Parecerse a nuestro Padre

Fuente: Crónica, junio 1985, pp. 590-596

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Nosotros hemos recibido una preciosa herencia de nuestro Fundador: el encargo de hacer el Opus Dei. Lo llevaremos a cabo, si cumplimos la condición que nos explicó repetidamente: haremos el Opus Dei en la tierra, si somos nosotros mismos Opus Dei [1] . Y ser Opus Dei significa dar cumplimiento al designio de Dios, que nos ha elegido antes de la constitución del mundo, para que seamos santos en su presencia [2] , siguiendo este camino de santificación en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano [3] , en el que El mismo nos ha puesto.

La meta es alta. La llamada universal a la santidad, concretada para nosotros en la práctica de las virtudes cristianas según el espíritu de la Obra, requiere un empeño serio –luchar con todas nuestras fuerzas- por subir a las cumbres de la unión con Dios. Las palabras de Cristo son claras, y nos señalan un objetivo bien preciso: sed vosotros perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto [4] . Y a todos en el Opus Dei, haciendo eco a estas palabras del Señor, nuestro Fundador nos ha dicho: hemos de ser santos de veras, auténticos, canonizables; si no, hemos fracasado. Santidad auténtica, sin paliativos, sin eufemismos, que llega hasta las últimas consecuencias; sin medianías, en plenitud de vocación vivida de lleno [5] .

Así vivió nuestro Padre. Ciertamente recibió mucha gracia divina —la que se concede a un Fundador, y a un Fundador como era nuestro Padre—, pero la gracia no hubiese valido para nada si no hubiese encontrado, como conditio sine qua non, la correspondencia del Padre. Dios le llamaba, y el Padre respondía: aquí estoy. Una y otra vez, un día tras otro y, dentro de cada día, un momento después de otro, constantemente: Señor, me pides esto; aquí estoy, con prontitud, con alegría [6].

La santidad de vida de nuestro Padre —sin adelantar de ningún modo el juicio de la Iglesia— es algo unánimemente reconocido, como atestiguan las incontables personas que acuden confiadamente a su intercesión en todo el mundo. Testimonio insigne de esta fama de santidad, que se difundió por la tierra desde el momento mismo del fallecimiento de nuestro Fundador, es el comentario del Papa Pablo VI en una audiencia concedida al Padre: me dijo —nos relataba el Padre, habiendo obtenido de Su Santidad el permiso para decirlo— que consideraba que nuestro Fundador es uno de los hombres que han recibido más carismas, más gracias de Dios, a lo largo de toda la historia de la Iglesia, y que siempre había respondido con generosidad, fiel a los dones divinos. En otras palabras, que lo considera como uno de los santos más grandes. Esto lo subrayó varias veces [7] .

El Señor quiere que imitemos a nuestro Fundador. Hay una razón profunda, que habremos meditado muchas veces: nuestro Padre es la persona elegida por Dios para encarnar el espíritu de la Obra. Si nosotros deseamos vivir plenamente este espíritu, hemos de mirar cómo lo vivía nuestro Padre [8] .

No le gustaba a nuestro Fundador ponerse como modelo. Cuando le preguntaban: ¿cómo le podemos imitar en esto o en aquello?, con su gran humildad, respondía siempre: ¿imitarme a mí? ¡No! Hay que imitar a Jesucristo, que es el modelo de todos [9] . Por eso, constantemente enseñó que ser santo es ser buen cristiano: parecerse a Cristo. El que más se parece a Cristo, ése es más cristiano, más de Cristo, más santo [10] .

La santidad a la que Dios nos llama se resume en el perfecto seguimiento de Jesucristo. Pero hay modos muy diversos de ir en pos de Jesús, de reproducir su vida en nuestras almas. De ahí las diferentes espiritualidades que han surgido en el seno de la Iglesia, con el transcurso de los siglos. Dentro del común camino cristiano, los hijos de Dios en la Obra han de seguir los pasos de Jesús pisando donde pisaba nuestro Padre [11] , porque nuestro Fundador encarna el modo específico, querido por Dios, de nuestra identificación con Cristo.

En otras palabras, si de verdad deseamos realizar el designio divino para cada uno de nosotros, claramente expresado en la vocación al Opus Dei, hemos de aspirar a la misma santidad de nuestro Padre y, con la gracia de Dios, luchar por alcanzarla. No está en nuestras manos rebajar la meta, ni mitigar la exigencia. El Padre vivió siempre con heroísmo, y eso es lo que os pido a vosotros: no hay flojeras que valgan [12].

Hemos, pues, de seguir los pasos de nuestro Fundador, con humildad y constancia, para que los rasgos de Cristo se reflejen plenamente en nosotros. Hay un proverbio castellano que dice: el que a los suyos se parece, honra merece. Cada uno de nosotros tiene su propia personalidad, pero como somos familia, nos parecemos al Padre en rasgos que son sobrenaturales y al mismo tiempo humanos: en la santificación del trabajo profesional, en esa alegría contagiosa que es patrimonio de todos los cristianos, pero muy especialmente de los hijos de Dios en el Opus Dei; en el espíritu proselitista... [13] .

Todos hemos de esforzarnos por desarrollar esos rasgos de familia en nuestra vida espiritual. Nuestro Fundador nos ha dejado un espíritu bien marcado: esculpido, decía. ¡A luchar para tener un espíritu como el suyo! ¡A luchar para vivir en la presencia de Dios a lo largo del día, y saber encontrarnos constantemente con Jesús y con Dios Padre, por obra del Espíritu Santo, y con la Santísima Virgen! ¡A tener vida contemplativa, para estar siempre pendientes de Dios, no de nosotros mismos! ¡A ser sembradores de paz y de alegría, de modo que dondequiera que haya un hijo de Dios en el Opus Dei, haya un remanso de paz, un foco de alegría! [14].

Nuestro Fundador se nos presenta en todos los momentos de su vida con una entrega sacerdotal constante, sin regatear nada, diciendo siempre sí a Dios. Caminó en todo momento de la mano de la Santísima Virgen, amando y siendo amado, sufriendo y considerando los sufrimientos como caricias de Dios. Fue sacerdote siempre: ofrecía el sacrificio litúrgico de la Santa Misa y el de su vida entera y el de la vida nuestra.

¡Qué buen ejemplo nos ha dejado! Pisoteemos el propio yo, la soberbia, el amor propio, el egoísmo, la vanidad, la sensualidad... Todo pisoteado, porque Dios nos llama; y la llamada del Señor es tan dulce y tan profunda, que nos transforma, nos diviniza. Vale la pena que intentemos ser buenos hijos de nuestro Padre: así seremos buenos hijos de Nuestra Madre del Cielo [15] .

Nuestra vida ha de ser un progresivo desarrollo de las virtudes cristianas, según el modo específico del Opus Dei, hasta el grado heroico en que las vivió nuestro Padre. Conformarse con menos sería recortar a nuestro gusto la voluntad de Dios, y en definitiva negarse a cumplirla. Sin embargo, no hay que olvidar que en la vida de nuestro Padre hay elementos que son propios de su misión de Fundador: episodios sobrenaturales, luces extraordinarias del Señor, dones especiales...: ayudas divinas necesarias o convenientes para llevar a cabo la fundación y la expansión de la Obra, para abrir los caminos divinos de la tierra en medio de constantes dificultades. Nuestro Padre hablaba poco de esas cosas, precisamente porque no forman parte del camino que estaba trazando para sus hijos.

Lo mismo puede decirse del modo tan heroicamente exigente con que nuestro Fundador vivió algunas virtudes, especialmente la pobreza, la mortificación y la penitencia. El Señor le pedía prácticas extraordinarias para dar solidez a los cimientos del Opus Dei. Pero nuestro Padre, desde el principio, concretó el modo específico de vivir esas y otras virtudes en la Obra, de acuerdo con nuestra condición de cristianos corrientes.

En cualquier caso, podemos y debemos imitar el espíritu que movía en toda circunstancia a nuestro Padre: un amor de Dios, y por Dios a los hombres, que no conoció empequeñecimientos humanos. Y aunque nunca quiso proponerse como modelo, quiso enseñarnos explícitamente cuál era el nervio de su vida, el hilo conductor de su lucha por la santidad: de pocas cosas puedo ponerme como ejemplo. Y sin embargo, en medio de todos mis errores personales, pienso que puedo ponerme como ejemplo de hombre que sabe querer. Vuestras preocupaciones, vuestras penas, vuestros desvelos son para mí una continua llamada. Querría, con este corazón mío de padre y de madre, llevar todo sobre mis hombros [16].

En todo hemos de actuar como lo haría nuestro Padre: ése es el criterio certero. En la primera audiencia con el Papa, después del fallecimiento de nuestro Fundador, el Romano Pontífice dio al Padre, y a todos nosotros, un consejo bien práctico y eficaz: me dijo con insistencia (...) que si queremos ser fieles a la Iglesia, y servirla como lo ha hecho nuestro Padre, hemos de ser muy fieles al espíritu de nuestro Fundador. A mí, concretamente, me decía: usted, siempre que deba resolver algún asunto, póngase en presencia de Dios, y pregúntese: en esta situación, ¿qué haría mi Fundador?: y obre en consecuencia. Diga a todos sus hijos y a todas sus hijas que, siendo fieles al espíritu del Fundador, servirán a la Iglesia —como la han servido hasta ahora— con eficacia, con profundidad, con extensión [17].

Hoy, al cabo de diez años de la marcha de nuestro Padre al Cielo, disponemos de abundantes relatos que testimonian su vida santa. Ahí tenemos muchos detalles prácticos, que podemos reproducir en nuestra conducta. Sobre todo hemos de asimilar los escritos de nuestro Fundador, en los que está como esculpido nuestro espíritu. A cada uno de nosotros, nos recomienda el Padre: lleva a la oración con frecuencia los hechos y las palabras de nuestro Padre. Aprenderás mucho. Su ejemplo se grabará hondamente en tu alma, y sacarás luces que guíen tu vida entera. Así no olvidarás jamás sus enseñanzas. Yo no quiero ponerme como modelo, pero te puedo asegurar que no se borra de mi memoria cuanto oí a nuestro Padre [18] .

Nos recuerda también el Padre que nuestro Fundador no se presenta ante nuestra vida sólo como una escultura de rasgos bien marcados. ¡No! Es la figura de una persona amabilísima, que se ha movido entre nosotros, que nos ha dispensado su cariño, que nos ha tratado con la fortaleza necesaria cuando resultaba preciso. Es mucho más que una escultura: es nuestro Padre [19] . En el Cielo continúa ejercitando ese oficio paterno y materno, con un poder y una eficacia incomparablemente mayores. Por gracia de Dios, vive en el alma de cada uno de nosotros, y nos golpea de vez en cuando en el corazón para que seamos más fieles [20].

Como la santidad es, principalmente, fruto de la acción del Espíritu Santo, nuestro Fundador es, en nuestros corazones, como un amplificador de las mociones divinas [21] . Por eso nos recomienda el Padre: buscad a nuestro Padre en vuestro corazón; permitidle actuar en vuestra alma en gracia, para que levante propósitos de una humildad más profunda, de una entrega más plena, de una fidelidad más decidida [22] .

Permitiremos actuar a nuestro Padre si fomentamos en nosotros una actitud de docilidad a la acción del Espíritu Santo, que se traduce en dejarse moldear por los Directores, en recibir bien la corrección fraterna, en abrir el corazón con sinceridad en la dirección espiritual... Así la gracia de Dios entra a raudales en el alma y nos transforma en Opus Dei. Y, si hemos sido fieles, al mirarnos en el espejo del examen de conciencia, contemplaremos reflejada, no la pobre imagen de hombres llenos de miserias, sino la figura de nuestro Modelo, Jesucristo , y también la de nuestro Padre [23] .

Como Padre que es, disfrutará desde el Cielo viendo nuestra lucha, y pensará: cómo se esfuerza este hijo mío para parecerse a mí. ¿No habéis visto con qué alegría enseñan los padres las fotos de sus hijos para mostrar que se parecen a ellos? Pues nuestro Fundador tiene derecho al santo orgullo de que todos sus hijos se le asemejen, y nosotros tenemos la obligación de darle esa alegría [24].

Sobre todos recae el peso dulce y fuerte de la responsabilidad de transmitir —en toda su divina integridad— el espíritu que nos ha legado nuestro Padre. Los que vengan se fijarán en nosotros, necesariamente. Pensarán: sí, el ideal de la Obra es maravilloso, pero a ver cómo lo viven los que la integran. Si no les damos ejemplo de entrega total, de amar a Dios con todas nuestras fuerzas, les hacemos mucho daño [25].

Especial responsabilidad tienen quienes convivieron con nuestro Fundador en la tierra, por haber bebido en su misma fuente el espíritu de la Obra. Cuántas veces, estando de tertulia con sus hijos, nuestro Fundador nos advertía: aunque soy un pobre hombre, debo deciros –en la presencia de Dios- que rendiréis cuenta estrecha al Señor por haber estado a mi lado, porque recibís el espíritu de la Obra directamente de mis labios... Si esto es así para los que quizá veían a nuestro Padre una sola vez, ¡fijaos qué responsabilidad la de quienes le hemos tratado durante muchos años! Ayudadnos: no sólo a mí, sino a todos los que hemos vivido algún tiempo cerca de nuestro Fundador. Tenemos el deber de transmitir, íntegramente y de manera genuino, este tesoro, que hemos recibido con tanta intensidad. Es un trabajo divino: hace falta mucha gracia de Dios y dócil fidelidad al Espíritu Santo. Por eso, insisto, rezad por nosotros [26] .

Sin embargo, precisamente porque nuestro Padre actúa en el alma de sus hijos, también los que han venido a la Obra después del 26 de junio de 1975, y los que vendrán hasta el final de los siglos, pueden y deben imitar íntegramente el ejemplo de nuestro Fundador. A esos hermanos nuestros dirige el Padre estas palabras:

Todos conocéis a nuestro Padre, aunque no hayáis tenido la gracia de verle y de tratarle cuando aún se encontraba físicamente entre nosotros, porque meditáis su vida santa y sacáis consecuencias, porque os formáis según su mismo espíritu y, sobre todo, porque el Señor le permite actuar en nuestras almas.

Nuestro Fundador ponía el ejemplo de un recién nacido al que se le muere su padre: no le ha conocido pero, con el pasar de los años, va pareciéndose más y más a él: en los gestos, en el modo de reaccionar y en tantos aspectos de la vida física y psíquica. Pues nosotros, espiritualmente, poseemos los mismos rasgos que nuestro Padre, porque somos hijos de su oración y de su sacrificio y nos alimentamos de su misma vida interior. Todos tenemos el mismo aire de familia, también quienes no han convivido en la tierra con nuestro Fundador [27].

Al cumplirse el décimo aniversario de la marcha de nuestro Fundador al Cielo, es buen momento para considerar cómo le dejamos actuar en nosotros, cómo nos esforzamos por imitarle, dónde hemos puesto las metas de nuestra santidad. Y, sobre todo, podemos acudir a nuestra Madre la Virgen Santísima, y decirle: monstra te esse Matrem!, Madre, haz también que nos parezcamos más y más a nuestro Fundador, que así seremos buenos hijos tuyos [28] .


  1. Del Padre, Tertulia, 26-VI-1977, en Crónica, 1977, p. 763.
  2. Ephes. I, 4.
  3. Oración para la devoción privada a nuestro Padre.
  4. Matth. V, 48.
  5. De nuestro Padre, Meditación, 19-III-1960, en Crónica XII-61, p. 12.
  6. Del Padre, Tertulia, 1-I-1976, en Crónica, 1976, p. 54.
  7. Del Padre, Tertulia, 11-III-1976, en Crónica, 1976, p. 282.
  8. Del Padre, Tertulia, 4-III-1983.
  9. Del Padre, Tertulia, 14-IV-1976, en Crónica, 1976, p. 598.
  10. De nuestro Padre, Dos meses de Catequesis, II, p. 489.
  11. Del Padre, Tertulia, 14-IV-1976, en Crónica, 1976, p. 598.
  12. Del Padre, Tertulia, 13-IV-1976, en Crónica, 1976, p. 588.
  13. Del Padre, Tertulia, 28-III-1976, en Crónica, 1976, p. 449.
  14. Del Padre, Homilía, 26-VI-1982, en Crónica, 1982, p. 666.
  15. Del Padre, Homilía, 25-VI-1981, en Crónica, 1981, p. 698.
  16. De nuestro Padre, Crónica, 1969, p. 493.
  17. Del Padre, Tertulia, 11-III-1976, en Crónica, 1976, p. 282.
  18. Del Padre, Tertulia, 1-X-1978, en Crónica, 1978, p. 1094.
  19. Del Padre, Obras, 1977, p. 431.
  20. Del Padre, Tertulia, 12-X-1980, en Crónica, 1980, p. 1273.
  21. Del Padre, Crónica, 1979, p. 5.
  22. Del Padre, Carta, Navidad de 1975, en Crónica, 1975, p. 1806.
  23. Del Padre, Tertulia, 26-VI-1977, en Crónica, 1977, p. 763.
  24. Del Padre, Tertulia, 3-IX-1977, en Crónica, 1977, p. 1022.
  25. Del Padre, Tertulia, 2-IV-1985, en Crónica, 1985, p. 356.
  26. Del Padre, Tertulia, 9-IV-1978. en Crónica, 1978, p. 405.
  27. Del Padre, Tertulia, 9-1-1980, en Crónica, 1980, p. 58.
  28. Del Padre, Crónica, 1978, p. 847.