El cuento chino de la familia feliz

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Por Llopis, 24 de noviembre de 2003


Con este testimonio quiero desahogarme, para qué negarlo, pero también echar una mano a los que han vivido toda su vida en un ambiente del Opus Dei. Mis padres pertenecen a la organización y varios de mis hermanos también. Tengo un montón, pero casi no tuvimos problemas de espacio: a medida que cumplían los 18 los pequeños íbamos ganando habitaciones. Yo nunca me metí en el Opus Dei: con lo que veía en casa ya tenía suficiente para desconfiar de las felicidades que me prometían. Por supuesto, estudié en un centro vinculado en el que mis padres depositaron toda su confianza sin ningún espíritu crítico. Eso les permitió, guiados por su buena fe, delegar sus funciones como padres en cuanto a nuestra educación intelectual y emocional. Como se suponía que estábamos en las mejores manos, de algún modo se desentendieron de nosotros. Educar por delegación: eso enseña el Opus Dei.

En mi casa no había tiempo para la ternura: mi padre andaba siempre fuera, trabajando, y cuando llegaba agotado lo último que le apetecía era estar con sus hijos. Perdía los nervios con facilidad y todos le temíamos. A mi madre se le iba toda la energía en organizar una familia de doce miembros con perro. Sobre el papel el resultado era una maravillosa familia feliz, pero yo lo que recuerdo es a unos cuantos niños tristes siempre en busca de caricias, de algo de tiempo, de un poco de dedicación que fuera más allá de las necesidades básicas de comida y abrigo. Recuerdo a una niña que se sentía muy sola en medio de una familia numerosa, y a un perro que se llevaba todas las caricias. Como andábamos tan necesitados, nos desahogábamos con él. El tío se dio la gran vida. Y recuerdo que mi padre daba charlas para asesorar a otros padres sobre cómo educar a sus hijos. Casi me da miedo pensarlo.

Intentaron captarme en el colegio -y también en el club al que acudía después de clase- mediante chantajes como una meditación en la que un sacerdote empieza con el relato de la muerte de Jesucristo en la cruz con pelos y señales, incidiendo especialmente en los tremendos dolores que padeció, y termina diciendo: "Si Jesucristo hizo eso por ti, ¿tú no vas a dar la vida por él?". Tenía 14 años. Si esto no es un delito, debería serlo. Salí temblando, pero lo que más me impresionó fue la sonrisa de la numeraria que nos abrió la puerta del oratorio, una sonrisa cínica hasta el insulto. Sin atisbo de compasión por el palo que nos acababan de meter: todo lo contrario, con regodeo. Esa misma sonrisa la descubrí unos 15 años más tarde en otra numeraria, en Roma, cuando uno de mis hermanos ofició su primera misa en Bruno Buozzi. Participé en la ceremonia por mis padres pero supongo que mi cara era un poema. Bueno, digamos que me limité a estar allí, a sentarme y levantarme sin abrir la boca para nada. Y, justo enfrente, una numeraria sonriéndose ante mi silencio y regodeándose ante mi dolor. Con el mismo cinismo en la sonrisa. Qué forma más extraña de vivir la compasión.

Cuando intentaron captarme me prometieron que con ellos sería feliz, lo que implícitamente supone que sin ellos la infelicidad está garantizada: así lo entendí yo, pues era solo un niña. Dada mi "feliz" experiencia como miembro de una familia del Opus Dei, decidí arriesgarme. No esperé a que nadie me diera la felicidad, salí yo a buscarla. El primer paso fue dejar el club. No volví a poner los pies por allí, especialmente después de confiarle un problema a una amiga numeraria de mi edad y que luego otra mayor, que supongo que me tenía a su cargo, me viniera con la historia. Vamos, que traicionaron mi confianza. Lo tuve claro: ¿Con ellos, o sola? Sola. Y no me equivoqué, porque ahora tengo grandes amigos a quienes la salvación de mi alma les preocupa muy poco: con verme bien y estar cerca cuando estoy mal les vale.

Pero el Opus Dei sigue allí. Para mis padres y mis hermanos numerarios, mi estilo de vida está totalmente equivocado: he vivido en pareja, rompimos, acabo de empezar otra relación... Lo normal cuando no hay integrismos de por medio. Pero parece ser que mi vida "disoluta" y la felicidad están reñidas (?). Me sorprende que sigan hablando de felicidad los que, como padres, han acabado dejando en manos de psiquiatras o psicólogos a la mitad de sus hijos. Les visito varias veces por semana pero mis hermanos numerarios -que pasan por allí una vez cada tres o cuatro años, como mucho- no tienen ningún problema en hablarme de lo maravillosa que es la vida de familia, lo estupendo que sería que me casara y tuviera hijos y la de cosas que puedo aprender de mis padres. Parece ser que ellos ya lo tienen todo aprendido, por eso no pasan por casa.

Y mientras yo y otros hermanos luchamos por compensar la soledad en que el "camino de santificación" que han tomado algunos de sus hijos ha dejado a mis padres, tengo que tragarme su censura y sus juicios de valor sobre mi estilo de vida. (Como podéis ver, me quedan un par de tareas pendientes antes de terminar con esta historia en mi cabeza...)

Me gustaría transmitir a todas las personas que están sufriendo que luchen y no pierdan la ilusión. Que desconfíen de todos los que creen que la felicidad se compra en la farmacia y sólo te la dan con receta (la suya). Que se arriesguen. Que el verdadero amor por los demás es amor a su libertad. Que la obediencia es un cuento chino: lo que tiene valor es decidir por uno mismo, aunque dé vértigo. Y si se mete la pata, a sacarla y a estar al loro, no sea que haya más agujeros. Que no hay una sola forma de vivir con espiritualidad. Que Dios, la Vida o como quieran llamarle es muy grande y no cabe en la caja donde la gente del Opus Dei han querido meterle. La prueba de que esos apretones no le sientan nada bien, al pobre, somos todos los que estamos escribiendo en esta web y todos los que no han tenido la suerte de encontrarla y siguen sufriendo en silencio.

Y también quiero decirles que aprovechen su hermosa libertad, conquistada cada día, para echarse unas cuantas risas a costa del fanatismo: lo de las plantas de los pies de Escrivá estampadas en cemento que hay en Bruno Buozzi no tiene desperdicio... ¡Je, je, je! Si es que son la leche.

Mucha suerte, y el cariño que no falte.


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