La legalización canónica del fraude en el Opus Dei

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© por Oráculo, 10.04.2006


1. Me parecen muy certeros el análisis y el diagnóstico que Federico hacía hace unos días, en su estudio sobre la “ley del embudo”, donde mostraba los malabarismos de la Prelatura del Opus Dei con los ingresos económicos que derivan del trabajo profesional de sus Numerarios o Agregados, varones y mujeres laicos o sacerdotes diocesanos. Del conjunto emerge que estamos ante una organización voraz, más voraz aún que el fisco, pues reclama sus “emolumentos” con las invocaciones más sublimes: la voluntad de Dios y la consecución personal de santidad. Después, nunca podrá preguntarse por la circulación de ese dinero, ni por su destino, ni existe control ninguno del gasto. Desde luego, sorprende que preocupe tanto controlar hasta el más mínimo céntimo de un fiel de a pie, la famosa cuenta de gastos, mientras la administración de los cientos o miles de millones que pasan por las manos del Prelado o de unos pocos Directores permanezcan en una opacidad absoluta.

Pero, además, éstos son bienes que en el fondo se mueven por una causa espiritual. Es verdad que canónicamente no son “patrimonio eclesiástico”, pero su circulación no deja de estar afectada por una connotación espiritual que teológicamente no les libera de su “afectación a los pobres”, como principio que rige sobre los bienes de los cristianos y en particular sobre los que usan las instituciones eclesiales. Sin embargo sucede que, como institucionalmente la Obra siempre se considera a sí misma “pobre”, entonces nunca ha lugar a plantear el tema clásico de los “bienes superfluos”. La excusa de su crecimiento es también argumento para su voracidad...

O sea, la Prelatura promueve una “santidad económica” que siempre se traduce en beneficios para la institución: una institución que sobre todo se cuida primero de financiar la vida de sus dirigentes —el Prelado y sus Directores, que viven a costa de ella— y de erigir sedes donde éstos viven “como marqueses”, a diferencia de la generalidad de los demás miembros. Y, como todo es muy “santo”, ellos mismos se rodean de un aura de santidad por causa de tan excelsa posición: encarnan la institución, la representan directa o indirectamente, y esto reclama para ellos unas “apariencias” de posición social, un determinado tren de vida, cuyas referencias se toman de lo que sería el ideal de unos “burgueses acomodados” al modo de la “mentalidad decimonónica” del Fundador. Así “pobres” y, sí, pobres “así” de solemnidad (!), según la expresión del Fundador, con mentalidad —que no la realidad— de un padre de familia numerosa y pobre.

En fin, el tema recuerda esa conocida redacción de Jaimito, tantas veces mentada, cuando en el colegio hubo de presentar un trabajo en el día mundial de la lucha contra el hambre: “Érase una vez la historia de un niño rico y de otro niño pobre. El niño pobre vivía en una casa pobre: o sea, con un mayordomo pobre, con una cocinera pobre, un chofer pobre, la cubertería de plata era pobre, también los lienzos que adornaban los salones de la casa eran pobres, y todo en aquella villa rezumaba pobreza. Eso sí, no había lujos y todo estaba muy limpio, no como la casa de aquellos desastrados religiosos que el niño pobre conoció un día, y de quienes sólo recordaba que olían mal”.


2. Vale ya de introducción. Ahora deseo completar el cuadro trazado por Federico con algunos datos más, para integrar la perspectiva y sugerir al final alguna conclusión práctica. Y comenzaré por decir que su estudio da en la diana: el análisis es muy atinado, hasta el punto que el mismo Prelado ha sido consciente —o bien otros “le han hecho consciente”— de lo incorrecto de ese modo de obrar como se ha actuado desde el principio, según el decir oficial, al menos canónicamente hablando. Una vez erigida la Prelatura personal, era necesario en efecto dar “legalidad” a los modos de obrar “canónicamente ilegales”. Por esta razón, junto a otras más, en 1999 el Prelado “promulgó” siete Decretos Generales conforme al Código de Derecho Canónico de 1983.

El Decreto número 6 estableció para todo tipo de Numerarios y Agregados que, por su oblación, adquirían el compromiso de entregar a la Prelatura todos los ingresos procedentes de su trabajo profesional. Así pues, por vía de decreto se resolvía el asunto de los dineros y, para el futuro, el Prelado legalizaba canónicamente el “fraude” hasta entonces practicado. A esto se debe la redacción que aparece en las nuevas Experiencias de las labores apostólicas del año 2003, donde se afirma: Desde que hacen la Oblación, los Numerarios y Agregados asumen libremente la obligación de destinar todos los frutos del propio trabajo profesional a cubrir sus gastos personales y a sostener las necesidades de las labores apostólicas de la Obra (cfr. Decre. Gen. 6/99, art.2 §1, 1º). Pero, ya desde que se pide la admisión en la Prelatura, es muy aconsejable que procedan de esta manera (p.49). Este texto modifica matizando el párrafo correlativo de las antiguas Glosas sobre la obra de San Miguel (pp.45-46).

Pero la cosa no es tan sencilla. De entrada he escrito la palabra promulgar entre comillas, porque hay mucho que discutir sobre los tales Decretos Generales. Ninguna de esas “normas canónicas”, tan importantes para el gobierno de la institución, ninguna se ha publicado —ni siquiera para su promulgación (!)— en el Boletín Oficial de la Prelatura, la serie de cuadernos semestrales títulada Romana, donde sí aparecen otras decisiones del Prelado sobre nombramientos, erección de Centros, el In pace de sus miembros, y aun normas y documentos importantes de la Santa Sede. No es un hecho anecdótico: estamos ante un proceder deliberado, ya que esos Decretos Generales llevan aneja una disposición —de dudosa validez canónica, según se interprete— afirmando que tales “Decretos” se entienden “promulgados” por su entrega a los Vicarios. ¿Y dicen luego que los laicos forman parte de la Prelatura personal? ¿De qué modo “forman parte” de esa Prelatura —regulada en el Código latino de 1983 como estructura mere clericalis— si luego las propias normas canónicas no necesitan más requisito de promulgación que la entrega material por correo a los propios Vicarios del Prelado?

No es ésta una cuestión menor. El conocimiento de la ley por sus destinatarios es presupuesto de su vigencia: mientras ésta no se les haya dado a conocer como tal norma canónicamente —esto es, materialmente, porque no valen los subterfugios formales— a sus destinatarios, ésta no puede considerarse promulgada ni vigente. Y, aún así, ¿cómo puede considerarse “legal” añadir a los Estatutos obligaciones tan sustantivas, por un Decreto General del Prelado, cuando precisamente ese Codex iuris particularis de la Prelatura señala que las “innovaciones” se reservan a la Sede Apostólica? Reléase el número 181 de esos Estatutos, donde ya su comienzo recuerda que sus normas deben tenerse por santas, perpetuas e inviolables, y por tanto sólo a la Santa Sede queda reservada la facultad tanto para su modificación como para introducir nuevos preceptos (§1). ¿Qué entidad canónica o moral tiene entonces el nuevo “compromiso decretado” y con qué fundamento?


3. Convengamos en que se dará la respuesta de siempre: son “cosas de espíritu”. Pero aún esto parece menos claro, porque la literalidad del Decreto o bien de las Experiencias mencionadas parecen insinuar una “destinación” de las rentas o de los frutos del trabajo (se entiende: de Numerarios o Agregados, no de los demás fieles) “por fuerza de la ley” (ope legis) pero sin ley, pues nada dicen los Estatutos sobre ese específico “compromiso”. ¿Puede entonces un Decreto General del Prelado generar tales obligaciones, y además sin haber sido “debidamente” promulgado a todos los fieles según los cánones universales? Pero dejemos aparte el tema canónico formal y vayamos al fondo del “espíritu”. Una disposición así ¿no está emulando acaso el “estado de sujeción” (para Numerarios y Agregados) propio de los religiosos? Veamos, si no.

En principio, en las instituciones religiosas sus miembros carecen de bienes propios, han renunciado a ellos, y la institución es la que provee a su sustento. En el Opus Dei se hace otro tanto, pero con fórmulas más sofisticadas o menos transparentes. De un lado, se enuncia (para todos los fieles) la “obligación de no ser deficitarios” mirando los ingresos que hacen en la caja común, cuando hacen vida en familia por causa de la formación; luego, sobre Numerarios y Agregados, “se legisla” esa obligación de entregar en la caja común todos sus ingresos del trabajo personal y, al final, es la institución la que les mantiene, organiza sus lugares y modos de vida, y también controla todos sus gastos. Es verdad que los bienes acumulados por la caja común no se subjetivan ordinariamente en la Prelatura, pues acabarían siendo “bienes eclesiásticos”. Y de ahí proviene el acudir a entidades o personas interpuestas para manejar igualmente esos bienes, pero sin sometimiento al régimen canónico. ¿Dónde están las diferencias? No hay cambio en la sustancia. Las diferencias derivan sólo de las ficciones formales.

El paso de los años y las décadas, según el mentado “espíritu” se convertía en institución, ha hecho que la estructura canónica de la Prelatura venga prestando una mayor atención a sus propias movidas institucionales, más que a su fin principal: esto es, la ayuda personal a sus fieles en su “personal camino” de santidad. Todo parece haberse colectivizado y aun lo personal tiende a disolverse en lo institucional, en lo colectivo, como primera tarea. El hecho se debe en parte a la “profesionalización” de los cuadros dirigentes, en el peor de sus sentidos. Es decir, existe ya consolidada una verdadera “nomenclatura” que come y vive “de” la institución y “para” la institución: son los “profesionales de la labor”, los expertos en el “espíritu”, siempre las mismas personas cambiando de puestos, pero perpetuados en sus cargos de Directores, manteniendo hábitos de viejo cuño y circulando por los circuitos del “poder” establecido.

Me parece que no hay exageración en esta descripción. Y, aun si la hubiera, desde esta perspectiva se advierte que la paranoia del proselitismo —la búsqueda urgente de vocaciones— es en parte la necesidad de renovar sus fuentes de financiación: la crisis actual de la institución es también una profunda crisis de su más directa fuente de ingresos económicos. Y esto me permite formular ahora una conclusión muy práctica. ¿Cómo ayudar de verdad al Opus Dei en su actual coyuntura? Hay un modo muy concreto y muy directo: ¡ni un céntimo a la institución!, ¡ni un céntimo a sus movidas!, por buenas que éstas parezcan o por buenas que éstas lo sean. ¡Cuídense los Directores de resolver “sus” problemas, y los demás nos cuidaremos de rezar intensamente para que ellos vivan “el buen espíritu” cristiano! No hablo en broma, ni pretendo hacer ironía ninguna. Para que la institución reconozca sus errores y defectos, sus crisis y sus causas, una de las colaboraciones más eficaces será ayudarle a perder el pesado lastre del dinero. Y pienso que la crisis financiera —mejor cuanto más intensa— ayudará a transitar los caminos de la fe, del desprendimiento, y de una mayor humildad, personal y colectiva.


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