La voz de los que disienten/Un apunte final

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Un apunte final


Fieles al Espíritu

Sabe que estoy a punto de finalizar mi trabajo y me llama por teléfono para confirmar si todavía está a tiempo de aportar su colaboración. Le digo que el original está ya entregado, pero que hablaré con mi editor para ver qué se puede hacer. Leo el escrito que me envía y me llena de emoción. Es importante hacerle un hueco, ya que se trata de una aportación especialmente valiosa, y además encaja bien al final del libro. Su autor militó en las filas del Opus durante veintitrés años y, aunque su salida es aún reciente, considera que sus heridas ya no están abiertas. Confiesa que sabe bastante del dolor que supone nadar contra corriente, ir a contrapelo y no bailar al son que toca, pero, curado ya de esos males, muestra su deseo de poder ayudar a los que sufren y sufrirán el presente y el futuro de la prelatura personal Opus Dei, y les habla de la importancia de ser siempre fieles al Espíritu. El mencionado autor se expresa así:

Ayuda espiritual en situación de salida de la Obra

En el año 2004 se publicó la traducción castellana de un libro que puede ayudar, en el plano espiritual y de vida interior, a numerarios y numerarias que comiencen a plantearse su salida de la Obra, que ya se encuentren en una situación firme de salida o que estén recién salidos de esa institución. En esas circunstancias vitales, especialmente difíciles, se suele atravesar por una situación espiritual dura, en la que el ánimo está a menudo ofuscado, entristecido o perplejo ante el rotundo cambio de vida y también a consecuencia de las frustraciones experimentadas en ese trance. Por eso, conviene aconsejar a las personas que pasan por esa dolorosa situación la lectura de algunos pasajes del denso libro de Yves Congar, Diario de un teólogo (1946-1956), Madrid, Trotta, 2004.

Nacido en Sedán (Francia) en 1904, Yves Congar, dominico, llegó a ser uno de los principales expertos del Concilio Vaticano II (1962-1965). Su obra teológica, que se cuenta entre las más señaladas del siglo XX, está dedicada a la eclesiología y el ecumenismo. En 1994, un año antes de su muerte fue elevado a la dignidad de cardenal por el papa Juan Pablo II Sin embargo, las relaciones que, durante el pontificado del papa Pío XII (1939-1958), mantuvieron Congar y otros dominicos franceses con el Santo Oficio (Roma) fueron muy tensas. De los años 1946 a 1956 Congar fue objeto de un trato muy duro por parte del Santo Oficio, que, por considerar al teólogo francés sospechoso de herejía, lo sometió a una serie de reprensiones. El teólogo Yves Congar escribía un diario donde iba registrando los principales acontecimientos de la vida de la Iglesia en los que, como protagonista y cualificado espectador, tomaba parte. Este diario contiene un tiempo de prueba espiritual en su vida interior y, al mismo tiempo, representa un testimonio excepcional de las relaciones entre la indagación teológica y el magisterio romano en las postrimerías del pontificado de Pío XII.

Los pasajes más íntimos de ese diario muestran la entereza de un Congar que, convencido de estar en el buen camino de búsqueda de la verdad, prestaba a la Iglesia uno de los servicios que ésta más necesitaba: la profundización teológica en la naturaleza de la propia Iglesia, con el fin de superar el drama eclesial que supone la división de los cristianos en católicos, ortodoxos, protestantes, anglicanos, etc. Los sufrimientos espirituales que le produjeron las censuras recibidas por el Santo Oficio no le llevaron a la ruptura con la Iglesia ni con la orden dominicana, pues supo elevar ese sufrimiento al nivel de la identificación personal con Cristo en la cruz, manteniéndose siempre en servicio a la verdad que la Iglesia necesitaría en realidad vivir.

Los superiores de la orden dominicana, a pesar de que tuvieron que imponer a Congar las sanciones dictadas por el Santo Oficio desde Roma, se comportaron relativamente bien con su hermano Congar, el cual no quedó en ningún momento en la estacada. Pese a las restricciones a las que Congar fue forzosamente sometido, no se le privó de cierto espacio de libertad interior y un poco de exterior que le permitía respirar algo a su aire. En cambio, cuando los numerarios y las numerarias son críticos con el integrismo de la Obra, los superiores del Opus tienden a ahogarlos espiritualmente al máximo, y, por eso, las salidas de la Obra son a veces muy traumáticas. En bastantes situaciones de ese tipo los numerarios/as no están bien atendidos espiritualmente, siendo así que precisamente en esos difíciles momentos necesitarían más atención espiritual que nunca. Ésta es una de las muchas contradicciones y paradojas que se derivan de plantear el funcionamiento de la vida cristiana sobre la base del integrismo.

Por consiguiente, el ejemplo personal vivido por Congar, que, años después de ser ridículamente humillado por el Santo Oficio, llegaría a ser uno de los teólogos más relevantes del Concilio Vaticano II en materia eclesiológica y en ecumenismo, puede animar a aquellos numerarios/as que se encuentren en situación de salida.

Selecciono a continuación unos emocionantes pasajes de la carta que Congar escribió a su madre, residente en Sedán, el 10 de septiembre de 1956 desde Cambridge. La carta está recogida íntegramente en las páginas 471-478 del citado libro.

Queridísima Tere:

Me anticipo un tanto: esta carta querría desearte un buen 80 aniversario. Sé que es el 24 de septiembre, y espero que, precisamente ese día, recibas un recuerdo [...]. Pensaré mucho en ti el día 24 y celebraré la misa por tu intención en acción de gracias.

Congar abre su corazón a su madre y le explica claramente la situación espiritual en que se encuentra. Refiriéndose a los censores romanos del Santo Oficio, escribe:

Lo que me ha hecho quedar mal no son las falsedades (a sus ojos) que haya podido decir, sino haber dicho una serie de cosas que a ellos no les gusta que se digan. Haber abordado los problemas sin alinearme en la única dirección que ellos pretenden imponer al comportamiento de toda la cristiandad y que consiste en esto: no pensar, no decir nada, a no ser lo siguiente: hay un papa que lo piensa todo, que lo dice todo, y obedecerle es lo que constituye a uno como católico. Su pretensión sería ser absolutamente los únicos, y que, salvo un exiguo sector libre en materias de poca relevancia, lo único que se haga sea repetir y orquestar totalmente sus «oráculos», exclamando: ¡realmente es genial! Me han atribuido una audiencia y una influencia que yo sé muy bien que jamás he tenido. Y esto no lo quieren.

El papa actual, sobre todo desde 1950, ha desarrollado, hasta la manía, un régimen paternalista consistente en que él, y sólo él, dice al mundo y a cada uno lo que hay que pensar y cómo hay que actuar. Pretende reducir a los teólogos al papel de comentaristas de sus discursos, sin que, sobre todo, puedan tener la veleidad de pensar algo, de tener cualquier iniciativa fuera de los límites de ese comentario: excepto, lo repito, en un margen muy estrecho, perfectamente acotado y vigilado, de problemas sin consecuencias.

Los dominicos franceses han sido perseguidos y reducidos al silencio [...] porque ellos eran los únicos que tenían una cierta libertad de pensamiento, de iniciativa y de expresión. Ciertamente, se trataba sólo de una libertad dentro de la ortodoxia, pero una ortodoxia cuyas fuentes son también la Biblia, los Padres, etc. [...]; y, sobre todo, somos [los dominicos franceses] los únicos, como cuerpo, libres en, y al servicio de, la verdad; los únicos, como cuerpo, que ponemos la verdad por encima de todo.

[...] Está claro que, en estas condiciones, el ecumenismo no puede estar bien visto en Roma. Ésta sólo lo concibe de una manera: la sumisión incondicional.

[...] Vuelvo a mí. Me han destruido prácticamente. En la medida de su capacidad, me han destruido. Se me ha desprovisto de todo aquello en lo que he creído y a lo que me he entregado:
ecumenismo (desde 1939 no he hecho nada, o casi nada)
enseñanza
conferencias
actividad con los sacerdotes
colaboración en Témoignage chrétien, etc.; participación en los grandes congresos (Intelectuales católicos, etc.).

No han tocado mi cuerpo; en principio, no han tocado mi alma; nada se me ha pedido. Pero la persona de un hombre no se limita a su piel y a su alma. Sobre todo, cuando este hombre es un apóstol doctrinal, él es su actividad, es sus amigos, sus relaciones, es su irradiación normal. Todo esto me ha sido retirado; se ha pisoteado todo ello, y así se me ha herido profundamente, se me ha destruido. Se me ha reducido a nada y, consiguientemente, se me ha destruido. Cuando, en ciertos momentos, repaso lo que había acariciado ser y hacer, lo que había empezado a realizar, soy presa de un inmenso desconsuelo.

Y sé que no tiene remedio. Los conozco. Sé que, cuando persiguen a alguien, lo hacen hasta la muerte. [...]

Es algo atroz estar de esta forma como un muerto viviente.

Dentro de seis meses se cumplirán tres años de exilio, uno detrás de otro [...].

Aquí, prácticamente, no tengo amigos. Estoy solo, atrozmente solo [...].

Sé perfectamente que existen Dios y las cosas transcendentes. Pero no hemos sido hechos únicamente para esto; nos han hecho para la comunión, el don y la amistad; para la acción y la comunicación. La vocación eremítica es, tal vez, una vocación muy hermosa. Inhumana o sobrehumana (ya Aristóteles decía que el solitario es o una bestia o un dios). No es la mía.

De los que amo he aprendido mucho [...]. Pero me gustaría decirte, en esta charla contigo con motivo de tus 80 años, qué es lo mejor que he aprendido de ti. Tú has tenido dones superiores; habrías podido tener una vida humanamente más amplia y desarrollada. Has tenido una vida extraordinariamente difícil y dura. No se puede juzgar a los propios padres; lo más que se puede hacer es pensar y formular algunas cosas. Pero, en fin, tú has estado sometida a unas condiciones de vida -morales y materiales- sumamente difíciles. Es inútil entrar en detalles. Pienso en muchísimas cosas que los dos sabemos y no olvidamos. De modo que podrías haber tenido una vida humanamente amplia, «feliz», con destellos culturales de todo tipo... y hoy, a los 80 años, en vez de saborear la dulzura y el reposo, se te ha impuesto una carga más pesada sin distracción o descanso.

Tú asumes esto tal como me has dicho, y como es fácil comprobarlo, como tu deber del momento, y en él llegas a encontrar casi la alegría. Es la voluntad de Dios, santa y santificante, y ahí es donde tú quieres estar totalmente, encontrando, incluso, la alegría, porque se trata de la voluntad de Dios.

Ésta ha llegado a ser también, después de una serie de años, mi espiritualidad. A ello he añadido, sobre todo tras mi última estancia en Sedán, una nueva intención. Llorando lágrimas de mis ojos, como las hijas de Jerusalén, me digo con mucha frecuencia que hay mucha gente infinitamente más desgraciada que yo. En el fondo; si estoy triste es porque teniendo, creo, una serie de ambiciones perfectamente legítimas y puras, querría también un cierto éxito y gloria humanos. En mi berrinche y mi rebeldía hay algo de despecho. Sin embargo, cuánta gente hay más desgraciada que yo. Pienso en las tres quintas partes de seres humanos subalimentados y miserables, en todos los pobres chiquillos de los campos de concentración de todos los regímenes policiales; [...] pienso en ti y en tu vida cotidianamente penosa al servicio de los demás y de papá enfermo. Me parece que soy excesivamente egoísta lamentándome, gimiendo y llorando demasiado. Porque me suele pasar incluso que me pongo a llorar sin parar cuando estoy solo. Me digo que debo no sólo aceptar mejor mi mal, con más humildad y en una comunión más alegre con la voluntad de Dios, sino que también debo, sobrellevando mi mal, asumir mejor mi parte de la cruz de los demás y del dolor del mundo. También, cada mañana, sobre todo en la celebración de la misa, tomo mi cruz del día, de una nueva jornada de aniquilación y exilio, no sólo como «una tarea actual», sino como mi participación o comunión en la cruz de todos aquellos a los que amo y en el dolor del mundo. Con este espíritu pienso en ti y contigo. En este espíritu me uno a tu vida y a tu coraje y, así lo espero, un poco a la fecundidad de tu dolor. [...]

¡Cuánto amor has llegado a irradiar y ofrecer durante ochenta años! Esto es lo que tendría yo que aprender mejor; de esto, por otra parte, tengo necesidad. A la hora de la verdad, esto es lo que cuenta: lo que se haya dado en forma de amor. Ésta es también la razón por la que me resulta tan atrozmente penoso el exilio. No tengo a nadie a quien amar, nadie a quien dar algo. ¡Qué poderoso es, Dios mío, el instinto de ser padre! Para mí se presenta sin objeto y sin posibilidad de encontrar una salida.

Me hubiera gustado, para tus 80 años, ofrecerte otra cosa que no fuera este grito de mi pobreza, de mi desamparo; me hubiera gustado ofrecerte la satisfacción legítima de una vida realizada. Yo sé que tienes el corazón demasiado elevado y demasiado purificado como para pararte en una decepción humana, si es que ésta existe. En cualquier caso, te ofrezco, dentro incluso de esta especie de aniquilamiento donde me han situado, el testimonio de un corazón infinitamente amoroso y agradecido. No sabría decir, y ni siquiera expresarme a mí mismo, lo infinito que es este afecto y este agradecimiento. Humanamente, un hombre se lo debe todo a su madre; si además añade el bien de la vida espiritual, ¿qué tendrá que decir? Sí, te lo debemos todo; y a través de nosotros, después de nosotros, los nietos y los biznietos, y todos aquellos a los que podamos alcanzar, unos y otros, con nuestra irradiación o nuestra acción. Todo esto, y todo lo que tú misma has recibido, será el contenido de mi acción de gracias.

En el inmenso y afectuoso reconocimiento por todo ello, te abrazo ochenta veces en una: desde lejos, pero sin embargo desde muy cerca.

f.YMjo. C.

«Este emotivo testimonio de Congar -insiste mi interlocutor- puede ayudar a la vida espiritual de aquellos numerarios/as y ex numerarios/as que se encuentren en situaciones personales más o menos análogas a la de este gran teólogo francés».

Yves Congar habría podido superar o eludir esa crisis, si hubiera cambiado de chaqueta o de clave intelectual, es decir, si, cediendo a las presiones del Santo Oficio, hubiera adoptado posiciones teológicas más acordes con las de sus censores. Es muy humano caer fácilmente en la tentación de evitar las situaciones críticas cediendo a los halagos de los poderosos y dejándose intimidar por sus sanciones o tácticas represivas. Pero Congar no cedió ni se dejó intimidar y, por eso, cargó con penosas consecuencias. En el hipotético caso de que en su debido momento se hubiera doblegado a las presiones del Santo Oficio, habría orientado su vida en otra dirección, desplegando probablemente una brillante carrera eclesiástica y tal vez incluso llegando a ser arzobispo de París. Pero no fue así: el teólogo Congar se mantuvo siempre fiel, honrada y valientemente, en la búsqueda de la verdad y llegó a entrar en un serio desacuerdo intelectual con el sistema romano de su época. Años después, en cambio, fue uno de los peritos que más influyó en la redacción de los documentos del concilio Vaticano II.

«El ejemplo de este hombre sabio y -por qué no decirlo- santo -finaliza diciendo el mismo interlocutor- alentará a quienes, después de dejar atrás el integrismo del Opus Dei, seguimos el camino de búsqueda de la verdad realizando nuestras vidas como personas normales y como cristianos corrientes».


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