La hipocresía como estándar

Hace unas semanas tuve la oportunidad de escuchar una conferencia que Noam Chomsky dio en febrero de 2002 en Harvard. Allí desarrolló unas ideas que bien podrían aplicarse al caso que nos ocupa desde hace mucho tiempo: la Obra.

Comenzó definiendo al hipócrita como aquella persona que aplica a otros el estándar que rehúsa aplicarse a sí misma.

Quien no es hipócrita asume abiertamente que lo que es correcto en él, es correcto en los demás y si algo es incorrecto cuando los demás lo hacen, también es incorrecto cuando él lo hace. Una definición elemental, nada compleja.

El hipócrita, en definitiva, se maneja con doble estándar.


Un ejemplo conocido

Por ejemplo, cuando alguien viene a este sitio Opuslibros (pienso en los muchos que ya han venido con el mismo argumento) y comienza a criticarlo en nombre de la libertad de expresión (cosa extraña, porque este sitio nació como reacción a la censura aplastante de la Obra). Al mismo tiempo, esa persona es la misma que simpatiza con la web oficial de la Obra donde se censura y controla toda información y se impide la expresión de opiniones contrarias a la voz oficial. Otro tanto sucede con las críticas al anonimato, cuando la Obra es la primera en ocultar su verdadero rostro.

El hipócrita no quiere que nadie le quite la ventaja que obtiene del doble estándar. Y evita que lo descubran poniéndose a la ofensiva, al frente de la lucha contra la hipocresía, pero siempre «en el extranjero». Su táctica es «jugar de visitante», ir y examinar a los demás en sus propios terrenos, evitando mirarse a sí mismo y que los demás lo examinen a él. Así funciona el hermetismo de la Obra.

En cambio, aquí en Opuslibros no necesitamos ir al terreno ajeno: ya lo conocemos bastante bien, y en cambio, se acoge a todo aquél que quiera expresar su opinión –crítica o no-, mientras no argumente -a conciencia- desde la patología del hipócrita, mientras no venga aquí a condenar lo que promueve y patrocina en su propia tierra.

Pues bien, la persona hipócrita (con domicilio en la Obra) no tiene autoridad para condenar moralmente a nadie, en particular sobre el tema de la censura o del anonimato.

Lo que sucede es que aquí en OpusLibros el anonimato está justificado, en cambio en la Obra no. Aquí la limitación del derecho a expresión está justificada, en cambio en la Obra no. Y el hipócrita quiere cambiar ese orden: que la justificación quede para la Obra y la culpa para Opuslibros.

El hipócrita quiere imponer un estándar para los demás y mantener al margen su propio estándar interno, sin que los demás se puedan entrometer. Eso hace la Obra: quiere que revelemos nuestros nombres pero ella no quiere darse a conocer tal como es, y como nosotros sabemos que es, pues de allí salimos.

Aquí en la web, los orejas se han exigido mucho por ser coherentes con el estándar de libertad de expresión que proponen (o sea, lo contrario a la Obra). Y el hipócrita, fiel a su nombre, siempre juega a partir de la trampa y se ha servido de la virtud de los orejas para ponerse en juez y exigirles milimétricamente el cumplimiento de tal compromiso con la libertad (cuando él es el primero en no respetarla). El hipócrita se ha puesto en juez y es hora de que él mismo sea examinado y puesta en evidencia su hipocresía, su falta de mérito para ser juez de nadie.

El hipócrita no tiene ningún derecho a reclamar en el terreno ajeno la libertad que él mismo no respeta en su propio terreno. Esto es elemental.

Restringir la publicación de correos escritos por hipócritas no es un acto de censura sino que es exigir coherencia y respeto al mismo derecho que los hipócritas –hipócritamente- reclaman. En realidad, al hipócrita no le interesa la libertad de expresión sino el silenciamiento de la opinión ajena: ahí está la trampa. Y no hay que caer en ella.

En todo caso, el hipócrita debería reconocer que aquí se le publica su opinión contraria, cosa que no sucede en la web oficial. Pero bueno, dejaría de ser hipócrita. Y por un principio básico y clásico –el de no contradicción- no puede ser al mismo tiempo una cosa y otra.

La institución hipócrita

La Obra misma actúa hipócritamente gran parte del tiempo: es un modo de subsistencia, es parte de su estructura e identidad.

Creo que es difícil perseverar en la Obra sin una dosis importante de hipocresía (técnicamente hablando, más allá de la cuestión de la culpa y la responsabilidad personales).

Porque la Obra subsiste gracias a unas propuestas (promesas, ideales, etc.) que difieren totalmente con lo que luego se practica. De hecho, a todo miembro le enseñan dos explicaciones de un mismo hecho: la explicación para «los de la Obra» y la explicación para «los de fuera». La razón «técnica» es que unos tienen vocación (y entienden) y otros no tienen vocación (y hay que «traducirles», sinónimo de «mentirles»).

Técnicamente es una mentira, porque realmente no se está diciendo la verdad. Pero en los hechos, el problema «técnico» se salva mediante «un parche sobrenatural» que impide reconocer abiertamente el acto de hipocresía involucrado. Lo «sobrenatural» es la razón que permite ser hipócrita –en los hechos- sin que la conciencia siente el menor remordimiento.

Por lo cual, no hay forma de ser hipócrita en la Opus Dei. Y no hay forma de que alguien en la Obra reconozca su actitud hipócrita (salvo que comience a tomar distancia y finalmente se vaya).

Porque desde el momento en que se reconoce, uno ya está afuera de la Obra: ha perdido «la visión sobrenatural» y ya no forma parte de esa «Unidad» que es la Obra.

Del mismo modo, en la Obra se hace referencia a los principios morales como la guía primera y última de todo el actuar de la institución. Sin embargo, si se tiene algún contacto con quienes gobiernan o al menos se sufren las consecuencias de su actuación, se experimenta claramente que quienes dirigen la Obra se mueven por fines muy pragmáticos: la supervivencia de ese organismo corporativo que es la Opus Dei, y las personas son el alimento de ese organismo. La moral es una excusa, la moral es un anzuelo. Está al principio pero no se la encuentra luego, cuando uno se interna en las cavernas de esta institución.

Todo en la Obra tiene un doble sentido: ya sea que se lo mire desde la órbita de la propaganda (los principios morales, de prestigio) o desde la órbita del gobierno (los principios pragmáticos). Una cosa es la fraternidad como caridad de unos con otros (es la imagen que hay que dar, incluso internamente) y otra cosa es la fraternidad como aquella relación que evita toda amistad y une en el vínculo de lealtad con el líder, es decir, el prelado o también llamado “Padre” (el vínculo corporativo que, en los hechos, hay que lograr).

Mientras cualquier persona (exterior a la Obra) diría que incluso internamente hay un doble estándar, una concepción hipócrita dentro de la propia identidad como miembro, en la Obra tal actitud hipócrita desaparece al hacer connatural la dualidad (es decir, la disociación): según cómo se la mire, la fraternidad es una cosa u otra, porque en las charlas la fraternidad es una cosa (el ideal) y en la vida cotidiana es otra (la consigna de ser leal a la corporación por encima de cualquier relación interpersonal de amistad).




Los directores deberían decir y reconocer –si no quieren ser hipócritas- que en la Obra se gobierna a base de pragmatismo y para obtener objetivos proselitistas. Y que todos los grandes ideales espirituales son «a modo de ilustración» pero que nada tienen que ver con el fin último de la Obra como «cuerpo viviente» que se autogobierna al margen del Evangelio.

Pero como en la Obra no reconocen esto –sin embargo es el principio que organiza el funcionamiento de la institución- entonces claramente la Obra como tal es una institución hipócrita. Y quienes la gobiernan, los actores principales de tal hipocresía.

Por eso no ha de sorprender demasiado cuando el actual prelado «pide» vocaciones al mejor estilo faraónico y lanza su campaña de incorporaciones, sabiendo que por el otro extremo se va una enorme cantidad de gente desilusionada y estafada. Tampoco ha de asombrar que el prelado diga que «son pocos» los que critican a la Obra: es una declaración acorde al doble estándar bajo el cual funciona la institución que dirige. Lo que sí sorprende es que no tenga ningún problema personal en actuar conforme al perfil del hipócrita. No es un tonto ni está desinformado: sabe bien lo que hace.

En el principio fue la mentira

La idea de «pescar» es la metáfora –tan preferida en la Obra y en particular por su fundador- que tal vez mejor representa el doble estándar, y por lo tanto, la hipocresía misma de la institución. La acción de pescar supone una dualidad: la carnada y el anzuelo, lo placentero y lo doloroso, la seducción y la trampa.

Si uno se pregunta cómo sucedió todo (esto de la vocación): «en el principio fue el anzuelo» y ahí está posiblemente la mejor respuesta.

Y si «en el principio fue el anzuelo», ¿qué validez puede tener lo que siguió?

En el Evangelio, la metáfora de la pesca no tiene connotaciones equívocas sino que hace referencia a la idea de salvar (es una resignificación, así como el nombre de Simón cambia por Pedro). En cambio, en la Obra la metáfora de la pesca tiene que ver con la idea de depredación (tomar y descartar), hace a la literalidad del acto de pescar: engañar para atrapar, y además, de manera casi ilimitada en su ambición proselitista (poniéndole un número a tal ambición: 500 vocaciones... ¡en cada país!, según información reciente). Vuelve “primitivo” el concepto evangélico de la pesca. Las metas numéricas, en relación a las vocaciones, hablan de ambiciones materiales (codicia) más que de aspiraciones liberadoras. La codicia está en la raíz del proselitismo “oficial” de la Obra y en la raíz de muchas de sus motivaciones (se me viene a la menta las “escuelas de negocios”). Por eso importa tanto “la selección”, que bien mal se puede llevar con lo «de cien almas nos interesan las cien» (la hipocresía, nuevamente presente, porque la idea real es «de cien almas selectas nos interesan las cien»). Y la codicia es la otra cara del desprecio: se suelta y olvida rápidamente lo que no interesa a la ambición.

Podría decirse que lo «bueno» de la Obra está en todo lo que constituye «la carnada» y lo malo de la Obra está en lo que permanece y retiene –con dolor-, o sea, en el anzuelo. Si no se quiere sufrir, lo mejor es no tirar del anzuelo, sino quedarse mansamente “enganchado”, porque la liberación siempre supondrá un desgarro. El anzuelo está hecho para que entre con facilidad y salga con dificultad. Así la Obra.

Además, los directores bien saben de pesca: para retener y exigir hacen sentir la presencia del anzuelo, y para motivar echan más carnada. Este es uno de los motivos por los cuales se “dura” tanto tiempo en la Obra, pues en ese “tira y afloja” del “pescador” se le va la vida al pez (que cree que algún día el pescador va a “aflojar” y le va a dar libertad o que al menos desaparecerán las puntas del anzuelo que lo retienen y lo lastiman).

De hecho, algunos “teorizaban” sobre “el fin del anzuelo y la venida apoteósica de la carnada” (por ponerle un nombre) cuando señalaban “progresos” o “concesiones” por parte de los directores (la sensación de ir “ganando libertad” dentro de la Obra): el cambio de consiliario por otro aparentemente más blando, la proximidad de un Congreso General, la posibilidad de tener ordenado/computadora propia, el uso de pantalones en las mujeres, etcétera. Este era el comentario habitual: estamos “progresando, hay avances”. Lo que nadie se cuestionaba era qué hacía un anzuelo en nuestras fauces, cómo había llegado hasta allí.

La única alternativa para el “pez” era tomar la decisión de cortar violentamente con el anzuelo, lo cual sería sumamente doloroso y difícil de afrontar, porque entre otras cosas, el pez estaba debilitado por el “desgaste” al que le había inducido el mismo “pescador”. En tales casos, hay que juntar fuerzas para dar un único golpe y eso es extremadamente riesgoso.

En la Obra sucede esto mismo: en el inicio está la carnada y al final de toda su atracción está el anzuelo.

Y todo termina como en la pesca: el resultado es un pescado, o sea un pez muerto. Y en el mejor de los casos, un pez vivo pero encerrado en una pecera.

En la Obra, el mar es el lugar del cual se sale, nunca al cual se va. Salvo cuando se abandona «la pecera», o cuando la Obra «tira» de vuelta al mar a aquellos que no les interesa.

La funcionalidad de la hipocresía

En la Obra suponen que para promover el Evangelio hay que utilizar una institución que se maneje con principios propios (o autónomos), hasta jurídicamente hablando (la Prelatura): que el medio de transporte (de ese mensaje) debe tener su propia naturaleza independiente.

Creo que aquí reside la razón de ese doble estándar. Por eso el gobierno de la Obra difiere tanto de la moral que sustenta y sin embargo siente que cumple una misión extraordinaria y sagrada. De este modo, visto desde adentro, no hay lugar para la hipocresía: el doble estándar es una premisa aceptada, aunque no de manera abierta o consciente sino pragmática.

Esto es lo que sucede en política generalmente: se defienden ideales nobles con medios que distan mucho de ser compatibles con esos ideales.

La política entrega resultados, pero que nadie pregunte cómo los consigue. Por eso la política –desde este ángulo exclusivo de análisis- es generalmente hipócrita y acepta a la hipocresía como un estándar.

La Obra consigue resultados, pero que Roma no pregunte cómo los consigue. Sin embargo, Roma apoya a la Obra por los resultados que consigue.

La aprobación de la prelatura, la beatificación y luego la canonización confirman un camino elegido por la Iglesia.

A cambio de los resultados, la Obra ha obtenido una autonomía absoluta en el campo disciplinal. Se le ha concedido «soberanía propia». Es muy difícil, ahora, que la Iglesia intervenga: se contradeciría públicamente y no está dispuesta a ello. Quedaría en evidencia que en el pasado reciente actuó bajo la influencia del doble estándar.

Autoridad moral y gobierno

No es nada conveniente que en la misma persona coincida la autoridad moral y el gobierno, porque muy probablemente terminará usando la moral para justificar su gobierno. Además, instantáneamente desaparece la instancia moral como recurso al cual acudir en caso de abuso del poder.

Qué complicado resulta que el mismo que gobierna al margen de la moral sea el que exige que los demás examinen su conciencia según los principios de la misma moral que él rechaza para sí.

Qué rechazo causa que la misma persona se ponga el traje de santo para predicar y luego lo cambie por el de cínico para gobernar. Es la consecuencia de mezclar y someter la dirección espiritual al gobierno.

Sucede en la Obra. Y en la Iglesia ha pasado lo mismo, aunque de diferentes maneras, según las épocas.

Por contraposición, veo a los religiosos que se apartaban al desierto, como una manifestación –entre otras cosas- esa separación entre autoridad moral y poder político.

La autoridad moral ha de ser incuestionable e intachable. Ese es su valor, ese es su poder, mucho mayor que el poder político. Pero siempre y cuando no quiera mezclarse con él. La autoridad moral es el juez y no debe asociarse con el poder político, con el gobernante.

En cambio, la política, siempre ha de ser sujeto de cuestionamiento, no sea que se divinice y se termine metido en medio de una teocracia. Como en la Obra.


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