La voz de los que disienten/Apuntes sobre los miembros y su prelatura

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Apuntes sobre los miembros y su prelatura


Mientras viven en su burbuja, aguantan

Filólogo clásico y profesor universitario. Me escribe una larga carta en la que resume sus más de veinte años de militancia como numerario en el Opus Dei -desde los 19 hasta los 42; en la actualidad tiene 46-, y en la que también comenta una serie de puntos importantes del contenido de mi libro, que acaba de leer. Aquí solamente me voy a centrar en uno de estos puntos.

[...] He echado de menos en su libro -escribe- la mención a una importante obra literaria del siglo XX que, si usted la hubiera mencionado en él, habría venido como anillo al dedo a toda su exposición. Me refiero a una excelente novela del alemán Hermann Hesse, Das Glasperlenspiel o El juego de los abalorios. Si no la ha leído, le aconsejo vivamente que lo haga, ya que en esta obra se relata, por parte de un hombre cultísimo como fue Hesse, la vivencia de una persona que, tras muchos años de inmersión en una institución absorbente, decide valientemente abandonarla. Hesse no conoció el Opus, claro está; pero sus reflexiones se pueden aplicar a casos personales como los nuestros, ya que las instituciones omniabarcantes están reguladas por unos parámetros de tipo psicológico y sociológico comunes a todas ellas (el Opus no es una excepción, sino un ejemplo).

Sí que leí en su día este interesante trabajo de Hesse, que fue su última novela publicada -he leído muchos de sus libros-, pero como en aquel entonces no se me ocurrió establecer los paralelismos que el autor de esta carta que cito sí estableció, decido hacer una relectura a fondo, con la intención de encontrar las connotaciones que mi amable lector apunta.

Escrita supuestamente por un narrador anónimo de la mítica Castalia hacia el año 2400, la obra gira en torno a un extraño juego del que toma título, abarcador de todos los contenidos y valores de la cultura, y vinculado con el advenimiento del Tercer reino del espíritu, unificación de todos los tiempos del hombre.

José Knecht, el protagonista de la novela, ingresa en la Orden siendo aún un niño: «pertenecía al sector feliz -dice Hesse- de los que parecen nacidos y propiamente destinados para Castalia, la Orden y el servicio de la misión educativa». (La mitología situaba la fuente Castalia cerca de Delfos; estaba dedicada a las musas; las aguas castalias inspiraban el genio poético. El autor quiso dar el nombre de esta legendaria fuente a la provincia pedagógica donde ocurren los hechos.)

Hesse continúa diciendo de su personaje:

aunque no le fue desconocida, ni mucho menos, la problemática de la vida espiritual, le fue dado experimentar sin personal amargura la tragedia ingénita de toda existencia consagrada a las cosas inmateriales. En realidad no ha sido este vislumbre trágico el que nos ha tentado a dedicar nuestro concienzudo estudio a la personalidad de José Knecht; fue, más bien, aquella manera serena, jovial y hasta radiante con la que supo hacer realidad su destino, sus aptitudes, su vocación. Como todo hombre importante tiene su daimonion (espíritu que anima al genio) y su amor fati (apego al propio destino); pero este último se nos muestra en él libre de toda lobreguez y fanatismo.

En Castalia, la eliminación de lo individual, la inserción más completa de la persona en la escala jerárquica de las autoridades educativas y de las ciencias, es considerado uno de los principios supremos de la vida del espíritu. Este principio se ha ido aplicando dilatadamente a lo largo de los siglos, al punto de que en el tiempo de desarrollo del relato es dificilísimo encontrar pormenores biográficos y psicológicos de las personas individuales que han servido de forma sobresaliente a aquella jerarquía; son muy numerosos los casos en que ni siquiera pueden determinarse los nombres propios.

José Knecht vive en el exigente y dorado mundo castalio su primera etapa de vocación, seguida de largos años de estudio, y, cuando sus superiores le encuentran lo suficientemente preparado, le envían, para su perfeccionamiento, a pasar una temporada con el llamado Hermano Mayor, que vive solitario en un maravilloso bosquecillo de bambúes. Aquí es donde se lleva a cabo el comienzo de su «despertar», que viene a significar para él un reconocimiento de sí mismo y de su situación dentro del orden castalio y humano; la palabra «despertar» le acerca a la autoconciencia, le aproxima progresivamente a un sentimiento de su posición y destino únicos y particulares, mientras las ideas y las categorías de la jerarquía castalia se le van haciendo más relativas.

Knecht pasó junto al Hermano Mayor unos meses de aprendizaje especialmente felices. Se encontraba extasiado en aquel lugar idílico, y expresó su deseo de poder él, algún día, llegar a hacerse un espacio similar.

El maestro sonrió y dijo: «¡Pues manos a la obra! Ya verás lo que es bueno... Se puede encajar un lindo jardín de bambúes en el mundo, pero me parece en verdad problemático eso de que le sea dado al jardinero encajar el mundo en un bosquecillo de bambúes».

Las conversaciones con el Hermano Mayor fueron definitivas para su «despertar».

Knecht regresó a su mundo castalio y los años siguieron pasando, hasta que, un buen día, fueron las palabras de un amigo -que en su juventud se formó para castalio, pero que más tarde abandonó ese camino y volvió a la vida mundana- las que le hicieron, de nuevo, extender las antenas y ponerse alerta. Transcribo esas palabras:

A cada instante me parece más y más dudoso el problema de determinar quién de los dos es realmente el hombre válido y genuino: tú o yo, o el determinar si lo es siquiera uno de nosotros. Hubo un tiempo en que levanté los ojos hacia vosotros, gente de la Orden y jugadores de abalorios, con una veneración, un sentimiento de inferioridad y una envidia parejos a los que podía haber experimentado ante dioses o superhombres, dueños por siempre de la alegría serena, inasequibles a toda pesadumbre dentro de su eterno jugar y gozar de la existencia. En otro tiempo fuisteis para mí ora envidiables, ora dignos de compasión, ora despreciables o como castrados, retenidos artificialmente en una infancia perpetua, pueril y cándidamente guardados en un cosmos sin pasiones y pulcramente cercado, espacioso, como un gran jardín de la infancia, donde se relimpia cuidadosamente cada nariz y se elimina y enmienda toda reacción destemplada de sentimientos o pensamientos, donde durante todo el tiempo de estancia se juega, y los juegos son hermosos, desprovistos de peligro, incruentos, y cualquier reacción discordante, sentimientos profundos, pasiones auténticas, agitaciones del ánimo, son vigiladas, destorcidas y neutralizadas en seguida mediante la terapéutica de la meditación. ¿Acaso no es un mundo artificial, esterilizado, cortado según el patrón magisterial; un mundo a medias, sólo aparente, donde vivís por cobardía; un mundo sin vicios, sin pasiones, sin hambre, sin savia ni sal; un mundo sin noción de la familia, sin madres ni hijos, sin mujeres? (pp. 334-335)

Knecht, aún integrado del todo en Castalia, entiende que su amigo está amargado, aunque sus duras palabras también le dan que pensar; «la procesión va por dentro».

Siguen pasando los años, y nuestro protagonista llega a desempeñar en Castalia los más altos cargos de responsabilidad. Sin embargo, aquel «despertar» inicial no sólo continúa vivo, sino que ha ido madurando. Así lo comunica un buen día al presidente de la Orden:

-[...] es una especie de suceso espiritual que me ocurre de cuando en cuando y que yo llamo «despertar». De ello ya tenéis conocimiento, os hablé una vez del asunto cuando erais mi mentor a gurú.

-Lo recuerdo -confirmó el presidente-, yo estaba entonces algo perplejo ante vuestra capacidad para esta clase de vivencias; se encuentra entre nosotros raras veces, pero en el mundo exterior se presenta de formas muy diversas; acaso en el genio, sobre todo en estadísticas y caudillos de ejército, y también en individuos débiles, semipatológicos, en general más bien infradotados, como videntes, telépatas, médiums. Con estos dos tipos de personas, con los héroes de guerra como con los videntes y zahoríes, no me parecíais tener absolutamente nada en común. Más bien me parecíais ser entonces y hasta ayer un buen miembro de la Orden, prudente, claro, obediente. El ser visitado y dominado por voces misteriosas, divinas o demoníacas, o por voces del propio interior, no parecía armonizar en absoluto con vos. Por eso interpreté los estados de «despertar», tal como me los describíais, sencillamente como un afloramiento secundario en la conciencia del crecimiento personal. [...] Mas decís: ¿habéis creído alguna vez que esos despertares hayan sido algo así como revelaciones de poderes superiores, comunicaciones o llamadas procedentes de regiones de una verdad objetiva, eterna o divina? (p. 424)

Entonces, José Knecht se explaya:

-[...] Lo que da a esas vivencias su fuerza y su poder de convicción, no es su contenido en verdad, su elevado origen, su divinidad o algo parecido, sino su realidad. Son enormemente reales, tales como acaso un intenso dolor físico o un fenómeno sorprendente de la naturaleza [...]. Una forma semejante de realidad aumentada tiene mi «despertar» para mí, de ahí su nombre; en esas horas tengo la sensación de haber estado durante mucho tiempo durmiendo, pero de estar de pronto despierto, lúcido y receptivo como nunca antes. (p. 425)

Seguidamente, Knecht recuerda a su maestro la leyenda de san Cristóbal:

«Cristóbal era varón de grandes fuerzas y valor, pero no quería ser señor ni gobernar, sino servir; servir era su fuerza y su arte. Sin embargo, no le daba lo mismo servir a cualquier amo. Había de ser el señor más grande. Y siempre que supiera que un señor fuera más grande que el actual, ofrecía sus servicios a aquél».

El maestro le responde:

- [...] aun cuando esta figura tiene algo de grandioso y conmovedor, no es ningún modelo para un servidor de la jerarquía. Quien quiera servir, ha de servir a aquel señor a quien ha prestado juramento, a todo evento, y no con la secreta reserva de cambiar de señor tan pronto encuentre a otro más excelso. Con ello, el servidor se constituye en juez de sus amos, y exactamente lo mismo hacéis vos. Queréis servir solamente al señor más augusto, y sois tan ingenuo de decidir por vos mismo sobre la preeminencia de uno o de otro de los señores, entre los cuales elegís. (p. 427)

Después de escuchar atentamente, Knecht añade:

-[...] Pero aún me queda por deciros cuál es el significado que ha tenido para mí desde los años estudiantiles y desde el «despertar» la palabra trascender. Creo que acudió a mí durante la lectura de un filósofo enciclopedista y desde entonces, al igual que el «despertar», fue para mí una verdadera palabra mágica, exigiendo, impulsando, consolando y prometiendo. Mi vida (algo así me propuse) debía ser un trascender, un progresar de escalón en escalón; un espacio tras otro debía ser atravesado y quedar atrás, tal como la música aborda, toca, corona y deja atrás tema tras tema y tiempo tras tiempo. (p. 428)

El presidente interviene con tono de tristeza y reproche:

-Cada vez me causáis mayor asombro. Habláis de vuestra vida, y no se trata apenas más que de vivencias particulares, subjetivas, deseos personales, revelaciones e iniciativas personalísimas: en verdad, nunca imaginé que un castalio de vuestra categoría pudiera verse a sí mismo y ver su vida de ese modo. (p. 429)

Knecht responde:

-Pero, muy venerable, en este momento no hablamos de Castalia ni de la autoridad ni de la jerarquía, sino exclusivamente de mí, de la psicología de un hombre que, por desgracia, ha debido causaros grandes contrariedades. [...] Durante mi aprendizaje descubrí que no solamente era yo un castalio, sino también un ser humano, que el mundo entero me afectaba y tenía derecho a exigirme que conviviera en él. [...] Un mundo lleno de aconteceres, lleno de Historia, lleno de ensayos y comienzos eternamente renovados; un mundo tal vez caótico, pero que es la patria y el suelo materno de todos los destinos, de todas las elevaciones, de todas las artes, de todo lo humano. (p. 430)

Finalmente, José Knecht decide abandonar Castalia y volver al mundo de los humanos normales y corrientes. Se va una tarde serena y luminosa de septiembre, e inicia su marcha ligero de equipaje, con lo puesto y una pequeña flauta de madera para animar con música su caminar. Hace su viaje a pie, y disfruta andando por paisajes amplios, alegremente soleados.

Hermann Hesse concluye su novela escribiendo: «Así no le había mirado el día y el mundo desde hacía mucho tiempo: así, ingrávido, tan gallardo e inocente. La felicidad de su libre albedrío le fluía por todo el ser como savia nueva».

Voy a acabar mi relectura de El juego de los abalorios con las palabras de un viejo amigo, que en sus años jóvenes también fue numerario del Opus Dei: «Escrivá se empeñó -y ahora sus más próximos se empeñan- en que nadie en la institución debía pensar, pero a la hora de la verdad se encuentran con que, como no es posible "poner puertas al campo", los predispuestos al pensamiento, al llegar a los 40 años -o incluso más-, se destapan; es decir, que van y piensan. Entonces entran en crisis y, en el mejor de los casos, dicen adiós a todo esto. Y digo, intencionadamente, en el mejor de los casos, porque, de lo contrario, acaban siendo "carne" de la planta de psiquiatría de la clínica de la Universidad de Navarra; son muchos y muchas los que por allí acaban pasando. Y es que, mientras consiguen vivir en su burbuja, aguantan, pero si tienen que salir de ella, pierden pie».

Antes de cerrar este capítulo, he de añadir que recientemente descubrí que dentro de la Obra hay otra forma frecuente de permanecer en una burbuja, es decir, de vivir a salvo de roces e influencias del mundo exterior, desenvolviéndose a gusto en un mundillo interno autosuficiente. Es la burbuja del protagonismo. ¿Y en qué consiste? Me lo cuenta alguien que permaneció en su interior durante más de veinte años.

Ha cumplido ya los cincuenta, es mujer, economista de profesión, entró en la Obra a finales de la década de los sesenta y allí permaneció hasta entrados los noventa. Personalmente la conozco muy poco; coincidimos viviendo en Barcelona pero apenas tuvimos ocasión de vernos. Pasados los años, ya en el 2000, nos encontramos en la presentación de un libro y nos saludamos; hicimos intercambio de teléfonos y quedamos en vernos algún día. Después de un tiempo, ese día llegó, y el encuentro fue interesante aunque bastante triste.

Charlamos un rato largo y nos pusimos al día de nuestros recorridos vitales. Me quedé asombrada de que, pensando como parecía que pensaba, hubiera permanecido en el Opus Dei durante más de veinte años. El asombro suyo consistía en comprobar que yo, después de lo vivido, seguía teniendo fe; ella afirmaba que la había perdido del todo, o mejor dicho, que le parecía que no la había tenido nunca.

«A mí lo que me mantuvo allí -me dijo- fue el protagonismo: contaban conmigo, me halagaban, me daban cargos de responsabilidad, y yo me sentía admirada, importante, satisfecha. Luego, cuando dejé de ser persona de tanta confianza, todavía duré unos cuantos años, ya que vivía como en un hotel de cinco estrellas, tenía un trabajo cómodo y nadie me ponía pegas, hasta que llegó una directora que me las comenzó a poner: todo eran "peros" a mis excesivas salidas y entradas, y pretendía fiscalizar mis pasos. En fin, que me fui sintiendo acorralada, hasta que decidí decir adiós».

«El pensar en tener que montarme por mi cuenta -añadió- me parecía duro, pero el aguantar aquella situación me parecía todavía peor. Si me hubieran dejado en paz, es posible que aún seguiría allí dentro».

Escucharla me dejó perpleja y angustiada. Ayuda al prójimo, inquietud social, deseo de colaborar en hacer un mundo un poco mejor; solidaridad, paz, justicia; misericordia, bienaventuranza, oración, contemplación, sacramentos; fe, esperanza, amor... No conectaba con nada de todo eso. Ni siendo economista le movilizaban los desafíos del mundo actual: pobreza, injusticia, crecimiento, ecología.

«No insistas -dijo para finalizar-. Si para mí lo asombroso es que tú sigas creyendo en todo eso que me dices».

Sí, efectivamente, creo que el Espíritu de Dios está obrando en los corazones y en las conciencias desde los orígenes de la humanidad. También creo que todo ser humano que se abre a su acción se traduce en actos positivos, y creo que este proceso tiene dos planos: uno es personal de apertura a Dios, que es la fe, y otro moral de apertura a la conciencia, que se puede llamar justicia, rectitud, amor y todo lo que eso lleva consigo.

Vivir en una burbuja nunca es bueno, pero vivir en la del protagonismo y la vanidad satisfecha tal vez sea lo peor que a uno le pueda ocurrir.

Y cuando este apunte estaba ya concluido, recibo un interesante documento firmado por un catedrático de Filosofía que fue numerario durante muchos años y abandonó la Obra hace escasamente diez. El presente escrito, que titula «fractura entre el mundo y la Obra. Ghetto social y cultural», lo envió a sus directores poco antes de presentar su dimisión. Resumo su contenido pero respetando del todo su redacción:

[...] Respecto a la Obra en general, la fractura entre ella y el mundo ha adquirido tales proporciones que hoy en día la realidad histórico-social que se llama Opus Dei se ha convertido en un ghetto: es un ambiente muy cerrado y aislado, donde se ponen los medios para tener bajo control el modo de pensar y actuar de los que a él pertenecen. Y eso sucede con la mejor intención de ayudar a los de Casa y a muchos más, pues se considera que los modos de pensar y obrar establecidos son lo correcto, lo que más ayuda al común de las gentes. En definitiva, se intenta que la gente piense correctamente y sea virtuosa por decreto.

Este ser un ghetto se manifiesta especialmente en que la Obra ha venido a ser un grupo cultural cerrado con su propia visión del mundo. No somos -ni de lejos- esa punta de lanza en todos los campos, no somos esa fuerza renovadora, creadora, en el pensamiento, en la cultura, la ciencia, la moda..., sino más bien somos todo lo contrario: el sector más conservador, menos innovador de la sociedad y de la Iglesia.

Está claro que no intento hacer alabanza de un ridículo prurito de leer la última tontería publicada o de jugar a la frivolidad superficial, sino que, por desgracia, nos hemos encerrado y homogeneizado: leemos los mismos libros de literatura o de espiritualidad, recibimos las mismas revistas en los Centros, compramos los mismos periódicos, estudiamos los mismos manuales de teología o filosofía (y normalmente escritos por los de Casa), vemos las mismas películas..., así todos acabamos pensando lo mismo y actuando como si estuviéramos cortados por el mismo patrón. Y no sólo eso, sino vistiendo de modo parecido -se viste como un numerario, no como un filósofo o como un abogado-, hablando del mismo modo o con frases parecidas, etcétera.

Esta homogeneidad creada dentro de la Obra quizá no sea tanta si se toma gente de diversos países, pero, por supuesto, en el mismo país, e incluso diría que especialmente los numerarios de todo el mundo, tienen no ya un denominador común, sino casi un numerador común.

Otro aspecto -muy distinto- de este ser un ghetto es que muchos numerarios trabajan en cuestiones «de Casa», sean trabajos internos, sean obras corporativas o laborales personales. En buena parte, todos circulamos por los circuitos ya hechos, lo cual favorece la rutina, la falta de iniciativa, no renovarse, etc. De este modo, se ha perdido en buena parte el sentido de la Obra de estar en todos los sitios donde nacen las ideas, la cultura, de abrirse en abanico, de renovar el mundo, etcétera.

Este sistema cerrado de las cosas de Casa ha conformado el modo de funcionar de las obras corporativas y labores personales. Dicho sintéticamente: esas labores no funcionan con criterios profesionales y académicos, sino como si fuese un trozo del Opus Dei con su sistema de criterios, normatividad, etc. Me parece que hay que transformar radicalmente su modo de funcionar, separando radicalmente entre fuero externo y fuero interno, que, por desgracia, ahora están unidos.

Por ejemplo, en. dichas obras y labores, se juzga el trabajo de uno de Casa en función de sus disposiciones conocidas por la dirección espiritual; se hace que sólo den clases de religión los de Casa -no los que más saben o los que mejor lo hacen-; se contrata gente no por su calidad científica y profesional, sino por indicación de los directores, etc.; igualmente se manipulan las elecciones a representantes sindicales o de alumnos o... siempre con la finalidad de tener todo bajo control, pues no se quiere aceptar el riesgo de la libertad. Por todo eso, tantas veces las obras corporativas y labores personales tienden a ser un ghetto con sus criterios internos de funcionamiento que la gente «huele», pero que nadie reconoce públicamente. En definitiva, se subordinan los criterios académicos a criterios de fuero interno, con una notable falta de transparencia.

Todo este tema lo he vivido de un modo muy directo, pues en Roma -en el Instituto de Filosofía- estaba todo formando una unidad: los directores de la Obra eran al mismo tiempo directores de la institución académica, con lo cual había una continua interferencia del fuero interno en lo profesional. En el poco tiempo que estuve en la Universidad de Navarra pude comprobar que eso sucedía igualmente: discrepar de la dirección académica se entendía como criticar a la Obra y a los directores.

Por último, y no querría dejar de hacerlo constar, con este sistema de que tanta gente de Casa trabaja sólo en lo interno o en lo parainterno, resulta que hay algunos que perseveran porque perderían el trabajo que tienen si dejasen de serlo; de ahí que haya no pocos que al conseguir un trabajo «externo» dejan de ser de Casa.

El resumen del presente informe es un vivo testimonio del título que encabeza el presente apunte: «Mientras viven en su burbuja, aguantan».

Lo positivo y lo negativo que viví

En sus comunicaciones, algunos sólo resaltan lo negativo de sus contactos con el Opus Dei, otros matizan más y hablan tanto de lo negativo como de lo positivo que vivieron. Me parece una buena síntesis de lo que unos y otros exponen la que realiza un ex numerario maduro -ha cumplido ya los setenta-, que militó en las filas de la Obra desde principios de los años cincuenta hasta entrados los setenta. En definitiva, lo que viene a decir es que no siempre coinciden lo que se busca y lo que se encuentra. Él lo cuenta así:

En un principio valoré, y puedo seguir valorando -aunque con matices- de forma positiva, los puntos que a continuación comento.

Reconocimiento de las potencialidades del laicado
Las características de esta institución implicaban un claro reconocimiento de las posibilidades de los laicos -tanto en lo referente a la espiritualidad como a la actividad evangelizadora- desde el mismo ejercicio de sus tareas civiles, principalmente su trabajo profesional. Aún hoy, a pesar de los contenidos del Vaticano II, puede comprobarse, simplemente escuchando unas cuantas homilías, la escasa consideración que se concede a la influencia evangelizadora de los laicos a través de sus tareas profanas y no sólo de sus colaboraciones eclesiales en catequesis, liturgia, etc., que normalmente son las únicas que se valoran.


«Unidad de vida»
Un aspecto central de su espiritualidad lo constituye el esfuerzo, permanentemente renovado, para lograr lo que denominan «unidad de vida»; es decir, evitar caer en una distribución de sus principales aspiraciones vitales en compartimentos estancos: por un lado la vivencia de lo religioso, por otro la influencia evangelizadora (humanizadora y cristianizadora) y, finalmente, las tareas civiles: trabajo profesional, vida familiar, responsabilidades ciudadanas, actividades culturales, sindicales, artísticas, etc. La aspiración a la «unidad de vida» conduce a un ejercicio armonioso de estas tres vertientes de la vida del cristiano, de forma que haya una colaboración o ayuda recíproca entre todas ellas.


Actitud de «contemplativos», pero sin apartarse del mundo
Considero valioso el hecho de que en la Obra exista una espiritualidad y una praxis que permite hablar de «vida contemplativa en medio del mundo». La conciencia, permanentemente actualizada a lo largo de los días, de la presencia de la Realidad Divina en cualquier situación humana, la práctica diaria de una hora de meditación contemplativa, junto con las prácticas sacramentales habituales en la Iglesia católica, pienso que facilita que esa aspiración de poder ser contemplativos sin necesidad de ser monjes tienda a realizarse en ellos.


Austeridad y solidaridad en la administración de los bienes materiales y del tiempo
Según mi experiencia, es también claramente valiosa -diría que admirable- la entrega que han de practicar los socios, especialmente los numerarios, respecto a sus ingresos económicos. Cualesquiera que sean los ingresos que obtengan por su trabajo profesional, entregan la totalidad de los mismos, al igual que los regalos que reciban. Aparte solicitan semanalmente el dinero -que no sienten ya como suyo- para sus gastos personales (previa consulta y obtención del «visto bueno», que no siempre se concede). El excedente que se produce sirve de base para el mantenimiento de diversos centros docentes, culturales o asistenciales que tiene la institución, centros que por sus características o por sus destinatarios son necesariamente deficitarios. A esta actitud sobria y solidaria en la administración de sus ingresos ha de unirse el sentido de responsabilidad en la administración de su tiempo con una actitud de servicio en cualquiera de sus tareas, sean o no las profesionales.


Hasta aquí lo positivo. Y ahora paso a comentar los aspectos que percibí gradualmente como negativos, o incluso contradictorios, respecto a la imagen inicial que me transmitieron.

Actitud radicalmente conservadora
La principal contradicción que yo viví en la institución -y que se manifestó de forma creciente a medida que pasaban los años- es la actitud radicalmente conservadora que se fue imponiendo, principalmente respecto a los miembros intelectuales del Opus Dei. Por una parte, la Obra siempre se presentó como defensora a ultranza de la libertad de pensamiento y respetuosa del pluralismo: siempre recalcó que en ella cabrían personas de todas las mentalidades y corrientes de pensamiento, con tal que éstas no fuesen claramente incompatibles con la esencia del cristianismo y de la Iglesia. De hecho, sin embargo, se produjo un creciente recelo hacia todas las aportaciones de las ciencias humanas -Psicología, Antropología cultural, Sociología, etc.-, hacia la Filosofía (salvo las corrientes escolástica y neotomista) y hacia las nuevas corrientes teológicas que proliferaron desde mediados del siglo veinte. Ello condujo a que, mientras el papa Pablo VI decidía suprimir el denominado índice de libros prohibidos, en el Opus Dei se iniciara algo incomparablemente más limitador: una especie de índice de libros permitidos; de forma que todos los que no estuviesen incluidos se entendían como prohibidos. Entre éstos se encontraban la inmensa mayoría de los principales teólogos contemporáneos, los que tuvieron una principal influencia, como asesores, en las Comisiones de trabajo del Concilio Vaticano II. Muchos de ellos, en tiempos del papa Pío XII, cuando el encargado de dirigir el organismo del Vaticano que velaba por la defensa de la ortodoxia era el famoso cardenal Ottaviani -que muchos calificaron acertadamente como «martillo de herejes»-, habían recibido amonestaciones por parte de este organismo, y algunos de ellos habían sido apartados de sus cátedras en las universidades de la Iglesia. Sin embargo, muchos de éstos, en tiempos del papa Juan XXIII, fueron propuestos como asesores teológicos en los trabajos del Concilio Vaticano II. Para el Opus Dei, sin embargo, siguieron siendo autores prohibidos.
De esta forma se producía un hecho paradójico: así como yo, a los veinte años, necesitando leer las obras del filósofo francés Henri Bergson -todas ellas incluidas entonces en el índice de libros prohibidos-, obtenía el permiso del obispado para leerlas, en un trámite rapidísimo; a los treinta años, teniendo que dirigir unas conferencias teológicas en las que requería necesariamente, por su temática, citar al famoso teólogo dominico Yves Congar (cuyas obras no constaban en la lista de los libros permitidos en el Opus Dei, a pesar de haber sido una de las principales figuras entre los teólogos del Vaticano II), tras solicitar el permiso correspondiente, recibía una respuesta negativa de los directores de la Obra.
Cuando se produjo, desde dentro de la Iglesia, la renovación hacia un claro aumento de libertad y de actitud de diálogo con las nuevas corrientes culturales y científicas, algunos miembros de la institución -que siempre nos habíamos sentido incómodos con la actitud conservadora y temerosa que venía caracterizando a ésta hacía tiempo y que la suponíamos ocasionada por tener que adaptarse al conservadurismo doctrinal de la jerarquía vaticana anterior a Juan XXIII- esperábamos un claro cambio de actitud, a tono con los nuevos aires que se respiraban en el Vaticano.
Sin embargo, nuestro asombro fue total, al comprobar que desde la dirección del Opus Dei se respiraba una auténtica reacción de malestar y de desconfianza respecto a una parte importante de las reformas promovidas por el Vaticano II en distintas áreas: la liturgia, la defensa de la libertad religiosa, las relaciones de la Iglesia con la cultura y la sociedad contemporánea, con los cristianos no católicos, con los no creyentes, etcétera.
Recuerdo que por aquel entonces me planteaba que o la institución estaba cambiando notablemente, a causa de las necesarias relaciones diplomáticas de sus dirigentes con el Vaticano de la época preconciliar, o tal vez nosotros habíamos vivido confundidos por unas falsas interpretaciones y expectativas, a las que daban pie los términos usados por el Opus para describirse a sí mismo.


Actitud crecientemente autoritaria de las relaciones entre los directivos y los miembros del Instituto (éste fue para mí otro importante punto, negativo y desalentador)
Alrededor del año 1955 comienza a constatarse, de forma alarmante, un clima de rigidez de fondo. Desde Roma llegaban, semana tras semana, notas y avisos con normas y reglamentos sobre los más variados detalles de la vida de los socios; normas que los directores de cada centro aplicaban inmediatamente al pie de la letra, con una disciplina de tipo militar.
Mi hipótesis era que en Escrivá y en el equipo dirigente central -todos ellos residentes en Roma- se estaba dando un creciente temor de que el proceso de plena integración de la institución en la Iglesia, con un ropaje jurídico a su medida que reclamaba innovaciones importantes en el Derecho Canónico, fuese un proceso que se eternizase.
A partir de aquellos años Escrivá acentuó notablemente el ejercicio del control doctrinal de los miembros y las normas protectoras contra cualquier desviación en la vida de los socios, de un estilo cada vez más puritano. Se fue produciendo una creciente disminución en el margen de espontaneidad para las iniciativas evangelizadoras de sus miembros, y un endurecimiento de las vías para el control detallado de todas sus actuaciones; también hubo orden de retirada de las bibliotecas de la institución de libros de espiritualidad o de teología que tuviesen alguna relación con los movimientos innovadores que surgían en el seno de la Iglesia.
Por otra parte, entonces comencé a pensar que probablemente en la personalidad de Escrivá hubiese un elevado grado de complicidad a favor de este nuevo estilo «integrista», reclamado por las circunstancias para que la institución pudiese subsistir y crecer con tranquilidad en el seno de una Iglesia preconciliar.


Finalmente, la actitud proselitista y el proceso de integración de nuevos miembros en la institución es otro aspecto que percibí negativamente y como peligroso, desde el principio

Si echamos la vista atrás, con la perspectiva que facilitan los años, vemos que, desde que finaliza la guerra civil en 1939 (fecha clave para los inicios de expansión de la Obra) hasta nuestros días, la Iglesia española va pasando por las etapas siguientes.

En las décadas de 1940 y 1950 aparecen tres rasgos característicos: el «nacionalcatolicísmo», fruto de la guerra civil y de la connivencia de la Iglesia con la dictadura franquista, expresada en el Concordato de 1953; la «beligerancia antimodernista», consecuencia de nuestro aislacionismo cultural y pavor, más que miedo, a cualquier novedad; y el «conservadurismo teológico y pastoral», derivado de una ignorancia, un dogmatismo, una moral centrada, casi en exclusiva, en el sexo, unas prácticas religiosas devocionales y un sentido de la autoridad excluyente y vertical.

En las décadas de 1960 y 1970, en la sociedad y en la Iglesia española se van produciendo, gradualmente, cambios importantes en el terreno político, con los primeros conatos de apertura desde la dictadura franquista hacia una futura democracia; en el eclesial, con la transición de una Iglesia clerical, devocional y sacral a una Iglesia comunitaria y evangelizadora de base laical, fruto del Concilio Vaticano II; y en el teológico, con un giro de la escolástica a la teología de la historia de la salvación y de la liberación.

Finalmente, desde la década de 1980 y hasta la actualidad, podemos decir que las riendas de la Iglesia católica van estando cada vez más en manos de los conservadores, que han retornado algunos ultramontanos y que han ido emergiendo grupos eclesiales neoconservadores, con éxito y mando en plaza.

El papel que ha venido desempeñando el Opus Dei, dentro de este panorama general de la Iglesia, queda claro en todo lo expresado a lo largo de este capítulo.

Falta de libertad y depresión

Son numerosas las comunicaciones que me han llegado en las que los protagonistas -ex numerarios y numerarias- hablan de depresión, o, para ser más exactos, de las depresiones sufridas, sobre todo, el tiempo antes de desvincularse de la institución: «me sentía agotado»; «padecía insomnio»; «había momentos en los que me notaba extenuada»; «me encontraba como en blanco, incapaz de reaccionar ante nada ni por nada»; «me atiborraban a pastillas e iba como sonámbula»; «los últimos meses me quedé mudo, no podía articular palabra»...

El sociólogo Alberto Moncada[1] comenta a este respecto:

El capítulo patológico de tantas vidas de socios y asociadas comienza a salir a la luz. Muchos conflictos de conciencia se transformaban, por decisión de los superiores, en cansancios o enfermedades, recetándose descanso o tranquilizantes para encubrir lo que no era sino una necesidad de clarificación biográfica. Bastantes casos testimonian con sus depresiones, neurosis y hasta intentos de suicidio, semejante estrategia directiva, que hizo salirse de la Obra y de la Universidad de Navarra a un numerario médico que se negó a administrar tal política. [2]

Se trata de un fenómeno frecuente, que ya un ex numerario histórico, Miguel Fisac, deja patente en las declaraciones que en su día hizo[3]. Entre otras cosas dice: «Como consecuencia de aquel estado de ánimo yo adquirí un profundo insomnio. Entonces a Amadeo de Fuenmayor no se le ocurrió mejor solución que ponerme en manos del doctor Poveda, el supernumerario ayudante de López Ibor, quien me puso unas inyecciones intravenosas, que me producían unos shocks morrocotudos, pero que no me aliviaron. El insomnio y todo mi malestar desapareció al dejar la Obra».

Por mi cuenta y riesgo he indagado sobre el tema charlando con varios psicólogos, psiquiatras y moralistas, a los que no les ha sorprendido el contenido de las comunicaciones que les mostraba, es más, les parecían reacciones normales, dadas las circunstancias.

Uno de mis consultados, qué ha vivido muchos años dentro de la Obra ocupando puestos internos de responsabilidad, después de decir que «un ambiente de libertad no puede ser fruto solamente de la organización material, y menos aún de las meras disposiciones legales, sino que es necesariamente fruto de un espíritu personal», reflexiona que la criatura humana tiene una dinámica interna propia que hace que, si sus acciones no son conformes a su naturaleza libre, su misma naturaleza orgánica puede llegar a resentirse gravemente. Aunque los elementos de la naturaleza como principio de operaciones sean complejos, constituyen una unidad, y, si se estimulan o se imperan separadamente, la unidad activa de la persona se distorsiona y la fuerza vital de la naturaleza decae. Puede asegurarse que buena parte de las depresiones que abundan en el Opus Dei, y en otros ambientes similares, tienen su origen en estas «violaciones» de los principios activos de las personas[4].

El ser humano no es un espíritu separado, necesariamente vive en un «mundo», en una historia y, por eso, este ambiente de libertad es condición indispensable para que se desarrolle la vida en toda su riqueza. Esto se insinúa ya incluso en la vida infrahumana. Hay muchas especies animales que, cuando viven en cautividad, casi nunca se reproducen. Las funciones más complejas se paralizan cuando se advierte la falta de libertad. En la cautividad esos animales pueden tener una seguridad mayor, y tener cubiertas más plenamente las necesidades puramente biológicas de alimentación y salud, pero perciben «algo» que les anula las funciones vitales más delicadas. Esto es una muestra de que la libertad no es solamente una cualidad que radique en el espíritu separado, sino que tiene su incidencia en las dimensiones inferiores de la existencia, hasta en la mera biología.

Cuando los seres humanos están en un ámbito en que la libertad es dificultada, su constitución anímico-corporal se resiente de diversas maneras. Una de ellas es, sin duda, la depresión. Pero otros trastornos funcionales, especialmente los que radican en las funciones digestivas, tienen seguramente el mismo origen. Entonces, para curar estas disfunciones, no bastan los remedios farmacológicos o psicológicos concretos, porque su raíz se encuentra en el modo como la persona se sitúa en el mundo o en la existencia.

Los psiquiatras son expertos en el funcionamiento del complejo principio activo de la persona o en la intervención farmacológica en ese funcionamiento. Pero dado que el conocimiento en que se apoyan suele ser la mayoría de las veces de tipo técnico, es decir, que consideran las fuerzas activas de la persona al modo de los artefactos, sus remedios no suelen superar el nivel técnico. Es necesario un conocimiento de la naturaleza humana en su alcance unitario y teleológico. Si la naturaleza teleológica humana no es fielmente respetada, sus disfunciones podrán repararse relativamente en el nivel biofisiológico, pero los desequilibrios de fondo quedarán intactos y continuarán distorsionando más o menos gravemente los componentes o elementos vitales de la persona en cuestión. Una úlcera de estómago, por ejemplo, cuando es detectada, puede ser tratada directamente con fármacos adecuados, pero, si tiene su origen en una tensión psicológica excesiva, el tratamiento bioquímico será insuficiente.

Hay muchas maneras de que la acción no pueda calificarse propiamente de madura y libre. Estas maneras son tantas como las formas que pueda tener el hecho de que la acción no nazca del conocimiento de la cualidad de la acción por parte de la persona que actúa. Así, por ejemplo, quien actúa «abandonándose» simplemente a las pautas que otro le marca, o a los «lugares comunes» o convencionales de comportamiento, no puede ser considerado plenamente libre. También, quien se deja llevar por el puro sentimiento, o por el estado de ánimo, no actúa desde la raíz más auténtica de la acción humana y, por eso, su comportamiento no es plenamente maduro y libre.

Finalmente, el experto consultado insiste en que quien, por la razón que sea, actúa remitiéndose a las indicaciones de otra persona, no es plenamente libre. Por esto, la obediencia, para ser conforme a la libertad, debe llevar consigo un conocimiento de la naturaleza de sus acciones y de las razones que le llevan a aceptar la autoridad de aquel a quien obedece. Pero, en todo caso, la obediencia a una autoridad que impera acciones concretas no puede dar lugar a acciones tan plenamente propias como las que nacen del conocimiento de la realidad: en cuanto que esas acciones tienen su principio fuera del sujeto que actúa, son menos propias que las que nacen del conocimiento personal de la realidad.

Que la falta de libertad causa estragos es, valga la redundancia, una triste realidad.

El logro de una actitud libre e independiente en la vida, de una independencia personal en el percibir, sentir, pensar, valorar y decidir se va logrando a través de un proceso de crecimiento personal, es decir, que no se hace de la noche a la mañana. El psicólogo humanista Ramón Rosal entiende por crecimiento personal «el proceso por el que se va logrando de forma singular e irrepetible el desarrollo armonioso del conjunto de potencialidades de todo el ser humano, y el ejercicio jerarquizado y también armonioso de la pluralidad de tendencias y aspiraciones que animan su existencia, todo ello en coherencia con un proyecto existencial flexible (adaptado a las diferentes circunstancias y edades de la vida), elegido de forma lúcida, libre y nutricia (respeto a uno mismo y a los otros), en concordancia con los valores nucleares de la persona y abierto a la posibilidad de una realidad transindividual o transpersonal»[5].

La presencia de una actitud independiente, fiel a uno mismo, coincide con lo que Jung y Fromm denominaron «proceso de individuación». Un proceso que requiere la ruptura de vínculos limitadores en la historia personal y social de todo ser humano. Supone una progresiva liberación de cualesquiera formas dé vinculación y arraigo que impidan el crecimiento personal y la expresión genuina del individuo.

Rosal nos recuerda que cuando la persona va avanzando en un proceso de independizarse de vínculos, presiones e influjos obstaculizadores de su realización personal, no tiene más remedio que experimentar fases de ansiedad, acompañadas de sensaciones de sentirse abandonado, desarraigado o desamparado. Todo paso adelante en el logro de independencia y autonomía creadora tiende a producir angustia, porque se produce una conexión mental con el acto primigenio de independencia personal, el nacimiento, con la consiguiente ruptura del cordón umbilical. Otto Rank denominó a esta experiencia el «trauma del nacimiento».

Apertura a la experiencia, fortaleza del yo e independencia de juicio son tres factores básicos en este costoso pero animante proceso. Por independencia de juicio se entiende la actitud de la persona que cuando percibe un hecho o emite juicio (es decir, afirma o niega algo sobre algo), lo hace realmente a partir de sí misma, de acuerdo con percepciones y juicios suyos y no como meras repeticiones o introyecciones de lo que le transmiten desde el exterior. El sujeto puede haberse inspirado y enriquecido a partir de fuentes externas pero al final sus percepciones, convicciones y juicios serán realmente suyos.

Es importante proteger a toda costa nuestra independencia personal y la de todos los que nos rodean, para poder así compartir lo que Fromm denominó acto de fe en el ser humano: «Creo en la libertad, en el derecho del hombre a ser él mismo, a hacerse valer y a combatir con todos aquellos que tratan de impedirle ser él mismo. Pero la libertad es algo más que ausencia de coacción. Es algo más que "libertad de". Es "libertad para", la libertad para llegar a ser independiente, la libertad para "ser" mucho más que para "tener" mucho o para usar las cosas y las personas».

Definitiva decisión de desvincularse

En una buena parte de las cartas recibidas, sus autores hablan de cómo y cuándo conocieron la Obra y de por qué se vincularon a la misma. Sin embargo, en estas cartas, un lugar más preferente, tanto en lo que se refiere a extensión como al contenido, lo ocupa el por qué se desvincularon. Entre estas misivas, he elegido una que me parece representativa de muchas de las otras, pues explica de forma muy completa, clara y contundente los motivos de la desvinculación. El autor es un varón maduro, que entró en la Obra en los años cincuenta -como socio numerario a los 16 años-, en la década de los sesenta fue ordenado sacerdote, y en los setenta dijo adiós a todo eso por los serios motivos que a continuación expone en ocho puntos:

1) Reacción predominantemente recelosa de la Dirección del Opus Dei respecto a una serie de apartados de la renovación eclesial del Vaticano II.

Por supuesto que este recelo no se refería al reconocimiento del potencial espíritual y evangelizador del laicado en la Iglesia, y del interés intrínseco de sus actividades en el mundo para su contribución humanizadora y cristianizadora. Tampoco hacía referencia al reconocimiento conciliar de la libertad de asociación de los fieles en la Iglesia ni a la llamada de atención a los representantes de la jerarquía para que respetasen los carismas que puedan ir surgiendo a partir de algunos de sus fieles. Finalmente, tampoco se refería a la introducción, en los documentos conciliares, de la posibilidad futura de una estructuración de los grandes colectivos eclesiales no sólo en base a criterios territoriales -como las parroquias y las diócesis-, sino en base también a vínculos interpersonales entre los fieles, como sería en el caso de las denominadas prelaturas o diócesis personales. Estas innovaciones, claro está, eran muy bien acogidas por el Opus Dei.

Sin embargo, no ocurrió así con otros muchos aspectos renovadores, algunos de los cuales implicaban un reconocimiento oficial por parte del episcopado mundial de reflexiones y propuestas formuladas años antes por teólogos representantes de corrientes innovadoras, en ciertos casos amonestados -en tiempos de Pío XII- por las autoridades vaticanas encargadas de proteger la ortodoxia católica. Así ocurría, por ejemplo, con las aportaciones del Concilio Vaticano II sobre: Ecumenismo, Libertad religiosa, Colegialidad episcopal, y algunos aspectos de la reforma litúrgica. Lo más sorprendente para mí era que también el contenido de la Constitución sobre la Iglesia en el mundo (la Gaudium et Spes) suscitase claras descalificaciones por parte de Escrivá y de sus principales colaboradores.

Las reticencias y temores experimentados por Escrivá a partir de la libertad de pensamiento y de expresión que se manifestaron en las sesiones conciliares le llevó incluso a declarar su confianza de que el Espíritu Santo se encargase de abreviar la vida del papa Juan XXIII, el cual, con sus imprudentes actuaciones, habría acarreado la pérdida del sentido de autoridad en la Iglesia.

Cuando Juan XXIII moría a los pocos años de su pontificado, representantes de la Dirección del Opus Dei dejaban entrever -aunque veladamente- que se habían cumplido sus pronósticos. Posteriormente, sin embargo, la forma como su sucesor, Pablo VI, asumió la continuación y orientación del Concilio siguió inquietando notablemente a Escrivá. Cuando años después se cumplían muchos de sus temores en la etapa posconciliar -retirada masiva de religiosos y sacerdotes, aplicaciones descontroladas y superficiales de la reforma litúrgica, etc.-, todo ello lo interpretaban como una confirmación a favor de sus hipótesis de línea conservadora-integrista.


2) Actitud integrista en la formación teológica y en la liturgia.

La obstaculización que Escrivá impuso, ya en la etapa posconciliar, a la aplicación en los actos litúrgicos, dirigidos a los socios del Instituto, de buena parte de las reformas conciliares, cuando no eran obligatorias, fue otro aspecto que acentuaba mi malestar. Y unido a él, el hecho de que perdurase la prohibición general -sólo dispensada en casos especiales- de leer a buena parte de los teólogos más reconocidos, a pesar de que muchos de ellos habían sido convocados como asesores de las diferentes Comisiones redactoras de los documentos conciliares. Seguían sin poderse leer libremente teólogos como: Rahner, Von Balthasar, Congar, Schillebeeckx, Chenu, De Lubac, o Daniélou, entre otros muchos.


3) Inutilidad de toda propuesta de revisión.

Durante los últimos ocho o nueve años de mi presencia en la institución fueron abundantes los informes orales o escritos que dirigía a los directivos en España, presentándoles mi desconcierto ante las contradicciones que constataba entre la praxis y algunos principios de sus documentos fundacionales. Ante la fe ciega que respiraban casi todos ellos en la total validez de cualquiera de las indicaciones o preferencias de Escrivá, fui comprobando que era inútil este tipo de reflexiones o intento de diálogo.


4) Convicción de que permanecer podría confundir a otros.

A lo largo de mi permanencia en el Opus Dei había sido, para mí, causa de confusión el hecho de que perseverasen durante años personas de acentuada independencia. Más tarde, casi todos estos «independientes» abandonaron el Instituto, pero su larga permanencia en el mismo me permitía creer en la cabida cómoda de personalidades libres e independientes allí dentro.

Años después comprendí que, si yo retrasaba más mi desvinculación, podía dar pie a que otros socios ya maduros que iniciasen su crisis, al notarse identificados conmigo por la forma libre de expresarme -a pesar de las limitaciones y controles-, amortiguasen indefinidamente la toma de conciencia de sus conflictos.


5) Acompañamiento de compañeros en crisis.

Dada la posibilidad de los socios de abrir su intimidad con cualquier sacerdote del Instituto, yo tenía ocasión de ir escuchando los conflictos que se presentaban por aquellos años y que fueron conduciendo a sucesivas desvinculaciones. Las crisis se producían principalmente en aquellos más relacionados por su profesión o por sus estudios con las ciencias humanas: filosofía, psicología, historia, sociología... Entre la gran mayoría de los socios dedicados a otros saberes: físicos, químicos, biólogos, y más todavía en el caso de los ingenieros, empresarios, ejecutivos o administrativos, apenas se planteaban tales cuestiones, al menos entre los que yo trataba durante aquellos años.

En los años del posconcilio fueron muchos los socios intelectuales que optaron por la retirada. A un buen número de ellos me tocó atenderlos como consejero espiritual. Aunque, con frecuencia, también el compromiso del celibato era un factor creador de frustración, casi nunca era el verdaderamente determinante (si Freud me permite pensar así). De haberse enfocado la trayectoria del Opus Dei según las expectativas que suscitaba su proyecto original, la ilusionada implicación en él capacitaba, en la mayoría de los casos, para una experiencia sublimada de la libido (como les gusta decir a los psicoanalistas), pero, si aquellas expectativas apenas se manifestaban en la historia y desenvolvimiento real del Instituto, tal proceso sublimatorio se hacía inviable.


6) Dificultad creciente para las relaciones humanas con gentes distanciadas de los creyentes cristianos.

El recrudecimiento gradual de la disciplina del Instituto obstaculizaba cada vez más el acercamiento de sus miembros a grupos humanos marginales o claramente distantes de la Iglesia o incluso del cristianismo, cuando el fomento de este contacto y del intercambio humano con gentes no vinculadas a la cosmovisión cristiana era uno de los aspectos que me resultaron de especial atractivo en la primera presentación que se me había hecho sobre las características de la institución. A partir de mi desvinculación, mi facilidad de acceso y relación amistosa con personas no cristianas o automarginadas de la Iglesia no es comparable con la situación anterior.


7) Decisión de proteger mi salud mental.

Un factor que en aquellos años pasó muy a primer plano como acelerador de mi retirada es el tomar conciencia del deber ético primordial de amarme o cuidarme a mí mismo, entre otras formas, protegiendo mi salud mental. Permanecer en una institución en la que se me venía a imponer, entre otras cosas, una especie de abstinencia intelectual, resultaba sumamente peligroso para mi salud mental. Con mayor gravedad si estas exigencias se ponían al servicio de un estilo de contribución evangelizadora que se distanciaba crecientemente del que podía adecuarse a la fidelidad a mí mismo.


8) Confianza en poder empezar de nuevo, por otro camino.

Yo, además, mantenía la esperanza -a pesar de mis errores en la elección de rumbo para la realización de mi proyecto existencial- de poder encontrar, para el futuro de mi vida, un camino que verdaderamente me satisficiese, y, de no encontrarlo, inventarlo.

Así lo hizo, y parece que el resultado ha sido muy bueno.

«Es que yo no fui capaz...»

Desde las Islas Baleares me llega un largo texto de un abogado de 44 años que durante trece fue numerario -realizó la admisión a los 15 y allí estuvo hasta los 28-, El autor hace un amplio resumen de su decenio largo de militancia, pero aquí voy a citar solamente los párrafos que hacen referencia al tema de la perseverancia, caballo de batalla de bastantes de los que me han escrito, sobre todo, varones.

En mi caso -dice-, y estando dentro de la Obra, no había tenido todas esas dudas de fondo que explicas tan detalladamente en tu libro. Había «mamado» la doctrina del Opus desde que era un niño (ya que había empezado a ir por el Club Alfabia a los 10 u 11 años) y, como comprenderás, sólo conocía dicho espíritu. Mi crisis se produjo a raíz de conocer a una chica que, al igual que yo, participaba activamente en la Asociación Pro Vida y que, a partir del viaje que hicimos en numeroso grupo a la famosa manifestación de Madrid contra la legalización del aborto, se «interesó mucho» por mí. Por supuesto, tuve que cambiar de localidad, pero desde ese momento no fui capaz de asumir todas las obligaciones inherentes a mi condición de numerario.[...]

Para mí, la doctrina del Opus Dei y la religión católica eran lo mismo. Simplemente que el espíritu de la Obra llevaba a la perfección las enseñanzas evangélicas. Me sentía culpable. El que había fracasado era yo, y por tanto incluso justificaba el trato que me habían dado. Sólo después de que pasaron varios años, desde mi salida, he empezado a ser consciente de tantos errores que comete la Obra. [...]

Antes de abandonar el Opus, su director, después de recordarle aquello de que «fuera de la barca no hay salvación», le dijo «entre otras lindezas -puntualiza-, que sería un desgraciado, que me resultaría muy difícil rehacer mi vida y que le daba pena, puesto que con el futuro que me hubiera esperado dentro de la Obra, a partir de ahora me dedicaría a tramitar pensiones. Sin comentarios...».

Con matices que diferencian cada historia particular, la cuestión de fondo de todos los que cuentan con desconcierto y hondo pesar su desenganche de la institución es la de que ellos son los culpables; que ellos fueron los que no supieron o no pudieron o no quisieron rectificar; los que no fueron capaces. En fin, que se marcharon envueltos en la bola de la culpabilidad, y que sus directores fueron quienes se encargaron, de forma especial, de engordar esa pesada bola.

Hace algún tiempo, llegó a mis manos un escrito titulado «El sentido de la perseverancia», que pienso que puede aportar luz y paz a todos aquellos que de alguna forma se han sentido, o se sienten, atrapados en la enmarañada pelota de la culpa. El autor es un sacerdote numerario -sorprendentemente, poco ortodoxo-, profesor de Moral, que falleció hace aproximadamente tres años [6]. He aquí la reflexión que plantea:

En el caso de la entrada a formar parte de una «institución vocacional», la naturaleza individual de la persona ha de ser tenida en cuenta como factor decisivo. Si no se da a la naturaleza de la persona la importancia que tiene, se incurre fácilmente en perplejidades peligrosas y en contradicciones insolubles. En efecto, si se considerase que la entrega a Dios en la «institución vocacional» es como la respuesta a una llamada explícita y personal, al modo de las llamadas explícitas que Dios dirige en la historia de la salvación a personas muy singulares, no se podría hablar de «tiempo de prueba», ni se podría admitir que la autoridad declarase que una persona no es idónea, después de haberle asegurado que el hecho de haber recibido la vocación garantiza la posibilidad de superar todos los posibles obstáculos. Cuando se dice que «por tener vocación» se pueden superar todas las dificultades, se argumenta como si Dios mismo hubiera llamado de manera explícita. En cambio, cuando se dice que alguien es idóneo para el camino que había comenzado, se argumenta desde la consideración de la naturaleza individual como elemento determinante. Es decisivo reconocer que el propósito de entrar a formar parte de una institución vocacional no puede identificarse sin más con la respuesta a una llamada explícita por parte de Dios. Esto no quiere decir que la vocación institucional deba ser considerada un mero proyecto humano: en ese propósito la persona no se confía exclusivamente a sus fuerzas naturales y, en ese sentido, espera que Dios se comprometa con ella, al modo de una relación dialógica [...].

La realidad es que la entrega a Dios en una «vocación institucional» no constituye un fenómeno que deba entenderse solamente en la perspectiva de la respuesta a una llamada al modo de los llamados explícitamente por Dios, sino más bien al modo de algo que se expresa en la misma naturaleza individual de la persona concreta: son las inclinaciones, la generosidad de corazón o capacidad de entusiasmo de cada persona, guiadas por la razón iluminada por la gracia, lo que determina el camino que se deba seguir. Pero la persona no es nunca una capacidad de amar o una razón independientes. Para determinar el camino que se debe emprender hay que contar con que la razón y la capacidad de amar o de entusiasmarse con ideales grandes son esencialmente parte de una naturaleza individual. Esto es muy importante, porque es posible que, a la hora de decidir el propio proyecto de vida, la voluntad considere solamente sus entusiasmos y no cuente suficientemente con las propias condiciones naturales. En este caso pueden aparecer tensiones peligrosas, porque la naturaleza de las personas no es indefinidamente flexible.

El caso es semejante al de la elección de la propia profesión. Intervienen las ilusiones y la generosidad de cada cual, pero deben intervenir también las capacidades naturales que se tengan para ese oficio. Si alguien, movido por la ilusión de recristianizar el mundo de la cultura, se empeñara en hacerse un maestro universitario, y descubriera que no tiene capacidad suficiente para esa tarea, o con el paso del tiempo advirtiera que la institución universitaria ha decaído de su carácter original, podría y quizá debería tratar de cambiar su situación. Por supuesto que estas situaciones son dolorosas y muy difíciles de afrontar. Es una gran mala suerte encontrarse en esa situación. Pero eso no significa que la rectificación sea inmoral.

En el caso de la entrega vocacional, la irreversibilidad no se debe considerar deducida necesariamente de la relación directa con Dios, como si Dios mismo hubiera llamado explícitamente a esa persona, pues entonces le hubiera dado también la naturaleza individual adecuada. No tendría sentido, por ejemplo, que San Pablo abandonara la misión recibida de Jesucristo aduciendo que no tenía capacidad para realizarla. En su caso, no cabe duda de que la llamada era explícita y que el mismo que lo había llamado era el que daba las condiciones para llevarla a cabo. Pero eso no se puede afirmar, como es evidente, en el caso de la entrega común en las instituciones vocacionales. Por ello, es posible que después de un tiempo de prueba haya que reconocer que no se está en condiciones de mantenerse en la misma situación. Además es posible que la misma institución vocacional experimente cambios sustanciales. En cualquier caso hay que tener en cuenta que lo esencial es la unión con Cristo en su Iglesia, y que todas las instituciones que nacen en ella son esencialmente «parte» de la Iglesia, y nunca pueden arrogarse un carácter absoluto, como única situación posible para ella de unión con Dios.

La presunta irreversibilidad de la entrega vocacional debe deducirse más bien de la naturaleza de las cosas, de modo semejante, no idéntico, a como quien ha hecho una opción importante en su vida no debe variarla si no es por razones graves. La exigencia de irreversibilidad no es absoluta, ni el abandono del proyecto primero supone necesariamente un apartamiento de Dios. De hecho, a pesar de los vínculos jurídicos o canónicos que haya contraído, hay siempre un camino legítimo de «dispensa». Y, obviamente, emprender un proceso legítimamente reconocido no puede significar por eso apartarse de Dios.

Quien abandona, por serías razones, un camino vocacional, no se aparta eo ipso de Dios. Desde la nueva situación seguirá estando llamado a Dios. Es cierto que quien se ve inclinado a desistir de un camino vital emprendido hace años sufre una quiebra en su vida. Es una ruptura que puede ser muy dolorosa y, en ocasiones, casi imposible de afrontar, pero no supone inequívocamente y de suyo un mal moral. A veces, la unidad consigo mismo puede reclamar una ruptura con muchas relaciones más superficiales.

Es decisivo reconocer que el deber de la perseverancia, está normativizado por la naturaleza de las cosas, en concreto, por la naturaleza del ser humano, cuya unidad reclama una continuidad en los proyectos más importantes. Por eso, en muchos casos ha de contar el deber de mantener la propia identidad, en el sentido de proyecto vital, también ante las personas más próximas y queridas. Hay ocasiones en que el cambio brusco de proyecto vital equivale casi a «desaparecer» de la vida de esas otras personas y, en consecuencia, a romperles también a ellas sus vidas. Este deber de caridad puede plantear el deber de aceptar sacrificios personales muy grandes, según sea el vínculo con esas personas cercanas.

La exigencia de evitar esa decisión no es una exigencia moral absoluta. Más bien es la exigencia que procede del deber natural de mantener el significado «institucional» y «social» de la propia vida. La vida de la persona es una historia que acontece «en el mundo», y esa historia ha de ser unitaria y coherente para que la persona no se sienta rota. Pero la unidad profunda de la vida humana no se apoya exclusivamente en las relaciones institucionales o con otras personas, sino en la unidad con Dios eterno.

Todo eso nos dice que la perseverancia no está normativizada «directamente» por la relación teologal con Dios. Estará vinculada con Dios en la medida en que la relación con las personas compromete también con Dios. De todas formas, la persona, con su coherencia interna, su salud psíquica, su serenidad espiritual y, sobre todo, su conciencia, no puede considerarse nunca solamente en función de los demás, aun de los más próximos. Por eso, la perseverancia se resella con vínculos jurídicos de diverso tipo. Estos vínculos muestran que, de suyo, es decir, por sí misma, la entrega no establece un compromiso indisoluble con Dios. Por supuesto, si el abandono del proyecto de entrega procede del apartamiento de la generosidad originaria y de una opción posterior por la comodidad, en la medida en que supusiera una elección del egoísmo o la sensualidad, estaría afectado por una cualificación moral negativa.

En resumen, se puede afirmar que la perseverancia en un camino de entrega en la Iglesia está regida por dos tipos de exigencia. a primera, por la propia exigencia de la unidad de la historia vital; la segunda, por el vínculo específico que haya resellado la situación. La primera exigencia es semejante a la que reclama perseverar en el proyecto profesional o social. Ésta no es primariamente una exigencia moral. La segunda es un vínculo de alcance moral que es dispensable por la autoridad correspondiente. En ninguno de los dos casos se debe vincular la perseverancia a la unión directa con Dios.

Cuando la institución pretende ser un absoluto, se tenderá a dar una trascendencia teologal a estos vínculos. Eso es falso y fuente de contradicciones. De hecho, quienes no han perseverado en el proyecto, aun después de ser advertidos de que abandonar su decisión original era abandonar a Dios, son reconocidos en una situación lícita y legítima, que puede incluso llegar a ser considerada como vocacional.

Como decía líneas arriba, espero que una lectura meditada de este texto sobre «el sentido de la perseverancia» pueda aportar claridad y paz a quienes se sienten envueltos en la bola de la culpabilidad, bola que, de no disolverse, puede llegar a causar estragos en la persona que la sufre.

Todo es absoluto, todo es relativo

Nos conocemos desde hace muchos años y somos buenos amigos. Pueden definirse como dos personas tradicionales pero abiertas a las nuevas formas de pensar y actuar. Él es ingeniero, directivo de una empresa y ex alumno del IESE[7], donde realizó el programa PADE (programa de alta dirección de empresa). Ella es abogado y trabaja, asociada con otros profesionales, en un prestigioso despacho. Tienen tres hijos, y de los mismos dicen: «a Dios gracias, ninguno nos ha salido especialmente problemático».

En sus años jóvenes, tanto él como ella conocieron de cerca el Opus Dei y participaron de sus «medios de formación», pero la «praxis» de la Obra les gustó lo suficientemente poco, como para no querer que sus hijos se aproximen a aquel ambiente ni que sean «marcados» por él de alguna forma. ¿Motivos? Varios, entre ellos el del proselitismo salvaje que se lleva a cabo con niños y adolescentes -que les parece monstruoso-. Sin embargo, el tema que más destacó en nuestra conversación fue la ética y los dispares enfoques que los moralistas del Opus hacen de las diferentes cuestiones: en el terreno político, económico o empresarial, todo viene a ser relativo; en el terreno de las relaciones sexuales, la procreación y la vida familiar, todo es absoluto.

Él recuerda las charlas en el IESE sobre «ética empresarial»: «Los conflictos éticos en la empresa -les decían- suelen aparecer cuando las personas que han de tomar decisiones empresariales se encuentran con la aparente imposibilidad de elegir acciones que satisfagan simultáneamente sus criterios de racionalidad económica y sus criterios éticos». A continuación se les dejaba claro que la ética empresarial no puede reducirse a «teorías éticas normativas», dado que éstas sólo pueden señalar correctamente las prácticas inaceptables, pero en cambio no pueden orientar positivamente la acción.

Mi amigo pasa a plantear un case study, el caso de un empresario que se ha enriquecido a lo grande y ha evadido todos los impuestos que ha podido. Una charla en serio con un prestigioso catedrático de Ética le hace tomar conciencia de que su comportamiento es ilegal e inmoral. Pero ¿cómo rectificar? Si declara la verdad a Hacienda, corre el riesgo de que su negocio se vaya a pique, con la consiguiente pérdida económica y pérdida, también, de un montón de puestos de trabajo. Por otra parte, le fastidia enormemente dar una «pasta» a una Administración con la que no está de acuerdo en su forma de administrar muchos de sus fondos. Después de mucho cavilar, decide restituir lo que no ha pagado a Hacienda, creando una Fundación cuyos fines le merezcan suficiente garantía.

En el mundo de la política, todo indica que la ética predicada por el Opus y llevada a la práctica, en el fondo, es idéntica. Un ejemplo claro, a nivel nacional, lo pudimos ver con los ministros «tecnócratas» de la Obra en la España franquista, que llevaron a cabo una beneficiosa tarea de desarrollo, colaborando a tope con un régimen dictatorial y autoritario.

Este criterio de que la ética no puede reducirse a «teorías normativas», dado que éstas sólo pueden señalar correctamente las prácticas inaceptables, pero en cambio no pueden orientar positivamente la acción, también se lleva a la práctica en otros terrenos, como es el caso de la guerra («la guerra defensiva es casi siempre justa»; «no se va a la guerra a matar al enemigo, sino a defenderse»; en una guerra justa no existe el derecho, pero sí la «permisión», la «licitud» de matar...) o incluso de la pena de muerte (se considera que la pena capital ha sido durante muchos siglos «la pena por excelencia», y durante muchos siglos «incluso los pensadores más ecuánimes y ponderados no tuvieron ninguna duda sobre su utilización y justificación»; en definitiva, «la cuestión sigue abierta»; la pena de muerte se puede «justificar» en algunas circunstancias).

Estos criterios de relatividad, de tener en cuenta las consecuencias de los actos, dejan de ejercer cuando se trata, por ejemplo, de la eutanasia, y no digamos cuando entramos en el ámbito de la sexualidad, del control de la natalidad, del divorcio, del aborto, etc. En todos estos terrenos de la existencia humana, los «principios» adquieren un carácter absoluto, sin ningún tipo de matizaciones. La conclusión es que en unos ámbitos se reconoce la complejidad, por eso todo es relativo, es decir, no se pueden dar reglas generales; mientras que en otros no se reconoce complejidad alguna, por eso todo es absoluto.

Es en el campo de la sexualidad (comportamiento «lícito», relaciones sexuales dentro del matrimonio; comportamiento «ilícito», relaciones sexuales fuera del matrimonio, homosexualidad), de la procreación (regulación de la natalidad, anticoncepción, aborto) y de la vida familiar (divorcio, formación de los hijos) donde el Opus Dei apuesta por una ética de principios y normas inamovibles, donde no debe haber «concesiones» de ningún tipo, donde no cuenta ni la variabilidad de las situaciones sociales y de los contextos históricos, ni las posibles consecuencias de la acción.

Con tales principios, se pregunta mi amiga: ¿en qué se traduce la fórmula «paternidad responsable», de la que hace ya tantos años oímos hablar? La respuesta es que, en la medida en que una pareja pueda llegar a la decisión de no tener, de forma provisional o definitiva, más hijos, la única forma «lícita» de actuar consistirá en «seguir los métodos naturales de control de natalidad prescritos por Dios con los ritmos biológicos de la mujer». (Respecto a este «seguir los métodos naturales», recuerdo lo que me contaba hace algún tiempo una antigua alumna del colegio del Opus Montealto. Decía que todas sus amigas supernumerarias o afines iban agitadísimas a Londres en busca del llamado «fosforito», que era una especie de cinturón para medir los «ritmos», y se encendía en verde o en rojo para avisar si había paso libre para tener relaciones sexuales o no. En fin, todo en pro de no «saltarse a la torera» la «naturalidad» legal.)

En el tema del divorcio «no hay excepciones», porque el matrimonio «es indisoluble por su propia naturaleza». En cuanto al aborto, no cabe más que una condena tajante; incluso cuando éste no es el objetivo, sino un medio para conseguir la salud de la madre, se considera un acto moralmente ilícito, porque «es preciso decir que el fin bueno (salvar la vida de la madre) no justifica el acto malo (la muerte provocada del feto)». Sin embargo, «el fin bueno» de una «guerra justa» sí podía justificar «el acto malo» de matar a personas; o «el fin bueno» de crear una Fundación podía justificar «el acto malo» del fraude fiscal.

Todo es muy complejo, pero lo inaceptable son las dos varas de medir: la de la complejidad y la de la simplicidad. Al medir con la primera, todo es relativo; al hacerlo con la segunda, todo es absoluto.

A propósito de las diferentes varas de medir, me parecen interesantes las apreciaciones del profesor Jacinto Choza[8] cuando afirma que, en nuestro medio cultural, uno de los modos más comunes de determinar la identidad religiosa en general y cristiana en particular de los diversos grupos sociales es la observación del conjunto de normas morales y disciplinares cuya proclamación los caracteriza. Así, hay un conjunto formado por las normas sobre el divorcio, el aborto, la moral sexual y la eutanasia, que caracteriza a la derecha religiosa en general y cristiana en particular; otro conjunto, constituido por la doctrina y la práctica de la opción preferencial por los pobres y la atención a los más necesitados, que caracteriza al centro religioso y al centro agnóstico, y otra agrupación formada por quienes se encauzan a la puesta en práctica de una acción social liberadora, que caracteriza a la izquierda cristiana y a la izquierda agnósticas.

Según la prioridad concedida a uno u otro conjunto de normas, se edifican los sectores más conservadores y más progresistas de la Iglesia católica y, en general, de las confesiones cristianas, y se configura la tensión entre ellos.

El citado autor matiza que, en los tres casos, la atención está centrada en unas señas culturales de identidad cristiana que son también señas políticas, pues las posiciones políticas en la sociedad civil tienen su correlato en las diversas posiciones de los fieles dentro de las iglesias cristianas, ya que resultan de los mismos principios.

La derecha es la afirmación de lo particular y lo familiar, lo tradicional y lo privado; la izquierda es la afirmación de lo general y lo social, lo innovador y lo público. La derecha prefiere caracterizar y organizar la sociedad mediante la definición y el control público de la sexualidad y la izquierda mediante el de la propiedad; es decir, la derecha decide sobre las supremas cuestiones de la vida y la muerte concediendo un peculiar y primordial valor a lo concreto y material, y la izquierda a lo abstracto y espiritual.

La mayor sensibilidad de la derecha para lo material concreto y la modulación del cristianismo según la inspiración derechista explica el hecho de que, en la perspectiva de la derecha cristiana, el más grave de los pecados y el máximo desorden sean las transgresiones sexuales. Por su parte, la mayor sensibilidad de la izquierda para lo espiritual y abstracto y la determinación izquierdista del cristianismo, dan razón de que para la izquierda cristiana los pecados de máxima gravedad sean las transgresiones económicas.

Al repasar los textos evangélicos, el profesor Choza hace especial hincapié en que «no se encuentra en ellos valoración de las transgresiones del sexto y séptimo preceptos del decálogo, que regulan las materias sexuales y económicas, respectivamente, como especialmente graves, mientras que resultaría fácil, en cambio, encontrar apreciaciones de especial gravedad para las transgresiones del octavo precepto, que contempla la mentira, la hipocresía y, en general, los comportamientos relacionados con la veracidad».</poem>

He aquí el verdadero fondo de la cuestión.

De la fraterna corrección a la delación

Apenas le costó cinco años -a otros les ha supuesto mucho más tiempo la tarea- el darse cuenta de que aquél no era el sistema ideal para poder desarrollarse como persona, y todavía menos para ayudar a otros a hacer lo mismo. Se hizo numeraria poco antes de cumplir los veinte años y, al borde de los veinticinco, convencida de que aquello no era lo suyo, decidió, con todos sus ánimos, apuntar hacia otro lado. El detonante de su estampida fue la forma en que la forzaban a vivir la corrección fraterna. Ella lo explica así:

Me sentía acosada, manipulada y hasta anulada, cuando en la llamada charla o confidencia, en los círculos semanales y hasta en el confesionario, no dejaban de asediarme con la cuestión, tan evangélica, de la corrección fraterna: «No haces las suficientes». «Debes consultar todo lo que te choque de las actitudes de tus hermanas. ¿No te choca nada de nadie? Eso es imposible, ya que todos tenemos cosas en las que mejorar, y es obligación de cada una de nosotras el detectar los fallos o deficiencias de las demás para ayudarlas a esa mejora.» «A diario, todos los días debemos proponer a la directora varias correcciones fraternas, y ella ha de ser la que decida si es oportuno, o no, el llevarlas a cabo.» Todo el planteamiento era obsesivo, y el objetivo llegó a parecerme más de acusación pura y dura que de fraterna corrección. Cada vez sospechaba más que el positivo medio evangélico podía convertirse en simples delaciones de los gobernados para tener a los gobernantes bien informados. Como explicas en tu libro Ser mujer en el Opus Dei, de esto sabían mucho los inquisidores y los nazis, bueno, y cualquier dictadura, sea del signo que sea.

Desde que comencé a detectar esto que me parecía una cuestión de fondo, empecé a dudar de casi todo y, después de unos meses, escribí la consabida carta de dimisión. Me negaba a seguir jugando aquel juego, y no porque me pareciera mal lo de la corrección fraterna; lo que me parecía nefasto era su utilización. Todo aquello venía a ser algo como lo del ejemplo de la piedra, que puede servir igual para edificar una catedral, como para romper la luna de un escaparate o machacar la cabeza de un prójimo. Pues lo mismo ocurría con lo de la corrección fraterna, que podía constituir un maravilloso instrumento de edificación o de destrucción, y en el caso que te cuento creo que apuntaba más a la destrucción personal mutua que a la construcción.

Que la corrección fraterna, en sí, es positiva, nos lo muestra san Pablo, cuando abiertamente corrige a san Pedro, el primer papa de la Iglesia, y de forma parecida ocurre con todas las limitaciones personales, en los partidos políticos y en las empresas: la crítica interna es un mecanismo de evolución de las instituciones; la autocrítica ayuda a mejorar. Pero, como en todo, existen perversiones. Javier Ropero, en su libro Hijos en el Opus Dei, lo sintetiza bien: en la Obra existe la llamada corrección fraterna, que consiste en corregir al socio que a nuestro juicio haya cometido algún tipo de falta. Hasta ahí la cosa va bien. Pero cuando se exige a todos los socios el hacer al menos cinco correcciones diarias de las que hay que dar cuenta previamente al director del centro, y se prohíbe expresamente la crítica institucional o al superior, nos encontramos ante una situación propia de la conocida novela de George Orwell, 1984, en que los protagonistas vivían en un estresante estado policial de permanente vigilancia de los unos para con los otros. Por otra parte, al fomentar la crítica horizontal como método coercitivo únicamente en la base de la pirámide de una institución, mientras se impide el más mínimo comentario negativo del superior, o crítica vertical, ésta es una de las características más representativas de las organizaciones sectarias que utilizan esta estrategia para afianzar más su lavado de cerebro[9].

Me parece básico el fundamentar las cosas que uno dice en bases consistentes. En este momento he encontrado esta base suficientemente sólida en los estudios del profesor Robert Gellately, que ocupa la cátedra Strassler de Historia del Holocausto en el Center for Holocaust Studies del Departamento de Historia de la Clark University (Estados Unidos). Él ha estudiado muy a fondo el tema del que hablamos y, cuando se refiere a las delaciones de los alemanes entre ellos mismos, dice cosas tales como las que a continuación cito[10]:

  • Los motivos de esas delaciones, en la medida en que se pueden identificar, eran muy heterogéneos e iban desde el deseo de prestar apoyo a las medidas oficiales decretadas, al de sacar provecho de la situación, o simplemente al de obtener algún tipo de beneficio personal[11].
  • De los que suministraron información a la Gestapo, sólo el 25 por 100 aproximadamente de todas las denuncias fueron hechas por motivos sentimentales -como el amor al nazismo, el patriotismo o el odio al enemigo-, mientras que con mucha más frecuencia los motivos eran de carácter instrumental o egoísta[12]
  • Las motivaciones de los denunciantes solían ser mayoritariamente de carácter instrumental, como la delación de un rival o de una persona con la que el delator mantenía algún tipo de desavenencia[13].
  • También la escrupulosidad malsana y el «idealismo» fueron la causa de no pocas denuncias[14]
  • Cuando cualquiera, independientemente de las razones que pudiera tener, denunciaba una infracción de las leyes raciales a la policía o escribía una carta al partido notificando comportamientos sociales políticamente «indeseables», sin importar si sus motivos eran sinceros o egoístas, contribuía a la realización de la ideología nazi y hacía funcionar la dictadura. En este sentido, todas las denuncias sirvieron de apoyo al sistema, y parece que nunca faltaron[15]

El profesor Gellately concluye el tema diciendo que «casi un 75 por 100 de las denuncias fueron presentadas por motivos que poco o nada tenían que ver con un deseo claro y explícito de apoyar a los nazis. Aun así, supusieron una manifestación viva de la ideología nazi y un apoyo a la invasión de la vida cotidiana por parte de la dictadura» [16]

Con respecto a la corrección fraterna que se vive en la Obra he de añadir que, en el mejor de los casos, lo que mueve a hacerla es la buena fe o la ingenuidad, pero también, en no pocas ocasiones, lo que mueve a la delación es la ceguera, la malicia, el canguelo y la búsqueda de «ventajas particulares». En cualquier caso, es preciso agregar que estas delaciones o pseudocorrecciones fraternas no son en la Obra, habitualmente, tan feroces como lo fueron en la dictadura hitleriana, y en siglos anteriores, durante los negros tiempos inquisitoriales.

Efectivamente, algo así ocurría ya durante la Inquisición, de la que nazis y otros muchos grupos de signo totalitario han ido tomando modelo: había que vigilar a los vecinos y denunciar a cuantos parecieran sospechosos. La Santa Inquisición sabía muy bien la importancia que tiene para «la paz» el contar con un buen sistema policiaco. También lo saben muy bien todos los totalitarios y dictadores de hoy.

En cualquier proceso inquisitorial se favorece la denuncia y se esconde al delator. Esta máquina espantosa funcionaba así: ya está el acusado ante el inquisidor. Éste tiene la denuncia sobre la mesa, pero no se la enseña al sospechoso. El denunciante puede a veces ser un hereje que quiere hacerse pasar por un buen católico, o bien un padre que denuncia a su hijo, un hijo al padre, un marido a su esposa o una mujer a su marido. El papa Gregorio IX permitió estas horribles denuncias interfamiliares, sólo tuvo la delicadeza de advertir a los inquisidores que había que cuidarse de que la herejía no fuera un pretexto falso para condenar al adversario. Por ejemplo, un deudor que quiere desembarazarse de un acreedor o un acreedor que quiere vengarse de un deudor, o un amante que persigue al marido de su amada, o un marido que persigue al amante, etcétera.

Hoy ya no hay Inquisición. Nada queda de esa vieja máquina espantosa. Sí sobreviven métodos, igualmente desagradables, para llevar a cabo imposiciones intelectuales y morales.

Por qué no a una crítica maniquea

Que una crítica paranoica y maniquea puede tener un efecto bumerán es lo que pretende advertir el escrito de un ex socio (primero numerario y después, durante quince años, sacerdote numerario). Me parece interesante su aportación, por eso la cito íntegra y sin más comentarios:

Después de mis veinte años de experiencia, buena parte de ellos dedicados a tareas presbiterales, y de haber entregado una media de cuatro horas diarias al asesoramiento y orientación continuada de un total de cerca de quinientos socios -un tercio de ellos numerarios-, puedo dar fe de poseer una abundante experiencia en cuanto al conocimiento profundo de las actitudes interiores de una gran variedad de socios y asociadas de la institución.

A partir de aquí puedo atestiguar que la casi totalidad de los juicios de valor condenatorios que se vinieron produciendo en los medios de comunicación españoles de los años sesenta del siglo XX fueron falsos, partían de prejuicios, y se apoyaban casi exclusivamente en los típicos rumores, cuya frecuencia es comprensible que abunde más en los sistemas políticos sin libertad de asociación y de reunión, como son las dictaduras.

En España principalmente, y de forma notablemente menor en una parte de los numerosos países donde alcanzaba a propagarse la institución, se produjeron -particularmente acentuadas durante la dictadura franquista- campañas sucesivas de críticas muy duras en la prensa y a través de algunos libros, descalificando los fines y los medios del Opus Dei, atribuyéndoseles consecuencias destructivas por sus actuaciones y actitudes éticamente rechazables a sus miembros.

Entre las críticas que se sucedían respecto a la institución, con la pretensión de dirigirse a actitudes generalizadas en la misma, y no sólo a errores aislados, y que resultan básicamente injustas, o por su falsedad o por su interpretación distorsionada, están las que sostenían que el Opus Dei es una institución cuyos socios:

  1. Han buscado sistemáticamente -al menos años atrás- alcanzar puestos de poder, como por ejemplo cátedras universitarias, ministerios en los gobiernos de la dictadura franquista, poder financiero, etc., y que estos objetivos (empleando a veces para ellos procedimientos injustos) los han buscado al servicio de sus intereses, o al menos de sus obras culturales y sociales con fines apostólicos.
  2. Han supuesto, de forma generalizada, un apoyo al régimen de la dictadura, y a su supervivencia, no habiendo contribuido al retorno del régimen democrático.
  3. Se han desinteresado habitualmente de emplear energías y recursos en iniciativas, obras e instituciones -salvo algunas excepciones- que contribuyesen a reformas sociales en vistas a una mayor justicia social y una promoción y defensa de los derechos humanos.
  4. Han prescindido frecuentemente de las orientaciones de los obispos en sus respectivas diócesis, aunque se tratase de orientaciones que les concerniesen.
  5. Han obtenido apoyos económicos injustos de gobiernos de la dictadura, para el mantenimiento de algunas de sus instituciones.
  6. Han vivido de acuerdo con unas actitudes contrarias a la «pobreza evangélica» que pretenden asumir.


Mi interpretación es que buena parte de los críticos de la institución han adolecido de una actitud un tanto paranoica y maniquea, en especial los españoles, complicados durante cuarenta años por los efectos distorsionadores derivados de un régimen de dictadura en el que, a causa de la ausencia de las libertades democráticas, la tendencia española a sentirse enfrentados ante amenazadores gigantes donde sólo hay a veces molinos de viento (como le ocurría a don Quijote de la Mancha) se manifestaba de forma acentuada.

Hay que dar por supuesto que a lo largo de la historia del Opus Dei se habrán dado posibles actuaciones aisladas que pueden haber dado pie a estas interpretaciones distorsionadas -y que podían tal vez haberse evitado-, o incluso conductas aisladas en algún miembro, o hasta en sus directivos, a las que podría corresponder alguna de esas atribuciones críticas. De pretenderse lo contrario tal vez nos encontrásemos con el primer caso en la historia universal en que en una institución de tal volumen no se da nada de ello. «El que esté libre de culpa que tire la primera piedra.» Sin embargo, estas posibles actuaciones equivocadas no tendrían nada que ver con la vida cotidiana de las decenas de miles de miembros vinculados a la institución. Tengo datos sobrados, a partir de mi abundante experiencia en el trato confidencial con numerosos miembros, para probar la falsedad implicada en los seis tipos de críticas que indico. Pero no me interesa gastar tiempo como abogado defensor de la institución a la que debo las principales frustraciones de mi vida.

La convicción de que la gran mayoría de las campañas críticas españolas a la institución erraban de blanco y resultaban injustas por calumniosas, dio lugar en mí -y seguramente en otros socios- a que se cumpliese lo que, si no me equivoco, fue una teoría del filósofo de la historia Arnold Toynbee. A lo largo de la historia de la humanidad, cuando un colectivo humano o una institución -que tenga una base suficiente de vitalidad- es acosado en abundancia por sus detractores o sus enemigos, dicho colectivo o institución, contra la intención de aquéllos, queda fortalecido, y todavía más si una parte importante del acoso supone una clara injusticia. Así ocurrió en la historia del cristianismo durante los tres primeros siglos, a partir de las sucesivas persecuciones promovidas por los emperadores romanos. Fue a continuación, tras la conversión al cristianismo del emperador Constantino, cuando los cristianos, que hasta entonces habían experimentado una profunda unión entre ellos frente al enemigo común, pudieron dirigir por fin con más tranquilidad la atención hacia sí mismos y comprobar que entre ellos se daban divisiones que cristalizaron en herejías y cismas.

Así ocurrió también con la historia del pueblo judío, que «gracias» a las sucesivas persecuciones colectivas a las que se ha visto sometido, ha podido mantener su identidad cultural a pesar de haber perdurado veinte siglos -hasta hace poco tiempo- sin territorio propio.

La teoría de Toynbee se cumplió también en mi proceso personal y fue uno de los factores principales que retrasó mi retirada del Opus Dei. La llegada incesante de juicios de valor que en su gran mayoría percibía como injustos, me despertaba cierto sentimiento de lealtad y de necesidad de aclarar malos entendidos, y me desviaba hacia esto las energías que debería emplear para afrontar y consumar mi crisis personal con la institución y mi conveniente separación de la misma.

El autor del presente escrito, como podemos comprobar, está lleno de razones y de razón, pero también los puntos críticos que él enumera tienen sus razones y su razón. No fueron unos pocos sujetos aislados los socios de la Obra que colaboraron estrechamente con la dictadura franquista ocupando puestos políticos clave; fueron un buen montón que, además y como es lógico, sonaban mucho. También es cierto que el fundador del Opus Dei tuvo relación personal con el general Franco: mantuvo correspondencia que puede ser consultada, visitó en diferentes ocasiones la residencia del dictador y hasta dio cursos de retiro a toda la familia Franco.

En cuanto a la lucha sistemática por alcanzar puestos de poder -cátedras universitarias y, más aún, el poder financiero-, es algo conocido y reconocido. Hasta el propio José María Ruiz-Mateos, después de la expropiación de Rumasa, se refirió a los financieros miembros directivos del Opus Dei diciendo que «forman parte del grupo que controla el poder económico en España. Desde el Banco Popular, con su enorme influencia en el Banco de España; desde la Asociación de la Banca, con Rafael Termes, y José Joaquín Sancho Dronda en las Cajas de Ahorros, es difícil que algo en el mundo económico se escape a su control».

En su vertiginosa carrera de asalto al poder, una larga cadena de nombres de destacados miembros del Opus Dei han ido apareciendo a lo largo de los años unidos a diferentes operaciones financieras delictivas y a los grandes escándalos económicos: Matesa, Rumasa, Fundación General Mediterránea, el caso Imefbank y la «cuenta de ahorros del emigrante» en los comienzos de los años setenta del siglo XX, etcétera[17].

Que un largo rosario de escándalos, o asuntos más o menos turbios, políticos y financieros, jalonan el trayecto de la Obra de Dios, es una realidad y no una burda y simplona «leyenda negra». Que son sólo unos pocos de la totalidad de sus miembros los que protagonizan esos asuntos es igualmente cierto. Pero se trata de una minoría que precisamente es la que destaca, la que brilla, la que suena y que, desde luego, tiene peso y deja poso en la institución.

Los divorciados vueltos a casar

No nos habíamos vuelto a ver desde nuestros tiempos de colegio. Un día cualquiera, me llama por teléfono para felicitarme por el libro que acabo de publicar -y que ella está terminando de leer- y me dice que necesita verme; que tiene que hablar conmigo de algo que la tiene enloquecida y deshecha. No quiere adelantar de qué se trata; necesita comunicármelo de palabra y conocer mi opinión. Ante tales signos de urgencia, nuestro encuentro fue casi inmediato y, después de un rápido y efusivo saludo, enseguida fue al grano. Me cuenta que su única hija -sus otros hijos son tres chicos- va a casarse con un divorciado con el que está saliendo hace ya más de dos años. En un principio, ella y su marido intentaron convencerla para que rompiera con aquella relación, luego optaron por la vía de la reflexión y, por último, con todo el dolor de su corazón, porque son católicos practicantes, han pactado con la irreversible situación. «Mi hija se casa con un hombre inteligente y bueno -me dice-, pero divorciado; se casa, por tanto, por lo civil.» Ellos no van a invitar a casi nadie -la familia y los amigos más íntimos-, y cuál es su sorpresa, cuando su amiga «de toda la vida» -supernumeraria del Opus y madre de nueve hijos- se presenta muy indignada en su casa para regañarla, en plan durísimo, por lo que están haciendo y, de paso, comunicarle que no cuenten con su presencia ni con la de los suyos en la celebración, porque «eso ni es un matrimonio ni es nada; se arrejuntan y punto» -le dijo exactamente-. Después añadió que todavía le parece más horrible que ellos, que dicen ser católicos, no sólo lo consientan, sino que, además, lo comuniquen y organicen una fiesta. Horror, absolutamente todo un horror.

-Y tú, ¿cómo reaccionaste? -le pregunté.

-Primero me quedé paralizada, luego me puse a llorar. Entonces mi amiga se fue diciéndome que rezaría por todos nosotros y, a continuación, yo seguí llorando.

En esta misma línea, aunque con diferentes matices, he recibido un buen taco de misivas: el caso de un padre que no quiere volver a ver más a su hijo mayor porque se ha casado con una divorciada; amigos que han roto definitivamente su amistad por discrepar en el tema del divorcio; unos padres que han dejado de ser supernumerarios por haber comprendido y manifestado que el matrimonio de uno de sus hijos era imposible de remontar y no se habían opuesto abiertamente a su divorcio... Y hasta el caso de unos novios -ella había sido supernumeraria- que se están planteando el pasarse a la Iglesia ortodoxa para poder casarse «como Dios manda», ya que él no ha conseguido la nulidad de su primer matrimonio.

«No hay excepciones»; el matrimonio «es indisoluble por su propia naturaleza»; y «la mera posibilidad legal del divorcio es ya una incitación al mismo», dice un Catecismo de doctrina social, obra coordinada por Juan Luis Cipriani, sacerdote del Opus Dei y obispo en Perú, en sus páginas 71-72 y 73. El autor añade que, al mismo tiempo que se condena el divorcio «sin excepciones», se admite que «si se comprueba que nunca hubo matrimonio, porque fue desde su origen inválido, puede ser declarado nulo -certificando que no existió- por la autoridad eclesiástica competente». En realidad, Cipriani no hace más que seguir al pie de la letra las declaraciones de la Congregación Vaticana para la Doctrina de la Fe.

En el ámbito de la sexualidad, de la procreación y de la vida familiar, es donde las posiciones adoptadas por el Opus Dei denotan un recurso más sistemático a una ética exclusivamente basada en los principios o las convicciones. En este terreno no deben hacerse «concesiones» de ninguna clase. Aquí los principios adquieren un carácter absoluto y la más mínima relativización se convierte en sinónimo de laxitud y, en definitiva, de degradación moral.

Hace un par de años, la Revue théologique de Louvain[18] publicó un interesante y riguroso estudio del teólogo Paul de Clerck, director del Instituto Superior de Liturgia de París. Algún tiempo después, Selecciones de teología lo condensó y tradujo[19] y, en su introducción, la mencionada publicación hacía especial hincapié en que la situación de los fieles divorciados y vueltos a casar es dolorosa y, en cierta manera, incongruente: por una parte, se les considera «fieles»; por otra, se les priva del acceso a los sacramentos, en especial el de la eucaristía, fuente y culmen de la vida cristiana. «Es loable -añade el texto- la insistencia de la Iglesia en la indisolubilidad del matrimonio. Sin embargo, una comprensión más "personalista" de este sacramento y el acompañamiento a hombres y mujeres que han sufrido el drama del fracaso de su matrimonio e intentan rehacer su vida en otra unión conyugal parece imponer la necesidad de una solución más acorde con el Evangelio de la misericordia.»

Paul de Clerck hace unas propuestas francamente interesantes y alentadoras, pero no fáciles de llevar a cabo. ¿Irrealizables? No; visto el tema con moderado optimismo, podríamos decir que la realización está dentro de lo posible.

Un elevado número de personas fracasan en su matrimonio y se divorcian. Si son católicos y se casan de nuevo civilmente, ven prohibido el acceso a los sacramentos de la penitencia y eucaristía. Tal es la disciplina actual de la Iglesia católica.

«La intención no es cuestionar la interpretación de los textos bíblicos -escribe P. de Clerck-. No se trata de poner en duda la indisolubilidad del matrimonio, o de minar la confianza de las parejas cristianas unidas según los valores del Evangelio y dichosas de crecer en la fidelidad dada». Lo que el autor pretende con su trabajo es buscar cómo salir de la situación inextricable, creada por el aumento creciente del número de divorcios, ante una legislación canónica que permanece invariable. «El segundo matrimonio de los fieles divorciados -dice- es el único caso en el que la reconciliación sacramental no es posible.»

La disciplina de la Iglesia católica respecto a los fieles divorciados vueltos a casar se funda en la doctrina del matrimonio considerado como indisoluble en virtud de la interpretación que ella hace de los textos bíblicos (Mt 19, 3-9; Mc 10, 1-12; 1 Co 7, 11).

Esta doctrina se comprende no sólo como un imperativo moral (el vínculo conyugal no se debe romper), sino también como una ley canónica (ni puede hacerse). El canon 1141 del Código de Derecho Canónico se expresa así: «El matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte».

Un matrimonio válido no puede ser roto por los propios cónyuges. Pueden separarse, los cánones 1151-1155 lo prevén, pero la «separación de cuerpos» no implica la ruptura del vínculo matrimonial.

La Iglesia, por su parte, no se reconoce con el derecho de separar a los que Dios ha unido. No conoce el divorcio del matrimonio, aunque sí un procedimiento de declaración de nulidad, que consiste en reconocer que, en derecho, tal matrimonio nunca se ratificó válidamente, en función de exigencias objetivas y subjetivas del compromiso matrimonial.

La disciplina de la Iglesia católica difiere de la de otras comunidades cristianas. La Iglesia ortodoxa, que participa de la misma comprensión teológica del matrimonio, permite, sin embargo, celebrar un segundo matrimonio (incluso un tercero) por el «Oficio de segundas nupcias», que comporta acentos penitenciales (a causa del primer vínculo roto). Los protestantes no reconocen al matrimonio la misma consideración teológica. No se alegran de la ruptura del vínculo, pero aceptan generalmente los procedimientos civiles en uso. La Iglesia católica no sanciona canónicamente a los cónyuges que se separan, porque esta situación no se opone a la ley de la Iglesia. Las sanciones canónicas vienen si uno de los esposos de un matrimonio válido se casa otra vez, pues esto va en contra de la indisolubilidad del primer vínculo conyugal.

El nudo del problema radica en el segundo matrimonio, pues no se trata de un acto pasajero, sino que se entra en una vida que se desea durable. Se interpreta como prueba de no arrepentimiento, puesto que la conversión implicaría el abandono del segundo vínculo. Y la ausencia de arrepentimiento entraña la imposibilidad de la absolución y la imposibilidad, también, del acceso a la comunión eucarística, aunque sí pueden participar en la celebración eucarística. Esos fieles no están excomulgados. Siguen siendo miembros de la Iglesia, pero están excluidos de la comunión eucarística.

Ante este panorama, la reacción de los fieles divorciados vueltos a casar es de malestar por sentirse incomprendidos. Su primer matrimonio ha fallado, con su correspondiente dosis de sufrimiento, y una segunda unión viene a ser un bálsamo, un sosiego, un renacer y una fe renovada en el amor. «A estas reacciones situadas en el plano psicológico y existencial -comenta Paul de Clerck-, les cuesta entender un lenguaje racional y lógico, que tiende a devolverles a la primera unión, que era un drama.»

¿Y cuáles son las soluciones, hoy por hoy, propuestas por la Iglesia?

La primera consiste en presentar ante los tribunales eclesiásticos un procedimiento de declaración de nulidad del primer matrimonio. Si llega a buen término y el primer vínculo es declarado inválido, el camino queda libre para una nueva unión, considerada jurídicamente como la primera.

La segunda solución consiste en romper la segunda relación. Más que resolver el problema, viene a suprimirlo, lo que marca su carácter utópico. Sobre todo, sabiendo que muchas veces hay un deber moral de mantener la segunda unión, por ejemplo, cuando han nacido hijos de esta unión.

La tercera consiste en mantener la segunda unión, pero pidiendo a la pareja que viva en continencia. Así se propone en la «Familiaris consortio» (n.° 84). «Esta solución es impracticable de hecho -señala De Clerck-, pero ofrece el interés de mostrar dónde reside la dificultad. Ésta no proviene tanto de la segunda unión, cuanto de las relaciones sexuales que comporta.» ¿Podríamos caminar hacia una solución? El autor del trabajo que comentamos piensa que se imponen dos necesidades: la de poder reconocer el fracaso y la de recuperar la pertinencia eclesial del sacramento de la reconciliación. «Si la Iglesia pudiera reconocer la realidad del fracaso -dice textualmente-, asumirlo y acompañar a las víctimas, llegaría, mejor que hoy, a salir del conflicto entre justicia y misericordia.»

La solución que Paul de Clerck quisiera preconizar desplaza el momento en que se plantea el problema. La disciplina actual lo sitúa en el instante en el que se compromete una nueva relación de tipo conyugal, lo que afecta a la manera de comprender el problema, porque lo que se valora en aquel momento es que el segundo matrimonio niegue la permanencia del primero. Esta manera de considerarlo tiene el inconveniente de sancionar lo que, desde el punto de vista de las personas, aparece como una esperanza y el fin de sus dificultades, mientras que aquella disciplina eclesial les priva de todo acompañamiento al término del primer vínculo y de todos los sufrimientos que frecuentemente lo acompañan.

El principio fundamental de la solución preconizada consiste en no esperar a un eventual segundo matrimonio para hacerse cargo de la situación eclesial de los divorciados. La indisolubilidad ha sido afectada por la disolución de la pareja, y en ese momento es cuando hay que afrontar el problema. Para sobrepasar esta situación se contaría con la ayuda de un acompañamiento eclesial, que conduciría al sacramento de la reconciliación, signo de la misericordia de Dios que restablece así a los cristianos en la comunión eclesial y les abre de nuevo a la comunión eucarística.

«¿En qué consistiría este acompañamiento?», se pregunta P. de Clerck, y responde: «Habría que crear una instancia de acogida, sea una persona cualificada, o preferentemente un equipo, según las posibilidades locales y las necesidades». Una instancia encargada por el obispo, en cada diócesis, de recibir y acompañar a los cristianos que, casados sacramentalmente, no han podido mantener la palabra dada libremente. Esas personas se encargarían de escuchar y de favorecer un discernimiento, discernimiento que debería llevar a que los divorciados que deseen proseguir su vida cristiana se reconocieran provisionalmente en comunión no plena con la Iglesia. Un paso siguiente sería el de recibir el sacramento de la reconciliación y, a continuación, ser plenamente reintroducidos en la comunión eclesial.

«Si posteriormente estas personas desearan comprometerse en una segunda alianza conyugal -concluye De Clerck-, su matrimonio debería poderse celebrar. Sería ilógico admitirlos a la eucaristía, el sacramento más importante, y excluirles de otro.»

La novedad de este planteamiento consiste en dar lugar al fracaso, y reconocer que puede ser fuente de una experiencia humana y espiritual muy profunda. Los cristianos en cuestión son invitados a caminar hacia la conversión frente al fracaso de su unión, y a reencontrar, gracias a un acompañamiento eclesial y al recurso sacramental, su lugar pleno en la Iglesia.

Propuestas alentadoras y humanamente llenas de sentido. Sólo falta, nada más y nada menos, el paso fundamental de poderlas llevar a cabo.

Otro planteamiento interesante, respecto a los divorciados vueltos a casar, es el que lleva a cabo jacinto Choza, catedrático de Antropología filosófica de la universidad de Sevilla: «Naturalmente -escribe-, el conflicto no puede resolverse aboliendo el pecado, pero puede aliviarse modificando la geografía de los pecados "públicos", que es lo que determina la inclusión o exclusión de la comunidad de fe, de culto y de oración [20]»

Choza pone el ejemplo concreto de la pastoral sobre los divorciados de los obispos italianos a mitad de los años noventa, que en buena parte siguió el principio de la reprivatización del pecado y la consiguiente recalificación del pecador. El divorciado está excluido de la comunidad porque el divorcio no se consideraba principalmente un pecado, un acto contrario a la ley divina, sino una herejía y un estado correspondiente al que se sitúa públicamente al margen de la ley.

En una sociedad cuya forma y ordenamiento vienen dados por la dogmática y la moral sacramentales, él divorcio es, en efecto, una herejía y un estado (el sujeto queda situado públicamente al margen de la ley), y ése es el caso de las sociedades occidentales modernas hasta mediados del siglo XX. Pero en las sociedades de finales de siglo la dogmática y la moral sacramentales ya no determinan el ordenamiento civil, la configuración urbana es compleja y se caracteriza por el cosmopolitismo, y el pluralismo religioso es tan omnipresente que resulta imposible mantener la noción y la realidad de «pecado público» en la sociedad civil, e incluso en la eclesial (al menos respecto de los laicos), porque no hay ni puede haber el suficiente control social para regular el comportamiento religioso de nadie.

El mismo autor apunta que, en esa tesitura, y sin modificar los parámetros de la moral moderna, el divorcio en cuanto pecado público se reprivatiza, o sea, desaparece, y el divorciado pasa a ser recalificado dentro de la categoría de «pecador consuetudinario», el cual permanece integrado en la comunidad y en ningún caso resulta excluido de los sacramentos.

Así, y siguiendo el contenido de la mencionada pastoral de los obispos italianos, en determinados supuestos los divorciados pueden ser admitidos a la eucaristía, si la reciben en parroquias donde no se conoce su situación matrimonial, porque se asimilan a pecadores habituales, como los que incurren en embriaguez por su adicción al alcohol, y no a pecadores que se encuentran en situación pública de pecado.

Son propuestas, tanto la de Paul de Clerck como la de Jacinto Choza, interesantes, alentadoras y humanamente llenas de sentido.

El fundamentalismo y sus remedios

Tenía interés en conocerme y me ha venido a ver. Es viuda, tiene seis hijos -el mayor de veinte años y la pequeña de nueve-, es licenciada en Químicas y trabaja como profesora en un colegio. Desea hablar de su aproximación a la Obra y de su posterior alejamiento.

Poco después de fallecer su marido, le presentaron a dos viudas, más o menos de su edad, que eran supernumerarias. Enseguida la introdujeron con su gente y en sus actividades pías, y ella lo agradeció -a pesar de que le advirtieron de que eran gente poco dialogante y de que se sentían en posesión de la verdad-, porque se encontraba muy sola y desamparada. Pasado algún tiempo, se fue dando cuenta de que aquellas mujeres eran intolerantes, rígidas y unidimensionales y que no se podía hablar con ellas de casi nada; que ante sus opiniones, o se «rasgaban las vestiduras» o la encontraban con «demasiada manga ancha». La agobiaban con sus adoctrinamientos, hasta que un buen día su hijo mayor le dijo: «Madre, el contacto con esas personas no te va nada bien, son fundamentalistas, apunta para otro lado». Así lo ha hecho, pero tiene gran interés en charlar acerca de ese «fundamentalismo», al que ha estado dando vueltas en su cabeza. Hablamos un rato largo y sacamos nuestras conclusiones.

Las palabras fundamentalismo e integrismo las solemos utilizar indistintamente y tendemos a entenderlas como sinónimo de fanatismo, radicalismo (en sentido peyorativo) y dogmatismo. También las ligamos a intransigencia y a rigidez mental. En todos estos conceptos subyace la idea de un exceso, de un tomarse demasiado en serio temas del todo opinables y que, además, tampoco son esencialmente importantes. El fanático es aquel que sacraliza de manera intransigente algún aspecto de la realidad.

Este planteamiento no quiere decir que la solución al fundamentalismo sea el relativismo, es decir, no asumir nada en la vida como fundamental; el relativismo es el extremo opuesto al radicalismo dogmático. Se trata de huir de los dos extremos siendo tolerantes y dejando siempre abierto el camino del diálogo y de la interpelación personal.

De inmediato surge una pregunta: ¿es el fundamentalismo algo inherente al hecho religioso? Si echamos un vistazo a la historia, podemos comprobar que, sin ir más lejos, la Iglesia católica ha sido durante mucho tiempo intransigente y que ha necesitado de las críticas hechas desde fuera de ella para abogar por la tolerancia; sin embargo, el mensaje cristiano es básicamente tolerante, ya que el encuentro con un Dios perdonador y misericordioso, amante de todas sus criaturas, no puede llevar a una actitud de juez implacable. La respuesta a la pregunta que nos hacemos líneas arriba es que las actitudes intransigentes desbordan el hecho religioso, aunque hay que reconocer que en este terreno encuentran una tierra fecunda. Existen intolerantes en la política, en la economía, en los seguidores de equipos de fútbol y hasta en la comunidad científica. Es, pues, el ser humano el que está constantemente expuesto a la tentación fundamentalista.

¿Dónde hemos de buscar las causas de la intolerancia? Es una inseguridad profunda la que nos impide estar abiertos al cambio, a lo otro, a lo diferente; nos cuesta adaptarnos a nuevos tiempos, a nuevas situaciones. Entonces, el intolerante se repliega.

Es preciso tener una mentalidad abierta para ser capaz de afrontar las modificaciones que sean necesarias para ser fiel al espíritu original.. El fundamentalista es el que, ante el temor al vacío de valores y de sentido de la vida, se agarra irracionalmente a ciertas seguridades prefabricadas. En el mundo cambiante que vivimos, el individuo ha de adaptarse constantemente, pues, de no hacerlo, puede caer en los dos extremos: la destrucción o el inmovilismo, ambos igualmente perniciosos. Cada uno de los dos teme y lucha contra el otro sin imaginar la posibilidad de un término medio o de una síntesis superadora.

El integrismo es esencialmente una reacción que se traduce en miedo al cambio y en pánico a la pluralidad, ya que ésta aparece como el lugar de la incertidumbre. El que existan otras opiniones cuestiona mis seguridades, por eso es preciso cerrar las puertas que me comunican con el exterior.

En la pluralidad sólo pueden vivir las personas maduras, el niño se desorienta. El adulto sabe distinguir y matizar en las personas y en las cosas los aspectos positivos y negativos; sin embargo, para el niño no hay términos medios, sólo existen los dos extremos: lo bueno y lo malo. Los fundamentalistas son infantiles y siempre tienden a dicotomizar la realidad, a marcar claramente la separación entre el yo y el no yo, entre el bien y el mal, entre lo que hay que alabar y lo que hay que desechar.

Es difícil, y en ocasiones hasta imposible, mantener una discusión con cualquier fundamentalista, ya que éste no busca una solución lógica ni racional, sino la que más seguridad le proporciona.

¿Y el fundamentalismo tiene cura, o cuando uno se topa con él es mejor huir? Un poco más de filosofía, un poco más de historia, en algunas ocasiones puede suponer una buena cura. La filosofía nos predispone a ser críticos frente a cualquier afirmación; la actitud del que filosofa es del todo contraria a cualquier tipo de cerrazón, ya que se interesa por las opiniones distintas a las suyas y las valora. La historia es otro instrumento crítico fundamental, ya que nos enseña que las culturas cambian con el tiempo, que las costumbres que ahora vivimos como intocables no son eternas, sino que tuvieron un origen determinado en un determinado momento. También nos muestra la historia las raíces que nos unen con el pasado, es decir, que bajo las transformaciones hay ciertas cosas que continúan invariables.

Un poco más de filosofía, un poco más de historia ayudan a salir del redil, paso previo para el diálogo, que es el instrumento que utilizamos para comunicar nuestro punto de vista y para escuchar el punto de vista del otro, con clara conciencia de que nadie tiene el punto de vista absoluto, y que por eso necesitamos de los demás, que nos enriquecen con sus experiencias. El reconocimiento de nuestra limitación nos lleva a valorar las opiniones ajenas y a ser tolerantes.

Pero, entonces, se preguntará el fundamentalista: ¿no es la tolerancia nada más que debilidad? Si yo creo con certeza una cosa, ¿por qué he de ser tolerante?

Tolerancia no es debilidad ni equivale a considerar válidas o permitir todas las posturas ni todos los actos. Antes hablamos de la necesidad de un poco de filosofía y de un poco de historia, ahora añadimos una necesidad más: un poco de mística. El Espíritu de Jesús tolera lo que parece intolerable (muere en la cruz, propone el amor a los enemigos...), rechaza los métodos coercitivos y escoge el diálogo y el amor.

Un pionero en denunciar esta faceta fundamentalista del Opus fue Hans Urs von Balthasar, el gran teólogo católico del siglo XX, cuando hace algo más de cuarenta años escribió acerca del «integrismo» del autor de Camino. Ese artículo, aparecido en la revista teológica vienesa Wort und Wahrheit, causó mucho daño a la Obra en varios países centroeuropeos. Reproducimos un amplio extracto del mismo porque su contenido sigue siendo actual:

Los protestantes nos envidian muchas veces a nosotros los católicos el que gracias a Roma no existen en nuestra Iglesia fracciones incompatibles como en el caso de las trágicas divisiones que ellos padecen. Sin embargo, aunque esto es verdad por lo que se refiere a nuestras fronteras dogmáticas, no lo es con respecto a los distintos espacios de la espiritualidad, llegando a este punto a un cuadro semejante al de los protestantes. El primero que como pensador cristiano miró profundamente alarmado el fenómeno de lo que hoy se llama integrismo, y dio de él el más seguro diagnóstico no superado aún, fue Maurice Blondel.

La más fuerte manifestación integrista es sin duda el Opus Dei -de origen español-, un instituto secular con millares de miembros, principalmente en el mundo académico y con una gran extensión internacional; posee numerosas residencias para estudiantes en todo el mundo y una Universidad en Pamplona. Estrechamente ligado al régimen español de Franco, posee altos puestos en el gobierno, bancos, editoriales, revistas, periódicos (fundados por él o comprados), y desarrolla en todas partes -incluso en Alemania, Francia, Austria, Suiza- una discreta y celosa actividad de propaganda. La pertenencia a la Obra está concebida de una manera múltiple y complicada: desde unos amplios círculos exteriores hasta grupos íntimos secretos y células. Nos reducimos a investigar su espiritualidad y tomamos para ello el libro Camino del fundador y presidente José M.ª Escrivá, y preguntamos: ¿Piensa realmente el autor desarrollar aquí una auténtica espiritualidad que baste para nutrir cristianamente a un tan poderoso cuerpo selecto? ¿Es un pequeño manual español para los altos exploradores? Pero española es también la auténtica mística de Raimundo Lulio, Juan de la Cruz e Ignacio de Loyola, cargada de resonancias evangélicas y con validez para siglos. También aquí será útil entresacar algunos párrafos para captar el «nuevo tono» de este «camino».

«¿Adocenarte? Tú, ¿del montón? ¡Si has nacido para caudillo! Entre nosotros no caben los tibios; - ¡Energía! Sin ella Íñigo no se hubiera convertido en Ignacio. ¡Dios y audacia! Sé fuerte y viril. Así serás señor de ti mismo en primer lugar. Y, después, guía, jefe, ¡caudillo!... que obligues, que empujes, que arrastres con tu ejemplo, y con tu palabra, y con tu ciencia, y con tu imperio; - El matrimonio es para la clase de tropa, no para el estado mayor de Cristo; -¿Ansía de hijos?... Hijos, muchos hijos y un rastro imborrable de luz dejaremos si sacrificamos el egoísmo de la carne; - No me gusta tanto eufemismo: la cobardía la llamáis prudencia y vuestra "prudencia" es ocasión de que los enemigos de Dios, vacíos de ideas el cerebro, se den tonos de sabios y escalen puestos que nunca deberían escalar; - Y después, ¡camino arriba, con santa desvergüenza, sin detenerte hasta que subas del todo la cuesta del cumplimiento del deber!; - Poco recio es tu carácter; - Cállate, no seas "niñoide"; - Hombre: sé un poco menos ingenuo; - ¡Caudillos!... viriliza tu voluntad para que Dios te haga caudillo. ¿No ves cómo proceden las malditas sociedades secretas? Mucha obediencia hace falta; - Cuando un seglar se erige en maestro de moral se equivoca fácilmente: los seglares sólo pueden ser discípulos; - El sacerdote, quien sea, es siempre otro Cristo; - Amar a Dios y no venerar al sacerdote... no es posible».

Oigamos ahora una instrucción en la que se determina cuál ha de ser el contenido de la oración a Dios: «Me has escrito: "Orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué? De Él, de ti: alegrías y tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias... ¡flaquezas!». Esto quiere decir que esta oración se mueve casi exclusivamente en el círculo estrecho del yo, de un yo que debe ser grande y fuerte, equipado de virtudes paganas, apostólico y napoleónico. Lo que ante todo es necesario, o sea el arraigo contemplativo de la Palabra «en buena tierra» (Mt 13, 8); lo que constituiría el blanco de la oración de los santos, de los grandes fundadores, la oración de un Foucauld, lo buscará uno inútilmente aquí. Así, pues, es de esperar que el Opus Dei posea en su propio subsuelo unas reservas espirituales completamente distintas de esta muestra mezquina, que ofrece a la luz del día. Cuando el caudillo espiritual, al terminar la recolección de flores, se lleva un par de rosas de Lisieux para su ramillete, ya están casi marchitas, no crecen y no podrán mantenerse mucho tiempo en el florero. «Me dijiste que querías ser caudillo», dice la sugestiva pregunta del nº 931. ¡Ah, no, Monseñor, yo no creo que hubiese dicho esto! A pesar de sus afirmaciones de que los miembros de la obra son libres en sus opciones políticas (J. Herranz, El Opus De y la política), es innegable que su fundación está marcada por el franquismo, ésta es «la ley en que ha sido formado».

Aquí surgen igualmente graves problemas -que no trataremos a fondo acerca de la «táctica apostólica» de la «Obra de Dios»; en primer lugar la relación entre «dinero y espíritu». Pongamos un ejemplo: ¿Se puede comprar un periódico, hasta entonces libre, con todo su equipo -hasta entonces libre- de redacción y colaboración, dejándoles que sigan escribiendo como antes con la sola condición de hacer en cada número un poco de propaganda del Opus Dei? Así sucedió con la revista parisina La Table Ronde, que primeramente estaba tan llena de espíritu y tan estimulante; y así sucederá con otras publicaciones. Recordemos que las más bellas revistas son las que fueron escritas (La Antorcha, Péguy Cahiers) o dirigidas por una personalidad relevante (Hochland, Muth y Schöning; Esprit, Mounier y Béguin) o al menos reflejan el espíritu de un grupo libre (Testimonianze, Il Gallo), de una Orden (Vie intellectuelle).

Comprar un espíritu es una contradicción en sí misma, ¿Y qué decir finalmente del método de reclutamiento, que preferentemente consiste en mandar por delante académicos bien intencionados, influyentes y acaudalados, reunir después grandes grupos de estudiantes y gente culta, frecuentemente sin cuajar aún, para terminar escogiendo de la red lo más útil? Desearíamos mejor las cartas boca arriba; quisiéramos oír, en vez de tratados de derecho eclesiástico, el lenguaje sencillo y colombino del Evangelio.

Podríamos describir muchas formas del integrismo nacionales o extranjeras, muchas gradaciones desde el margen eclesial hacia los instrumentos eclesiásticos. Las posibles combinaciones entre tradicionalismo, monarquismo, juridicismo y espíritu militar, política y altas finanzas, son interminables. El problema queda en pie, siempre que estas esferas de valores (de muy variadas formas) pueden ponerse al servicio de Jesucristo, que ha quitado los pecados del mundo como «cordero» y no como tigre, que ha proclamado la doctrina de su Padre desde el madero de la Cruz y no en las cátedras universitarias, que ha amado al prójimo con espíritu de servicio y de humildad, sencillo y sin «táctica apostólica», y que, sobre todo, no miraba a su propia integridad, sino que, como el samaritano, penetraba las fronteras enemigas[21].

Años más tarde, en 1991, los teólogos alemanes se expresaron en la misma línea que Von Balthasar. La contundente denuncia del Consejo de la conferencia de los teólogos pastoralistas de habla alemana, encabezada por el profesor Wilhelm Zauner, decía así:

[...] Nuestras opiniones no se refieren a la integridad subjetiva de monseñor Escrivá, sino al carácter de modelo de esa personalidad que ha sido establecida oficialmente por la Congregación Romana de las Causas de los Santos en el marco del proceso de beatificación.

En sus obras, y en especial en los 999 puntos de su escrito programático Camino, mantiene Escrivá imágenes de Dios, de la Iglesia, del mundo y del hombre que en nuestra opinión revelan reducciones teológicas decisivas y que obstaculizan una evangelización adaptada a este tiempo.

Ya en 1963, el reconocido teólogo Hans Urs von Balthasar -a quien el papa Juan Pablo II nombró cardenal por sus méritos- criticó las llamadas militantes y sugerentes que a menudo contiene Camino. A la vez puso en guardia sobre la indoctrinación integrista y fundamentalista que nacía de Escrivá y que caracterizaba a la comunidad fundada por él. Calificó al Opus Dei como «el más fuerte poder integrista en la Iglesia» (Wort und Wahrheit 18 (1963), pp. 733-744). Todavía en 1988 renovó Von Balthasar sus prevenciones frente a ese integrismo. Precisamente en los últimos tiempos muchos otros teólogos católicos en el ámbito de habla alemana han juzgado de modo extremadamente crítico las consecuencias de la mentalidad y espiritualidad de Escrivá en el Opus Dei. El futuro de la sociedad y del cristianismo dependen esencialmente de en qué medida, en el ámbito de la Iglesia, se logre reconocer como valores cristianos y realizar como virtudes cristianas la dignidad humana, la tolerancia, la justicia y la capacidad de reconciliación.

Nos parece intranquilizador y peligroso, para la actuación de la Iglesia y para la pastoral, dar por bueno y sacralizar este estilo de pensar y actuar, polarizador y reductivo, beatificando a su iniciador [...].

La auténtica conversión

[...] He pasado en la Obra 17 años como socio agregado. Por mi trabajo y circunstancias he llevado una vida bastante nómada. Mi única preocupación durante el tiempo que estuve en el Opus Dei fue ser un cristiano lo más decente posible y formal con los compromisos adquiridos, y gracias a Dios, lo fui consiguiendo con altibajos. Pero llegó un momento de mi vida en que me empezaron a defraudar muchas de las cosas que veía a mi alrededor. Soy economista, y notaba que todo lo que fueran preocupaciones de tipo social no interesaban lo más mínimo y, por tanto, tampoco se les daba importancia. Ante los problemas reales que yo planteaba, la respuesta de mis directores era que me centrara más y pusiera mayor empeño en cumplir cada vez mejor las normas, y también que fuera dócil, que me dejara llevar y que obedeciera en todo. Ya vería como, al cabo de un tiempo, el resultado sería bueno, y yo mismo me sorprendería. No ocurrió nada de todo eso, y como mis desacuerdos estaban cada vez más claros, me fui alejando, alejando, hasta desaparecer del todo: «me borré del mapa». Después mi vida ha sido un desastre total: me casé, me descasé, y más tarde, todavía peor. [...] En fin, es posible que pudiéramos tener la ocasión de charlar tomando un café, pero si no es posible lo haremos en el cielo, donde espero que usted, yo y todos los que hemos salido consigamos ir con la misericordia de Dios y poniendo algo de nuestra parte. Por favor, si todavía tiene costumbre, rece por mí. Gracias.

He recibido varias cartas que van en esta misma línea. Personas a las que les parece que han perdido el rumbo, que se encuentran extraviadas y culpabilizadas, porque creen que después de haber dejado la Obra sólo han hecho desastres, es más, que su vida toda es un auténtico desquicio. Optaron por el Opus Dei como si éste lo fuera «todo», y cuando ese «todo» les pareció no ser «nada», decidieron tirarse por el barranco. Pero ahí se encuentran todavía peor que en el lugar anterior. Además, y esto me parece lo más tremendo, es que de alguna forma creen que se merecen el estar así de mal.

Contemplando estos problemas tan tajantes, tan maniqueos, pienso que el asunto de creer es algo más rico y complejo; tal vez me equivoque, pero lo veo así.

Unas personas reflejan las creencias de su familia o de su medio, sin haber experimentado jamás el creer de verdad en Jesucristo; otras tuvieron una educación religiosa infantil tan impositiva y autoritaria, que toda idea de impugnación o cuestionamiento de las convicciones y comportamientos adquiridos les resulta imposible. Una fidelidad rígida impide todo progreso espiritual, y las dudas en la fe son percibidas como tentaciones satánicas de las que hay que huir. Finalmente, también hay personas que no oyeron jamás la llamada a una conversión y no saben que se puede volver a nacer. Su fe parece que tiene que ser la repetición sin sorpresas de ritos y oraciones que les mantienen inmóviles en su vida y en el mundo, como las estatuas de los santos en los templos. También las hay que, renunciando a toda paciencia ante un cielo desesperadamente silencioso, abandonan toda búsqueda espiritual.

No dudo que la religión, vista y vivida como un sistema de ritos, creencias y oraciones, puede ser un buen medio para protegerse de la llegada de la depresión espiritual; nos permite ordenar nuestra vida con seguridad, paz y tranquilidad. Así, la fe en Dios no es una aventura arriesgada, sino una seguridad contra las angustias de aquí abajo y las incertidumbres del más allá, con tal de que se observen algunas obligaciones indispensables.

Este sistema protector es sostenido por numerosos responsables religiosos, que por su cargo están más inclinados a mantener al rebaño en la obediencia a las reglas comunes que a ponerse al servicio del desarrollo de la libertad y la responsabilidad de cada individuo.

Por otra parte, es entendible y normal que los seres frágiles y heridos por la vida -y en algún momento todos lo somos- recurran a esta forma de religión para encontrar ayuda y no hundirse en la desesperación. Algunos días, ante el agujero negro de la angustia, el único recurso es una vela encendida ante una imagen de la Virgen o la recitación de los misterios del Rosario,. ¿No es lícito agarrarse a la primera tabla que uno ve para no ahogarse?

Si hacemos un vuelo corto y rápido por la historia del cristianismo, vemos que, con el emperador Teodosio I a finales del siglo IV, éste se convierte en la religión oficial, y en consecuencia, la Iglesia católica adquiere poder y riqueza. Por fin puede salir de la clandestinidad, y los obispos tienen acceso a un poder político que a veces confunden con su poder espiritual. El cristianismo se convierte en una religión de masas, centrada en el culto y las prácticas religiosas. La fe de un gran número de creyentes se vuelve rutinaria, y muchos se hacen cristianos para seguir la corriente mayoritaria. Los más fervientes reaccionan contra este crecimiento de la Iglesia en riqueza inmobiliaria, seguridad material y poder temporal. Como reacción surge el monacato, que es una búsqueda espiritual de la unión con Dios en la soledad y el silencio, mientras que en un principio la mística cristiana había estado orientada, más bien, hacia la vida en comunidad fraterna, el servicio a los pobres y el testimonio exterior.

En la actualidad, estas tres formas de ser cristiano continúan estando en vigor: hay una mayoría que vive una religión centrada en el culto y las prácticas religiosas; una minoría que busca la unión con Dios apartándose de todo lo temporal; y algunos que tratan de orientar su vida de creyente teniendo como punto de referencia a las primeras comunidades cristianas y su seguimiento de Jesús, primer testimonio.

Jesús no se opuso nunca a la religión judía, ni a la Ley, ni al Templo, ni siquiera a los sacerdotes de Jerusalén, los mismos que le dieron muerte. Sencillamente, se opuso a que la religión, la Ley, el Templo y los sacerdotes mantuviesen a los creyentes en una sumisión perezosa e infantil, bajo el falso pretexto de evitar el mal y servir mejor a Dios.

La palabra de Jesús es dura con las autoridades religiosas, que ponían en primer plano sus conocimientos, su responsabilidad, su virtud o su dedicación para ocupar el lugar de Dios. También es exigente con los creyentes que están satisfechos con sus prácticas religiosas y su buena conciencia para asegurarse la salvación.

Y ahora, tras este preámbulo, pasemos al meollo de la cuestión que nos ocupa, y para ello me sirvo de la evangélica parábola del hijo pródigo, que no voy a transcribir, sólo comentar, porque cualquier interesado sabe de sobra dónde encontrarla (Lc 15, 11-32).

El hermano mayor del hijo pródigo no soporta que Dios manifieste su amor al hijo ingrato, cuando no le recompensa su fidelidad para con él. No entiende que Dios sea un Padre que prefiere a su hijo vivo, libre, pecador y afectuoso, antes que sumiso, sin iniciativas, impecable y sin amor.

El sacerdote André Gromolard nos recuerda

que la cuestión fundamental que plantea esta parábola del hijo pródigo es: ¿Qué Dios tenéis en el corazón cuando os decís creyentes? ¿Quieres un Dios justo y equitativo, que recompense a los que tienen méritos y castigue a los holgazanes, o quieres un Dios pródigo y apasionado que dé sin cálculo y marche en busca de su hijo perdido? ¡Tendrás el Dios de tus deseos! El Dios justo te aplastará, porque no eres mejor que los demás, y el Dios misericordioso te acogerá, porque reconocerá en ti a su hijo[22].

El bonito y recomendable libro de Henri J. M. Nouwen (El regreso del hijo pródigo. Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt, Madrid, PPC, 1992) también abunda magistralmente en esta serie de ideas.

¿Y cómo podríamos soportar que los demás sean amados sin razón y sin méritos, si nosotros mismos no amamos gratuitamente?

El padre no quiere solidarizarse con la fidelidad del hijo mayor porque conduce al encerramiento en la buena conciencia y al resentimiento con respecto a la misericordia divina. El hijo mayor no puede reconocer su pecado porque siempre ha servido a su padre fielmente.

Se trata de no tirar la toalla; de considerar que los problemas son para resolverlos y no para dejarnos comer por ellos; y de confiar en que un Dios misericordioso y no justiciero está esperando nuestra auténtica conversión con los brazos abiertos (tal como recibió al hijo pródigo, y como se fue en busca de la oveja perdida dejando a las otras noventa y nueve que ya estaban seguras). Tropezar, caer, levantarse y volver a ponerse en marcha, todo forma parte de esa conversión auténtica.

Hay que volver, una y otra vez, a orar, a hablar con Dios con la convicción de que nos escucha y nos entiende. Pero si oramos esperando que Dios satisfaga milagrosamente nuestras demandas, nos exponemos a sentirnos decepcionados. El milagro de Dios no es hacer por nosotros lo que podemos hacer por nosotros mismos. Si hablamos a Dios en la oración, es con el fin de que, en esta relación de confianza, encontremos la fuerza para realizar nosotros mismos lo que le pedimos con fe. Orar es entrar en un camino de transformación de toda nuestra persona gracias a la relación de escucha recíproca que establecemos con Dios. Al contarle a Dios nuestras carencias, nuestras dudas y nuestras necesidades, dejamos aparecer nuestros deseos profundos, los purificamos ante la mirada divina y nos cambiamos a nosotros mismos al habérselos confiado primero a Él.

Decepcionados, perdidos, hundidos, quizá es el mejor momento para una conversión autentica.

¿Que no es fácil? Por supuesto que no, pero sí posible y, sobre todo, animante.

Mayoría de edad o «guarderías de adultos»

He elegido el siguiente caso porque me parece un buen testimonio, además de ser representativo de otras muchas comunicaciones recibidas que van en la misma línea.

En amigable charla me dice que fue supernumeraria durante siete años; también me cuenta cómo se llevó a cabo su evolución personal a lo largo de ese periodo de tiempo. Es farmacéutica, hizo la carrera en Santiago de Compostela, su ciudad natal. Finalizados sus estudios contrajo matrimonio con un profesor de la universidad y, poco después, por motivos de trabajo de su marido, fueron destinados a Barcelona. Allí, mientras hacían por ubicarse, conectaron con un matrimonio -ambos miembros del Opus Dei- que los acogió y aproximó -sobre todo a ella- a la Obra, hasta el punto de que llegó a hacerse supernumeraria. Comenzaron a nacer sus hijos: uno, dos, tres, cuatro, y con la llegada de este último pensaron que, de momento, había que poner freno a lo que parecía convertirse en imparable carrera. Entonces surgieron las discrepancias con su director espiritual y con la directora de turno, que desaprobaban su postura; postura que ella y su marido consideraban que no era más que una actitud responsable, ya que, según me contaba, ni su cuerpo ni su alma se sentían capaces de seguir teniendo un hijo más cada año. Tras un periodo de reflexión y de maduración personal, fue viendo, cada vez más claro, que el Opus se le quedaba corto; que allí se ejercía bien la tutela y que a ella le tocaba solamente la sumisión; que todo lo que le aportaban se resumía en «obediencia» y «familia» (moral conyugal y educación de los hijos); que se notaba excesivamente sometida a una estructura vertical y jerarquizada, en la que todo venía programado desde arriba y que, a ella, lo de tanto tutelaje no le iba, que sus pasos se dirigían más hacia la responsabilidad personal y, en cuestiones que consideraba privadas, seguir su propia conciencia.

Comenzó entonces a pensar, con cierto horror, que formaba parte de una institución fortificada en viejos cuarteles de invierno y anclada en la involución, y que deseaba salir de aquel atrincheramiento porque empezaba a verse dando pasos atrás en lugar de hacia adelante; se notaba rodeada de demasiados doctores de la Ley a los que debía sumisión y ante los que había que manifestarse como carente de todo espíritu crítico. Decidió, por tanto, decir adiós a todo eso porque ya nada le decía nada y todo lo que escuchaba le sonaba a caduco e insuficiente.

Si echamos la vista atrás, podemos comprobar que desde los años ochenta del siglo pasado, en el seno de la Iglesia católica, progresivamente, han ido recuperando el protagonismo diversos grupos ultraconservadores y neointegristas. El Opus Dei no tiene la exclusiva en esta línea; Legionarios de Cristo, Comunión y Liberación, Neocatecumenales y Focolares caminan también por ahí, con sus determinados matices y diferencias. Y es que el pontificado de Juan Pablo II los ha potenciado decididamente. Se caracterizan, en general, por un fuerte acento en la espiritualidad, su autosuficiencia, un espectacular crecimiento y una notable autonomía respecto de las estructuras de la Iglesia local: diócesis y parroquias. Otras notas dominantes de estos movimientos son su «papolatría», su barniz de «modernos», el convertirse en iglesias «elevadas al cuadrado», el sentimiento de grupo escogido y todo un mundo de recetas para la santificación diaria.

En cuanto al tema de la involución y la libertad personal, que mi interlocutora expone, pienso que, no sin razones, cabe preguntarse si estos grupos están ayudando a la mayoría de edad del laico o no. Por una parte, reclaman autonomía para su desarrollo y apostolado, pero, en realidad, cuentan con el apoyo del Vaticano, porque en su obediencia a la jerarquía actúan sin ningún tipo de disentimiento o crítica. Su forma de entender su amor a la Iglesia es el no salirse en nada de todo lo que viene de arriba, incluso en asuntos opinables.

Estos movimientos eclesiales con frecuencia se convierten en un lugar de refugio, un lugar donde confluyen un considerable número de personas que, sin duda en su derecho, buscan seguridad, y para conseguirla se amparan en la intimidad del pequeño grupo, evitando así el enfrentarse con los problemas y desafíos del mundo que les rodea. Por eso se dice que estos grupos, no pocas veces, vienen a ser como «guarderías de adultos». En ellos se encuentran, sin duda, muchas personas de buena voluntad, pero desde luego no puede decirse que tales movimientos contribuyan, precisamente, a conseguir la mayoría de edad de sus integrantes.

Referencias

  1. En un reciente artículo (El Siglo 605, del 31 de mayo al 6 de junio de 2004), el sociólogo Alberto Moncada afirma que en los últimos tiempos se constata, entre los socios numerarios del Opus Dei, un creciente número de enfermedades mentales y un peculiar tratamiento de ellas en la cuarta planta de la Clínica Universitaria de Navarra. Explica que a la cuarta planta son enviados los miembros del Opus con problemas. Por una parte, hombres y mujeres que sufren trastornos piscológicos producidos por las contradicciones de la vida de numerario. «Al cabo de cierto tiempo -dice-, muchos entran en depresiones, en neurosis...» También afirma que los directivos del Opus no permiten que profesionales de la salud mental ajenos a la Obra se ocupen de ellos y han organizado un equipo propio en Pamplona, dirigido por el doctor Cervera y nutrido exclusivamente por miembros del Opus, para tratarlos. La segunda fuente de pacientes para la cuarta planta son los indecisos o críticos. «Los directivos del Opus -comenta Moncada- comparten con los teóricos del estalinismo la tesis de que la desviación ideológica es una enfermedad mental y cuando algunos numerarios del Opus atraviesan crisis de identidad son aconsejados o forzados a pasar una temporada en la cuarta planta».
    Según algunos de los miembros de la prelatura tratados, hoy fuera de la Obra, el trabajo del equipo médico no consiste tanto en ayudar a recuperar la salud, a clarificar la identidad sino, sobre todo, a insistirles que sigan en el Opus y acepten su enfermedad como prueba divina.
  2. A. MONCADA, Historia oral del Opus Dei, Barcelona, Plaza & Janés, 1992, p. 149.
  3. Ibid., pp. 149-151.
  4. «La industria farmaceútica no debe tener queja con el Opus Dei porque sus centros de numerarios son unos magníficos clientes. Se compraban muchos antidepresivos, pastillas para dormir para las más jóvenes». Así se explica Ana Azanza en un libro-testimonio (op. cit., p. 168). A pie de página añade que el Lexatín es un remedio para que la gente no tenga ni tiempo de pensar por la noche. «Las directoras -puntualiza- son muy amigas de recetar este medicamento para dominar a las personas y crear adicción, por no hablar de los efectos secundarios». Ana Azanza finaliza diciendo: «Si en la vida hay dificultades lo suyo es pensar y resolver los problemas, no dormir más de la cuenta para olvidar». Como secretaria de la casa en la que vivía en Pamplona (secretaria es la persona que lleva las cuentas), también habla de las frecuentes facturas que había que pagar al servicio de psiquiatría de la Universidad de Navarra de las personas que a partir de los 35 ó 40 años tenían que hacer uso del mismo. Ella piensa que todo era resultado de la vida que se lleva en la Obra.
  5. R. ROSAL, ¿Qué nos humaniza? ¿Qué nos deshumaniza?, Bilbao, Desclée De Brouwer, 2003, pp. 69 ss.
  6. El texto pertenece a Lo teologal y lo institucional, escrito inédito de Antonio Ruiz Retegui, que en la actualidad puede encontrarse en la red.
  7. Instituto de Estudios Superiores de la Empresa, que forma parte de la Universidad de Navarra y tiene su sede en Barcelona.
  8. J. CHOZA, Metamorfosis del cristianismo: ensayo sobre la relación entre religión y cultura, Madrid, Biblioteca Nueva, 2004, pp. 166 ss.
  9. J. ROPERO, Hijos en el Opus Dei, Barcelona, Ediciones B, 1993, pp. 261-262.
  10. Extraídas de R. GELLATELY, No sólo Hitler: la Alemania nazi entre la coacción y el consenso, Barcelona, Crítica, 2002.
  11. Ibid. P. 162
  12. Ibid., p. 191.
  13. Ibid., p. 192.
  14. Ibid., p. 310.
  15. Ibid., p. 350.
  16. Ibid., p. 363.
  17. Para más información al respecto, véanse J. YNFANTE, La cara oculta del vaticano, Madrid, Foca, 2004, pp. 264-320, y Opus Dei. Así en la tierra como en el cielo, Barcelona, Grijalbo Mondadori, 1996, pp. 99 ss. y 229-299.
  18. Revue théologique de Louvain 32 (2001), pp. 321-352.
  19. Selecciones de teología 164, 41 (2002), pp. 314-328.
  20. J. Choza, op. cit., pp. 98 ss.
  21. H. U. von BALTHASAR, «Integralismus», en Wort und Wahrheit 18 (1963), pp. 733-744. El artículo se volvió a publicar posteriormente en un libro de varios autores que trataba el tema del integrismo católico: Wolfgang Beinert (ed.), Katholischer Fundamentalis-mus Häretische Gruppierungen in der Kirche?, Ratisbona, 1991, pp. 166-175. No ha sido traducido en su totalidad, pero la revista Iglesia Viva 210, abril-junio 2002, publicó la traducción de algunos destacados párrafos del mencionado artículo. Este texto es el que aquí reproducimos.
    Si no ha habido más manifestaciones significativas ha sido por los duros avisos que han llegado del Vaticano, a distintos medios de información e informadores, desde comienzos de los años ochenta: «Prohibición absoluta de hablar de la Obra». Un claro ejemplo, entre otros, es el del jesuita suizo padre Albert Longchamp, director de L'Echo' 'Magazine de Ginebra. El 22 de marzo de 2001, uno de los lectores habituales del semanario que dirige le pide que publique información actual sobre el Opus Dei, y él responde «Je ne peux par. Depuis 1981, sur demande du préposé general' 'de la Compagnie de Jésus agissant sur ordre de son Éminence, le cardinal Agostino Casaroli [fallecido en 1998], secrétaire d'État, ordre formel má été donné de «cesser tout débat» autour de l'Opus Dei, «afin de ne par blesser la chanté de l'Églite», Il m'est interdit, sous peine de sanction, d'enqueter et de diffuser des informations «meme exactes» concernant cet Institut, son organisation, ses objectifs et set structures. Cette mesure n'a jamais été abolie par le Vatican, Avec mes vifs regrets. Albert Longchamp. »
    Para más información: B. y P. de Mazery, L'Opus Dei. Enquête sur une église au coeur de l'Église, cit., pp. 56-57.
  22. A. GROMOLARD, La segunda conversión: de la depresión religiosa a la libertad espiritual, Santander, Sal Terrae, 2003.


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