorsetada dentro. La razón es fácil de ver: por una parte, me estaba estrenando en el mundo profesional, y me parecía que le tenía que dedicar más esfuerzo y más tiempo del que podía dedicarle, esto me agobiaba. Por otra, también me estrenaba en un mundo interno nuevo, y en no pocos aspectos chocante, que exigía mucha dedicación. Me encontraba como las madres de familia que trabajan fuera de casa: con doble jornada de trabajo. Esta expresión, que luego se ha utilizado de forma generalizada, entonces comenzaba a sonar.

Había que ensamblar dos mundos claramente distintos: el de dentro y el de fuera. Estaba aprendiendo a hacerlo.

Esclavas, ellas. Ellos, sabios

En el primer año de vivir en una casa de la Obra, tal vez lo que más me sorprendió, fue el enterarme de las radicales diferencias que había entre la forma de vivir de los numerarios y las numerarias; era como si unos fueran los ciudadanos de primera y, las otras, los de segunda.

"Sancta Maria, Spes nostra, Ancilla Domini" ( "Santa María, esperanza nuestra, esclava del Señor". Lo escribo en latín porque siempre la decíamos en latín). Ésta era la jaculatoria con la que las numerarias finalizábamos todos nuestros actos comunes. Los numerarios, para los mismos actos comunes, tenían otra jaculatoria, que comenzaba igual que la nuestra pero que acababa de forma totalmente distinta: "Sancta Maria, Spes nostra, Sedes Sapientiae ("Santa María, esperanza nuestra, sede de -o asiento de la- sabiduría"). Nosotras pedíamos ser esclavas, siervas, criadas del Señor, mientras que ellos pedían ser asiento o sede de sabiduría. No sé si tú ya lo sabías, yo me enteré mientras cursaba el primer año de Centro de Formación, y fue un palo.

Sierva, esclava, sí, en el sentido en que afirma su plenitud en el "Fiat". Pero también quiere comprender a la luz de la razón y no a ciegas, y por eso pregunta al Ángel.

Ellos y ellas son siervos y siervas, esclavos y esclavas del destino. El destino es un imperativo de la libertad, un acto de libertad responsable. En la obediencia a ese destino nuestro, de cada uno, hallamos la humildad y la ejercemos, y ejercemos también el orgullo en esa voluntad indomable donde espejea la razón divina cargada de sinrazones.

¿Por qué ellos debían aspirar a la sabiduría y ellas a la esclavitud? No había más que remitirse a las fuentes para comprobar que Jesús, el Maestro, planteó claramente un discipulado de iguales: "Ni judío, ni griego, ni amo ni esclavo, ni hombre ni mujer". y las mujeres parece que entendieron bien el mensaje cristiano. Pero en el siglo I, después de la muerte de Jesús, ¿cómo se puede aceptar que las mujeres tengan libertad e igualdad respecto a los varones cuando ninguna la tenía? De sobra es sabido que en los primeros años de la Iglesia los cristianos se reunían en las casas particulares y que el protagonismo es de hombres y mujeres, de todos por igual. También es conocido que en aquellos comienzos había mujeres propietarias que cedían sus casas para que se celebrase la cena del Señor, que es como se llamaba entonces la Eucaristía, y que ellas eran las que presidían la ceremonia como anfitrionas. Y no podemos olvidar que estamos hablando de un tiempo en que mujeres y hombres no se juntaban nunca para comer en público, con lo cual resultaba escandaloso que hombres y mujeres se sentaran en torno a la misma mesa y compartieran. Pero las reglas del Imperio Romano pudieron con todo este panorama tan rupturista y, como suele ocurrir siempre, los más débiles, esclavos y mujeres, se llevaron la peor parte.

Que pasados veinte siglos, con un Imperio Romano tan lejano ya en normas y costumbres, y en nombre del mismo Cristo que batalló de forma descarada en pro de la igualdad, nos impusieran aquellas metas tan rotundamente opuestas: ellos que aspiren a ser sabios y ellas que deseen ser siervas o esclavas, me dejaba patidifusa.

Leyendo el libro Camino, ya me habían chocado alguna de las máximas que hacían referencia a la mujer -me sonaban claramente peyorativas-, pero la explicación que me daba era que en las fechas en que el libro había sido escrito, aún había mucha gente que estaba en esa onda, y suponía que en ediciones futuras el contenido sería actualizado. Con el descubrimiento de la "ancilla domine" y de la "sede sapientae" -estas jaculatorias siempre las decíamos en latín-, me daba cuenta de que estaba equivocada, de que la cosa era más seria de lo que me había parecido en un principio. Y además, pensaba para mis adentros, puestos a ser esclavos, igual deberíamos serlo unos que otras, ya que tanto ellos como ellas somos esclavos de la voluntad absoluta de Dios.

¿Por qué, sin embargo, a las mujeres de la Obra se les seguía pidiendo vivir como cualidades máximas, las de la esclavitud, si una buena parte de las mujeres de mi generación ya no habían sido educadas así? En el ámbito familiar, niños y niñas habíamos tenido un trato muy similar: íbamos a la universidad, conducíamos, habíamos salido al extranjero, teníamos amigos y amigas como ellos tenían amigas y amigos, y cada vez era mayor el número de mujeres jóvenes que se planteaban en serio un futuro profesional.

"Ancilla", es decir, esclava o criada. Con aquel punto de partida, lo que debía de hacer allí cualquier mujer razonable era contentarse con una dosis mínima de conocimiento y una dosis masiva de ignorancia. ¿Y tendría que ser así ya para siempre? Durante un tiempo le di muchas vueltas al asunto: sabio-esclava... Superioridad masculina-inferioridad femenina. Y el varón, desde su estatura superior y como grupo dominante, cultiva lo que más aprecia para sí mismo y dicta lo que más le conviene exigir de sus subordinados: la inteligencia, la agresividad, la fuerza y la eficacia, en el macho; la pasividad, la ignorancia, la docilidad y la "virtud", en la hembra. Blanco-negro; aristócrata-campesino. Si sustituimos las categorías sexuales, vemos que el blanco espera encontrar en el negro obediencia y paciencia (aunque también encuentre deseo de venganza y buena dosis de irritabilidad y falta de cooperación). En cuanto al aristócrata y el campesino, el primero se considera a sí mismo como un gobernante intelectual y ve al segundo como un sirviente afectuoso y jovial (aunque también le sabe propenso a la insubordinación, a la evasiva y al chismorreo).

¿Por qué esa discriminación que nos hacía retroceder en nuestra propia historia? Estaba perpleja, no sabía a qué atenerme. Recordaba escenas recientísimas, de cómo nos reíamos con los compañeros de curso, cuando al realizar trabajos en la hemeroteca, descubríamos en los periódicos frases de comentaristas nostálgicos como la siguiente: "...es un consuelo tener a la vista la imagen antigua y siempre nueva de esas mujeres españolas comedidas, hacendosas y discretas". El que descubría una frase de este tipo, la leía en alto y, si por unanimidad se consideraba de antología, la recopilábamos. En poco tiempo recogimos un montón, que archivamos por consideradas piezas de museo.

Y cuando creía que aquella imagen de la joven de posguerra ya había sido superada, me encontré con que en la Obra ese tenía que seguir siendo el ideal de mujer, o la mujer ideal: joven a la que no se le permitía tener una visión complicada de la vida, y cuya obligación consistía en tratar de ofrecer una imagen dulce, estable y sonriente. Las prédicas sobre la sonrisa femenina eran incontables en las publicaciones de aquella época que consideraba ya superada, y tenían una clara vinculación con la ideología de entonces. Me quedé un tanto congelada al constatar que en el Opus Dei de finales de los años sesenta, la sonrisa se seguía viviendo como precepto, aunque no fuera del todo sincera, y en ocasiones acabara por convertir a la persona misma en una mueca.

No me invento nada si te digo que, además de "esclava del Señor", se trataba de ser siempre una criatura optimista y cascabelera. Nos decían que eso era lo que el Padre quería de nosotras y, por tanto, el llevar la contraria al mandamiento de la sonrisa podía significar una actitud deliberada de rebeldía. Era dar prueba manifiesta de tener espíritu crítico; lo peor que uno podía tener allí dentro.

Mi problema era entonces que el espíritu crítico me parecía imprescindible y fundamental para poder avanzar, para poder llegar a superar aquellas actitudes que me parecían trasnochadas, y apuntar a nuevas formas de hacer, más acordes con la mentalidad del momento.

Estaba convencida de que con buena fe, cabeza clara y voluntad, podríamos llegar a desechar, como una piel seca, lo que consideraba posturas caducas y trasnochadas. ¡Qué equivocada estaba! Pero mi equivocación la vi más tarde, porque por aquel entonces estaba del todo persuadida de que mi espíritu crítico era positivo, constructivo, y que lo único que quería era hacer las cosas mejor.

El espíritu crítico con uno mismo y con el entorno es imprescindible para seguir el ritmo de la vida y de sus acontecimientos. Me resultaba imposible aparcar esta idea que tenía muy arraigada, y por eso me costó mucho el caer definitivamente del burro. Hasta el último momento, de alguna forma seguí creyendo en la reforma desde dentro; en que siendo leal, sincera e inconformista, estaba colaborando a hacer el Opus Dei. Recuerdo con la fuerza que le expuse mi argumento a una numeraria "histórica", cuando en un encuentro que tuvimos en un chiringuito del puerto de Barcelona, un día de primavera de 1971, me comunicó su decisión de dejar la Obra después de veintitantos años de militancia.

Se trataba de una mujer abierta, culta, irónica y divertida -ya te he contado algo de ella en otra carta-. Sofía M. -así se llama-, era licenciada en Arte y llevaba muchos años trabajando como jefe de Estudios en varias Escuelas de Decoración de la Obra. Había pasado por las diferentes etapas de desarrollo de la Institución; desde los humildes e ilusionados inicios hasta la etapa de apogeo y abundancia, y en su largo recorrido, gradualmente había ido entrando cada vez en más profundos desacuerdos con la línea directiva, hasta comprobar que no quería colaborar más a engordar aquel sistema y que la única forma de hacerlo era marchándose.

Mientras me lo contaba, manifesté mi desconsuelo:

-Pero si quienes lleváis tantos años batallando, os rajáis, ¿qué podremos hacer las que somos más jóvenes y novatas, y que no tenemos ni el prestigio ni la confianza que vosotras ya habéis conquistado? ¿No crees que hay que insistir, más y más, en ser leal, sincera, reflexiva, rezadora, inconformista y trabajadora incansable, porque esa es la forma de hacer y ser Opus Dei? -añadí todavía con esperanza-.

Me miró fijamente y respondió:

-No creo que haya que insistir. Creo que no hay nada que hacer. Tú ahora no lo ves así, pero llegará un día que lo verás; es seguro que lo verás. No sé cuanto tiempo tardarás en verlo porque eres joven, guerrera, idealista e ingenua, pero -insistió- lo acabarás viendo. No, no hay nada que hacer.

Aquella conversación supuso para mí un mazazo, pero aun así, tuvieron que pasar todavía varios años, antes de que cayera definitivamente del burro. Pero no sé por qué te adelanto acontecimientos si todavía me tienen que venir a la memoria muchas vivencias de etapas anteriores.

El reino de la voluntad

A pesar de los no pocos disgustos que me llevaba cuando iba descubriendo que muchas cosas no eran como me las esperaba, no sé bien qué es lo que ocurría, pero nunca tiraba la toalla. Como un Guadiana, volvía a resurgir más hondo y caudaloso mi convencimiento de que siendo abierta, generosa, leal y sincera, podía colaborar a que esas cosas que no me gustaban cambiaran, o al menos, fueran cambiando. A entretenerme en esa ilusionada actitud, colaboraron activamente mis directoras inmediatas, con las que siempre me llevé bien y de las que guardo un entrañable recuerdo. De todas ellas -fueron seis en los ocho años y medio que fui numeraria-, sólo una desapoyó abiertamente mi visión crítica, que consideraba como un obstáculo importante para mi realización dentro de la Obra.

-Cambia de postura -me aconsejaba M. Pilar C-, déjate llevar y obedece en todo hasta el final sin cuestionarte nada de nada. El Padre y los superiores ya saben de sobra lo que hacen y lo que tienen que hacer los demás. No olvides que somos instrumentos en manos de Dios. Somete tu juicio, no hagas nada por imponer tu criterio. No creas que así haces bien; haces más mal que bien.

Siempre que venía a cuento insistía:

-Tienes influencia sobre las personas; se fijan en ti, te siguen con facilidad. Reza, obedece, calla, rinde el juicio, vive la corrección fraterna en todas las ocasiones que observes que no se está viviendo todo esto que te digo, y verás lo eficaz que puedes llegar a ser. Supervalorándote no vas a conseguir nada y, sin embargo, puedes llegar a hacer mucho daño.

La verdad es que aquella superiora, que como era de suponer hace ya tiempo que está de super-superiora mayor, con sus palabras me dio mucho que pensar y me transmitió un mensaje claro: puesto que no había nada que cambiar, era yo la que debía cambiar.

Rendir el juicio. Había que perder toda posibilidad de autonomía, si por tal entendemos lo que el filósofo José Antonio Marina entiende: "La capacidad de un artefacto o de un organismo para mantener su integridad y realizar operaciones dirigidas por metas propias, atendiendo a las informaciones recibidas, a los contenidos de la memoria y a los propios criterios de evaluación".

El espíritu crítico dentro de la Obra no conduce nada más que a cavarte tu propia fosa, ya que se considera que no es más que orgullo, soberbia, ganas de destacar y supervaloración de uno mismo. Entonces me preguntaba:

-¿Pero cómo me será posible llegar a negar la realidad que tenía delante de los ojos o, simplemente, a hacer la vista gorda? ¿Podía llamarse a eso visión sobrenatural? Las cosas, entonces, no son como son, sino como me dicen que tienen que ser. Sin embargo, yo no podía negar que seguía viendo todo lo que veía, y que las personas seguían siendo como eran.

Mis incógnitas no acababan de despejarse: ¿Por qué era supervalorarme el poner en marcha el entendimiento y la memoria? ¿No es eso lo que debe hacer cualquier persona adulta antes de entrar en acción? El sujeto capta los mensajes, los asimila, los hace suyos ejerciendo su capacidad crítica y de relación y, finalmente, los lleva a la práctica de la mejor manera posible.

Cuando exponía mis planteamientos -cada vez lo hacía menos, pues ya me iba enterando de qué se trataba la cosa-, la respuesta consabida era:

-¿Pero quiénes somos nosotros para juzgar? No podemos jamás poner en tela de juicio, que lo que dice el Padre o los directores en su nombre, es la voluntad de Dios para contigo.

Puse más y más empeño en hacer todo tal y como me decían, pero avancé poco en esa línea del reino absoluto de la voluntad. Sí, reino absoluto, ya que la memoria tan sólo debía ejercerla para recordar al pie de la letra las frases, consignas y máximas que me transmitían, y el entendimiento apenas hacía falta; si servía para animar más a la voluntad, era válido, pero si suponía un obstáculo, mejor desecharlo, porque a lo único que te podía conducir era a la confusión.

El voluntarismo como base de una moral. Era volver al lema del Ramiro de Maeztu de los años treinta: "servicio, jerarquía, hermandad", y al contenido de su "Defensa de la Hispanidad": "La misión histórica de los pueblos hispánicos -dice Maeztu- consiste en enseñar a todos los hombres de la tierra que si quieren pueden salvarse, y que su elevación no depende sino de su fe y su voluntad".

Voluntad, voluntad, voluntad; había que proteger a toda costa la fuerza de voluntad, rechazando y evitando todo cuanto pudiera socavada. Esta obsesión por la voluntad es muy propia de las mentes dictatoriales. Alan Bullock, el historiador inglés autor de la última biografía de Hider, dice al definir a su autobiografiado: "Por su propio temperamento, el autodidacta Hider, cuando analizaba las diferentes posibilidades que se le presentaban, siempre solucionaba el problema consigo mismo; sus decisiones eran intuitivas, no susceptibles de modificación o discusión; desconfiaba de la crítica, del análisis y de la objetividad, pensando que tenían un efecto inhibidor sobre la voluntad".

Supongo que de forma parecida debía pensar monseñor Escrivá cuando decía a la sección de mujeres: "En el Opus Dei las grandes cabezas no sirven porque se convierten en cabezas grandes. Las medianías, hijas mías, sirven mucho porque son dóciles y están dispuestas a aceptar lo que se les diga".

Pensar un poco no suponía tener una gran cabeza, sino simplemente una cabeza que funciona o intenta funcionar.

Voluntad, voluntad y voluntad. Pero es que el entendimiento, la razón, es, quiérase o no, la fuente fundamental del conocimiento. El que unos pocos se reserven el saber y el realismo, cultivando en los otros solamente la ilusión, es hacer posible la dominación de la mayoría por la minoría que sabe. La razón, sin la que no hay conocimiento, es indispensable para ser libre. No existe libertad sin conocimiento y control de sí mismo. Y a la inversa, dominar a un ser, es, en primer lugar, privarle, mediante la ignorancia y la ilusión, del control de sí mismo, con el fin de modelar su mente conforme a las funciones a las que se le destina.

La individualidad que se integra requiere razón y fe, y funciona con obediencia inteligente. La fe no es irracional, y menos puede negar la evidencia. En cuanto a la voluntad, me gustaba y me gusta la idea de voluntad como facultad de síntesis, como capacidad de organizar, de dirigir las ocurrencias y evaluarlas, de dar la orden de parada o de marcha. También me parece importante recordar aquí que la acción es un proceso largo y si la voluntad se encarga de dirigir y controlar la acción, no es sólo facultad del instante, sino también de la perseverancia.

Trataba, me esforzaba por poner en juego mis potencias y cualidades, como si todo dependiera de mí, pero tenía fe y estaba dispuesta a ponerlo todo delante de Dios porque creía que, en definitiva, todo dependía de El.

A la luz de la fe, hasta comprendía las contradicciones de los místicos, que se sentían libres cuando se entregaban en cuerpo y alma a su divinidad correspondiente. Pero es que identificar la divinidad con lo que dispusieran en cualquier momento los directores, a veces, era hueso muy duro de roer, a pesar de aquellas frases contundentes que nos decían: "Ellos pueden equivocarse. Obedeciendo, tú nunca...". Pero es que aquella obediencia a lo Goebels -propia de todo montaje totalitario- a mí no me iba.

Los dictadores saben bien que las masas requieren fe y voluntad y que funcionan con obediencia ciega: no a la duda, no a la crítica, ni a los matices ni contrastes. No hay que opinar, sino entusiasmarse con las consignas, creer en ellas, transmitidas y vividas. El padre, el jefe, el líder, el caudillo, el guru, el brujo es el que sabe, los demás le siguen.

"No podemos olvidar -dice J. A. Marina en "El misterio de la voluntad perdida"-, que la voluntad sin inteligencia puede ser la rígida y almidonada sumisión a una costumbre. O la inflexible acompañante del fanatismo. O la manifestación desaforada del paranoico. O la áspera afirmación del egoísmo. O la energía implacable del que no soporta la ambigüedad y se aferra a la norma". "Es un horror tener poco entendimiento y mucha voluntad", añade el mismo autor.

Voluntad para vivir la obediencia a una idea, a un proyecto, a una vocación, a unos valores pensados y sentidos. Pero ¿qué tenían que ver todas aquellas órdenes y mandatos con el espíritu que realmente me había motivado y movido en su día, y me seguía moviendo y motivando? Diciendo amén a toda aquella retahíla de notas, órdenes, normas y directrices, tanto si estaba como si no estaba de acuerdo, acabaría formando parte de las conductas voluntariosas, inflexibles, rígidas y fanáticas. Me convertiría, sin duda, en una eficaz, maniática y obsesa de la norma, de la orden, del mandato.

Poco a poco me fui dando cuenta de que se trataba de un canto a la determinación, a la sumisión, a convertirse en auténtico apóstol del voluntarismo. Heidegger decía: "Nosotros somos propiamente sólo nosotros en la decisión. La decisión libera al yo para ser-sí-mismo". Y ese "ser-sí-mismo" no condujo precisamente a una liberación, sino a un entusiasta afán de esclavitud que llevó al mencionado filósofo a desembocar en el nazismo (doctrina en la que la voluntad férrea se disuelve en la total sumisión a una voluntad superior de la que recibe su ser propio).

No, yo no quería caer en la insensible tiranía del voluntarismo, que mantiene como máximo valor la voluntad desnaturalizada, desvinculada de aspiraciones, sentires, deliberaciones y esperanzas, es decir, el deber por el deber. Un vivo ejemplo de este tremendo voluntarismo lo encontramos en Eichmann, el nazi juzgado en Israel por sus crímenes en un campo de concentración, que justificó su comportamiento alegando que él cumplió con su obligación.

Estoy de acuerdo con que sin voluntad podemos estar sometidos a cualquier estímulo, pero una voluntad férrea puede ser monstruosa en su rigidez. Quien cede con facilidad es débil, quien no cede nunca puede ser un maníaco. Razón y fe, fe y voluntad. Se trata de dos actitudes vitales paralelas y, por tanto, avocadas a no encontrarse. Si mis convicciones más profundas estaban tan acordes con la primera postura, y así lo manifesté siempre -supongo que primero con mucha inmadurez, y a medida que iba pasando el tiempo con una nitidez mayor-, ¿por qué los directores, que tendrían que estar capacitados para ver el fondo de sus súbditos, no me dijeron ya en el periodo de adoctrinamiento, ni después, que aquel lugar no era para mí? Y no solamente no me lo dijeron sino que, en muchas ocasiones, me animaron a seguir abriendo brecha por los caminos que habrían de continuar -me decían- las numerarias del siglo XXI.

No olvidemos que a los directores había que considerarlos depositarios de lo absoluto y dejarse iniciar por ellos. Había que someterse sin crítica, sin examen, aun cuando las circunstancias te invitaran a dudar y, en ocasiones, te costara mucho aceptar que poseían las llaves del bien y del mal.

"Todavía no estás madura" -te decían-; "ya lo irás viendo"; "te falta visión sobrenatural"; "reza, reza mucho"; "fíate, obedece, déjate llevar".

No descubrí la negra magia de todas aquellas palabras hasta que me mordieron el corazón. Mientras tanto rezaba, obedecía y suplicaba para llegar a tener mayor visión sobrenatural.

Éstos y otros muchos hechos iban quedando en mi corazón: muchos pequeños hechos reposaban como amortajados en la bruma; aparcados, pero con la suficiente fuerza como para no olvidarlos. El mundo que me enseñaban se disponía armoniosamente alrededor de coordinaciones fijas. Las nociones neutras tenían que ser desterradas: o estás conmigo o estás contra mí, no había término medio entre el traidor y el héroe, el renegado y el mártir. Sin embargo, mi experiencia desmentía ese esencialismo. Lo blanco era raramente completamente blanco; la negrura del mal se esfumaba, y lo que acababa por dominar eran los tonos grisáceos.

Pero aquello que veía con mis ojos, lo que sentía de veras, debía entrar en esos marcos donde no cabían las nociones neutras; los mitos y los clichés tenían que prevalecer sobre la realidad, y yo en aquellos momentos y en aquellas circunstancias estaba confusa y débil para pensar por mí misma. No me quedaba más recurso que cerrar los ojos y refugiarme en la autoridad, que para mí tenía que ser el Padre y los directores (un mundo en blanco y negro: el Padre era la perfección, los directores infalibles como tales. Sin embargo, yo veía un mundo de grises: en el Padre descubría grandes aciertos y algunos, también, grandes desaciertos, y a no pocas superioras las encontraba artificiales, superfluas y hasta estúpidas y vanidosas).

Finalizaba mi etapa de adoctrinamiento. Había que dar un salto y lo di. El recurso de la voluntad divina era, en última instancia, lo que me tranquilizaba: Dios que había sacado a la Tierra del Caos y a Adán del barro, a mí también me iría aclarando. Había dado el salto necesario y, poco a poco, iría descubriendo, viendo, dando sentido. Mientras tanto tenía que apoyarme en la oración y en los sacramentos, volcarme en el trabajo y el apostolado, y en estos terrenos, en los que no presentía peligro, realizarme y resolver problemas. Los otros temas: el blanco, el negro, los grises, era mejor que no me obsesionara con ellos. El deseo de sumisión iría creciendo con el aumento de mi amor a todo lo que rozara la Obra -sobre todo al Padre, a su inspiración divina-, y mi vida toda se iría encauzando. Pero había que tener paciencia y ser humilde; tomar conciencia de la propia limitación y agarrarse a la fe.

Tanto control, tanto reglamento, tanta nota se me hacían Cuesta arriba. Pero como estaba profundamente motivada, a todo lo que me incomodaba le veía su razón de ser y se me ocurrían sólidos -o al menos hermosos- argumentos que daban sentido a todo aquello: teníamos que hacer de nuestra vida una obra de arte, y el trabajo de los artistas -sobre todo el de los músicos- podía servirme de modelo. En aquel entonces ni se me pasaba por la cabeza que unos años después casi todo iba a sonarme a demasiado repetido, gastado, arrugado, caduco. Mi optimista punto de mira se encontraba puesto en lejanos horizontes, y exigía una realidad diaria de esfuerzo, abnegación y disciplina.

Con esta disposición de ánimo dije adiós a esa primera etapa de adoctrinamiento, caminando decidida hacia lo que consideraba que era un nuevo ciclo más gratificante y de horizontes más abiertos. Ante mí se abría esperanzadora una nueva etapa de expansión, de exaltación. Hasta entonces mis esfuerzos se habían centrado en crecer para adentro, a partir de ahora se trataba, sobre todo, de realizarse hacia fuera. Trabajo, oración, ser una ayuda real para los otros, hacer apostolado; traducir en obras ese profundo deseo de colaborar a hacer un mundo más justo, más humano.

Pensadores como Jacques Maritain -un cultor de utopías sociales- eran mi punto de referencia, y como él, estaba convencida -desde la candidez de mis veinte años- de que, mediante un enérgico apostolado inspirado en la palabra evangélica, se podía arrebatar al espíritu del mal el dominio de la historia humana y construir una sociedad sustentada en los valores del espíritu. Para hacer realidad esta utopía espiritual colectiva teníamos que trabajar con celo de converso y dejar en esa tarea nuestros mejores años de juventud, sin decaer ante los desmentidos y desvaríos que la realidad humana se encargaba de dejar bien patente. En esto consistía lo de ser "contemplativos en medio del mundo", punto clave de nuestra vocación.

Las puertas del Centro de Formación se cerraban y se abrían las de la Escuela de decoración y secretariado Llar en Barcelona. Comenzaba así un periodo inquieto y activo que duró más de tres años. Por las mañanas trabajaba como periodista en el departamento de información del IESE (Instituto de Estudios Superiores de la Empresa), por las tardes daba clases en la Escuela Llar -de Literatura y de Pensamiento de actualidad-, y me dedicaba por entero al apostolado con chicas jóvenes, alumnas de la Escuela y amigas suyas, sobre todo.

Durante aquellos años, Llar fue una importante cantera de vocaciones de supernumerarias que pocos años después se casaron. Recuerdo que un considerable porcentaje de aquellas jóvenes ya se planteaban que el matrimonio no iba a suponer para ellas el abandono de su profesión, y daban por supuesto que se preparaban para ejercer un trabajo en serio. En este terreno encontré una importante diferencia entre lo que había vivido en la Escuela Montelar de Madrid, y lo que ocurría en la Escuela Llar de Barcelona. Mientras en la primera, la inmensa mayoría de las chicas que se matriculaban lo hacían como entretenimiento -a modo de compás de espera hasta el momento del casorio-, en la segunda, eran muchas las que se apuntaban con vistas a prepararse para llevar a cabo una tarea productiva.

¿Y de la pobreza, y de la castidad?

Te parece que, en mis cartas, desde un principio hago abundantes referencias a la obediencia, pero que los otros dos consejos evangélicos quedan como en el olvido, por eso me preguntas con especial insistencia: "y la pobreza, y la castidad, ¿cómo la vivíais?". Bien, pues antes de pasar a otras etapas de mi recorrido personal, voy a contarte.

La pobreza para una numeraria consiste en no ser propietaria de nada y en estar desprendida de todo aquello que se usa o disfruta. Tanto el sueldo que ganabas, como las propiedades -si las tenías-, o los regalos que recibías de familiares o amigos, debían entregarse a la directora. En lo que se refiere a vestuario y objetos personales, como todas las que estábamos en el Centro de Formación acabábamos de llegar de las respectivas casas de nuestros padres, cada cual tenía aún lo suyo: unas habían llegado muy bien equipadas, otras no tanto, y también las había francamente mal trajeadas.

Se trataba de ser exigente con una misma, y en el examen personal preguntarte si era necesario o no todo lo que tenías. En caso de que la respuesta sincera fuese que poseías cosas innecesarias, de inmediato vivías el llamado desprendimiento, entregando a la directora todo aquello que ibas considerando superfluo, aprendiendo así a funcionar más ligera de equipaje. Al finalizar el Curso de Formación ocurría, que las peor trajeadas habían mejorado considerablemente su aspecto externo, mientras que las mejor equipadas habían simplificado su armario y todo su "look" en general.

En cuanto a la castidad, muchas veces me han preguntado -tú también lo has hecho-, si en aquel mundo exclusivamente femenino, no se vivían historias de amor entre mujeres, y siempre he respondido que en los casi nueve años que fui numeraria, nunca vi nada chocante en este sentido. De vez en cuando te topabas con alguna de esas chicas babosas y pesadísimas, que continuamente perseguían y se enganchaban a la directora de turno para consultarle ni se sabe el qué, pero siempre pensé que se trataba de personas algo desequilibradas, con ganas de protagonismo, con necesidad de llamar la atención y de que alguien les hiciera caso, pero nunca se me ocurrió pensar que pudiera tratarse de una forma de enamoramiento.

Creo que la gran mayoría -en la que me incluyo-, aterrizamos allí con una enorme buena fe y movidas por una llamada de Amor que pedía disponibilidad, entrega y generosidad total para ser mejor y colaborar en hacer un mundo mejor. La castidad formaba parte de todo aquel apasionante juego, ya que al renunciar a un marido y a unos hijos -tenía bien claro, por mi formación, que esa era la única forma válida de vivir la sexualidad-, una estaba más libre y disponible para la generosidad y la entrega a los otros. Cuando nos decían que nosotras teníamos que vivir la castidad como una "afirmación gozosa", lo captaba perfectamente.

Pero con mi punto de vista personal, tampoco quiero afirmar categóricamente, que allí todas fuéramos espíritus puros, y que nunca ocurriera nada alarmante. De hecho, estando ya fuera de la Obra, he tenido ocasión de escuchar algunas historias; con detalle recuerdo dos.

La primera me la contó una ex numeraria -hoy casada y madre de dos hijos ya mayorcitos-, y le ocurrió viviendo en Pamplona. Según su versión, otra numeraria se enamoró de ella y se le declaró abiertamente. Parece ser que, en un principio, también la interfecta se sintió atraída, pero enseguida sintió miedo, entonces lo contó en el confesionario, y todo acabó con un cambio de casa y de ciudad. Las dos arrepentidas fueron a parar, una a Madrid, y la otra, a Sevilla.

La segunda historia tiene más argumento y también más morbo. Su protagonista hizo el Curso de Formación el mismo año que yo, en Dársena (Barcelona). Catalana de pura cepa, decoradora por la Escuela Llar, Matilde P. -así se llama-, era la segunda de cinco hermanos, todos ellos de la Obra. Pues bien, por ella misma supe, que en el Curso de Formación se enamoró de una compañera y que de inmediato se "entendieron". Su lugar de encuentro habitual era la azotea de la residencia y, en cuanto veían el campo libre, allí se escapaban; incluso por la noche, cuando ya todo el mundo dormía, se reunían allí, hasta que un buen día las pescaron in fraganti.

A partir de entonces, una y otra fueron estrechamente vigiladas, pero aun así -según ella cuenta-, de vez en cuando todavía consiguieron burlar las barreras y encontrarse.

Cuando escuché el relato de este folletín -hace ya unos cuantos años-, no salía de mi asombro: vivíamos en la misma casa, participábamos del mismo entorno, pero lo cierto es que nunca llegué a sospechar, ni tan siquiera a imaginar, que pudiera estar ocurriendo nada de todo aquello que mis oídos estaban escuchando.

Y lo más fuerte es que la historia no acaba aquí. Su protagonista siguió contándome que, después de haber dejado ella la Obra y su compañera estar destinada en Madrid, el "affaire" subsistió. ¿Cómo? -te preguntarás, como yo me pregunté-. Pues se encontraban en un hotel de la ciudad; ella se desplazaba desde Barcelona, y la que era numeraria, contaba a su directora que había venido una tía suya a Madrid y que no tenía más remedio que acompañarla -trabajaba en la administración de la residencia en la que vivía y ésta era la única forma de poder salir-. Se citaban en la habitación del hotel y allí pasaban el día encerradas, entre otras cosas, por temor a que alguien las viera. A última hora de la tarde, se despedían. Este plan parece que duró varios años.

Pero volviendo a lo que decía líneas arriba, pienso que este tipo de historias eran del todo extraordinarias en aquel contexto en el que era mucho más corriente el vivir célibe con naturalidad y sin grandes tensiones. Yo al menos, sinceramente, lo veo así.

Y para acabar, pienso que viene a cuento el recordar que los votos en sí mismos no son más que cauces de posible vida cristiana; que lleguen a serlo en verdad depende de la realización concreta. La justificación cristiana de los votos son su misma realización y, si, de hecho desencadenan una vida según el seguimiento de Jesús. De la castidad, obediencia y pobreza existían -y supongo que existen-, tradicionalmente dos concepciones: una concepción ascética, de negación y sacrificio, en la que el sujeto niega el ejercicio de la sexualidad, de la libre voluntad y de la libre disposición de bienes, y una concepción personalista en la que los votos o compromisos son medios de realizarse, es decir, que en ellos se encuentra el cauce para desarrollar maduramente la propia afectividad, la propia libertad y el uso correcto de los bienes materiales. Mi manera de ser conectaba, sin duda, mucho más con la concepción personalista, ya que no creo que sea ningún ideal en sí mismo que la persona se sacrifique sin más, sino que todo lo que sea sacrificio y negación debe estar al servicio de algo positivo (la castidad es la condición de la más amplia posibilidad de amistad y amor desinteresados; la pobreza, de compartir las cosas en común; la obediencia, aun cuando exista un superior que decida, ha de enfatizar la escucha en común de la palabra de Dios). Los votos, en definitiva, permiten y exigen una total disponibilidad para estar presente donde más haga falta.


Capítulo anterior Índice del libro Capítulo siguiente
Tiempo de seducción Ser mujer en el Opus Dei Tiempo de exaltación