La voz de los que disienten/Apuntes sobre el hoy y el mañana de la Prelatura

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Apuntes sobre el hoy y el mañana de la prelatura



Cuando una institución se absolutiza

«En el Opus Dei lo que queremos es carne; porque la carne se asimila y nutre. Hay personas que son oro, pero el oro no se asimila nunca: igual que entra, sale. Nosotros buscamos carne que alimente y nutra el organismo vivo que es la Obra, pero cuando encontramos oro, tampoco lo desechamos, porque con el oro compramos carne, se puede comprar mucha carne[1]

Se trata de la respuesta de un alto mando (el sacerdote numerario que, cuando hablaba así, estaba al frente de la delegación de Barcelona) a una directora de la sección femenina, cuando ésta le planteó lo chocante que le resultaba el hecho de que tantas numerarias que consideraba especialmente valiosas y con la mente clara, en la Obra fueran consideradas como personas conflictivas y sospechosas.

Varios lectores me comunican que les parece que es uno de los pasajes más duros del contenido del libro. Lo de la instrumentalización de las personas impresiona de verdad. Ya no son personas, son carne; pero la carne es un trozo de vida separada de su conjunto y, por consiguiente, algo inerte.

El cuerpo vivo -lo vivo es la institución y no las personas que están en ella- se alimenta con trozos de carne, es decir, con trozos de vida «inerte», que son los individuos que la constituyen. La institución traga carne que digiere y asimila, es decir, qué termina por abolirla.

El planteamiento me parece horripilante. Después de comentar y darle vueltas a este símil de la carne, pienso que yo me lo explicaría mejor así:

Un astrónomo, un artista, un técnico y un lobo se comen entre los cuatro un hermoso pedazo de ternera; a las dos horas, aquella ternera no está rumiando, sino midiendo estrellas y enriqueciendo los saberes acerca del universo en el primero, creando o interpretando en los distintos campos de las artes en el segundo, fabricando o reparando objetos útiles en el tercero, y aullando a la luna llena en el cuarto.

El astrónomo, el artista, el técnico y hasta el lobo, ¿pueden ser considerados carne, sin más, trozos de vida inerte que engordan un sistema, considerado como único organismo vivo? ¿No es algo deseable que sea al revés? Que ellos, los seres vivos, consuman, digieran y asimilen para hacer, en el mejor de los casos, un mundo más sabio, más bello, más habitable y amoroso, más humano.

El escrito del sacerdote numerario y profesor de Teología en la Universidad de Navarra, al que ya me he referido en otros capítulos, plantea a fondo este tema de la «carne» o disolución de la persona en la institución. Su exposición es seria, profunda y da mucho que pensar:

[...] La cuestión sería si es posible una vocación que sea llamada a entrar en una institución vocacional y, al mismo tiempo, sea verdaderamente «secular», es decir, una vocación institucional que no suponga la disolución de la persona en la institución, sino que la «deje» en el saeculum, en el mundo o, si se me permite un anacronismo, en el «ágora», es decir, en el entramado de relaciones entre hombres libres, en el espacio de su aparición ante los demás. El problema que aquí se plantea es sí esto puede darse sin rebajar la intensidad de la entrega.

Para que la respuesta a esta cuestión sea afirmativa debe cumplirse la condición de que la entrega, aunque pueda ser plena a Dios, no signifique que la persona se integre tan completamente en la institución que ya su «mundo» se reduzca al ámbito vital de lo institucional. Ésa es la clave: la mutua implicación de la entrega a Dios y a la institución. Especialmente es necesario que las personas no abdiquen de su conciencia, ni de su capacidad de ver la realidad con sus propios ojos, ni que funcionalicen sus relaciones humanas de amistad con otras personas por intereses más o menos institucionales.

La noción tradicional de vocación «institucional» implicaba la disolución completa de la persona en la institución como expresión y cumplimiento de la entrega a Dios. Es muy significativo que la renuncia al mundo, el apartamiento del ámbito humano de convivencia, se expresara enseguida por medio de los «tres votos», que significaba casi exactamente la renuncia a todas las «aperturas» humanas horizontales, «mundanas», menos a aquella que la vincula a la institución [...].

Para que una vocación institucional se pueda llamar realmente secular, ciertamente no debe darse esa disolución de la persona en lo institucional. Los elementos que definen la condición de quien está en el «mundo humano», es decir, aquellos en los que se expresa la condición secular, son: tener «nombre propio», es decir, tener la capacidad de manifestarse como persona en el ámbito público, tener una familia reconocida en el hecho de tener apellidos, y tener un domicilio, una propiedad privada.

Entonces la respuesta a nuestra pregunta debe ser que sí es posible una entrega plena a Dios, pero que la secularidad implica de suyo, por definición, un dejar ámbitos de la existencia personal al margen de la inclusión en la institución. Más aún, se debe decir que hay una correspondencia casi exacta entre secularidad y ámbito no incluido en la integración institucional.

[...] La cuestión entonces es si la vocación se refiere a Dios o a la institución, es decir, si la entrega es propiamente a Dios o a la institución. Si es a la institución, no cabe duda de que la vocación secular debe ser una vocación que «deje ámbitos fuera de la entrega»; esto quiere decir que la plenitud de vocación no deberá expresarse en la plenitud de «inmersión» de la persona en la institución, sino en la fuerza exigente de las virtudes.

Por esta razón, una vocación que sea a la vez plena y secular, tendrá la preocupación constante de subrayar que la acción de las personas «en el mundo» no es propia de la institución, sino responsabilidad exclusiva de las personas concretas. En el ámbito de esas acciones la vocación influirá únicamente por la vía de las virtudes, porque, en su materialidad, quedarán fuera del dominio de la institución vocacional. Es posible que se dejen fuera de la entrega ámbitos muy marginales y que se acentúen los que expresan la inmersión en la institución. Estos ámbitos que incluyen la entrega y que se acentúan son los que dan su fisonomía a esa institución vocacional. Los demás, que quedan fuera, son los que marcan la realidad, o la apariencia, de secularidad. Las personas comprometidas en ese ámbito vocacional tendrían como dos ámbitos en su existencia, un ámbito propio de cada uno, donde la realidad de la entrega vendría expresada por el ejercicio de las virtudes, y otro, propio de la institución, común. Una cosa es lo que «interesa» a la institución, y otra cosa es lo propio, lo de cada uno. Por esto es esencial que el enfoque primero de la entrega, como pertenencia a la institución expresada a través de los votos, se cambie en actitud interior basada en las virtudes.

Cuando la institución se alza con pretensiones de totalidad, entonces es imposible una verdadera secularidad. La institución vocacional correspondiente se transformará más o menos explícitamente en un ámbito que constituya todo el «mundo» de las personas. Esa institución pretenderá proporcionar a sus miembros todos los elementos, desde los más espirituales e intelectuales hasta los más materiales y corporales, para el desarrollo normal de sus vidas. Por eso se pretende dar no sólo la doctrina propia del espíritu institucional, sino también libros de formación cristiana y humana, juicios sobre el mundo eclesiástico y civil, modos de responder a las cuestiones humanas y de conciencia, lugares de descanso, colegios, clínicas... hasta los medios para adquirir las cosas más materiales: todo un mundo con pretensiones de autosuficiencia.

La «vocación cristiana» no es una llamada de Dios a integrarse plenamente en una institución. Se parece más a la vocación como misión. En este aspecto, la Iglesia es semejante a una tradición cultural que sea verdaderamente humana y humanizante. Así como esa tradición permite a los que nacen en ella acceder a una forma de expresión lingüística, a una cultura, etc., así también la Iglesia permite al hombre acceder a la fe. Por supuesto, la Iglesia, de modo semejante a cualquier institución, puede tratar de absolutizarse y hacerse así una institución, incluso opresiva, pero esto no ocurre a menudo ni durante mucho tiempo.

Lo normal, lo que corresponde a la Iglesia de suyo, es que la tradición católica sea más bien «abridora de espacios», garante de libertades, defensora de la persona. La pluralidad de formas de vida en la Iglesia no es una dificultad para su unidad, sino una exigencia de su verdadera condición.

El mismo autor avisa con firmeza -por haberlos sufrido en carne propia- de los peligros que corre una institución cuando se absolutiza. Arranca el texto con el título «La absolutización de lo institucional», y a continuación escribe:

[...] El aspecto «institucional» tiende a hacerse dominante sobre el aspecto propiamente espiritual, de conciencia. La institución se transforma en instancia última y, en consecuencia, en la referencia definitiva y absoluta: la institución se convierte en un fin en sí misma. El fin que la institución está llamada a cumplir se desvanece y aparece como fin exclusivo el mantenimiento de la propia institución, que tenderá a prevalecer sobre las personas. Su unidad ya no procederá de la concordia en el cumplimiento de la misión, sino de la defensa de los elementos estructurales de la propia institución en sí misma. Pero ya advirtieron los antiguos, cuando el fin se difumina, la propia institución cambia de carácter y se desvirtúa.

Una de las consecuencias más extrañas de esta situación es que los criterios morales cambian. Ya no es sobre todo la persona la que debe ser respetada. Ahora la institución se alza como referencia absoluta y suprema. Cualquier opinión sobre las limitaciones o defectos de la institución es considerada como falta grave, merecedora de los más severos castigos. Se renueva el viejo delito de «lesa majestad» del antiguo régimen, que era considerado gravemente disolvente de la comunidad humana. Se ignora que esas opiniones pueden nacer, y de hecho nacen muchas veces, del deseo de superar los aspectos más superficiales o administrativos, y de. vivir los objetivos más de fondo, que son los que justifican su existencia.

En esta situación, lo institucional prevalece completamente sobre las personas, y no se dudará en causar daños graves a las personas concretas si con ello se subraya la primacía de la institución. Esta situación es muy peligrosa.

[...] Cuando este estado de cosas se percibe, se va sintiendo como un distanciamiento de todas esas realidades. Lo que se presentaba como una instancia inapelable se tambalea, y los individuos auténticos se sienten capacitados para cuestionar lo que en sí mismo se presenta como referencia absoluta.

Además se percibe que este cuestionamiento es perfectamente lícito. Pero si uno no es capaz de dar cuenta de estos fenómenos expuestos, es muy fácil que las personas adquieran una mala conciencia difusa y un sentimiento de desgarro interior que es difícil de superar.

Todos estos planteamientos me llevan a pensar en lo que determinados filósofos, teólogos y moralistas denominaron en el siglo XX «estructuras de pecado», que son aquellas formas de organización de la vida humana que inducen a todos los que, forman parte de ellas al pecado, anulando su conciencia moral. El caso más claro es la administración y la cultura nazi, pero también se puede dar en otras organizaciones e incluso en instituciones eclesiásticas.

El primer paso para la constitución de las «estructuras de pecado» es la constitución de una estructura burocrática -tal como la describió Max Weber-. El segundo paso es la sacralización de la eficacia [«... lo que queremos es carne; porque la carne se asimila y nutre...»].

Cuando se genera una institución con estas características, cuyo objetivo es la eficacia y no las personas («el oro tampoco lo desechamos, porque con el oro podemos comprar mucha carne...»), esa institución es una «estructura de pecado», y los que actúan a través de ella pueden llegar a destruir conciencias, degradar vidas y corromper almas[2].

El actual prelado del Opus Dei se manifiesta

De Italia me llega la fotocopia de un artículo periodístico aparecido en abril de 1997. Su protagonista es el actual prelado del Opus Dei, Javier Echevarría. Transcribo, a continuación, la traducción castellana de ese artículo, firmado por el periodista Alfio Sciacca y publicado en el Corriere della Sera (viernes 11 de abril de 1997, p. 15):

CATANIA- «Un sondeo dice que el 90 por 100 de los disminuidos físicos y psíquicos [en italiano bandicappati] son hijos de padres que no han llegado puros al matrimonio.» Un entrecomillado de apenas dos líneas aparecido ayer mismo en las páginas catanienses del Giornale di Sicilia. Tan sólo eso ha bastado para provocar una avalancha de críticas. El destinatario es la cabeza del Opus Dei, el obispo Javier Echevarría, que el miércoles (9 de abril de 1997) por la tarde pronunció estas palabras ante 1.500 personas provenientes de toda Sicilia.

La visita a Catania de la cabeza del Opus Dei había pasado en silencio. Y, además, el encuentro estaba reservado a los componentes de la organización religiosa fundada por el beato Escrivá. Pero el artículo del Giornale di Sicilia ha dado pronto la vuelta a Italia y ayer tarde comenzaron a llegar las reacciones. Durísima ha sido la de la Asociación Down: «No podemos más que expresar nuestro horror y disgusto por una afirmación así -se lee en una nota-, no sólo carente de toda validez científica, sino también de toda sensibilidad y respeto humano. El hecho de que tal falta de atención venga de un autorizado miembro de la Iglesia nos hace vivir con aún mayor dolor tal evento. Deseamos que Echevarría se disponga a rectificar y a pedir perdón a los handicappati». Del mismo tenor también otras asociaciones. Para la ANFFA (Asociación de familias y jóvenes discapacitados), «la de Echevarría es una afirmación muy grave desde un punto de vista psicológico, porque aumenta el sentido de culpa en que viven con frecuencia los padres de los minusválidos, también cuando no existe ningún tipo de culpa. El obispo ha ofendido no sólo a los discapacitados, sino también a cuantos operan en este sector»'

Torpe ha sido la réplica del Opus Dei, hecha pública por el director de la oficina de información, Pippo Corigliano. «Hay que excluir que Echevarría hablase de retrasados físicos y mentales en sentido propio. El suyo era un discurso coloquial. Ha proporcionado este dato científico refiriéndose, más bien, a los niños seropositivos nacidos de madres seropositivas. Por tanto, no a los minusválidos.»

El miércoles por la tarde, monseñor Echevarría habló largo tiempo de la pureza al acercarse al matrimonio: «Mantened una santa pureza, llegad al matrimonio con un cuerpo impoluto y manteneos así». Y a continuación pronunció la frase incriminada. Muchos de los componentes del Opus Dei presentes en el encuentro hablan de «un qui pro quo debido también a la escasa maestría de la lengua italiana y, en cualquier caso, en el ámbito de un discurso relativo a las enfermedades que se transmiten por vía sexual». En resumen, según el Opus Dei la referencia no era a los retrasados mentales y disminuidos físicos, sino a los seropositivos. Una precisión destinada a suscitar otras polémicas.

Este artículo es expresivo por sí solo y no necesita comentarios. Pero merece la pena explayarse un poco acerca de la mentalidad y de la formación intelectual del obispo Javier Echevarría, que, según el señor Pippo Corigliano, sabe aportar «datos científicos» en un «discurso coloquial». Quien me hace la «ficha intelectual» del actual prelado del Opus Dei es un ex numerario que vivió varios años en Roma y que tuvo ocasión de conocer muy de cerca a toda la plana mayor de la prelatura.

Javier Echevarría, nacido en Madrid en 1932, solicitó la admisión en el Opus Dei en 1948 -a la edad de 16 años- y marchó muy joven de su ciudad natal para incorporarse a la sede central de la Obra en Roma. Con motivo de su traslado a Roma interrumpió los estudios universitarios de Derecho, que había iniciado en la Universidad de Madrid, para continuarlos en Italia. Por consiguiente, ha pasado casi toda su vida encerrado en los muros de Villa Tevere, la mansión que alberga la sede central del Opus Dei, y desde 1953 acompañó al fundador de la Obra en calidad de secretarío particular hasta la muerte de Escrivá (1975). Fue ordenado sacerdote en 1955 y desde 1966 pasó a ser miembro del Consejo General del Opus Dei. En los currículos oficiales de su vida se dice que se doctoró en Derecho Canónico por la Pontificia Universidad de Santo Tomás (1953) y en Derecho Civil por la Pontificia Universidad Lateranense (1955); pero es legítimo cuestionar la calidad científica de tales doctorados, realizados en medio de tanta actividad extraacadémica. Tras la muerte de Escrivá (1975), pasó a ser el segundo jerarca de la Obra, exactamente su secretario general, al servicio directo de Álvaro del Portillo, que, en cuanto primer sucesor de Escrivá, fue el presidente general de esa organización desde 1975 hasta 1994, año en que falleció. Desde 1994 es Javier Echevarría quien está al frente de la Obra, y el papa Juan Pablo II lo ordenó obispo en 1995. Aunque actualmente, por ser prelado del Opus Dei, sea también Gran Canciller de la Universidad de Navarra, conviene no olvidar que Echevarría apenas frecuentó de joven una universidad civil. Realizó sus estudios superiores de Derecho mientas residía en Roma inmerso en todo tipo de actividades de naturaleza muy poco universitaria. Por tanto, su formación académica es reducida, y, además, sus cualidades intelectuales escasean bastante; así lo testimonia mucha gente que lo ha tratado de cerca.

Pero esta deficiencia de su personalidad no suele repercutir negativamente en el actual gobierno de la Obra (salvo meteduras de pata como la de Catania en 1997) porque cuenta ton la colaboración de personas dotadas de una mayor capacidad especulativa que él. Éste es el caso del actual número dos en la jerarquía del Opus, el sacerdote Fernando Ocáriz, español, aunque nacido en París en 1944, y vicario general de la Prelatura Opus Dei. Ocáriz fue discípulo de Carlos Cardona, sacerdote de la Obra que en tiempos de Escrivá ocupó el cargo de director espiritual del Opus Dei varios años. Cardona, ya fallecido, y Ocáriz destacan por su buena formación filosófica y teológica dentro de la corriente del neotomismo. Ambos beben de Cornelio Fabro, gran tomista italiano del siglo XX, con quien Carlos Cardona mantuvo un estrecho trato personal. Fabro entró en polémica con las tesis de Martin Heidegger acerca del «ser» de los entes y profundizó así en la distinción establecida por Tomás de Aquino, según la cual un ente creado consta de esencia y de acto de ser. Estas ideas -y otras muchas- de la metafísica tomista son nucleares en la formación doctrinal e intelectual que todos los miembros numerarios y numerarias de la Obra reciben en los estudios internos de filosofía y teología. Estos estudios eclesiásticos del Opus Dei, que se llaman en latín Studium Generale, están reconocidos por la Santa Sede. En el caso de los numerarios varones, el Studium Generale forma parte del currículo académico que necesariamente deben estudiar antes de recibir la ordenación sacerdotal, si es que el prelado de la Obra los llama al sacerdocio. Los candidatos al sacerdocio, después de iniciar sus estudios eclesiásticos en el Studium Generale, los continúan más a fondo en las facultades eclesiásticas de la Universidad de Navarra (Pamplona) o bien en las de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma); ambas instituciones universitarias están regidas por el Opus Dei, y su Gran Canciller es el obispo prelado Javier Echevarría.

Obviamente, el problema que causó el desatino de Echevarría en Catania no fue el neotomismo, que es una corriente de pensamiento merecedora del máximo respeto, ni tampoco su escaso dominio de la lengua italiana. El problema radica en el uso o, mejor dicho, abuso integrista del neotomismo. Si a una ultraortodoxia tomista se añade una psicología cerril y una vivencia voluntarista de la espiritualidad cristiana, se obtiene un cóctel de sabor horripilante, como horripilante es la tesis, sostenida públicamente por Echevarría, de que los hijos pueden nacer discapacitados a consecuencia de la incontinencia sexual de los padres.

Ese cóctel de integrismo religioso y de neotomismo tiene en el actual Opus Dei nombres y apellidos concretos: Javier Echevarría y Fernando Ocáriz respectivamente. Ambos constituyen un tándem que actualmente gobierna el Opus, juntamente con los directores del Consejo General y con las directoras de la Asesoría Central, que son los más altos órganos de gobierno de la Prelatura y tienen su sede en Roma.

Fernando Ocáriz es autor de libros y artículos teológicos de buen nivel intelectual y se perfila como posible sucesor de Echevarría al frente de la Obra, cuando éste decida cesar de su cargo o fallezca, ya que en el Opus Dei ningún cargo de gobierno es vitalicio, salvo el de prelado. Ocáriz, en el ejercicio de su autoridad como vicario general de la Prelatura, y haciendo uso de su prestigio profesional, se encarga de marcar el baremo de la «buena doctrina», es decir, de lo que debe ser «ortodoxo» para los sacerdotes de la Prelatura y para aquellos laicos dedicados a tareas intelectuales. En continuidad con la pauta marcada años antes por Carlos Cardona, Fernando Ocáriz establece en la actualidad unos límites muy estrictos de ortodoxia doctrinal que no deben sobrepasarse so pena de incumplir algunos de los compromisos contraídos por los miembros de la Prelatura. Ni siquiera las ideas teológicas del cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe desde 1981 hasta 2005, tienen espacio en los estrechos márgenes de lo que Ocáriz determina como ortodoxo para los pertenecientes a la Obra. Él cumple, pues, la función de frenar una posible recepción de la teología de Ratzinger por parte de los sacerdotes y de los intelectuales de la Obra. Como es bien sabido, Ratzinger, papa Benedicto XVI desde abril de 2005, no se encuadra en el neotomismo, sino que adopta unas posiciones teológicas más en consonancia con distintas corrientes modernas de pensamiento, no necesariamente tomistas.

Antes de que Ratzinger fuera nombrado por el papa Juan Pablo II como prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe en 1981, sus obras teológicas estaban incluidas en el «índice» de libros prohibidos vigente en la vida interna del Opus. Ese «índice» es uno de los varios controles que los directores de la Obra emplean con el fin de asegurar un clima doctrinal «seguro» de la institución. Ahora bien, poco después de que Ratzinger fuera nombrado el garante y vigilante de la ortodoxia doctrinal de la Iglesia católica, el entonces presidente general del Opus Dei, Álvaro del Portillo, tomó la prudente determinación de que se suprimiera la inclusión de las obras de Ratzinger en el «índice» de libros prohibidos del Opus Dei, ya que hubiera sido paradójico condenar por heterodoxia la lectura de los libros de quien oficialmente marcaba la ortodoxia de la Iglesia católica.

Con el paso del tiempo, el Opus ha mejorado en su trato con Ratzinger. Este cardenal recibió el 31 de enero de 1998 el doctorado «honoris causa» en un acto académico de la Universidad de Navarra presidido por su Gran Canciller, Javier Echevarría. Pero este tipo de gestos, tan halagadores de importantes eclesiásticos de la curia vaticana, son, por así decir, actos de la «política exterior» del Opus, pues en la vida interna de la Obra todo sigue exactamente igual que antes. Y aunque Fernando Ocáriz haya sido también uno de los consultores de la Congregación para la Doctrina de la Fe, se encarga actualmente de mantener incólume la ortodoxia en la vida interna del Opus, impidiendo incluso que las ideas del propio Ratzinger calen en el ánimo de los sacerdotes y de los intelectuales pertenecientes a la Prelatura. Esta ambivalencia entre la «política exterior» y la «interior» es una de las estrategias que el Opus sabe desplegar con extraordinaria habilidad[3].

Fernando Ocáriz no desempeña solo esta función, sino que cuenta con el apoyo de otros sacerdotes numerarios de la Prelatura que, como él, gozan de buen prestigio intelectual en los ámbitos neotomistas. Entre estos colaboradores descuella el filósofo Lluís Claven, que ha sido rector de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz en Roma; y también sobresalen los teólogos Pedro Rodríguez y José Luis Illanes, que durante muchos años han desempeñado el cargo de decano de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra.

Precisamente en la Facultad de Teología de Navarra ha trabajado varios años al frente del Departamento de Teología Pastoral y Catequesis el sacerdote Jaume Pujol Balcells, que en junio de 2004 fue nombrado arzobispo de Tarragona sin necesidad de haber pasado por el previo escalafón de obispo. Ya se ve, pues, que al Opus le resulta altamente rentable esa «política exterior», caracterizada por una apariencia moderadamente aperturista a los ojos de los cardenales y de otros monseñores de la curia vaticana[4].

Pero una prueba palpable de que en la vida interna de la Obra todo sigue viviéndose con el mismo inmovilismo de siempre es aportada por el propio obispo Javier Echevarría en su intervención de Catania en abril de 1997. Echevarría se expresó en aquella ocasión con la naturalidad y el desparpajo con que en la Obra se suelen enfocar las cuestiones de moral y de vida espiritual. En el seno de esa institución, los directores, las directoras y los sacerdotes acostumbran a ser contundentes en los medios de formación cristiana por ellos impartidos (charlas, meditaciones, círculos...) y, además, intentan ser muy exigentes a la hora de ejercer la dirección espiritual y de modelar la conciencia de los dirigidos y dirigidas de acuerdo al espíritu de la Obra; así dejan claro que no se deben hacer concesiones a la tibieza en la lucha ascética ni permitir medias tintas en una vida entregada al cumplimiento de la voluntad de Dios. Y, para enfatizar esta noble idea, no tienen inconveniente en exagerar a tope las exigencias de la fe y de la moral cristianas, incurriendo así en el extremo de un voluntarismo espiritualista; por eso, se sirven -no siempre, pero sí de vez en cuando- de imágenes gráficas como, por ejemplo, la de que los hijos pueden nacer discapacitados si la intimidad de la pareja no se vive castamente. El discurso de Echevarría en Catania no causó extrañeza a los 1.500 miembros del Opus allí presentes, acostumbrados a mensajes de ese estilo y familiarizados con argumentos de ese talante. Sólo los pocos periodistas sicilianos que, sin pertenecer al Opus, habían sido invitados a aquella reunión pusieron el grito en el cielo y, escandalizados, divulgaron la noticia por toda Italia.

Éste es, a grandes rasgos, el contexto en el que se ha consolidado el bagaje cultural del actual prelado del Opus Dei, Javier Echevarría: carencia de una buena formación universitaria en sus años juveniles, temprano e intenso encerramiento en los muros de Villa Tevere, cóctel de tomismo ultraortodoxo y de fanatismo religioso, vivencia voluntarista de la espiritualidad, sometimiento al «índice» de libros prohibidos, etcétera. Todo ello ha sido y es compatible con la astucia de una «política exterior» complaciente con los eclesiásticos más importantes del Vaticano y de otras zonas del planeta y con los pensadores neotomistas más destacados en cada momento. Además, tanto la Universidad de Navarra como las oficinas de información del Opus Dei se encargan de promocionar una buena imagen de su actual prelado y de disimular todas las deficiencias de su formación personal, aunque, con lo ocurrido en abril de 1997 en Catania, se le vio el plumero a Echevarría de tal manera que incluso la oficina de prensa del Opus Dei en Italia lo tuvo muy difícil.

El destape de don Javier Echevarría trae a mi memoria la reflexión que el teólogo Andrés Torres Queiruga se hace acerca del sentido más radical de las bienaventuranzas:

Una de las perversiones que amenaza a toda religión es justamente la de agravar con el recurso de Dios el drama del dolor natural y legitimar con la sanción divina la perversión de la injusticia social: convertir al enfermo en maldito y al pobre en pecador. Contra lo primero se rebela ya el libro de Job, y contra lo segundo se dirigen directamente las palabras de Jesús: «Bienaventurados los pobres, los enfermos, los perseguidos...». Porque está herido por el sufrimiento, el enfermo sabe que Dios se pone prioritariamente a su lado; porque está marginado y explotado por los hombres, el oprimido escucha que Dios le defiende y rescata con la justicia de su Reino[5]

Puestos al día para siempre

Llegué a Pamplona para estudiar la carrera de Derecho y me «pescaron» -es la carta de un varón de 43 años y escribe desde San Sebastián-. Mi «pitaje» duró cuatro años escasos y me fui saturado de seguridades que venían dictadas desde fuera de la persona; me sentía manipulado y del todo menguado en mi autonomía personal. Allí dentro no cabía la menor duda, ni el diálogo, ni la oración humilde y reflexionada ante un Dios que ayuda a discernir en el Espíritu: todo estaba programado y pensado por los que dirigían, de mí se esperaba sólo un total asentimiento.

Aquella rigidez, ese total convencimiento de que todo aquello que Escrivá dijo, intuyó, insinuó, mandó o desbarró -porque qué duda cabe de que hasta el más genio y genial hay terrenos en los que patina- fuera definido como un dogma inamovible y para siempre, venía a ser algo que superaba todas mis capacidades de entendederas, y eso que, por aquel entonces, muchas cosas las aceptaba aunque no las entendiera. Pero, ¿cómo era posible insistir en la pretensión de sacralizar normas concretas que, como tales, todas tienen fecha de caducidad? Esto ya sí que me desbordaba, era demasiado, iba más allá de todo lo que estaba dispuesto a aceptar. Aquellos planteamientos de seguridades metafísicas constantes -porque lo que nosotros no éramos capaces de ver, Escrivá ya lo había visto por nosotros y, por tanto, lo único que teníamos que hacer era ser dóciles y seguir sus pasos- superaban todas mis fuerzas y también mi capacidad de buena fe. Aceptarlo era, como dice el dicho popular, «comulgar con ruedas de molino». Y lo más gordo es que el fundamento en que se basaba todo lo rígido e inamovible del sistema era -según me decían mis directores- que el Padre afirmó en su día que el Opus Dei «no tendrá nunca problemas de adaptación al mundo: nunca se encontrará en la necesidad de ponerse al día. Dios Nuestro Señor ha puesto al día la Obra de una vez para siempre» (Conversaciones, n.° 72). Y este fundamento es reiteradamente reforzado por la literatura de sus hagiógrafos, quienes aseguran que «en la mañana del 2 de octubre de 1928, el Padre [hoy san Josemaría] "vio" el Opus Dei, tal como Dios lo quería, tal como iba a ser al cabo de los siglos. Con esta fecha quedó fundado». La inamovilidad y rigidez con que este principio se traducía hasta en las cosas más nimias y opinables, para mí, como digo, era demasiado.

El negar que el Opus -como ocurre con todo- evoluciona y cambia a lo largo de su historia, en nombre de un supuesto «sentido sobrenatural», desemboca con frecuencia, según afirma el sociólogo Joan Estruch, que ha investigado el tema, en la «reificación»[6].

La reificación, según Berger y Luckmann, es la aprehensión de los productos de la actividad humana como si fueran algo más que productos humanos: hechos de la naturaleza, efectos de unas leyes cósmicas o manifestaciones de una voluntad divina. La reificación significa que el hombre es capaz de olvidar su condición de autor del mundo humano; y significa también, en segundo lugar, que la conciencia pierde de vista la relación dialéctica existente entre el productor, que es el hombre, y sus productos. El mundo reificado es, por definición, un mundo deshumanizado, que el hombre vive como facticidad que le es ajena: un opus alienum sobre el cual no tiene ningún control, en vez de un opus proprium, fruto de su propia actividad productiva.

Estruch advierte, y se trata de una advertencia muy seria, de que la reíficación tiene una consecuencia importantísima desde el punto de vista de la estrategia de los actores sociales. En la medida en que implica una pérdida de la conciencia de que el mundo social, por muy objetivado que esté, es un producto humano, implica igualmente la no conciencia de la posibilidad de cambiarlo; y se convierte así, en manos de quien detenta el poder de imponer unas determinadas definiciones de la realidad, en un formidable instrumento de defensa y de manipulación.

En mi opinión, la vida vivida siempre nos lleva a evolucionar y a transformarnos, en un continuo diálogo e intercambio con Dios, con los otros hombres, con las cosas. Ese diálogo siempre ha supuesto una marcha progresiva y pedagógica, en donde la humanidad ha ido aprendiendo a ser más plenamente humana, y, para explicarlo mejor, voy a poner un ejemplo concreto. Desde la formulación del «no matarás» del Decálogo, hemos ido aprendiendo a respetar el valor de la vida. El «no matarás» que figura en la Biblia, al principio, sólo hacía referencia a no matar a otro de la propia tribu, hasta que más tarde pasó a significar, también, no matar al extranjero, no matar a nadie.

En esta misma línea, otras cuestiones han sido profundizadas, como pueden ser la ilicitud de la tortura o de la pena capital, durante muchos siglos defendidas y mayoritariamente rechazadas en la actualidad.

El hombre es un ser histórico, que va haciéndose. Por eso, tal como afirma el moralista Joan Carrera i Carrera, «el discurso teológico en moral debe asumir plenamente la dinamicidad del hombre». La teología moral debe entender lo absoluto de las verdades morales como objetividad de lo real, y no como “inmutabilidad” (imposibilidad de cambios a través del tiempo). Dicho de otro modo, debe asumir la historicidad humana a nivel de la reflexión moral. La moral, por tanto, no está hecha «de una vez por todas», sino que participa de la historicidad de todo aquello que es humano. Todavía los manuales de Teología moral católica de comienzos del siglo XX catalogaban el trasplante de órganos como una variante del pecado de mutilación; pero hoy día los modernos manuales consideran moralmente justo trasplantar órganos a enfermos terminales y graves.

El Concilio Vaticano II propone un modelo más comunitario y menos jerárquico que el modelo seguido tradicionalmente, para llevar a cabo la reflexión moral dentro de la comunidad cristiana. «Un modelo -dice Carrera i Carrera- que concibiera el papel de la jerarquía al margen de la vida de la comunidad y de los diversos carismas que se dan en ella, sería inadecuado. Un modelo que todavía considerara a los laicos o a las mujeres en inferioridad con respecto a quienes tienen ministerios dentro de la Iglesia, sería, también, inadecuado [7]

Toda reflexión moral, al preguntarse si alguna cosa es un bien para los hombres y mujeres, supone, como primer paso, la lectura de la realidad, entender qué valores están en juego, etc. y, por lo tanto, requiere la participación de todos los que tengan alguna palabra que decir. Esta participación es importante, a fin de que las diversas sensibilidades que se dan dentro de la Iglesia aporten su reflexión.

Carrera i Carrera deja claro que la moral cristiana no puede ser presentada con rasgos heterónomos: una moral impuesta «desde fuera», como una ley que es aceptada por puro respeto a la autoridad, independientemente de su contenido. Dios quiere aquello que es un bien para el hombre; por lo tanto, la reflexión moral cristiana no puede dar en primer lugar argumentos puramente teológicos (que pueden ser entendidos como heterónomos), sino mostrar las razones de si tal comportamiento es humano o inhumano, un bien o un mal para los hombres y mujeres. No se puede decir «hay que hacer (o evitar) esto, porque Dios lo quiere», sino que «Dios quiere que se haga (o se evite) esto, porque es bueno». (Decir, por tanto, que esto o aquello es así, o ha de hacerse de esta manera o creerse de tal modo -y además para siempre-, porque así lo dijo, intuyó, ordenó o mandó san Josemaría, supone una moral con claros rasgos heterónomos.)

La moral cristiana, en sus principios más generales, pretende ser una moral de la plena humanización y, por consiguiente, comprensible para todo ser humano de buena voluntad. No es una moral «rigorista» que exige heroicidad y que sobrepasa las fuerzas de las personas. Es una moral que sabe que, en casos límite, es aceptable optar por el «mal menor» o por una «gradualidad» que tiende al bien ideal, pero aceptando los pasos intermedios, que suponen «males menores».

En esa «gradualidad», tropezamos, quizá hasta caemos, pero de nuevo nos volvemos a levantar. Es la forma más común de ir por el camino de la Salvación.

El Código Da Vinci y la Prelatura Opus Dei

«¡Qué espanto! Son el grupo de presión "ultra" que ha conseguido apoderarse del Vaticano. El Opus Dei es hoy una de las organizaciones más integristas, que intenta por todos los medios volver a cerrarse en banda contra el mundo moderno y contra la apertura de la Iglesia católica realizada por el concilio Vaticano II».«Después de leer El Código Da Vinci, el Opus me parece un montaje más siniestro y peligroso de lo que me pensaba». «En la sombra, con sus intrigas religiosas y financieras, son un importante grupo de presión que mueve los hilos del poder, dentro y fuera del Vaticano». «La enrevesada trama del libro de Dan Brown me ha abierto los ojos sobre el poderío que pueden llegar a tener determinadas organizaciones» ... Son algunas de las opiniones que me llegan acerca de este reciente fenómeno editorial que, según puedo comprobar, hay quien se lo ha tomado como punto de referencia básico y fundamental, olvidándose de que se trata de un invento, de una novela, aunque en ella se crucen tendencias muy del gusto actual: el interés por lo oculto, la conciencia de que la verdad se obtiene en los detalles, el sentido de lo conspirativo, la acción trepidante...

El argumento de este trabajo se basa en afirmar que Jesús estuvo casado con María Magdalena, con la que tuvo una hija. Este hecho habría sido supuestamente silenciado por la Iglesia a lo largo de los siglos, mediante asesinatos y guerras. La hipótesis no tiene ningún fundamento histórico por lo que ningún exégeta católico o protestante la sostiene.

La Iglesia católica aparece en el libro como una gran mentira histórica, producto de una invención del emperador Constantino que buscaba una religión para todo el imperio. Hasta ese momento, el cristianismo habría sido una religión oriental predicada por un profeta judío llamado Jesús. El emperador habría fusionado las enseñanzas cristianas con las tradiciones paganas, para que calaran más fácilmente en la población. También promovió el Concilio de Nicea donde se sometió a votación la declaración de la divinidad de Jesús, un simple hombre hasta entonces. Esta tergiversación obligó a destruir todos los relatos evangélicos y a rescribirlos, para demostrar la divinidad de Cristo. En la manipulación se habría suprimido la figura de la mujer de Jesús, convirtiéndola en la actual María Magdalena.

Desde entonces, el aspecto femenino y sexual de la religión cristiana habría sido sistemáticamente rechazado por la Iglesia. Esta ficción histórica permite al autor de la novela describir a la Iglesia católica -representada por el Vaticano y el Opus Dei- como enemiga de la mujer, de la verdad y capaz de todo tipo de crímenes.

En El Código Da Vinci, novela de asesinatos y conjuras internacionales, se detectan tres planos. En el primero, Brown acepta la existencia de una tradición oculta de la vida de Jesús en una dirección favorable a la presencia de las mujeres en el misterio de la redención, comenzando por la propia María Magdalena; en un segundo plano aparece el inmenso filón esotérico del enigma del Temple, en sus diferentes formas de organización, idea que se liga a la existencia en el mundo moderno de sociedades secretas perfectamente organizadas con un objetivo de controlar la dinámica social. Finalmente, el tercer plano de las revelaciones de Brown es la confirmación de la existencia del Priorato de Sión, con sus fiestas de iniciación hierogámicas en la tradición de los cultos órficos.

No podemos olvidar que El Código Da Vinci es un bestseller americano de ficción, que se ha publicado tras una inversión millonaria en marketing, y que su autor hace uso de una abundante información aparente, con poca base histórica, artística o religiosa. Sobre los múltiples errores geográficos e históricos contenidos en el libro, la escritora Cynthia Grenier escribía en las páginas del Weekly Standard (22-IX-2003): «Por favor, alguien tendría que darle a este hombre y a sus editores unas clases básicas sobre la historia del cristianismo y un mapa». Otros críticos literarios se expresan en la misma línea, así, el español F. Casavella apuntaba en El País (17-1-2004): «Se puede perdonar todo, lo que no se puede perdonar es que esta novela se promocione, por los canales publicitarios convencionales, como un producto de cierto valor». En la ojeriza que Dan Brown parece sentir hacia el catolicismo, la peor parte se la llevan el Opus Dei y sus miembros protagonistas de la novela, en especial, el monje albino numerario de la Obra, un personaje fanático y asesino. Resulta curioso que Brown desconozca que esta organización no tiene monjes. Sí es del todo cierto lo que cuenta del uso de cilicios y disciplinas por parte de los miembros numerarios y numerarías, que ellos duermen en colchón (aunque no «de paja» -como se dice en la novela- sino colchón-colchón), mientras que ellas lo hacen sobre una tabla. Tampoco el autor de la novela parece conocer bien cómo es la vida en las residencias o centros del Opus Dei. Sin embargo, son reales todos los datos que da de la nueva sede de la Obra en Nueva York, con una detallada información de los 47 millones de dólares que habría costado construir la mole de cuatro mil metros cuadrados que se alza en el número 243 de Lexington Avenue.

Lo más concreto que Dan Brown dice acerca del Opus Dei son las palabras que pone en boca de sor Sandrine Bieil, la cuidadora de la iglesia de Saint-Sulpice, «conservatrice d'affaires», exactamente, es decir, encargada de los aspectos no religiosos de la vida del templo: el mantenimiento general, la contratación de personal de apoyo y guías, la seguridad del edificio fuera de las horas de culto y de visita, la compra del vino de misa y las hostias de consagrar.

Cuando, por teléfono, le preguntan a la sencilla monja si sabe quién es el obispo americano Manuel Aringarosa, responde: «¿E1 máximo representante del Opus Dei? Claro que le conozco. ¿Quién no ha oído de hablar de él en la Iglesia?». Seguidamente, Brown escribe: «La prelatura conservadora de Aringarosa se había hecho cada vez más influyente en los últimos años. Su ascensión a la gracia había recibido el espaldarazo final en 1982, cuando Juan Pablo II la convirtió por sorpresa en "prelatura personal del Papa", aprobando oficialmente todas sus prácticas. Curiosamente, aquel hecho coincidía en el tiempo con la supuesta transferencia de mil millones de dólares que la secta habría realizado a favor del Instituto Vaticano para las Obras Religiosas -Banca Vaticana-, para impedir su vergonzante bancarrota. En una segunda maniobra que había levantado muchas suspicacias, el Papa había colocado al fundador de la Obra en la pista de despegue inminente hacia la santidad» (p. 59)

Aquella llamada telefónica avivó los sentidos de sor Sandrine y, después de colgar el teléfono, pensó: «El Opus Dei siempre le había inspirado desconfianza. Además de su afición por la trasnochada mortificación corporal, sus puntos de vista sobre la mujer eran, cuando menos, medievales. Se había enterado con horror de que a las numerarias se las obligaba a limpiar las estancias de los hombres cuando éstos estaban en misa; ellas dormían sobre tablones de madera mientras que los hombres podían hacerlo en colchones de paja; además a ellas se les exigía que se infligieran más castigos corporales, pues su responsabilidad en el pecado original pedía una mayor penitencia. Parecía que aquel mordisco de Eva a la manzana del Arbol de la Ciencia era una deuda que las mujeres deberían pagar durante toda la eternidad. Desgraciadamente, mientras la mayor parte de la Iglesia católica iba avanzando lentamente en la dirección correcta en relación con los derechos de la mujer, el Opus Dei amenazaba con subvertir aquel proceso» (p. 60)

Sor Sandrine acaba muriendo asesinada por el numerario albino que la mata, en un ataque de ira, a golpes de candelabro. Antes de morir, la «conservatrice d'affaires» tiene tiempo de decir: «Jesús propagó un sólo mensaje verdadero. Y ese mensaje no lo veo por ningún lado en el Opus Dei» (p. 171)

El autor de El Código Da Vinci, en las últimas páginas de su libro, hace un intento de salvar a la Iglesia Católica con la elección de un nuevo papa liberal, quien toma la decisión de que, en seis meses, el Opus Dei deje de considerarse una prelatura del Vaticano: «Su Santidad -escribe- no se siente cómodo con sus agresivos métodos de reclutamiento y con sus prácticas de mortificación corporal. Además, está su trato a la mujer. Sinceramente, el Opus Dei se ha convertido en una carga y en un motivo de vergüenza» (p. 509)

En fin, pero no olvidemos que el trabajo de Dan Brown es, sigue siendo, una novela con la que intenta decirnos, entre habilidades y suspense, que el cristianismo es bueno, pero que los papistas son capaces de matar con tal de mantener el privilegio de Constantino. Nada más, ni nada menos. ¿Se trata de literatura basura para el consumo de masas, o bajo una apariencia enmarañada se esconde un toque de atención hacia los aspectos más comprometidos de la existencia humana? La polémica está servida. Si Al Qaeda representa en la actualidad al sector más fanático del pensamiento político en el mundo islámico, hay quien está convencido, y Dan Brown parece ser uno de ellos, que el Opus Dei, en los comienzos del siglo XXI, viene a ser el «alqaedismo» del mundo católico, sólo que sin coches bomba. ¿Y también sin inmolaciones personales?...

El fanatismo se suele manifestar a partir de un cambio sociocultural en que aparecen esquemas de valores diferentes a los que venían preponderando en un determinado momento. Así, podemos observar que a raíz de determinados cambios, hay personas que hasta entonces aparecían como razonables y bien adaptadas socialmente, que se van radicalizando hasta llegar a adoptar claras posturas fanáticas y destructivas. En el terreno religioso, concretamente, cuando empezaron a introducirse los cambios propuestos por el Concilio Vaticano II, determinadas personas y grupos tendieron a adoptar estas actitudes fanáticas; actitudes que aparecen como un intento desesperado de recuperación del anterior esquema, por parte de quienes son incapaces de adaptarse al cambio integrando armónicamente nuevos pensamientos y estilos de vida. Estas personas y grupos tampoco están dispuestos a asumir la frustración de la devaluación social de su imagen; si los cambios han devaluado su notoriedad, los fanáticos pueden ver en su intolerancia el principal recurso que tienen para conservar el protagonismo del que habían gozado anteriormente.

Rasgos morales de la personalidad fanática son el autoritarismo, el dogmatismo, la sumisión total al líder y sus consignas, la visión dicotómica del mundo, el sentimiento de superioridad y orgullo, el enfoque prejuicioso de la realidad y, por supuesto, el proselitismo.

El espíritu fanático emplea toda la energía posible en impedir que algo entre desde fuera: hay que rechazar como sea la llegada de la duda. Su visión del mundo es fija y rígida conforme a un patrón concreto y global de «lo que debe ser».

La rocambolesca novela de Dan Brown, entre sus aventuras, tan espectaculares como increíbles, apunta interesantes matices de este unidireccional espíritu.

Los que prefieren no saber

Por diferentes motivos, son muchísimos los asociados, y no pocos los ex asociados, que prefieren «no saber». He seleccionado cuatro casos que representan bien a todos ellos:

En la actualidad es catedrática de la Universidad Complutense. Su paso por el Opus Dei fueron catorce años de su vida (de los 17 a los 31). Me dice: «¿Pero cómo puede interesarte todavía el tema? Para mí fueron cosas de juventud, pero nada más. Hace ya tanto tiempo que pasé a otras historias...».

La autora de la segunda comunicación seleccionada, que fue numeraria durante diez años, escribe: «[...] Como recordar el tiempo que pasé allí dentro, de alguna manera, me sigue doliendo, prefiero no hacerlo, ya que ahora estoy bien con mi marido, mis hijos y mi profesión. Sí soy activa en poner los medios que están a mi alcance para que los adolescentes que se encuentran cerca de mí no caigan en lo que yo caí, aunque esto no quiere decir que no vayan a caer en otras cosas. En fin, creo que hago lo que puedo, pero del Opus Dei en sí, lo que prefiero es no saber nada. Cuanto más lejos, mejor».

Fue supernumeraria durante veinte años, y después se quedó como cooperadora. Tiene siete hijos ya mayores -aunque varios de ellos, mal emancipados, le siguen dando problemas morrocotudos- y un marido enfermo, eso sí, con fácil acceso a todo tipo de medios materiales para atenderle, porque son riquísimos. Después de la publicación de mi libro, me llamó por teléfono: «Quiero darte la enhorabuena -me dijo-, pero también quiero que sepas que yo no voy a leerlo, porque sé que me enteraría de cosas que ya prefiero no saberlas, sólo me complicarían. Seguro que te parecerá horroroso, pero ahora mismo, ¿sabes qué es lo que más me apetece hacer para ocupar mi tiempo libre? Ir a ver el espectáculo de Norma Duval, y es lo que voy a hacer».

El cuarto caso es el de una amiga que nunca fue de la Obra, pero, como tiene una hija numeraria, compró Ser mujer en el Opus Dei con auténtica curiosidad. De momento, han leído el libro ella y dos de sus hijos: «A todos nos ha dado mucho que pensar -comenta-, y lo que nos gustaría es que mi hija numeraria también lo leyera, y poder comentarlo. Un día que vino a comer a casa, lo puse a su alcance y le dije que pensaba que su lectura le podía interesar. Pero como toda respuesta, con gesto de desprecio, le dio la vuelta -no quería ver ni la portada- y comenzó a hablar de otra cosa».

Tal vez, de forma automática -ya que Camino es tema de meditación diaria-, vino a su cabeza el punto 688:

Otra vez...: Que han dicho, que han escrito... En favor, en contra...: Con buena o con menos buena voluntad...: Reticencias y calumnias, panegíricos y exaltaciones...: sandeces y aciertos...
Solución:
-¡Tonto, tontísimo!: ¿Qué te importa cuando vas derecho a tu fin, cabeza y corazón borrachos de Dios, el clamor del viento o el cantar de la chicharra, o el mugido o el gruñido o el relincho?

O quizá fue el punto 339: «Libros: no los compres sin aconsejarte de personas cristianas, doctas y discretas. Podrías comprar una cosa inútil y perjudicial. ¡Cuántas veces creen llevar debajo del brazo un libro... y llevan una carga de basura!».

Con todo ese ambiente, hasta algo lúdico, que san Josemaría sabía crear tan bien, en consecuencia ocurre que son la inmensa mayoría los opusdeístas que poco o nada saben acerca del Opus -de su historia real y de la de su fundador- más allá de esas anécdotas que se cuentan en las tertulias, charlas, meditaciones y publicaciones internas, y que ahora ya están todas recogidas en varias hagiografías que son las que el miembro de «a pie» ha de leer para estar suficientemente informado.

En su biografía de Escrivá (hoy san Josemaría), Carandell manifiesta -y estamos hablando de los años setenta, con el fundador todavía vivo- su extrañeza al comprobar que, de forma generalizada, la mayoría de los miembros saben poco o nada de la historia real de la institución a la que pertenecen, y especifica: «No sé quién decía que había conocido a dos tipos de miembros del Opus Dei; los listos y los sinceros. Y que los sinceras no son listos y los listos no son sinceros».

Yo también recuerdo a una compañera de profesión, que militó como numeraria durante catorce años, que me decía: «con el correr del tiempo me fui dando cuenta de que los que más cómodamente perseveraban allí dentro eran una mayoría de débiles y unos pocos bribones».

Es muy posible que así ocurra, que unos pocos tienen interés en ocultar lo que saben, y una mayoría son sinceros. Carandell, a propósito del momento en que buscaba datos para escribir su biografía, dice: «En cuanto a los sinceros, estoy convencido de que, si no me dijeron nada, fue porque no sabían nada, más allá de esas pequeñas anécdotas que se cuentan dentro de la Obra. Se trataba, en la mayor parte de los casos, de una ignorancia sistematizada, de una ausencia de curiosidad fomentada por el Opus para mantener incólume el halo mágico del fundador».

Es del todo cierto que para que este «no saber» sea un real «no querer saber», existe en la institución toda una pedagogía activa encaminada a que la mayor parte de los socios den por supuesto que ese «no saber» es lo que debe ser; que lo que cada uno ha de saber es lo que sus directores le dicen que tiene que saber, y punto.

Como apunta Carandell, pienso que, para una parte importante de los socios, «la voluntad firmísima de Escrivá es y seguirá siendo el puerto seguro al que se acogen las frágiles barquichuelas de los socios. El ideario fundacional, transmitido de promoción en promoción a través de los años, protege a la Obra de la animadversión del mundo y así sus miembros descansan plenamente en la cohesión opusdeísta, se desinteresan de las críticas que se oyen en las afueras porque saben muy bien -a qué atribuirlas ».

El sociólogo Alberto Moncada cuenta que, en un principio, los socios se comunicaban entre ellos con confianza y camaradería, y se hablaba abiertamente de lo que se pensaba y de lo que ocurría, dentro y fuera. Pero en cuanto la institución empezó a crecer y los problemas se multiplicaron (los estudiantes ya eran profesionales, la economía de la Obra crecía y crecía), de inmediato se puso en marcha la táctica de que sólo unos pocos «escogidos» eran los que tenían que saber, y que el resto lo que tenían que hacer era trabajar, callar y prestar oídos sordos a cualquier comentario o crítica que viniera de fuera; y de dentro, ya no digamos, pues cualquier forma de disentir o discrepar era considerada alta traición[8].

Negarse al resentimiento

«¡Qué suerte tienes de no sentir amargura ni rabia! A mí en el Opus consiguieron hacerme polvo, destrozarme, y tardé bastante tiempo en remontar. Hoy, a Dios gracias, puedo decir que todo pasó. Estoy felizmente casada y tenemos cuatro hijos que han supuesto, y suponen, una gran alegría.» Así se expresa una respetable señora de Cataluña, hija de supernumerarios, que perteneció a la Obra como asociada numeraria desde los 15 hasta los 25 años. Cosas muy parecidas me dice otra joven de Sevilla y otras y otros -jóvenes, menos jóvenes, mayores y más mayores- de Vitoria, Pamplona, Galicia, Huesca, Valencia y demás rincones de la geografía española. En esta misma línea, me impresionó especialmente la visita de una ex numeraria no española, que tenía interés en conocerme y contarme de sus trece años de vida en el Opus Dei, y lo terrible que resultó su desenganche, después de pasar un largo periodo de tratamiento psiquiátrico en la clínica de la Universidad de Navarra, donde la atiborraron a medicamentos, hasta el punto de llegarse a notar del todo ausente de voluntad.

Son ya muchas las experiencias que he oído contar a ex asociados de la Obra que pasaron por tratamientos en la planta de psiquiatría de la mencionada clínica. Todos lo recuerdan como una pesadilla que les ha dejado un poso de angustia difícil de superar. Se trata del precio que no pocas víctimas pagan para desengancharse de lo que unos sociólogos llaman «instituciones totales» y otros, sobre todo los anglosajones, denominan «sectas».

De los papeles de mi archivo recupero una carta publicada en el periódico La Verdad de Murcia, el pasado 4 de febrero de 2001, firmada por Loly Rodríguez Romero, filóloga de profesión, que resume bien las múltiples voces de incomprensión, impotencia, rabia, no perdón, descontento y angustia, de quienes se han sentido víctimas de una «institución total»:

Esta carta va dirigida a aquellas personas del Opus Dei que han cimentado su vida sobre la mentira y la falsedad y que desconocen el significado de la palabra «caridad». Es la respuesta libre a toda la presión que he sufrido durante más de un año y a las barbaridades que me dijeron en nombre de Dios. A ellos y a ellas les dedico estas palabras del Evangelio: «Haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis según sus obras, porque ellos dicen y no hacen. Pues atan cargas pesadas e insoportables y las echan sobre las espaldas de los hombres, pero ellos ni con un dedo quieren moverlas». «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que sois semejantes a sepulcros blanqueados, de hermosa apariencia por fuera, pero por dentro estáis llenos de huesos de muertos y de toda podredumbre! Así también vosotros: por fuera parecéis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad.» (Mt 23, 3-4; 27-28.)

Quien me conozca sabrá en el fondo de su conciencia que ésta es la verdad. De mí no podrán decir que estoy enferma -como es costumbre-, sólo podrán decir lo que se quieran inventar. Espero que nadie se rasgue las vestiduras pensando que me voy a condenar, porque allí nos veremos. Me dijeron que la Obra era madre: en mi caso se convirtió en madre de la mentira.

Lo primero que se me ocurre decirle a Loly y a todos los que como ella han sido, son y serán víctimas de las llamadas «instituciones totales» es que nuestra historia es y será siempre ambigua, es decir, que la historia no es «trigo limpio»; que la historia es «trigo y cizaña». Y no hay que esperar un campo libre de cizaña, porque acabaríamos quedándonos sin trigo.

Tal vez haya quien piense que estoy intentando «quitar hierro al asunto», pero creo que no es eso. Es que de verdad pienso que el empeñarse en arrancar toda cizaña puede acabar en que todos terminemos cayendo en el empeño, por aquello de que «el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra».

El que camina hacia la Utopía -o «paraíso», o«nirvana», o «cielo», o «Reino de Dios»-, en fin, hacia un Horizonte último, ha de equiparse de deseo y amor al bien, pero también de paciencia, comprensión y capacidad de perdón. Ha de ser capaz de amar un mundo que es ambiguo. De lo contrario, la cizaña de nuestra historia acabará llenando el corazón de angustia, amargura y resentimiento.

La Utopía no se construye liquidando todo rastro de mal de nuestra historia; se va haciendo, más bien, a través de la reconciliación, que es como un lazo que recoge trigo y cizaña. La reconciliación nos transforma, y a esa transformación se llega a través del sufrimiento, de las lágrimas, del reconocimiento de la injusticia, de la reparación del mal, del perdón.

Lo ocurrido permanecerá para siempre, pero ya no será causa de dolor y de odio, sino memoria de un pasado asumido, perdonado, de enemistad superada. La lucha por la utopía es, en su realidad más profunda, un trabajo de reconciliación. Las señales del dolor y de la injusticia permanecen, pero cicatrizadas, transfiguradas. El misterioso y esperanzador mensaje cristiano nos dice que en el Reino de Dios «el lobo y el cordero serán vecinos, el leopardo se echará junto al cabrito, el novillo y el león pacerán juntos» (Is 11). En el intento y ejercicio del perdón y de la reconciliación, podemos llegar a intuir, y hasta a experimentar, algo de ese Horizonte último.

Al leer todo esto, tal vez más de uno piense que estoy rozando lo ideal, lo maravilloso, pero también lo irrealizable. ¿Qué podemos decir, entonces, de la ética del Evangelio? Y es que no hay vuelta de hoja, es que es así de rotunda. Esta ética, como decía Max Weber, «no es un carruaje que se pueda hacer parar para tomarlo o dejarlo a capricho. Se la acepta o se la rechaza por entero, éste es precisamente su sentido; proceder de otro modo es trivializarla». El mandamiento evangélico es incondicionado y unívoco, y nos ordena cosas tales como «poner la otra mejilla», sin preguntarnos si el otro tiene derecho a pegar. Es una ética, efectivamente, para los santos de verdad. Es la ética acósmica que vivió Jesús, que quisieron vivir sus Apóstoles, y los mártires que perdonaban, antes de morir injustamente, a sus verdugos, y san Francisco de Asís y otros como ellos.

Conviene no olvidar nunca que el camino hacia la Utopía (cielo, nirvana, Reino de Dios...) es, en su realidad más profunda, un trabajo de reconciliación, aunque nos cueste creerlo y más todavía vivirlo. Porque, cuando uno está deseando aplicar el «ojo por ojo y diente por diente», lo de optar por «poner la otra mejilla» es heroico y, a veces, hasta puede parecer indigno.

Cuarenta años después del Vaticano II

[...] Nací en Tudela a comienzos de los años setenta, estudié el bachillerato con los jesuitas y después cursé la carrera de Derecho en la Universidad de Navarra. Allí, como era de esperar, me «asediaron» lo suyo, pero no pudieron conmigo. Soy creyente y practicante, pero yo había tenido, según pude observar, una formación bien diferente de la que tenían esos compañeros del Opus que me intentaban captar. Les llegué a decir que mi escuela había sido «posconciliar», mientras que la de ellos me parecía del todo «preconciliar» y que, por tanto, no conectaba ni iba a conectar nunca. Trataron de convencerme, insistiendo más y más en la idea de que yo estaba equivocado, hasta que les pedí con toda claridad que, por favor, me dejaran en paz [...].

Acaba de ser el 40° cumpleaños del inicio del Concilio Vaticano II, y es . curioso comprobar que muchos de los nacidos después de esa fecha, es decir, que no vivieron nunca en épocas preconciliares, distinguen perfectamente entre la figura del creyente «pre» y «post» conciliar y lo que representan cada una de ellas. Me parece que puede ser un momento oportuno para rememorar lo que supuso este evento eclesial y en qué han consistido, desde entonces, los consiguientes avances y retrocesos. Siguiendo de cerca el trabajo realizado por el sacerdote jesuita Roberto Oliveros hago a continuación un resumen de su artículo[9].

En primer lugar, conviene recordar que los consultores del papa Juan XXIII no veían necesaria su convocatoria, al considerar que Trento y el Vaticano I ya habían definido con claridad el núcleo central de nuestra fe. Sin embargo, el Papa y un representativo grupo de pensadores y pastores consideraban necesario un aggiornamento, una puesta al día, una renovación de la Iglesia en sus estructuras, pensamiento y práctica pastoral, para adecuarla a los nuevos retos de la situación social y religiosa del mundo. En consecuencia, en diciembre de 1961 quedó convocado el nuevo concilio ecuménico, al que fueron invitados los cristianos de Oriente y de las iglesias no católicas de Occidente para que asistieran en calidad de oyentes y observadores sin derecho a voz ni voto. El Papa dejó claro que pretendía un concilio que favoreciera la unidad entre los cristianos. A la muerte de Juan XXIII, en junio de 1963, es elegido papa Pablo VI, quien continúa y finaliza el concilio.

El Vaticano II partía de las posturas teológicas y pastorales de Trento y del Vaticano I y de la realidad social y religiosa del siglo XX, posterior a la Segunda Guerra Mundial. Los padres conciliares, a la luz de la tradición y de los signos de los tiempos, llegaron a conclusiones sobre el ser y misión de la Iglesia que representaban un cambio copernicano. El eje de comprensión y vida de la Iglesia cambia de la «Iglesia jerárquica» hacia la «Iglesia Pueblo de Dios» (capítulo 2 de «Lumen Gentium»). El mundo, de ser considerado lugar de pecado, pasa a ser considerado como lugar e historia de salvación, al servicio del cual está la Iglesia como sacramento de unidad y salvación del género humano.

Roberto Oliveros destaca cómo «las nuevas posturas teológicas y pastorales del Vaticano II representaron una verdadera primavera eclesial, alentada por Pablo VI».

Efectivamente, para sorpresa de sociólogos y escépticos, la arcaica estructura eclesial recibió, por parte del concilio y de su espíritu, una infusión de vitalidad: se dio una apertura a nuevas experiencias y campos pastorales y se intentó renovar la vida del espíritu; el mundo, la humanidad, la política, la cultura fueron objeto de un recuperado aprecio; fueron revitalizados los estudios bíblicos; y aparecieron nuevas corrientes teológicas, así como una nueva forma de relacionarse con otras confesiones cristianas y un acercamiento hacia otras expresiones religiosas.

«Sin embargo -señala Oliveros a continuación-, bajo el pontificado de Juan Pablo II, el modelo eclesial de corte prevaticano, más propio del modelo de "Iglesia jerárquica", ha retomado mucha fuerza.» Este tiempo eclesial, en efecto, ha estado marcado por un fuerte centralismo romano. Se ha privilegiado el protagonismo del clero en la comunidad eclesial. En los nombramientos de obispos y de rectores de seminarios-se ha dado más importancia a los aspectos doctrinales, entendidos según posturas teológicas preconciliares, que a los aspectos pastorales. Las nuevas corrientes de pensamiento bíblico y teológico han sido objeto de fuertes ataques. Y se ha dado, finalmente, un distanciamiento con respecto a una vida religiosa inserta en medios populares, objeto también de desconfianza.

Oliveros hace una interesante exposición de los rasgos más importantes del proceso eclesial -sus avances y deficiencias- en el camino hacia el cambio estructural propuesto.

Diversos motivos sociales y eclesiales llevaron en la Edad Media a la formación de una práctica eclesial centrada en el romano pontífice y la jerarquía. Más tarde, la Contrarreforma, llevada adelante por el Concilio de Trento, requirió el fortalecimiento de esa autoridad jerárquica, lo que alimentó todavía más una reflexión sobre la vida eclesial desde el punto de vista clerical. Dicha postura se agudizó en el Vaticano I como reacción ante el movimiento social de la modernidad y sus ataques a la Iglesia. «Esta concepción -resume Oliveros-, que consideraba y vivía la eclesiología en términos de una "jerarcología monárquica", marcó fuertemente las estructuras de la Iglesia y su práctica evangelizadora.»

El gran vuelco eclesiológico viene propuesto en la «Lumen Gentium». Tres son las afirmaciones sustanciales que marcan este nuevo modelo eclesial: la primera, que la Iglesia es el pueblo de Dios; la segunda, que la Iglesia es el sacramento de unidad y salvación para el género humano; y la tercera, que todos estamos llamados a la santidad. Vemos, pues, que se quiere pasar de un esquema piramidal a un esquema circular.

En el cuarenta cumpleaños del Vaticano II, Oliveros ha valorado así los avances y las deficiencias alcanzados:

  1. Superar el verticalismo y centralismo para llegar a la participación y comunión. Entre los avances destaca: el logro de espacios y formas que pueden facilitar la puesta en marcha de la colegialidad y participación; la consecución de una profundización en la vida y teología de la Iglesia como comunión, y la revalorización de sus diversos carismas y ministerios; una mayor participación del laico en las iglesias locales; el ascenso de la participación de la mujer y su teología; el que las comunidades eclesiales de base han suscitado la reconsideración de los pobres y su justicia. Entre las deficiencias sobresalen: un creciente y reforzado centralismo protagonista de la curia vaticana en el pontificado de Juan Pablo II; la constatación de que el modo del nombramiento de los obispos y el perfil de los mismos por lo general no corresponde a las necesidades y peticiones de la comunidad eclesial local; la independencia de actuación de los nuncios respecto a las conferencias episcopales nacionales y obispos locales; y la insuficiente valoración de la justa participación del laico.
  2. Superar el clericalismo y consiguiente revalorización del laico. Entre los avances destaca: ampliación y profundización en la teología del laico; avance en una correcta valoración del ser y el servicio de la mujer en una porción de la Iglesia; y puesta en marcha de planes de pastoral que conjugan la participación laical, la vida religiosa y la de los presbíteros y diáconos. Entre las deficiencias sobresalen: la actuación, todavía frecuente, de párrocos y obispos como dueños, con feudalismo autoritario; falta de sensibilidad y claridad para promover la participación de la mujer en el cuerpo eclesial.
  3. Renovación de la conciencia cristiana, los estudios bíblicos y el pensamiento teológico. Entre los avances destaca: profunda renovación cristológica; señalado avance en los estudios bíblicos, tanto a nivel de investigación, como en su divulgación; recuperación del fundamento trinitario de nuestra vida cristiana; revalorización de nuestra vida en el espíritu (avances en la espiritualidad y teología del Espíritu Santo); y aparición de nuevos métodos y corrientes teológicas que ayudan a profundizar más en nuestra fe. Entre las deficiencias sobresalen: la selección de rectores de seminarios y profesores de centros de formación de la Iglesia, siguiendo, en buena parte, criterios de una eclesiología prevaticana; la vuelta a una visión teológica escolástica en la formación de los seminaristas; el regreso a moldes preconciliares por parte de la postura oficial sobre el servicio del teólogo en la Iglesia, en el pontificado de Juan Pablo II, y la consideración desconfiada y tendente a relegar al silencio, por parte de la curia vaticana, de aquellos que van abriendo nuevos campos en las fronteras teológicas.
  4. Participación de la vida religiosa en la misión de la Iglesia. Entre los avances destaca: en general, la aparición de las órdenes y congregaciones religiosas con un recuperado dinamismo profético; la participación orgánica de los religiosos/as en la pastoral de las iglesias locales; y, con la comprensión del signo de los tiempos, la relectura actualizadora de sus constituciones por parte de un buen número de congregaciones. Entre las deficiencias sobresalen: la priorización en la Congregación romana para la Vida Religiosa, del estilo de corte prevaticano, que impulsa al centralismo autoritario; y el trato como de mano de obra barata impartido en muchas parroquias y diócesis a la vida religiosa femenina.
  5. Conversión hacia un estilo de vida sencillo y fraterno. Entre los avances destaca el que centros eclesiales de todo el mundo van impulsando el crecimiento en la fraternidad y la defensa y promoción de los derechos humanos personales y sociales. Entre las deficiencias sobresalen: el fasto y la complejidad de los modos litúrgicos pontificios y de numerosas jerarquías; la formalidad y lo descarnado de las celebraciones litúrgicas de muchas iglesias locales.
  6. Apertura hacia una conciencia y actitudes ecuménicas. Entre los avances destaca: la aparición de centros ecuménicos en favor de los derechos humanos; y las expresiones sinceras a favor de la unidad de los cristianos. Entre las deficiencias sobresalen: el marcado sesgo hacia el centralismo romano de nuestra Iglesia católica; y la mentalidad agresiva de proselitismo, sin sensibilidad para el diálogo, de algunos de los nuevos movimientos religiosos.

Tras la lectura de la valoración de Oliveros, no queda más que reconocer que, efectivamente, el Opus Dei, y lo que esta gran -institución significa, tiene mucho de preconciliar. Abundando en el tema, el teólogo Hans Küng ofrece en sus recientes memorias una síntesis de lo que considera «exigencias satisfechas» y «exigencias no satisfechas» del Concilio Vaticano II [10].

A partir del Concilio para la Iglesia católica «ha comenzado -escribe Küng- una época nueva, llena de esperanza: época de renovación constructiva en todos los ámbitos de la vida eclesial, de encuentro y colaboración desde el entendimiento con el resto de la cristiandad, los judíos y otras religiones, y con el mundo moderno en general». En concreto, apunta que las principales propuestas que han quedado satisfechas son:

  • Tomarse en serio la Reforma como acontecimiento religioso;
  • gran valoración de la Biblia en la liturgia, la teología y la vida toda de la Iglesia;
  • hacer realidad una auténtica liturgia popular en la predicación y en la eucaristía;
  • tener en cuenta al laicado en la liturgia y en la vida de la comunidad: -adaptación de la Iglesia a las diferentes culturas y diálogo con ellas; -reforma de la piedad popular;

En cuanto a las cuestiones no solucionadas por el Concilio, enumera las siguientes:

  • El control de la natalidad desde la responsabilidad personal; -regulación del problema de los matrimonios mixtos (validez del matrimonio, educación de los hijos);
  • el celibato de los sacerdotes en la Iglesia latina;
  • reforma estructural y personal de la Curia romana;
  • reforma de la práctica de la penitencia: confesión, indulgencias, ayunos (viernes);
  • reforma de la vestimenta y los títulos de los prelados;
  • intervención de los distritos eclesiásticos correspondientes en los nombramientos de obispos;
  • elección del papa por el sínodo de los obispos como instancia más representativa de la Iglesia.

«Todavía hoy -finaliza Küng-, volviendo la vista atrás tras casi cuarenta años, puedo decir que, aun con sus numerosas y no pequeñas decepciones, el concilio trajo consigo el cumplimiento de una gran esperanza.» De hecho, finaliza preguntándose: «¿dónde nos hallaríamos sin este concilio en liturgia, en teología, en pastoral, en ecumenismo, en las relaciones con el judaísmo, con las demás religiones del mundo y con el mundo secular en general?».

Para profundizar un poco más en la afirmación de que el Opus Dei tiene mucho de preconciliar, me apoyo en los sencillos planteamientos de Feliciano Martínez, teólogo que habla de tres modelos de vida espiritual: el modelo lo clásico o disciplinar, el modelo liberal y el modelo radical. [11]

El modelo clásico cultiva de forma especial el valor de la uniformidad. Responde a tiempos en los que todavía no se habían inventado cosas tales como la formación personalizada ni se apreciaban los carismas individuales. Existía un molde y éste servía para el adriestamiento de todos y de cada uno. Los que no se acoplaban al molde eran excluidos de la comunidad, fuera ésta del tipo que fuera, sin mayores problemas de conciencia para los dirigentes y formadores. Esta forma de hacer forzó a muchos a esconder sus talentos, aficiones y carismas personales pero, pese a todo, este modelo no ahogaba definitivamente, y la prueba es que, bajo dichos moldes, brillaron grandes personas humanas, a pesar de que en este esquema clásico la libertad era suplantada por la seguridad y la consiguiente uniformidad.

El modelo liberal brotó a raíz del Vaticano II. Nació con un talante eminentemente reactivo, lo cual explica, entre otras cosas, su agresividad, sus radicalismos extremos y la intensidad de los conflictos. Cuestionó frontalmente valores fundamentales tenidos como sacrosantos por el modelo clásico y presentó como fundamentales otros valores alternativos.

«Este modelo ha estado marcado por muchas sombras», afirma el dominico Chus Villarroel (C. VILLARROEL, Vivencias de gratuidad, Madrid, Edibesa, 2002, pp. 25 ss). La primera de ellas fue el abandono de la interioridad y de la dimensión contemplativa, por lo que muchos de los objetivos y motivaciones terminaron siendo poco cristianos y muy ideológicos. Ésta ha sido la carencia más clamorosa de sus protagonistas. En segundo lugar, Villarroel apunta el ideal de la secularización, necesario en gran parte, pero que, a veces, promovió una adaptación indiscriminada a los valores mundanos de la vida, con lo que puso en grave peligro la identidad cristiana de todo lo que se hacía. El mismo autor considera que ambos modelos, el clásico y el liberal, están actualmente agotados y apenas tienen algo nuevo que ofrecer a la gente de hoy en día, «Ambos son beneméritos -puntualiza- y, me alegro de haber vivido y experimentado las exigencias de cada uno».

El modelo clásico no puede ofrecer grandes cosas porque su talante espiritual está marcado por el sacrificio, el ascetismo, la fuerza de voluntad y la superación de toda mancha e impureza. Muchas de estas cosas no son ya signo para la sociedad actual, por la devaluación y trivialización a las que se han visto sometidas. Hoy día una anoréxica ayuna más que un monje, un opositor estudia más que un fraile, y un deportista se puede someter a un ascetismo tan exigente como el de un cartujo. El voluntarismo secular de la sociedad actual es de tal calibre que ningún otro voluntarismo, por muy religioso que sea, le sirve de aliciente y atractivo.

El modelo liberal también está agotado, porque ha perdido el calor de la interioridad y apenas ha dejado hueco para el soplo y la luz del Espíritu. En él, se ha secularizado tanto la acción cristiana, que se confunde fácilmente con la social. Hoy, para el público en general, hay muy poca diferencia entre lo que hace Cáritas y lo que hace Cruz Roja, entre lo que hace un misionero y lo que hace una ONG en los países del Tercer Mundo.

Pero a pesar de tratarse de modelos agotados, podemos observar que, en la actualidad, el supuestamente obsoleto modelo clásico está reaccionando contra el modelo liberal con la misma fuerza que, hace tres o cuatro décadas, el modelo liberal lo hizo contra el clásico, provocando así una espiral de oposiciones que tienen muy poco de positivo que aportar. Después del Vaticano II, no es fácil repetir la historia y volver a un modelo antiguo como si no hubiera pasado nada.

El tercer modelo, que Feliciano Martínez llama «radical» y Chus Villarroel prefiere denominar «carismático» también podría tener otro nombre, apunta a una tercera forma de vida espiritual que consideran más adecuada para la gente de hoy. ¿Y quién es esa gente de hoy?

Para ambos se trata de una generación con un profundo aprecio de la dimensión existencial y emotiva de la experiencia de Dios, contrarrestando así el frío racionalismo ideológico de épocas pasadas. En los jóvenes perciben una estima de la oración espontánea y poco regulada, de la dimensión contemplativa y de la comunidad con calor y acogida. Detectan también que entre ellos se prioriza el aspecto vivencial de las relaciones tanto con Dios como con los demás, engendrando la necesidad del compartir y del testimonio.

Villarroel y Martínez se muestran convencidos de que hoy se sienten como mucho más connaturales los valores evangélicos que cualesquiera otros valores religiosos. «Paradójicamente -afirman-, la gente que viene del alejamiento y de la increencia, cuando llegan, están más limpios para discernir entre lo auténtico y cualquier clase de follaje». Ambos insisten en que «la acción gratuita del Espíritu se reclama hoy como agua de mayo». «Esta gratuidad vivencial -dicen- es indispensable para no caer de nuevo en experiencias salvadoras puramente humanas. La Iglesia ha de ser fermento y sal, no la hogaza o el cocido entero». Piensan que esta nueva espiritualidad no procede ni se limita a un solo grupo o movimiento; es, más bien, una amplia y poderosa corriente que el Espíritu ha suscitado en su Iglesia para hacer realidad lo que el mismo inspiró al último Concilio.

Para el nuevo modelo «radical» o «carismático» Dios no es un poder omnipotente, principio y fin de todas las cosas, sino que es el que me salvó, el que ha cambiado mi vida, el que actúa cada día en mi corazón. El Espíritu Santo es lo inmediato de Dios. Esta inmediatez es posible porque el Espíritu Santo es luz, soplo, inspiración; es vivencia del hombre integral.

«Relacionarse con Dios únicamente a nivel de ideas, doctrinas, dogmas -dice Villarroel-, es una forma de defenderse de Dios y de mantenerlo alejado. Igualmente sucede con el sentimiento; no se accede al verdadero Dios. Cuando recibimos a Dios en el centro de nuestras vivencias humanas y sucede en nosotros, nos entregamos totalmente a la acción y queda afectado todo el ser humano.»

El Vaticano II, en consonancia con el sentir filosófico y popular del siglo XX, afirmó que el Espíritu no viene sólo a través de los elementos estructurales y jerárquicos, sino que se reparte en multitud de dones y carismas en cualquier cristiano. La superestructura -lo legal, lo objetivo, lo jerárquico, lo estructural- ya no lo cubre todo, como un gran paraguas que protege el destino de cada individuo. Se trata de volver al mensaje de la Iglesia primitiva: todo el mundo es capaz de la acción del Espíritu, si se deja hacer...

Conclusión: Cristianos del futuro

(...) En mi entorno próximo cuento con numerosos miembros de la Obra -la mayor parte supernumerarios-, y con algunos de ellos mantengo una buena relación, a pesar de nuestros concretos desacuerdos, pues tenemos planteamientos vitales muy distintos. Los supernumerarios se distinguen por su gran apego a la familia -que a veces llega a ser un auténtico alarde- y por su escasa o nula sensibilidad por los problemas sociales; la moral sexual llega a ser para ellos una «obsesión» y, sin embargo, la moral social -de importancia creciente en un mundo cada vez más complejo- no les inquieta. Tienen buenas y encantadoras familias numerosas, pero los temas de carácter social --como pueden ser el cómo suavizar las grandes diferencias económicas y culturales, o la disponibilidad y ayuda para combatir el subdesarrollo o la ignorancia, o el prestar atención al Tercer Mundo y a sus millones de personas que se acuestan y se levantan con hambre cada día, y son víctimas de la enfermedad y de la miseria-, este oscuro panorama, no les motiva ni les cuestiona por dentro. Su actitud es, más o menos, la de quien piensa: «Yo ya tengo bastante con lo mío». Hablando de este tema, un amigo -ajeno al Opus- me comentaba recientemente que en la actualidad hay dos grupos bien definidos dentro de la Iglesia católica: los que supervaloran la moral sexual, y, al revés, los que supervaloran la ética social y no prestan excesiva atención a la moral sexual. Y así se han formado dos frentes que parecen estar condenados a no entenderse [...][12]

Muchos cristianos concienciados participan de esta opinión, que pienso es del todo cierta. Pero, ampliando un poco más nuestro punto de mira, podemos ver que los cristianos de hoy se diversifican en, por lo menos, cuatro puntos de mira que Ramón M. Nogués, profesor de Antropología biológica de la Universidad Autónoma de Barcelona, sintetiza en su trabajo «El futur del cristianisme» (En Quaderns per a la solidaritat 13, 2003).

Nogués avanza una clasificación de las tipologías de adhesión a la fe cristiana que, piensa, se van a ir consolidando.

1) Cristianismo por libre
La crisis generalizada de las iglesias, que pierden capacidad e influencias sobre los fieles, hace aumentar el número de quienes viven la fe «por libre»; son personas que creen en Jesús al margen de referencias eclesiásticas. Esta sensibilidad responde a la de un numeroso grupo de gente que ve la adhesión a Jesucristo como un «humanismo trascendente orientado hacia un progreso terrestre, abierto al más allá liberado de la amenaza de la condena». En un mundo en globalización, se generaliza la identidad «a la carta» en el ámbito religioso. Las personas seleccionan su identidad sin determinarse por una adscripción institucional en el caso de las identidades religiosas. Cada uno selecciona los elementos más significativos.
2) Iglesias proféticas vivas y minoritarias
Son comunidades marcadas por la fortaleza de los vínculos personales y proféticos a favor de la justicia. Por ejemplo, las de las zonas «misionales» que reciben el respeto generalizado de mucha gente seria, creyente o menos creyente en Dios, salvo de quienes ven en ellas una amenaza para el sistema injusto establecido. No tienen las vinculaciones institucionales como punto clave, pero tampoco las rechazan. Son minoritarias porque estas posturas no tienden a generalizarse por ser consideradas demasiado utópicas.
3) Iglesias institucionales protectoras, de tono dominantemente convencional
Este tipo de iglesias son las estructuras de referencia de la mayoría religiosa. Jesús no fue convencional, pero, curiosamente, una gran parte de los creyentes, sí. «El tema de Dios vivo es muy incómodo» -comenta Nogués-. Las religiones institucionalizadas permiten orientarse hacia Dios y, al mismo tiempo, distraerse mediante ritos, fórmulas y conductas regladas que suavizan la dureza de un Dios no domesticado. Las religiones organizadas son buenos canales de expresión de las mayorías. En ellas tienen cabida buenas experiencias cristianas. Estas iglesias convencionales tienen un futuro más claro que los núcleos fuertemente proféticos. Los poderes de este mundo procuran relacionarse bien con ellas. «La debilidad conjunta de las iglesias situadas en la convencionalidad es -concluye Nogués- la suma de las debilidades personales de todos y representa la participación humana en la contingencia general de la creación.»
4) Grupos sectarios a la búsqueda de «maravillas»
Son subproductos religiosos. La religión siempre ha recogido un determinado porcentaje de visionarios, gente inclinada a delirios, etcétera. Estas personas se sienten a gusto en la búsqueda de apariciones, visiones y otros subproductos religiosos, que hoy día se clasifican como patologías.

Estas cuatro tipologías interactúan dando lugar a distintos estadios intermedios. Todos estamos implicados en todo tipo de creencias e increencias. El reto es progresar hacia las mejores. El cristianismo tiene capacidad de abrirse al misterio de la existencia en la que vivimos todos. Jesús proclama que lo que los humanos pueden captar del Misterio de Dios se concreta en la experiencia de liberación integral de la persona. «La gloria de Dios es la vida del hombre», decía san Ireneo.

El futuro del cristianismo está vivo si acierta en la transmisión de esta proclamación y si las iglesias liberan el mensaje de los anacronismos históricos y no mitifican sus signos de identidad, sino que los ofrecen como elementos de mediación contingente ante una realidad como la de Dios, que supera todo intento de controlarlo.

En esta tarea de curación, reparación y liberación integral de los seres humanos cabemos todas las personas de buena voluntad: cabe el político y el profético y todos los que nos movemos entre estos dos polos que son el táctico y el contemplativo. Son la práctica y la teoría, que en la geografía completa de la acción han de unirse y entenderse.

El político busca el éxito y la eficacia. El profético busca aportar vida y valores espirituales. Es difícil encontrar estos dos polos unidos en una misma persona. Cada hombre tiene sus características particulares, y así nos encontramos con el técnico, el político, el moralista, el profeta y el contemplativo, y a menudo se enfrentan los unos a los otros.

Uno no puede ser todo a la vez, pero el terreno de la acción precisa de los dos polos y de todos los pasos intermedios. El hombre de acción cabal -el que quiere actuar con autenticidad- es aquel que se esfuerza por traducir esa doble polaridad y voltea de un polo a otro, luchando alternativamente para asegurar la autonomía y regular la fuerza de cada uno, y también para encontrar las comunicaciones entre uno y otro.

Lo más frecuente es que el temperamento político, que vive en el apaño, el arreglo y el compromiso, y el temperamento profético, que vive en la meditación y la audacia, no coexistan en la misma persona. Pero los dos tipos son necesarios para la acción y es preciso que se articulen los unos con los otros. De lo contrario, la imprecación del profeta aislado se vuelve vana, y el táctico, en solitario, se atasca en sus maniobras y se torna mezquino.

Se precisan los dos polos para construir un mundo más humano y mejor. Pero el camino que haya que seguir con estos planteamientos es más difícil y largo que el propuesto por cualquier tipo de poder totalitario, con sus técnicas de presión, pillería, astucia, éxito y eficacia a toda costa y, en definitiva, mentira. Más largo y costoso porque el personalismo (filosofía basada en el respeto a la pluralidad y autenticidad de las personas, que tiene mucho de profético, sin olvidar lo político), en sus métodos, dará siempre primacía a las técnicas de educación, de información y de persuasión.

Como decimos, los dos polos son necesarios, pero en el cristiano ha de dominar el profético con todas las características que destacaron en los profetas de Israel y que tan bien expresa Erich Fromm:

Llamamos profetas a las personas que anuncian ideas -que no tienen necesariamente que ser ideas nuevas- y al mismo tiempo viven de acuerdo con ellas. Los profetas del Antiguo Testamento hicieron precisamente esto: anunciaron la idea de que el hombre tenía que encontrar respuesta al problema de su existencia y que esta respuesta consistía en el desarrollo de su entendimiento y su amor, y enseñaron que la humildad y la justicia son inseparables del amor y el entendimiento. Vivían lo que predicaban. No iban detrás del poder, sino que se apartaban de él. Incluso del poder de ser profeta. El poder no les impresionaba y anunciaban la verdad aun cuando ésta implicara la cárcel, el destierro y la muerte.

Cuando nos referimos al Opus Dei, que deseaba y desea hacer visible, en la realidad de la acción, el entendimiento de estos dos polos («ser contemplativos en medio del mundo», ¿no es el entendimiento de lo profético y lo político?), comprobamos que no son pocas las sombras que oscurecen lo principal del mensaje, Tal vez el lector piense que también el mensaje original cristiano era y sigue siendo fraternidad, ayuda al necesitado y testimonio, y después de veinte siglos, lo cierto es que deja mucho que desear. Y es que la realidad siempre trae consigo la rebaja.

Cierro estas páginas con la esperanza de que tantas sombras no lleguen a oscurecer el mensaje hasta el punto de envolverlo por completo, porque, como escribía un numerario que abandonó la Obra después de veintícinco años de militancia:

La santificación del trabajo y las obligaciones de cada día es un mensaje hermoso, sencillo y esperanzador, interclasista y universal. Siempre que incluya las obligaciones sociales; que empiezan -pero no terminan- en el círculo familiar. Y siempre que dé más importancia a una tradición milenaria de la Iglesia católica, a los Concilios y, en último término, a los evangelios... que a las palabras, quizás ocasionales, de un hombre apasionado en el contexto dramático de la Guerra civil española y de la Segunda Guerra Mundial. Al cual respeto, sin compartir en absoluto su autoritarismo, su intolerancia con los discrepantes, ni su unidimensionalidad. Talantes así ha habido siempre en la Iglesia; pero han sido, irremediablemente, transitorios y minoritarios. La más ancha y profunda tradición católica, la que es base y fundamento de toda responsabilidad moral, considera legítimo y normal que no todos los hombres, en todos los tiempos, den las mismas respuestas a las grandes preguntas que plantea la vida. [13].

Es el resumen de un largo escrito contundente y profundo, y que viene a ser un claro ejemplo de que el discrepar o disentir no es sinónimo de traición, soberbia o deserción.

Referencias

  1. I. de Armas, Ser mujer en el Opus Dei, p. 327.
  2. Para más información, véanse A. Ruiz RETEGUI, «Quarta collatio. Quid sit peccatum», Thémata 30 (2003) pp. 37 SS., y J. CHOZA, «Antonio Ruiz Retegui, pequeña biografía teológica», ibid., pp. 17 ss.
  3. Con esto mi interlocutor no quiere decir que Ocáriz considere a Ratzinger como heterodoxo. No es eso. Lo que desea subrayar es que en el Opus sólo es Ocáriz -y nadie más- quien marca las pautas de la ortodoxia doctrinal. Si alguna vez un sacerdote del Opus cita en una de sus charlas un texto de Ratzinger o de un teólogo de moda, esto no pasa de ser un adorno retórico. En el Opus Dei es preferible que nadie se complique la vida profundizando en el pensamiento de autores que se excedan de los límites establecimientos por la autoridad interna de esa institución.
  4. El nombramiento del sacerdote Jaume Pujol al frente de la archidiócesis de Tarragona eleva a cinco el número de miembros numerarios del Opus Dei que son arzobispos de la Iglesia católica en el mundo. Además de éstos, un prelado vinculado a la Obra a través de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, Francisco Gil Hellín, rige el arzobispado de Burgos. Además de Jaume Pujol y de Francisco Gil Hellín, los otros cuatro sacerdotes de la Prelatura impulsada por san Josemaría Escrivá de Balaguer que han sido situados al frente de arzobispados ejercen en países de Latinoamérica. Se trata de Juan Luis Cipriani, arzobispo de Lima y primado de la Iglesia de Perú; Antonio Arregui, arzobispo de Guayaquil, en la Iglesia de Ecuador; Fernando Sáenz Lacalle, arzobispo de San Salvador y José Antonio Ugarte Cuzco, también de la Iglesia de Perú. Un caso distinto, aunque también se trata de un miembro numerario del Opus Dei, es el de Julián Herranz, que fue nombrado cardenal por el papa Juan Pablo II y que desarrolla su labor en el Vaticano.
  5. A. TORRES QUEIRUGA, «La imagen de Dios en la nueva situación cultural», Selecciones de Teología 170 (2004), p. 116.
  6. J. ESTRUCH, Santos y Pillos, cit. Pp. 36-37.
  7. J. CARRERA I CARRERA, En busca del Reino: una moral para el nuevo milenio; Barcelona, Cuadernos Cristianismo y justicia n.° 101, 2000, p. 26.
  8. A. Moncada, Historia oral del Opus Dei, cit., p. 113.
  9. R. OLIVEROS, «Vaticano II balance y perspectivas», Selecciones de Teología 167 (julio-septiembre 2003), pp. 188-194.
  10. H. KÜNG, Libertad conquistada, Madrid, Trotta, 2004, pp. 568-572
  11. F. MARTINEZ, La frontera actual de la vida religiosa, Madrid, ed. San Pablo, pp.16 ss.
  12. El jesuita José Ignacio González Faus, en una carta reciente dirigida a «Mis hermanos obispos», entre otras cosas, puntualiza (La Vanguardia digital, 25-10-2004): «Sorprende vuestro reduccionismo de la fe cristiana a temas de moral sexual y a que la legislación civil refleje lo que consideráis lícito en este campo. En los evangelios apenas hay dos pasajes referidos a la moral sexual y son, por supuesto, exigentes como lo es todo el Evangelio. Pero la mirada de Jesús se dirigía mucho más al sufrimiento humano, a la enfermedad, a las opresiones realizadas en nombre de Dios o del Dinero, a la mujer marginada, a la posibilidad de la paz interior y a todas esas pequeñas conquistas de libertad que, cuando se dan, Jesús las leía como signos de que se está acercando el Reino de Dios. Mucho más duro es el Evangelio con los ricos, aunque esto no parece preocuparnos pastoralmente».
  13. J. F. de Saralegui en A. Moncada, Historia oral del Opus Dei, cit., p. 128


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