Perdiendo el tiempo con el tiempo perdido
Por Antrax, 25.07.2004
Amistades particulares y materias afines
- …Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior… (Marcel Proust. El tiempo encontrado)
Tal vez en nuestro caso no sería una magdalena, sino un “crespillo”, extraordinario dulce popular que, al parecer, preparaba en determinada fecha del año la madre del fundador del Opus Dei. Esa buena señora resultó ser mi abuela sin yo comerlo ni beberlo, lo que no dejó de sorprenderme y, la verdad, me dio bastante risa. En parecida línea de genética espiritual, me vi de golpe y porrazo en posesión de una tía, un abuelo y alguna otra parentela, que no puedo recordar aunque me atiborre de repostería popular aragonesa. Lo que sí recuerdo con cierto pasmo retrospectivo son las fotos de todas aquellas señoras y señores con pinta de mesocracia provinciana, que me solían sumir en estados alternativos de hilaridad y pasmo.
La página web para la que escribo estas líneas debe de tener alguna condición de magdalena proustiana, porque uno, la verdad, casi se había olvidado de aquellos años y, merced a la lectura de opuslibros, más el agradable contacto recuperado a través de ella con algunos antiguos amigos, me ha dado la ventolera de hacer un poco de memoria. Para bien o para mal.
La fluencia desordenada de esos recuerdos no me ha resultado desagradable del todo, aunque es preciso decir que salí de aquella casa hace un porrón de años y estuve dentro muy poco tiempo, ya que tomé las de Villadiego en el propio centro de estudios, que, por lo visto, era un seminario y yo sin enterarme. ¡Qué papanatas!
Sí que me fastidia y me alarma ver cómo otras personas que aguantaron el tirón disciplinadamente durante años las han pasado tan moradas y todavía no logran deshacerse de los lamentables rastros de experiencia tan traumática. A ellos les ruego que disculpen el tono desenfadado de esta epístola, porque, además me toca de cerca su experiencia, ya que tengo gente muy próxima a mi que todavía se mueve (o se inmoviliza) en circunstancias parecidas. A mi no me lo cuentan, pero me consta que han pasado y pasan lo suyo aferrados al muro de la caverna.
Mi vida en la cueva platónica no fue en absoluto desdichada, ésa es la verdad. Y no lo fue gracias a todo lo prohibido o periférico. Ocasionalmente lo pasé mal o me sentí indignado, pero supongo que eso aparecerá tras la ingesta del siguiente crespillo.
En primer lugar, las excelentes amistades particulares, fruta prohibida y, por consiguiente, harto sabrosa y aromática. Precisamente acabo de coincidir en estos lares con H.A., uno de los amigos de entonces y barrunto que de ahora, gracias al reencuentro. H.A. era vitalidad pura, noble y generoso, además de extraordinario deportista. Lo malo es que en aquel seminario camuflado se practicaba sin tasa el arte del estereotipo. El mío era algo así como de bufón de corte y el de este colega, el de sujeto brutísimo, cosa que a mi no me parecía del todo decorosa, porque esa estúpida simplificación ignoraba el resto de un perfil humano bastante más sustancioso. Creo que funcionaban esos clichés con una motivación fundamentalmente defensiva. Es más cómodo pensar en fulanito como “el despistado”, en menganito como “el enanito”, o, y esto es más grave, en perentanito como “el hazmerreir”, aunque no se utilizara directamente la palabra.
El caso es que había amistades particulares y hasta clubs privados, lo que resultaba harto gratificante. Quienes tuvimos la suerte de integrarnos en la pandilla de los creativos extravagantes lo pasábamos bastante bien. Un día andabas falsificando escuditos heráldicos para colegios de no sé qué parte, otros, pintabas florecitas en el más puro estilo borgoñón en cualquier oratorio y, por fin, te montabas una animación monstruo para un festejo colegial. Claro que de vez en cuando te llovía algún chorreo o algún conato de censura, pero es que no puede haber rosas sin espinas, ¡qué caray!
Una de esas veces el afamado y popular Don Honorio casi me capa una obra maestra. Fue con motivo de una imposición de becas a los pseudo-colegiales, creo que con la presencia inefable de MP, a quien dedicaré luego un parrafillo nostálgico-erótico. El poema comenzaba así:
“El Doctor Lombardía nos impone la beca / La mayor alegría para el buen colegial / Marcharemos con ella de la ceca a la meca / a Palencia el ibero, a Acapulco el azteca / agitando sus alas como grajo jovial (qué aliteración, ¿eh?)… etc.
Bueno, pues no sé qué horrendo tufo diabólico ventearía el clérigo sabueso en aquellos inofensivos versitos, porque decidió que aquello no se leía y, ante mi tímida objeción, sentenció: “yo aquí hago y deshago” (sic). Menos mal que en medio de la refriega irrumpió el aludido (El gran Pedro Lombardía), que arrebató el papel al sulfurado clérigo, comenzó a troncharse de risa y exigió el levantamiento inmediato de la censura. Y es que había de todo, como en botica.
MP… ¡Ay qué recuerdos! MP era la esposa de nuestro supuesto rector o semejante (no recuerdo el título exacto). Este señor era muy amable y creo que no se enteraba demasiado de cuál era su papel en la comedia. Emblemático fue su nombramiento ministerial a mano errónea del finado dictador. Por lo visto se confundieron de persona y la liaron bien gorda. Pues el caso es que MP estaba buenísima. ¿Qué digo buenísima? ¡Óptima! Además le daba por cantar copla española con un vestido ajustadísimo y ¿en qué escenario? Pues, aunque no se lo crean vuesasmercedes, en el mismísimo seminario al que aludo continuamente. Fiesta colegial, gracietas diversas, cantautor – folclorista inspiradísimo (otra amistad particular, qué diablos) y El prohombre con MP a bordo. Había que ver las miradas de cachondeo que nos cruzábamos los colegas del club de pintorescos. Y las caritas que se les quedaban a los responsables y encajadísimos del lugar. Oiga: ¿cómo se “guarda la vista” frente a un torbellino poblado de curvas, que se menea sin especial recato cara a una troupe de numerarios atónitos! “Soñad, soñad y os quedaréis cortos.” Creo que en aquellos momentos sí que comprendí a fondo la enigmática frase del Santo.
Preciso era distinguir entre “confidencia” y “confidencialidad” o “compincheo”. Por confidencia se entiende una especie de confesión laica normalmente penosa y aburrida que uno realiza (o esquiva hábilmente) frente a un individuo normalmente obtuso, ocasionalmente bien intencionado y aleatoriamente todo lo contrario. Esta persona se halla francamente interesada en averiguar si uno vive como un cristiano normal en medio del mundo, compleja figura que consiste en rezar una barbaridad con ganas o sin ellas, marear a nuestros amigos y conocidos para que vengan a soportar meditaciones los sábados, confesarse de pijadas semanalmente (nada de entrar a fondo), vaciar los ceniceros de la sala de estar, poner cara de pescado hervido y callar la boca en cuanto se levanta la tertulia, arrearte de disciplinazos en el trasero el día que toca, apuntar en una hojita lo que has hecho mal cada día, apuntar en otra hojita los paquetes de ducados que compraste, y un sinnúmero de cosas corrientes que hacen todas las almas cristianas corrientes con absoluta regularidad. No me gustaba nada esto de la confidencia.
En cambio la confidencialidad o compincheo me parecía de perlas. Por ejemplo cuando el Jordi (llamémosle así) y un servidor éramos destacados en misión apostólica semanal a una ciudad próxima a bordo de una vieja Vespa, que conducíamos por turnos haciendo todo tipo de barbaridades, como cambiar de sillín en marcha y cosas por el estilo. Digamos que nuestros resultados en materia de proselitismo eran notablemente pobres, pero gracias a las estancias en aquel piso de ocupación semanal logré enterarme de lo que se contaba el señor Freud y de las pegas que los conductistas se entretenían en ponerle al padre del psicoanálisis y a sus secuaces. Adquirí también algunos conocimientos sobre la doma de potros, que luego no me han servido para nada; pero tampoco la metafísica tomista me ha servido para gran cosa y no voy a quejarme por eso. Luego el Jordi puso tierra por medio, igual que yo, y proseguimos la amistad por cauces menos clandestinos hasta que los complicados vericuetos de la existencia nos separaron.
Y me queda por referir otro montón de estupendos amigos.
Recientemente he restablecido la comunicación con un irónico y genial bostoniano y con un docto y sonriente japonés, ambos libres hace años del pestiño opusiano. Con otros ha habido menos suerte y no sé por dónde paran. Había un joven más bien gordito ducho en la música beatle y en el cine norteamericano, un catalán filósofo con flequillo la mar de divertido y otras malas compañías igual de interesantes y campechanas. Creo que incluso nos permitíamos alguna que otra humorada verbal con ocasión de personajes y anécdotas locales.
De otros he sabido esporádicamente, como, por ejemplo del historiador encajado bajo el estereotipo “elemento local vasco-navarro”, que hacía bastante de su capa un sayo hasta que decidió también partir en busca de más prósperos horizontes, o de un estupendo geógrafo vallisoletano, a quien me encontré por una histórica villa, cuando cada uno de nosotros pilotaba un grupo de estudiantes cansados y aburridos. Son demasiados para acordarse de todos.
Claro está que escribo estas líneas con la intención de que los actuales directores de la hoy prelatura comprueben cuán perniciosas resultan las amistades particulares para los jóvenes numerarios y cómo es menester corregirlas y enmendarlas antes de que degeneren en sustancial riesgo para la perseverancia en su vocación de indiscutible origen divino.
Ya confesé al principio que a mi lo que me gustaba de todo aquel batiburrillo eran cosas prohibidas o periféricas, lo que demuestra de forma categórica que estos señores tienen toda la razón cuando marginan o prohiben toda conducta aproximadamente normal, porque las cosas normales o naturales, como enamorarse o atiborrarse de lecturas indiscriminadas, nunca podrán conducir a nada bueno.
No sé si me animaré a ingerir más crespillos, porque estoy ocupadísimo escribiendo cosas de las que dan de comer e incluso generan derechos de autor, amén de otras actividades; pero, si lo hago por vicio o azar, no dejaré de remitirlo.
Pompas y oropeles
La recompensa de la humildad
y el temor del Señor
son la riqueza, el honor y la vida (Prov. 22.4)
Pues sí. Había una vez una familia que era muy pobre: el padre y la madre eran pobres, los hijos eran pobres, el mayordomo era pobre, la institutriz era pobre, el chófer era pobre, el ama de llaves era pobre, las doncellas eran pobres, el cocinero y los pinches eran pobres, los mozos de cuadra eran pobres... Todos eran pobres.
Ingerido el segundo crespillo, se me vino a la mente este viejo chiste. Lo del libro de los Proverbios también me pareció muy chusco y adecuado, así que me apresuré a copiarlo aquí, porque a veces pensamos que en la Biblia no hay sentido del humor ni ironía, y mira si los hay. Claro que la lectura del Antiguo Testamento no es práctica usual en el Opus Dei, y me parece lógico, porque esa colección de contradicciones y hasta de barbaridades es capaz de sumir en el más absoluto caos a cualquier mente sencilla y piadosa, capaz de asumir que Camino es la obra cumbre de la espiritualidad universal. Lo que nunca he entendido es cómo los mormones y otras sectas de las películas americanas abren la Biblia por cualquier parte y encuentran recursos para la paz espiritual, o, incluso, para deshacerse del malvado terrateniente que les quiere echar de su pequeña granja. Cierto que el Libro de Estér nos explica perfectamente cómo mediante la prostitución de una hija o pariente próxima podemos alcanzar el favor de un tirano y, de esa manera, lograremos ejecutar una sangrienta venganza contra nuestros enemigos con total impunidad.
Pero, volviendo a lo nuestro, hay que reconocer que la pobreza evangélica desde la perspectiva del Opus Dei es francamente agradable; pero de eso ya se ha despachado a su gusto el Satur y me limitaré a rememorar con lágrimas en los ojos los pedazos de desayunos y meriendas que me he metido entre pecho y espalda en aquellos gloriosos años. Me acuerdo de una merienda en Castelldaura a base de carabineros hasta no poder más, porque junto al nuestro había un curso anual de mayores (Por ahí andaban don Vicentón y otros próceres), así que, como dice Cervantes, "con los restos del castillo se pudo mantener el real". Eso de vivir en lugares impecables, donde a uno le dan de comer de miedo, le limpian la casa, le hacen la cama y le sirven la mesa no lo he visto yo en otros ambientes pobres, como el altiplano de Bolivia y las Tres Mil Viviendas de Sevilla. Se ve que son estilos diferentes. El mismo Padre Llanos creo que también interpretaba de modo muy diverso lo de la pobreza evangélica, según pude comprobar posteriormente.
A mi siempre me pareció desagradable y hasta ridículo Monseñor Escrivá de Balaguer, entonces "El Padre" y hoy creo que "Nuestro Padre" y "San Josemaría" o algo así. Viví desde dentro y desde fuera la clamorosa anécdota del Marquesado de Peralta y disfruté mucho cuando un profesor de lógica bastante chusco clamaba por una campaña para que a los docentes de la Universidad de Navarra, en justa correspondencia, se les nombrase infanzones a fuero de España. La moción no prosperó, y mira que se trataba de una iniciativa bien razonable.
No me caía bien aquel cura porque me parecía sumamente histriónico, ostentoso, arbitrario y empalagoso a más no poder. Lo siento, pero no retiro ni un adjetivo, ya que, como digo, se trata de apreciaciones personales que nadie está obligado a compartir. También me caen muy antipáticos el Presidente Bush y David Bisbal, lo que no impide que a sus seguidores les parezcan el no va más y los reyes del mambo. ¡Ah, tampoco me gusta Penélope Cruz, por ejemplo! Pero no les odio; simplemente no me hacen gracia. Habrá que añadir esta apostilla para aclarar a nuestros privados inquisidores que no se trata de eso, caramba.
Lo tuve más o menos cerca, incluso muy cerca en el Colegio Mayor Aralar (un par de veces o tres) y en el Colegio Romano (en una visita a Roma). En el primero de estos lugares porque yo vivía allí ordinariamente y él se alojaba esporádicamente en una zona especial, especialísima, de aquel seminario camuflado. Y no lo hacía de cualquier manera, ¡angelico mío! Tuve oportunidad (rara avis) de fisgonear el apartamentillo y aquello era una suite de lujo sin paliativos. No es que uno suela alojarse en suites de ésas todos los días, pero alguna hemos catado en plan cateto (congresos pagados y afines); esas veces que te llevas de recuerdo todos los frasquitos y hasta el neceser para enseñárselos a la familia y a los amigos. Bueno, pues la chocita aquella no era precisamente una vivienda protegida, ya lo creo que no. Es que hay pobres la mar de selectos.
Respecto a Bruno Buozzi, pude asombrarme (que no "admirarme"), entre otras dependencias, ante el oratorio privado de Monseñor, que no era precisamente la cueva de un cenobita, a fe mía. Recuerdo con especial perplejidad la fabulosa "mise en scene" de la columba eucarística de oro que pendía en el centro del decorado, porque todo el edificio y algunas de sus zonas eran aparatosamente teatrales, si bien en un género escenográfico que uno, bastante brechtiano para sus cosas, no acaba de compartir. Por ejemplo aquella marca indeleble de los piececillos del gran hombre, quien, desde mi punto de vista y a juzgar por otros detalles que iré recordando, se estaba preparando la posteridad a conciencia, como cumpliría a un Ramsés o a un Tutmosis cualesquiera, pero no acaba de cuadrar con un sacerdote católico autoproclamado "humilde" y "pobre".
Siempre he desconfiado de las personas que comparecen ante multitudes delirantes cargadas de fanatismo y, por ende, de irracionalidad. También desconfío de las motivaciones que impulsan al delirio a estas multitudes. Recuerden las comparecencias de Adolfo, el cabo de bohemia, ante las masas germánicas enfervecidas (o vean de nuevo "El Gran Dictador", de Chaplin). He tenido oportunidad de presenciar comparecencias populares del sanguinario Hassan II de Marruecos y me he llenado de dolor y de asco; he perdido mi confianza sobre la revolución cubana tras aguantar cuatro horas de discurso del camarada Fidel bajo un sol abrasador y bajo aclamaciones incesantes... No me gusta ese tipo de dirigentes, ni los bombos de Perón, ni los conciertos de mediocres cantantes aureolados por el prestigio que el marketing otorga a cualquier berzotas.
Mucho menos me gustaba, naturalmente, que un hombre supuestamente espiritual y humilde se montase unos numeritos de histeria colectiva bajo control en sus visitas como "Gran Canciller" (título que rebosa sencillez y modestia) a Pamplona y a la Universidad. Verdad es que el ingenio y clarividencia de sus respuestas a las preguntas precocinadas bien merecían el clamor subsiguiente:
- Padre: ¿qué nos dice a los de Socuéllamos?
- ¡Que yo quiero mucho a los de Socuéllamos!
(Delirante aclamación)
- Padre: ¿Qué nos dice a los mozambiqueños?
- ¡Que yo quiero mucho a los mozambiqueños!
(Alaridos de júbilo)
El único mozambiqueño presente en la epifanía se secaba las lágrimas con el papel en que le habían escrito la pregunta que tenía que hacer y continuaban las manifestaciones de campechanía y naturalidad. Personalmente reconozco haberme evadido subrepticiamente de algunas de estas manifestaciones, así como de alguna tertulia "improvisada", porque me ponían bastante nervioso, casi tanto como su manía de dar besitos y caramelos a hombretones hechos y derechos cuando estaba de humor.
Pues el caso es que repetía con cierta frecuencia frases como: "El hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir", o se declaraba "siervo de los siervos de Dios". Paradójicamente en la práctica ocurría todo lo contrario, porque él era permanentemente servido por los circunstantes de ambos sexos con escrupulosa meticulosidad y, si así no fuera hasta el más mínimo detalle, allí se armaba la de San Quintín. Mis pobres testimonios sobre el particular quedarían pálidos frente a los aportados por gente muy bien informada en libros de gran interés, pero el caso es que me tocó hacer de centinela del castillo en la zona privada de Aralar y aquello era un despelote de dimensiones incalculables. Y estamos en la permanente distorsión del lenguaje y de la realidad: yo soy el siervo, pero a mi me sirven, soy humilde, pero me monto clamorosas epifanías, soy pobre, pero vivo como un cardenal renacentista. Ya digo que a mi este hombre no me hacía ninguna gracia.
¿Qué si la Iglesia ha hecho bien o mal, al canonizarlo? Pues, la verdad, eso me trae al fresco; es cosa de la Iglesia Católica y no mía. Después de todo también canonizó en su día a Bernardo de Clarivaux, animoso predicador de la sangrienta II Cruzada, a quien corresponden frases tan caritativas como ésta: "El cristiano es glorificado en la muerte de un pagano porque mediante ello Cristo mismo es glorificado"; o a una tremenda masoquista, como Catalina de Siena. Por añadidura, mantuvo durante siglos una Santa Inquisición que forma parte de la historia más bochornosa de la Humanidad, la Inquisición que obligó a Tommasso Campanella a fingirse loco para salvar el pellejo. Sus razones tendría la Iglesia, supongo. También otras estructuras piramidales han hecho santos a su manera, como sucedió con Lenin en la finada Unión Soviética, o con Mao (en vida) en la China revolucionaria. No me parece una buena idea esto del culto a la personalidad.
Han pasado muchos años y, ahora que me ha dado por recordar, creo que me ratifico en todas aquellas impresiones. A eso me ayuda bastante no tener que andar retorciendo mi conciencia para hallar en alguna parte un encendido amor al Padre, por superior mandato naturalmente. No me aflige ya la inquietud producida por no sentirme capaz de participar en las histerias colectivas. La verdad, es una suerte.
En fin, creo que el crespillo de hoy estaba algo ácido, así que me gustaría que el próximo (si lo hay) me entregue sabores un poco más azucarados.
¡Pues vaya aventura!
Devoré el tercer crespillo y, por culpa de ÑamÑam, me supo a adoquín. Mira que si uno de los tres esforzados numerarios itinerantes hubiera sido el propio ÑamÑam in person...
Porque ésa fue una de las más sorprendentes experiencias de mi personal aventura dentro de la cosa. Semana tras semana tomábamos el portante y recorríamos por los medios más variados (autobús sobre todo) los cien escasos kilómetros que separan Pamplona de la mítica ciudad del vino y los pimientos. Y allá que íbamos colmados de celo apostólico y mortadela para cenar los tres esforzados apóstoles. Al frente de la expedición, un norteamericano bastante buen jugador de baloncesto y extraordinariamente aburrido. Llegada al céntrico piso frontero a la estatua ecuestre de proverbial virilidad equina y... ¡A limpiar se ha dicho!
Nuestra principal actividad consistía, efectivamente, en limpiar mucho, muchísimo. Porque el norteamericano aquel estaba completamente obsesionado con la limpieza: de cristales, de suelos, de lámparas, de zocalillos.
Algunas veces nuestra labor apostólica en el fin de semana se había reducido a eso: a limpiar. Afortunadamente en aquella ocasión topé con un director sensato y me chivé a la tercera o cuarta semana de higiene apostólica, con el resultado de que poco tiempo más tarde relevaron al americano detergente y comenzamos a pisar la calle para enredar incautos, actividad bastante más entretenida, si bien pródiga en anécdotas honorianas, como la que cuenta ÑamÑam. Tampoco eran mancas las protagonizadas por otro reverendo sacerdote, a quien teníamos que vender como persona de gran profundidad y, por añadidura, dotado de sensibilidad de poeta; aunque en realidad era un botarate sumamente cursi.
¿Qué cómo me he acordado de Don Amarito (llamémosle así)? Pues creo que porque también le asocio con otra de mis etapas limpiadoras intensas, allá, en aquel piso del Paseo de Sarasate, aquel excelente y antiguo piso que pusimos como los chorros del oro entre unos cuantos para ponerlo al servicio de labores apostólicas de frutos dudosos. El caso es que operábamos bajo la dirección de un decorador bastante amanerado, que siempre llevaba unas bufandas la mar de bien colocadas y unos "loden" elegantísimos. Y venga a limpiar, venga a sacar brillos por doquier... Creo que dejamos brillante hasta la cadena del w.c. (con perdón). Cuando obtuvimos un grado suficiente de relumbre, nos lanzamos a reclutar víctimas para las aburridísimas meditaciones sabatinas de nuestro cleripoeta, quien se encargaba de dejarnos en ridículo. A mi me sacó los colores un amigo de los de verdad (me permitía esas licencias), porque, en cuanto acabó la penosa y sobreactuada (término teatral) plática del reverendo, este colega del que hablo se rió en mis barbas y me vino a decir que si aquel sujeto era un profundo y artístico orador sacro, él era la mismísima Virgen del Pilar. Tenía toda la razón del mundo, así que en lo sucesivo de nuestra excelente amistad no volví a meterle semejantes embolados.
Pero hablábamos de limpiar, y lo hacíamos porque una de las actividades en las que más brilló mi vocación divina fue precisamente en la de sacar brillo. Aún recuerdo con espanto una concienzuda limpieza, compartida con otro joven numerario, de los pequeños cristalitos que ornaban el corredor que unía ambos pabellones de Aralar. ¡Y bajo la personal supervisión de Don Honorio! Años más tarde, he rememorado la situación cada vez que veía alguna película de ésas en las que unos sudorosos y engrilletados reclusos pican piedra bajo la suspicaz mirada "rayban" de guardianes con sombrero tejano.
Y alguno dirá que me faltaba visión sobrenatural para convertir el fregoteo en plegaria, y yo no seré quien le contradiga: en esas ocasiones me aburría como un hongo y me cabreaba como un mono, porque aquello me parecía una perfecta pérdida de tiempo y no le veía la punta sobrenatural por ningún lado. Mucho reírse de la monjita que barría el claustro con la escoba del revés, pero anda que no se ejecutaban tareas de parecida índole. Por lo que me contaron (indebidamente) algunos conmilitones procedentes del Colegio Romano, allí la cosa era todavía peor... "Cuentan de un sabio que un día / tan pobre y mísero estaba..."
Y el caso es que uno había pitado porque le dijeron que la vida dentro del Opus Dei era "una aventura". ¡Pues vaya aventura! En aquellas fechas de mi pitaje yo era bastante peliculero y me temo que no me he curado del todo, pese a los años, así que entré por una puerta evidentemente falsa. Ya lo dijo un numerario de los majos, en cuanto se enteró de la noticia: "el caso tuyo evidencia la arbitrariedad normalmente atribuida a los soplos del Espíritu Santo." Lo que pasa es que quien había soplado no había sido la Tercera Persona de la Trinidad, sino un encarnizado proselitista, más bien agobiado por el hecho de que en aquel colegio mayor andaluz, en el que compartía yo habitación con el mismísimo Retegui, no pitase nadie ni a la de tres. Lo de la aventura debió de sacárselo de la manga en un esfuerzo de imaginación.
Y el caso es que se trataba de una excelente persona aquejada de una úlcera duodenal, y estoy seguro que actuó con la mejor intención del mundo, pero creo que entre los dos metimos la pata hasta el corvejón con lo de mi fichaje.
Claro que, para aventura, lo de los estudios internos. Sólo recuerdo con cierta satisfacción algunas "Quaestiones quodlibetales" impartidas por un físico la mar de majo, que consiguió explicarnos lo de la fisión nuclear a una pandilla de neanderthales de letras y casi llegamos a entenderlo, oiga. El resto del bienio filosófico (de ahí no logré pasar) se convirtió para mi en un canto prolongado a la somnolencia académica. Uno, que por aquellas fechas andaba interesadísimo en Heidegger y hasta en Sartre, se sentía como abducido por marcianos delirantes probablemente nutridos a base de perennis hasta el hartazgo. ¡Toma aventura!
Me gustaría aprovechar la ocasión para esbozar un pequeño retrato del entrañable Antonio Ruiz Retegui en su etapa juvenil, pero estoy ya apurando las últimas migajas del crespillo, porque más me vale ponerme a trabajar y no seguir mareando la perdiz, así que lo dejo para otro rato.
Disquisiciones sobre el varón gregario
Esto de las concentraciones de ejemplares macho de la raza humana bajo estricta reglamentación suele dar como resultado el afloramiento de conductas sorprendentes. El varón gregario es un sujeto normalmente rarito. No digo yo que el agrupamiento reglamentado de féminas no dé también mucho de sí; pero como carezco de experiencia directa sobre el particular, me abstendré de realizar comentario alguno.
El ejército (cualquier ejército, supongo) sería un ámbito de exploración indicadísimo, si es que se pretende desarrollar una investigación sobre la conducta de los hombrecitos arracimados. Pero tampoco hay que echar en saco roto lo que cunden otros ámbitos menos conocidos por el gran público, como son los centros de estudios bajo capa de colegio mayor regentado por el Opus Dei.
Los colegios mayores masculinos en general, allá por los años 60 y 70 eran unos fecundos semilleros de barbarie y embriaguez. Tanto como cualquier unidad regular de los ejércitos. Divertidísimas bromas, como mantener a un novato durante toda la noche dentro del depósito del agua en pleno invierno, o introducir en alguna cama unos cuantos puñados de lana de vidrio urticante eran hazañas celebradísimas en esos ámbitos. Afortunadamente la irrupción de las prácticas coeducativas en suelo ibérico parece haber mitigado notablemente las naturales tendencias asesinas de nuestros estudiantes, quedando así rubricado el certificado de defunción para la Casa de la Troya.
Señaladas estas afinidades, debemos precisar que existían, no obstante, diferencias muy significativas entre los colegios mayores de a pie, los regimientos de cazadores de montaña y un centro de estudios opusdeístico.
Por ejemplo, el derecho al cabreo. A uno le fastidia el teniente y lo dice a berridos, si bien procurará que los epítetos que salpimentan la queja no hieran los delicados oídos del mentado oficial subalterno. En el colegio mayor San Régulo (que no es del opus), si la carne de membrillo presenta alarmantes afinidades con el ladrillo de obra, el personal lo exteriorizará, incluso ruidosamente y en pleno comedor. Eso no sucedería nunca en el Colegio Mayor Aralar (que sí es del opus, ¿a que lo sabían ustedes?). Dado que el teniente no es el teniente, aunque pueda poseer la misma mala leche que el teniente, sino el director (antes, superior), longa manu del Padre, a su vez expresión impepinable de la divina voluntad, el recluta se tragará los epítetos, o se los aplicará a si mismo en castigo por ocurrencias tan malignas y desaforadas. En caso de que el susodicho director (llamémosle H, o sea Honorio, por ejemplo) interrumpa bruscamente el visionado de una peli televisiva, porque hay una pareja morreándose un pelín, no se montará un cirio, como el del membrillo. La colectividad reprimirá entre jaculatorias sus intensos deseos de linchar al censor y se dedicará a limpiar ceniceros mansamente y posteriormente desfilará hacia el oratorio para cumplimentar meticulosamente la cuadriculilla del examen de conciencia nocturno. Y omnia in bonum y tira p’alante. Nada de derecho al cabreo.
Respecto a la privación dolorosa de la presencia femenina en el rebaño, ocurre en los tres ámbitos de referencia. Lo que sucede es que en el ejército los ordinarios permisos semanales, la lectura y gozosa contemplación grupal de determinadas revistas y las prácticas masturbatorias (normalmente individuales) procuran una funcional espita de escape a la represión de los más bajos o sublimes (según se mire) instintos del macho gregario militarizado. El mando normalmente no mira con malos ojos los desahogos semanales con novias o profesionales del sexo, ni se cuida demasiado de controlar otras maniobras de divertimento cuartelario. El mando no se chupa el dedo y sabe que su buena cuenta le trae que el personal ande lo más sosegado posible, porque el mando no dispone de gracia de estado y, en consecuencia, sus opciones de socorro del Espíritu frente a una compañía desmadrada son más que reducidas.
Parecida situación atrevesaron los colegiales en mayores no pertenecientes a la Prelatura (antes Instituto Secular), en tanto que la mera alusión a la feminidad o al sexo en el sacrosanto ámbito del celibato opusiano hubiera resultado, no ya escandalosa, sino perfectamente inimaginable.
Los actos de virilidad o reciedumbre serán, pues, la principal fórmula sustitutoria para el cabreo y para la sexualidad reprimida. También la infantilización colectiva puede paliar los lamentables efectos de todo ese sistemático retorcimiento de la conducta y del magín.
Por ejemplo, rompamos el hielo de la piscina en el día de Año Nuevo y sumerjámonos gozosamente en el agua helada, o practiquemos el juego del moscardón hasta presentar soberbios hematomas en omóplatos ambos. Creo que la “bofetada estoica” sí que fue suprimida por superior mandato poco tiempo después, pero haberla, húbola. Había por aquellos años en Pamplona un cura bastante majo que un día me sorprendió invitándome a dar una vuelta por el monte y, una vez allí, comenzó a agarrar pedruscos enormes y a arrojarlos con furia hasta quedar exhausto. Luego me explicó que por ese procedimiento uno se libra de las malas ocurrencias.
Lo de las bromas de cole bajo una notable reglamentación era otra forma de pasatiempo de resultados no siempre venturosos. Anda que no sudaba uno tinta china cada vez que se veía obligado a escribir una poesía jocosa para el cumpleaños del tipo que peor le caía de toda la casa… Y encima teniendo cuidado de no mentar ni uno sólo de los innumerables tabúes circulantes y vigentes. O preparar un cartapacio o collage lleno de ingeniosidades sobre algún personaje, tan horriblemente soso, que uno acababa recortando una foto del Himalaya y adornádola con un anuncio de cachimbas Dunhill, sin que nadie, absolutamente nadie, llegase a dilucidar qué graciosa alusión contenía aquel despropósito. Claro que casi todos ignoraban el valor intrínseco de la cultura da-dá y su estrecha relación con estados alucinatorios. Alguna de las famosas poesías “a fortiori” hubiera hecho palidecer de envidia al mismísimo Jacques Prévert:
“Veamos: ¿qué es lo que tiene de particular el Policarpo Grajanejos? Es que es su cumple, y... ¡Uh! No sé, pues, pues… ¡Que es riojano!... Hombre, eso no parece demasiado original… En fin”:
“Sin dolor y sin congoja,
Policarpo Grajanejos,
como eres de la Rioja,
te ofrezco estos fardelejos.”
(Los fardelejos son unos dulces enormes y muy pesados que los naturales de Arnedo ingieren sin aparente daño para su aparato digestivo)
“Bueno, no es nada del otro mundo, ¿y qué más?... Pues, pues, que estudia Derecho Canónico… ¿No será mentar un tema inadecuado la referencia a esa disciplina? ¿Qué le parecerá a don Honorio?... En fin, vamos a arriesgarnos:”
“¡Vaya cosa más simpática!
¡Es gracioso y hasta irónico!
En lugar de numismática,
cursas Derecho Canónico.”
¡Y ya está!
La ritualización de lo cotidiano constituye un factor básico para el buen orden de cualquier grey. Si ustedes han probado a criar gallinas y/o cerdos -experiencia inolvidable que no suelo incluir en mi currículum por razones de modestia- podrán testificar que las rutinas en el suministro de alimentación, encendido y apagado de luces, horas de limpieza de la nave y demás deben ejecutarse con cadencias de una extrema regularidad, si es que pretendemos que los animalitos se pongan en peso a fecha, o que la puesta alcance las tasas de producción establecidas. Por eso uno de los recursos imprescindibles para el gobernante de colectivos de varones gregarios es atenerse a esta regla áurea. Y es que esos grupos humanos no dejan de producir con la ruptura de ritmos vitales preestablecidos, pero se ponen contestones y vocingleros, o, incluso, desertan con absoluta frescura del rebaño en cuanto se ponen a hacer la guerra por su cuenta.
Este crespillo me ha salido algo deforme, pero voy a interrumpirlo aquí, porque se hace la hora de los orejas y no pienso quedarme fuera. Ni hablar.
Los mejores tibetanos son de Gerona y una de paracaidistas
"Y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario"
Antonio Machado
"Vae soli"
Eclesiastés
Pues lo del carro de la carne no resultó mal del todo. Primero, porque de carro, nada: un cacho Pegaso lanzado a toda velocidad, con cabina refrigerada, dirección asistida y reductoras de primera clase. ¡Menudo carro! Luego, que tampoco me veía yo atado al carro de la carne, porque no estaba atado, sino libre como un pajarillo, o como un búfalo en la sabana, o algo por el estilo. Es que siempre me habían encantado las mujeres, la verdad. Así que cuando se volvieron personajes de carne y hueso, me pareció que algo comenzaba a ir mejor, muchísimo mejor.
A ello contribuyeron poderosamente las cacho anatemas pacientemente soportadas en meditaciones diversas y a las perfectas necedades escuchadas en alguna charla que otra. Que si las mujeres son patatín o patatán (mejor evitamos epítetos desagradables), que si lo que quieren es esto o aquello... Claro que algunos no nos lo creíamos, porque teníamos alguna somera experiencia precedente al banderín de enganche y, desde luego, no había resultado ni pizca de desagradable, sino todo lo contrario. Uno lo más que hacía era hacerse cargo de que el predicador seglar o clérigo tenía que apañárselas de alguna manera para contener la natural fogosidad de aquella panda de jovenzuelos y argumentaba como podía, pero que conste que las mujeres nos seguían pareciendo bastante majas y harto apetecibles.
Si, por añadidura, estudiabas una carrera en la que abundaban las condiscípulas, tenías bien sabido que la mayoría eran simpáticas, listas y guapetonas, con que nadie te iba a contar a ti cómo eran las mujeres, cuando las tenías al alcance de la pupila y de la oreja un montón de horas al día. Oiga, y alguna que otra era numeraria, y resulta que esa numeraria era de lo más interesante, tanto o más que las otras vecinas de clase, así que lo de la pared de cal y canto era bastante parecido a la casita del primer cerdito, aquella que el lobo feroz derribó de un mero soplido.
El resultado, en el caso de un servidor, es que se pasaba la vida de enamoramiento platónico en enamoramiento platónico, en el sentido vulgar y adolescente, no en el expresado con más nitidez en diversas obras del propio Aristocles de Atenas. Cierto que no se metía en berenjenales mayores, porque hasta ahí pudiéramos llegar, pero, si no era de una compañera de clase, era de una colega de la política, y, si no, andaba colgado una temporadita con una administración de las que servían la mesa, que añadía a la innegable cualidad de estar buenísima, el supremo valor de lo misterioso y prohibido. No sé si en aquellos momentos uno tenía claro de qué se trataba, pero gracias al dulce sabor del crespillo, ahora sí que caigo, mire usted. Y es que el corazón tiene sus razones que la razón no comprende.
En una de esas el enamoramiento fue ya patente y envolvente y ardiente y me ayudó a picar billete tras ardua y denodada lucha conmigo mismo, con la superioridad y con la propia familia. Y me niego a añadir "de sangre", porque siempre me sonó a algo vampírico, y mi gente de vampírico no tenía nada, como se demostró cuando decidí dejar los verdes campos del Edén y me fui a vivir provisionalmente con ellos, porque se portaron conmigo como reyes, aunque eran supernumerarios. Eran gente de bien por encima de todo.
Pero, y no es chico el pero, el embotellamiento de ideas extraviadas sobre la pureza y el pecado y gazpachos afines hacía que uno, de entrada, no supiera cómo habérselas adecuadamente con todo aquel maravilloso horizonte femenino, finalmente a su alcance; así que administrar la concupiscencia se convertía en un follón de notables dimensiones. Se vivía bastante aquello que salvó la pelleja en el castillo de Blois, según leyenda, al poeta François Villon: "Je meurs de soif auprès d'une fontaine" (muero de sed al lado de una fuente), lo que formulado en términos más vulgares, equivale a decir que uno se agarraba morrocotudos calentones, alternados con confesiones faltas de toda intención de enmienda, y no acababa de rematar la faena. Como, por añadidura, jamás fue un servidor inclinado al onanismo por razones de estética, la amenaza de orquitis se cernía sobre mi cabeza con cierta gravedad.
Entonces fue cuando apareció el tibetano en medio del lanzamiento colectivo de los paracaidistas. Intentaré explicarme.
Supongo que muy pocos de nuestros lectores poseen la interesante experiencia de haber participado en un lanzamiento colectivo con una miaja de viento. Pues lo que sucede es que, cuando caes perfectamente aturdido, miras a tu alrededor con intensa sensación de alivio, intentas controlar todo aquel amasijo de cuerdas y telas (entonces no se habían inventado las actuales monerías sintéticas) y acto seguido miras de aquí para allá, para comprobar dónde y cómo habrán aterrizado tus colegas:
- ¡Hombre, parece que el Perandules ha llegado sano y salvo, con el pánico que tiene siempre!
- Al Morconeras se le ha enganchado el chisme en un olivo, pero creo que está enterito.
- ¡Coño con el Mernabo! ¡Ya ha conseguido enrollar el paracaídas! ¡Qué mano tiene, el tío!
- ¡Je, je, el Pochólez! ¡Seguro que le ha tenido que tirar el sargento de un patadón!
Eso es lo que tiene de bueno que el aterrizaje se haga en grupo. Luego lo celebras en la cantina y hasta puede que pilles una buena cogorza en tan saludable compañía. Todos llegamos sanos y salvos, a lo sumo con unos hematomas y rasguños, y la cosa hay que celebrarla, está claro.
Pues ésa fue la suerte que yo tuve. Cuando decidí marcharme del mundo de nunca jamás, aquello fue un auténtico lanzamiento en masa. Una panda de numerarios, agregados y supernumerarios coincidimos en la decisión, y resulta que nos encontramos y que montamos descomunales tertulias no regladas y algunos hasta llegamos a convivir. Gozosa experiencia, a fe mía. Se trataba de personas cultas, afectuosas y sociables, de modo que aquello resultó un auténtico festejo y ayudó lo indecible a la necesaria reinserción social, que buena falta suele hacer. Otra cosa es que la presencia de nuestra pandilla le hiciese especial ilusión a los jerarcas del Opus y de la Universidad de Navarra, pero eso era cosa de ellos y tampoco nosotros nos dedicábamos a quemar iglesias ni a blasfemar a idea por los pasillos, qué diantre.
Y en medio de tan amable tumulto hizo su aparición el tibetano, fantástico personaje ideado por uno de la panda, psicólogo gerundense él. El tibetano era un individuo de prodigiosas cualidades genésicas, dotado por la naturaleza con generosísima prodigalidad, un personaje que fue plasmado sobre el papel por mi mano pecadora con gran satisfacción y contentamiento de la comunidad. En términos terapeúticos, el tibetano resultó un elemento más de liberación verbal para los tabúes sexuales, porque uno comenzó a soltarse el pelo y a ver con mucha más naturalidad determinados temas que le habían amargado la existencia en sus primeros momentos de excombatiente.
Y de la liberación verbal a una razonable liberación pragmática pasa uno con facilidad notable, así que la amenaza de orquitis se esfumó definitivamente y se hizo frente a la divina concupiscencia con mesura, pero sin las ignominiosas trabas adquiridas en el precedente lavado de cerebro.
Pero lo más importante es lo del aterrizaje en compañía, así que digo y afirmo que la idea de esta web no es buena: es completamente imprescindible. Si ya nos lo decían ellos, aunque tal vez con intenciones algo distintas: "frater qui adjuvatur a fratre quasi civitas firma". ¿Ven cómo sí que tenían razón en algunas cosas?