La conciencia y la Obra/El origen del problema

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La Voluntad de Dios (según Escrivá)

El concepto fundamental aquí es el de la Voluntad de Dios, palabras que bien pueden enunciar la máxima benevolencia o también el mayor argumento de presión en manos de los directores, del cual no hay escapatoria fácil.

«El lugar, en el que somos más eficaces, es aquél en el que nos han puesto los Directores Mayores: ésa es la voluntad de Dios. Y en ese lugar —y no en otro (…)— es donde la gracia de Dios nos ayudará con mayor eficacia» (del fundador, Meditaciones VI, pp. 433-434)

Doctrinalmente la Obra asocia indisolublemente el mandato de los directores con los designios de la Voluntad de Dios, de ahí que éstos, por ejemplo, se atribuyan la capacidad de llamar (dar la vocación) y de anular la llamada, declarándola inexistente...

«es el Director quien tiene la palabra de Dios. Obedeced, y, cuando el Señor quiera —si viene a vosotros esta oscuridad aparente—, enseguida brillará de nuevo la estrella» (del fundador, Meditaciones I, pág. 299)
«La Obra de Dios viene a cumplir la voluntad de Dios. Por tanto, tened una profunda convicción de que el cielo está empeñado en que se realice» (del fundador, Instrucción, 19-III-1934, n. 47.).
«Nuestro Fundador ha alcanzado la santidad porque ha cumplido la Voluntad de Dios. Y esa Voluntad consistió (…) en fundar el Opus Dei» (de A. del Portillo, Carta 19-III-1992, n.5)

Si la Obra como tal es Voluntad de Dios, ¿qué conciencia osará presentar resistencia, oponerse o cuestionarla?

Posiblemente sea este el mayor argumento con el cual la Obra presiona a las conciencias para que depongan toda resistencia y así consientan los abusos por parte de los directores.

El otro concepto es el de la infalibilidad: los errores sólo pueden estar de un lado, del que obedece la voluntad de Dios. Nunca provienen del lado de los directores, pues es el lado de Dios. De ahí la ausencia de toda autocrítica o examen. La Obra nunca concede que alguien pueda tener la razón al contradecir la razón de los directores (pues es la Razón de Dios), ni de lejos se lo plantea en los escritos más espirituales (que, en última instancia, siempre son doctrinales y ascéticos):

«En tu vida se presentarán, en ocasiones, exigencias de la entrega a Dios que no alcanzas a comprender, y te preguntarás el porqué. No actúes entonces como quien está dispuesto a obedecer sólo cuando entiende; no te rebeles si no comprendes la respuesta que recibas y, desde luego, no pierdas la confianza en los Directores o en las Directoras, que ellos nunca la pierden en ti; no permitas que te domine la susceptibilidad. Sé fiel, y más adelante descubrirás la Providencia de Dios en aquello que te contrariaba» (A. del Portillo, Carta 19-III-1992, n. 32)
«Cuando -en contra de lo que os dice quien tiene gracia especial de Dios para aconsejaros- penséis que tenéis razón, sabed que no tenéis razón ninguna» (del fundador, en «De nuestro Padre», n. 72).

¿Cómo ser inocente en medio de un ambiente de sospecha permanente? Es que ser considerado inocente es uno de los tantos derechos que se pierde.

La infalibilidad se manifiesta no solo en la razón sino también en la voluntad:

«Vosotros decís: queremos lo que quiera el Padre, y acabáis antes, ¿no? Porque yo, además quiero lo que quiere El; así que está en un compromiso tremendo» (del fundador, Meditaciones III, p. 401).

Lo que parece una frase que sólo merece elogios y aprobación –quiero lo que quiere El-, en una segunda instancia manifiesta el fundamento del culto a la personalidad del fundador y sucesores: aquí está una raíz importante del fanatismo.

Todo depende del sentido de la dirección con que se lea tal frase. Me explico.

Como «lo que quiere el Padre» es «lo que quiere Dios», en la Obra se concluye, de manera sofista, que por lo tanto «Dios quiere... lo que quiere el Padre», razón por la cual Dios está en un «compromiso», pues cuando el Padre quiere algo, Dios no puede no quererlo.

Es importante aclarar que el Padre (prelado) siempre quiere cosas concretas y puntuales: sus intenciones son precisas y así las da conocer, cuando lo cree oportuno.

¿Pero cómo saber lo que Dios quiere, salvo en sentido amplio y genérico?

La infalibilidad, entonces, se manifiesta no sólo en el razonamiento sino también en el conocimiento: porque decir «yo quiero lo que quiere Dios» implica la consiguiente afirmación «yo sé lo que Dios quiere»... declaración que ya no provoca elogios sino estremecimiento.

Una misma frase con dos lecturas opuestas: una demagógica (la explícita) y otra perturbadora (la tácita).

¿Alguien se imagina a un Papa en su alocución de los miércoles ejerciendo un exceso de autoridad como el de Escrivá, con su triple infalibilidad, de razón, de voluntad y de conocimiento?

No es fácil para la conciencia hacer frente a semejante demostración de fuerza y se comprende que para los miembros de la Obra el Magisterio de Escrivá estuviera (y esté) por encima del Papa (cfr. la famosa frase de Escrivá en Argentina: «cuando la Iglesia quitó el Index, yo puse mi índice», decía alzando su dedo índice y refiriéndose –sólo para los entendidos- al Index interno de la hoy Prelatura, que lo sigue manteniendo; lo extraño es que la gente aplaudía y la mayoría no sabía lo que estaba aplaudiendo...).




Pero no era infundada aquella reacción de aplausos.

Lo que en realidad había, detrás de esa aprobación del público, era una gran dosis de apasionamiento, de adoración por algo no se llegaba a entender ni tampoco resulta necesario entender, solamente adherirse con la pasión. Así es la Obra.

Por más que la Opus Dei intente mostrarse “racional”, el fundamento de esa institución es netamente pasional y toda su racionalidad está amoldada a su apasionamiento. Sus argumentos son breves, sus conclusiones son taxativas.

A la Obra no le interesa la gente que piensa sino la gente que se apasiona y entusiasma (actitud que no tiene necesariamente que ver con la virtud de la alegría).

Por eso las reacciones inflexibles de quienes se han institucionalizado, por eso la falta de argumentación “de largo alcance” y la abundancia de frases hechas, pensamientos rápidos, fórmulas para aprender de memoria (como el catecismo interno), etc. Pero nunca un análisis en frío, moderado, abierto, desapasionado.

Fría, solamente la indiferencia institucional, pero que obedece también a un origen pasional.

Cuando, por ejemplo, el fundador decía «somos libérrimos» no estaba expresando un concepto racional, fundamentado, sino realizando una declaración eufórica, que contagiaba, pero que no implicaba una realidad necesaria. Ejemplos de este tipo de «afirmaciones eufóricas» abundan en los tomos de Meditaciones.

La falta de ese fundamento racional se manifestó luego, en la vida de cada uno, al comprobar la disociación entre las palabras y las cosas. Sólo quien está apasionado no puede ver la diferencia.

En general, en la Obra no se dan explicaciones, se afirman cosas, de manera enfática y con certeza absoluta, lo cual apela al fanatismo.

¿Por qué es tan fácil engañar a tanta gente? Porque el fundamento de la Obra es eufórico, no racional. Y en medio de la euforia, no se piensa y menos aún se cuestiona nada. La mejor edad para la euforia es la juventud, los catorce años. Luego, con el tiempo se torna difícil dejar de vivir en la mentira. Se tiene miedo a perderle el sentido a la vida sin esa euforia.

Como decía una militante comunista: «La razón por la que no salimos del Partido es que no podemos soportar la idea de despedimos de nuestros ideales por un mundo mejor. Se trata de un argumento muy manido: el Partido es el único capaz de mejorar el mundo» (citado en Ser mujer en el Opus Dei/Tiempo de resurgimiento).

Como complemento, se agrega con los años, la deformación de la conciencia debida a la formación que se imparte en esa institución: la Obra enseña que aquél que deseara desistir o renunciar a «la vocación» traicionaría a Dios y perdería su alma. Por lo cual, quedarse en la Obra parecería ser doblemente ventajoso: vivir eufórico y asegurarse la salvación (no es sorprendente, entonces, que aparezca la depresión como consecuencia de tanta «euforia»).

Se comprende que la Obra no permita las críticas, pues no es racional el fundamento que sostiene a esa institución. Por lo tanto, no puede permitir volverse vulnerable a la razón, porque quedarían en evidencia sus grandes contradicciones.

Ciertamente la Obra manda someter los sentimientos «a la cabeza» (disciplina), pero no es porque en la Obra domine lo racional sino por una cuestión de obediencia, de sometimiento.

Lo racional es un leve barniz, si se escarba enseguida asoma la pasión, la intolerancia.

No es otro el fundamento por la cual los seguidores de Escrivá no atacan a Opuslibros de manera racional, con argumentos. Sólo de manera visceral, apasionada. O se quedan mudos.

Es natural que así lo hagan. Por eso no creo que haya que sorprenderse por los ataques personales y actitudes descalificadoras. Si se intenta entablar una comunicación racional, harán de esa invitación un objeto de burla y desprecio (cfr. el tipo de respuesta que obtuvo Carmen Charo).




No parece una casualidad, entonces, que Escrivá diga que la razón más sobrenatural (para hacer algo en la Obra) sea «porque me da la gana».

Es la arbitrariedad y no la libertad. No es «porque quiero» sino «porque me importa poco lo que los demás piensen». Es una actitud arrogante.

Resulta significativo y no creo que haya que tomarlo aisladamente sino en el contexto que señala Satur: como una muestra del inconsciente del fundador.

Más que el fundamento propio de la decisión libre, el «me da la gana» parece una caprichosa expresión voluntarista (voluntarismo: teoría filosófica que da preeminencia a la voluntad sobre el entendimiento, DRAE 2002): digo que la Obra la creó Dios porque me da la gana; digo que la vocación a la Obra la da Dios desde la eternidad y es irrevocable, porque me da la gana; digo que quien abandona la Obra se aleja de Cristo, porque me da la gana; digo que nadie en la Obra puede ser coaccionado, porque me da la gana; digo que tú estás en la Obra porque te da la gana, porque me da la gana; decido que agregad@s y numerari@s no van a espectáculos públicos y que las numerarias usen pantalón porque me da la gana; la Obra no da respuestas por escrito sino sólo orales, porque me da la gana; aunque la Iglesia eliminó el Index, yo decido levantar mi dedo índice, porque me da la gana; y me da la gana decir que este argumento es válido sólo para lo que a mí como fundador me dé la gana. Etcétera.

¿Será finalmente que detrás de «es voluntad de Dios» lo que realmente hay es un porque me da la gana?

Es importante preguntarse esto, pues en la Obra escasean las explicaciones, y sobran las “autodeterminaciones soberanas” aplicadas a la vida de los demás. La Obra no da explicaciones, sino órdenes que proceden de la voluntad del Padre.

Dios mismo actúa de la misma manera, bajo el mismo principio:

«Dios Nuestro Señor concede su gracia a quien le da la gana»
(del fundador, Meditaciones V, pág. 86)

Y si alguien no se siente feliz en la Obra, está claro a qué se debe:

«Os digo en la presencia de Dios que, si algún hijo mío se siente infeliz, es porque le da la gana»
(del fundador, Meditaciones III, pág. 718)

De todos modos, ese argumento de las ganas tiene sus límites, los que le pone el fundador (redundante sería decir porqué lo hace…), límites que coinciden con el momento de exigir obediencia a los demás:

«no perseveramos en el trabajo porque tengamos ganas, sino porque hay que hacerlo»
(del fundador, Meditaciones IV, pag. 30)

«en el Opus Dei no hacemos las cosas porque tenemos ganas de hacerlas, sino porque hay que hacerlas»

(del fundador, Meditaciones III, pág. 395)
«Dentro de la barca no se puede hacer lo que nos venga en gana»
(del fundador, Meditaciones IV, pág. 88)

Cada uno puede administrar su libertad: lo que no puede –sin transgredir principios elementales- es disponer sobre la libertad de los demás, ni siquiera porque le dé la gana.




La Obra toda está fundada sobre esta presunción dogmática: yo sé lo que Dios quiere y yo sé que Dios lo quiere (la Obra como fruto de una revelación). Y los directores presumen de la misma manera a la hora de dirigir: yo sé lo que Dios te pide, lo que Dios quiere para ti.

«Para nosotros, la Voluntad de Dios es siempre clara, transparente; la podemos conocer hasta en sus mínimos pormenores, porque el espíritu de la Obra y la ayuda de nuestros Directores nos permiten saber lo que el Señor nos pide en cada momento» (texto de Meditaciones III, p. 338)

¿No parecen palabras un tanto desproporcionadas, por no decir desorbitadas?

Sumado a eso, si la lucha por la santidad, que lleva toda una vida, consiste justamente en adecuar nuestro corazón al de Dios e intentar descubrir qué sea el querer de Dios, afirmar que yo quiero lo que Dios quiere implica o bien que se ha llegado al estado de santidad, a la identificación perfecta con Dios, o de lo contrario, demuestra una arrogancia cercana a la megalomanía.

Lo tremendo es pensar que «lo que yo quiero lo quiere también Dios». No parece ser otro el fundamento para que Escrivá diga que la Obra viene a cumplir la Voluntad de Dios. Yo lo digo, luego es. Al menos, hasta ahora no hay pruebas en contrario.

De ahí la actitud idolátrica hacia «la voluntad del Padre» (el prelado, no Dios), pues si lo pide el Padre, entonces lo pide Dios. Las quinientas vocaciones que pide el Padre, por poner un caso conocido, las pide Dios.

La religión de la Obra (o su mesianismo)

Reflexionando acerca de tantas personas con muchas décadas en la Obra (denominadas “mayores”) con las cuales tuve un trato habitual y hoy siguen en la institución, me preguntaba cómo pueden estar ahí sin hacer crisis o plantearse seriamente las contradicciones que en esta web tanto se señalan.

Y llegué a pensar que la Obra es mucho más que una institución, es una religión: es el seguimiento de una persona y esa persona es el fundador y su «carisma», su mensaje a ser revelado. Religión fundada (supuestamente) en la Voluntad de Dios, los Evangelios y la Tradición.

Visto de esta manera, creo se entienden muchas cosas...

Religión que tiene como centro la filiación al Padre (el fundador) y como pecado mortal el apartarse del Padre. Por eso posiblemente tanta insistencia, por parte de su fundador, en la muerte como consecuencia para aquellos que se separan (de la religión) de la Obra.

Para estas personas que hace décadas que están siguiendo al Padre, cualquier contradicción o incoherencia es menor comparada con el sublime fin principal.

Así como de la Iglesia se pueden criticar muchos aspectos históricos sin poner en crisis la identidad de la religión y su origen sobrenatural, la religión de la Obra se sitúa de la misma manera: nació divina y por lo tanto cualquier problema siempre será “intrascendente”, en el sentido de que no afectará su sobrenaturalidad. Por lo cual esos “mayores” de la Obra no se inmutan para nada, tienen los ojos puestos en su mesías (por supuesto, otros “mayores” tienen puestos los ojos en su propia supervivencia material, pero no me refiero a ellos ahora; aunque a veces la mística es necesaria para sobrevivir, «creerse el cuento» para seguir adentro y tener un lugar donde vivir).

No es una exageración: Escrivá fue muy mesiánico y por eso consiguió que lo siguieran tanto y de una manera incondicional. Prometía la salvación para aquellos que profesaran la fe que venía a predicar (el tema es qué sustento real tenía esa nueva fe):

«Recuerdo que cuando todavía no teníamos ninguna aprobación canónica, gritaba a los de Casa en los cursos de retiro que teníamos en Ferraz: ¡aseguro la salvación, la gloria del Cielo, a los que perseveren en su vocación hasta el final! Y añadía: aquel que sea fiel a este espíritu, tiene asegurada la salvación eterna»
(del fundador, Meditaciones IV, pág. 696)
«Puedo decir que el que cumple las Normas (…) ése está predestinado, si persevera hasta el fin»
(del fundador, Meditaciones VI, pág. 47)

Estas palabras también pueden tener su significado opuesto: quien voluntariamente se aparte de la barca de la Obra, encontrará su propia condena. Las palabras del fundador no señalan una posibilidad (irías) sino afirman una certeza total (irás):

«Si te sales de la barca (…) irás a la muerte»
(del fundador, Meditaciones IV, pág. 87.)

Y quien intente cambiar los aspectos “divinos” de la Obra será objeto de la maldición de Dios, según solemnes palabras del primer sucesor de Escrivá (cfr. Meditaciones VI, pág. 222 y ss.). De aquí el carácter “dogmático” de la Obra, comparable al de la Revelación Divina contenida en las Sagradas Escrituras.

Por su parte, el “catecismo” de la Obra (pregunta nro. 83) habla de «pecado mortal» para aquél que se va de la prelatura sin el perdón del Padre, o sea, la dispensa que evita la ejecución de la condena mortal (cfr. al respecto el notable artículo de Duo Dinámico).

¿Cómo no van a afectar gravemente a la conciencia todas estas consecuencias que surgen de seguir a Escrivá?

Ciertamente hubo un gran engaño, lo cual disminuye o elimina toda culpa según cada caso particular, pero esto no evita sufrir las consecuencias, es decir, padecer el escándalo de la propia conciencia, que es doloroso y perturbador.

Se necesita una verdadera redención de la conciencia para remediar la caída que supone haber creído en esta persona y, por tanto, en la mortalidad con la que tanto amenazaba y a la cual estábamos sometidos en la medida en que nuestra conciencia lo estuviera. Es que creer en la Obra es una forma de mortalidad, de la cual es posible redimirse.




Lo propio de una religión, en general, es que existan dos partes: una perfecta y otra imperfecta, Dios y las criaturas. Una parte que tiende al pecado y otra que perdona el pecado. La Obra claramente se ubica en el lugar de lo impecable y es por ello que toda su “doctrina de la justificación” está redactada hacia la otra parte, hacia la parte pecadora, que son los hijos.

Veamos un ejemplo que forma parte «del espíritu», es decir, no es adjudicable a un «error de las personas». Es doctrina oficial, acerca de cómo el Padre espera que se comporten los hijos.

«Lo incomprensible sería que el hijo ocultara la herida o la enfermedad que padece, o buscase a escondidas un curandero que no puede sanarle. Quien obrase así no podría llamarse buen hijo, sería un loco, y su final sería triste.» (texto de Meditaciones I, pág. 552)

Para la Obra, por dar un ejemplo, un sacerdote diocesano es “un curandero” que “no puede sanar”, y quien (siendo “hijo”) acude a él, es considerado por la Obra, un loco.

Esta enseñanza forma parte del denominado «espíritu de la Obra», por lo cual ni siquiera se puede decir que la parte “intachable” de la Obra sea «el espíritu». El «espíritu» está tan viciado como las «prácticas» y lo rescatable en realidad pertenece a lo que la Obra ha tomado del patrimonio de la Iglesia.

Continúa el texto anteriormente citado, refiriéndose ahora al papel de los directores:

«Los Directores nos quieren, nos comprenden. A ellos acudiremos siempre porque son el Buen Pastor.»
(texto de Meditaciones I, pág. 552)

Los directores no tienen que dar cuenta de nada ni justificar nada, pues actúan en nombre del Padre, o sea, de la parte perfecta:

«Estamos unidos al Padre cuando somos muy fieles a los Directores. Ellos representan al Padre y le prestan —de algún modo— su voz para decirnos lo que quiere de nosotros, sus oídos para escucharnos, su corazón para querernos, su amor para comprendernos siempre. Nuestro mayor deseo debe ser afinar más y más en ese cariño confiado y dócil a los que representan al Padre, poner por obra sus indicaciones, acudir gustosos a la Confidencia y a los medios de formación, porque “cualquiera que sea quien recibe la Confidencia, es el mismo Padre quien la recibe [dice el fundador]»

(Meditaciones IV, pág. 355)

Es sorprendente el tono de este texto. ¿Qué importancia puede tener que sea «el mismo Padre quien la recibe»?

Porque el fin de la Confidencia (dirección espiritual) es el mismo Padre: es conocer «lo que quiere de nosotros», transmitir cuál es la voluntad del Padre, pues el Padre quiere lo que Dios quiere y así lo comunica.

“Si no pasáis por mi cabeza, si no pasáis por mi corazón, habéis equivocado el camino, no tenéis a Cristo” (del fundador, Meditaciones IV, pág. 354)

Es tajante. No deja lugar a dudas. Esto también forma parte del «espíritu de la Obra». Esta herejía forma parte de lo que no pocos creen es «lo bueno de la Obra», su espíritu.

¿Qué significa «pasar por su cabeza y su corazón»? Parecería que el Padre fuera una instancia necesaria entre Dios y la conciencia, confirmando nuevamente la doctrina de «la infalibilidad» de razón y de voluntad comentada en el capítulo anterior.

Dios ha quedado totalmente eclipsado por el Padre. Estos textos revelan cuál es la esencia de la religión de la Obra: estar unidos al Padre.

Los directores «representan al Padre» (Escrivá), como si se tratara de una figura divina o «de culto» y los directores fueran sus «ministros», de manera análoga como los sacerdotes le prestan su voz a Cristo en la confesión y demás sacramentos, los directores le prestan su voz al Padre. En este caso, la Charla es el sacramento, los directores son los ministros, y «el Padre» es el que obra a través de ellos. Y cualquiera que recibe a un director, «a mí me recibe» (cfr. Mt. 10,40: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe» y Jn 14, 9: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre»). Es inevitable pensar en estas comparaciones.

«El Padre» está puesto en un lugar sublime, extraordinario, inalcanzable, divino.

Aunque el fundador diera a entender que su misión era llevar a sus creyentes hacia Dios, consiguió centrar la atención en su persona y de alguna manera hacer que su figura se volviera extraordinaria más allá de lo razonable.

Se ha hecho idealizar y quienes fueron o son sus seguidores lo han idealizado y lo idealizan aún hoy. Por eso no existen biografías oficiales que impliquen la más leve autocrítica: su vida es considerada extraordinaria del comienzo al fin.

Estos creyentes han transmitido y propagado la devoción a esa imagen considerada sagrada, y sobre todo, viven para ella y sostienen sus vidas desde ella (especialmente quienes viven el celibato en razón de la Obra y del Padre). El sentido de su vida está puesto allí mismo. También yo tuve esa “religión” en una época, aunque no fui consciente de ello como lo soy hoy.

De todos modos, ese seguimiento no puede ser incondicional para siempre: en algún momento de ese camino surge el punto de inflexión, donde se pierde la inocencia o se la defiende. En ese momento se decide seguir en la Obra o irse para siempre. Aunque se tarde años en tomar la decisión, el momento crítico sucede una sola vez y a partir de allí se toma el sendero hacia la irreversible consolidación dentro de la Obra o comienzan a contarse los días que faltan para salir.

Los Evangelios y la Tradición

A veces la identificación entre la Obra y Dios es explícita pero otras no: es lo que dice Ivan cuando habla de la asociación inconsciente. La Obra se identifica con Dios y luego todo lo que sea propio de Dios lo será de la Obra, sin necesidad de hacerlo explícito. Esta es la lógica con la cual están escritos los tomos de Meditaciones.

Toda la teología católica que allí pueda aparecer, las citas de San Agustín, la de tantos Padres de la Iglesia, etc., están desarrolladas en torno a la Obra como eje teológico, como si la Obra fuera la expresión más genuina del cristianismo, y por lo tanto, destinataria de la elaboración teológica de todos esos pensadores cristianos.

Se trata de reforzar la obediencia, por ejemplo, con citas de los Padres de la Iglesia:

«Sin ningún cuidado nos hemos de confiar a quienes recibieron del Señor la misión de guiarnos hacia la santidad» [cita de S. Juan Clímaco]
(…) Por eso procuramos identificar nuestra voluntad con las indicaciones de los Directores, poner toda la inteligencia para entender lo que mandan y para hacerlo del mejor modo posible. Y comprendemos con claridad que [texto oficial o de los directores]
«no hay nada que pueda dañar tanto y deshacer a la Iglesia de Dios, nada que pueda perjudicarla tan fácilmente, como el que los discípulos no estén unidos con gran empeño a sus maestros» [cita de S. Juan Crisóstomo] (en Meditaciones, IV, pág. 643)

Este tipo de construcción de justificaciones hace que la palabra que desciende de la cadena de mandos (en la Obra) tenga un peso extremadamente considerable al apoyarse en la Tradición de la Iglesia, como si ésta alentara a obedecer y seguir el magisterio infalible de Escrivá...


A su vez, la peculiar “dirección espiritual” que se imparte en la Obra tiene como fin, para cada miembro, «identificar su espíritu con el de la Obra y mejorar sus actividades apostólicas» (Catecismo, 5a ed., n. 276, citado en Meditaciones III, 359).

No es la santidad o el bienestar espiritual del interesado sino un doble objetivo exclusivamente beneficioso para la Obra: obediencia y proselitismo.

Hasta los Evangelios tienen una lectura que es propia de la Obra: o sea, la Obra acude a los Evangelios para fundamentarse a sí misma, a tal punto que podría hablarse de «el Evangelio según Escrivá», compilación de los diversos fragmentos de la vida de Jesús con sus propias interpretaciones internas adecuadas para ilustrar y argumentar a favor de la Obra. No es la Obra la que gira en torno al Evangelio: es al revés.

El «omnia in bonum» de San Pablo, en la Obra se convierte en el «omnia in bonum de nuestro Padre» y a partir de allí el primero se vuelve arcaico y el segundo pasa a ser el vigente. «Omnia in bonum» se convierte en una «marca registrada» a nombre del fundador y así tantas otras frases de las Sagradas Escrituras.

Tomemos el caso del texto sobre “la Barca” de la “Meditación Vivir para la Gloria de Dios” (Meditaciones IV, pág. 84 y ss.), donde el fundador utiliza el relato evangélico para construir «su propia parábola» y así darle a la barca de la Obra el fundamento que tiene la Barca de Pedro.

«Y vio Jesús dos barcas a la orilla del lago, cuyos pescadores habían bajado, y estaban lavando las redes. Subió Jesús a una, que era de Simón, y le pidió la desviase un poco de la orilla; se sentó dentro y predicaba desde la barca al numeroso gentío» (Lc. V, 2-3)
«Hijos, hemos subido a la barca de Pedro con Cristo, a esta barca de la Iglesia, que tiene una apariencia frágil y desvencijada, pero que ninguna tormenta puede hacer naufragar. Y en la barca de Pedro, tú y yo hemos de pensar despacio, despacio: Señor, ¿a qué he venido yo a esta barca? Esta pregunta tiene un contenido particular para ti, desde el momento en que has subido a la barca, a esta barca del Opus Dei, porque te dio la gana...»
«...si te sales de la barca, caerás entre las olas del mar, irás a la muerte, perecerás anegado en el océano, y dejarás de estar con Cristo...»
«Hijo mío, ya te has persuadido, con esta parábola, de que si quieres tener vida, y vida eterna, y honor eterno; si quieres la felicidad eterna, no puedes salir de la barca, y debes prescindir en muchos casos de tu fin personal. Yo no tengo otro fin que el corporativo: la obediencia»

¿Será finalmente ésta una declaración espontánea e indudable de que el fin corporativo de la Obra no es el amor a Dios sino «la obediencia al Prelado»?

Especial interés tiene para la Obra la parábola de la higuera estéril. Impresiona cómo Escrivá hace una interpretación utilitarista y unívoca para fundamentar el proselitismo coactivo:

«no hay excusas para dejar de dar fruto» (Meditaciones VI, nro. 550).
«ninguno de mis hijos puede estar tranquilo, si no trae cada año cuatro o cinco vocaciones que sean fieles» (Meditaciones IV, nro. 381).

Coacción que no sólo sufren los de afuera (de la Obra) sino también las últimas líneas de la cadena de mandos: cada uno puede recordar las presiones que sufría para traer gente a la meditación, a un curso de retiro o a la actividad que fuera.

Y siempre el argumento era el mismo, en última instancia: está en juego tu salvación eterna, ya que «todo sarmiento que no dé fruto será cortado». Para reforzar aún más su argumento, el texto de Meditaciones cita al Profesa Isaías:

«El Señor ha plantado la semilla de nuestra vocación personal, como la viña de que habla el profeta Isaías [texto oficial o de los directores].
¿Qué cosa podría yo haber hecho de mi viña, que no hiciera? ¿Cómo, esperando que me diese uvas, dio agrazones? Voy a deciros ahora lo que haré de mi viña. Destruiré su albarrada, y será ramoneada. Derribaré su cerca, y será hollada. Quedará desierta, no será podada ni cavada, crecerán en ella los cardos y las zarzas» [texto de Isaías] (Meditaciones VI, págs. 492-493)

Es hacer apostolado (para obtener frutos) con un revolver apuntando a la conciencia de uno. Los directores tienen la noble misión de apuntar y persuadir. Se trata de una presión muy bien argumentada, que se dirige directamente a la conciencia para obtener metas de gobierno.

Es decir, obtener un resultado externo a la persona que se presiona, por eso su santidad personal no es la prioridad. La persona aquí es un medio.

Lo único que a la Obra le interesa es obtener frutos apostólicos. Los frutos de santidad personal no están en la mira de los directores, salvo si se convierten en números de vocaciones.

Las principales amenazas de Escrivá se dirigen siempre contra la desobediencia, la falta de frutos apostólicos y la posibilidad de abandonar la Obra. Sus palabras más duras –sus maldiciones más amargas- no van contra las faltas de amor al prójimo sino contra las faltas de sometimiento a su autoridad.

«nos sentimos libres y comprendidos a la hora de obedecer (…) . Somos seres vivos, hijos de Dios: a los muertos los sepultamos piadosa-mente» (Meditaciones II, pág. 165). [deja en claro cuales son las dos opciones]
«Y en esta barca, pobre, humilde, te acuerdas de que tú tienes un avión, que puedes manejar perfectamente, y piensas: ¡qué lejos puedo llegar! ¡Pues, vete, vete a un portaviones, que aquí tu avión no hace falta!» (Meditaciones IV, pág. 88).
«Es inconcebible —sería una falsedad, una doble vida, una comedia— la vida de un hijo mío que no dé frutos abundantes de apostolado. Os digo una vez más que ese hijo mío estaría muerto, ¡podrido!: iam foetet (loann. XI, 39). Y yo —lo sabéis bien— a los cadáveres los entierro piadosamente» (Meditaciones III, pág. 144-145).
«Si alguien se descaminara, le quedaría un remordimiento tremendo: sería un desgraciado. Hasta esas cosas que dan a la gente una relativa felicidad, en una persona que abandona su vocación se hacen amargas como la hiel, agrias como el vinagre, repugnantes como el rejalgar» (Meditaciones III, pág. 389).

En la Obra, la muerte cumple una función fundamental a la hora de argumentar. Es muy significativo su carácter recurrente, a modo de amenaza.

Lo cual marca una coherencia: las faltas de amor sólo pueden ser señaladas desde una disposición hacia el amor (desinteresado) y no hacia la maldición (la cual revela generalmente un interés frustrado). Tomemos el conocido texto:

«...más criminal sería que no estuviésemos vigilantes [de los demás], para sorprender los primeros síntomas de una languidez espiritual, que les podría conducir a la muerte. Por eso, os he dicho que [yo] no excuso de pecado, y en ocasiones de pecado grave, a los que hayan convivido con un hijo mío que se descamina» (del fundador, Meditaciones I, pág. 506)

Como sucede a menudo con los textos del fundador, hay demasiadas cosas implícitas, que es necesario explicitar.

Lo primero a señalar es que en la Obra no existe la posibilidad de plantear la propia nulidad, es decir, plantear que nunca se tuvo vocación y por lo tanto es legítimo dejar la Obra sin que esto implique ninguna trasgresión. Para Escrivá, rechazar a su Obra es rechazar a Dios. El fundador afirmaba contundente:

«Tienes vocación y la tendrás siempre. Nunca dudes de esta verdad, porque se recibe una vez y después no se pierde; si acaso, se tira por la ventana» (citado por A. del Portillo, carta 19-III-1992, n. 14)

Los directores pueden –se sienten representantes de Dios- dispensar y declarar nula la vocación, pero los miembros rasos no pueden plantear la nulidad ni pedir la dispensa sin que esto sea tomado –por los directores- como un rechazo hacia Dios, para presionar a las conciencias.

Quien se va de la Obra es considerado un muerto y ya no hay por qué preocuparse de él: sólo enterrarlo piadosamente.

En este sentido, es significativo que a la parábola de la oveja perdida no se le preste la más mínima atención dentro de la Obra, salvo para hablar de la corrección fraterna o de la confesión, que no son el tema de la parábola (cfr. Meditaciones III, nro 307 y Meditaciones I, nro. 7). Además, lo gracioso es cómo se alienta a la oveja para que vuelva por sus propios medios pero se dice poco y nada de ir a buscarla. Es que no interesa si alguien se va de la Obra porque no tiene vocación o porque la tiene, si se va es un traidor y sólo tiene una posibilidad: arrepentirse. Nada de ir a buscarlo (salvo que a los directores esa persona les interese de manera especial y entonces son capaces de viajar a otro país para buscarla, lo he visto). Lo mismo puede decirse de la parábola del hijo pródigo, que no se aplica en la Obra salvo para hablar de la corrección fraterna, la confesión, etc. (cfr. La formación de la Identidad, inciso G).

Por eso, resulta difícil ver en las palabras del fundador, cuando «no excusa de pecado», un dolor honesto o una preocupación por la santidad personal de quien desea no seguir en la Obra. ¡Si lo ha dado por muerto, si ya no interesa más! Por lo cual, esas palabras del fundador ¿a quién tienen como sujeto del dolor, a quién las dirige, quién es la víctima, a quién se debe reparación?

Al muerto claramente no, fundamentalmente porque a su vez es considerado un traidor, alguien que ya no tiene derecho a reclamar nada:

«Si alguno de mis hijos se abandona y deja de guerrear, o vuelve la espalda, que sepa que nos hace traición a todos» (del fundador, Meditaciones II, pág. 68)
«...notamos como un desgarrón en el alma si alguien no persevera en la vocación. Nos hace sufrir, pero no tambalear. El mismo Jesucristo experimentó la amargura de la traición de Judas».
(A. del Portillo, carta 19-III-1992, n. 41)

Y sabemos que estas palabras se refieren a todos los que dejan la Obra, pues ya dijo solemnemente el fundador: «tienes vocación y la tendrás siempre».

La pregunta es ¿contra quién pecaron los que pecaron, si pecaron? (en primera instancia, contra Dios, por supuesto) ¿Contra el que se descaminó? Difícilmente, pues él ya tiene su condena.

Por lo cual, en aquél texto donde, en primera persona, no excusa de pecado, el fundador parece expresar una frustración personal, como si se hubiera pecado contra él.

Es importante señalar cómo Escrivá no se incluye en la cadena de responsables sino que él se atribuye la potestad de no excusar de pecado. Para ser fiel a la verdad, a veces se incluye:

«Cuando se queda alguno, me parece que se queda un pedazo de mi carne allí, pegado a una roca. Y sufro. Me parece que he faltado yo, y me doy golpes de pecho: perdóname, Dios mío. Muchas veces la culpa no es mía, sino de algunos que están alrededor y no le han ayudado»
(del fundador, Meditaciones II, pág. 541)

Extraño modo de hacer oración, echándole la culpa a los demás (cfr. la plegaria del fariseo, en Lc, 18,9).

Se trata de una falta de obediencia, de no haber cumplido con el doble mandato (que no se vaya nadie y que todos estén sometidos), más que de una cuestión de caridad para con el “traidor”.

Es inevitable, entonces, ver al fundador ubicado en el centro del discurso, en el lugar del ofendido, aquél que no excusa de pecado pero tampoco sale a buscar a la oveja perdida. La Obra gira en torno al fundador y el fundador la hace girar en torno suyo: es el centro de ese universo peculiar.

Y es necesario recordar que quienes dejan la Obra también dejan al Padre.

Ese texto es también una exhortación a coaccionar a los que no quieren seguir en la Obra, para impedir que se vayan. Pues está «amenazada» la salvación, de quien se va y de quien deja ir.

«Si el Señor quería que se obligara a ir a su cena a personas extrañas, ¡cuánto más querrá que uséis una santa coacción con los que son hermanos vuestros y ovejas del mismo rebaño de Jesucristo! Esta hermosísima coacción de caridad, lejos de quitar la libertad a vuestro hermano, le ayuda delicadamente a administrarla bien». (del fundador, Meditaciones II, pág. 157)

Resulta paradójica –e hipócrita- esa acusación de pecado grave cuando la principal causa para abandonar la Obra es la misma institución: ya sea por la alienación que produce o por la decepción y fraude en que termina.

Como toda hipocresía, esa acusación esconde el verdadero motivo de la recriminación: posiblemente el narcisismo herido de quien se siente abandonado.

Hay una segunda causa para abandonar la Obra: el engaño, pues hay personas que no sólo entraron engañadas sino que se van engañadas, creyendo que el problema está en ellas mismas y la Obra no tiene nada que ver en su «fracaso».




En resumen, la Obra no sólo recurre a medios que son inmorales (coacción), sino también los fines que persigue carecen de rectitud de intención (utilitarismo). Lo cual refleja una coherencia.

Sigamos con los ejemplos.

Lo mismo, que en las otras parábolas, sucede en el caso de la parábola sobre la vid y los sarmientos, que se utiliza para fundamentar la unidad con el Padre (prelado) en sentido disciplinal, más que espiritual.

«Convéncete, hijo mío, de que desunirse es morir.»
«Un sarmiento que no está unido a la vid, en lugar de ser cosa viva, es palo seco que sólo sirve para el fuego, o para arrear a las bestias, cuando más, y para que lo pisotee todo el mundo. Hijos míos ¡muy unidos a la cepa!, pegadicos a nuestra cepa, que es Jesucristo, por la obediencia rendida a los Directores»
(citas de Meditaciones IV, nro. 354)

Nuevamente, la interpretación de la parábola no apunta a la unidad espiritual sino política:

«Hijo mío, tú eres el sarmiento. Saca todas las consecuencias: que tienes que estar unido a los que el Señor ha puesto para gobernar, que son la cepa, la vid a la que tienen que estar bien unidos los demás. Si no, no me darás fruto, o darás fruto de vanidad, o quizá totalmente de podredumbre; y en vez de alimentar a las almas, pudrirás todo y serás causa de corrupción y malicia»
(Meditaciones I, pág. 655)

Aunque para fundamentar el sentido disciplinal, Escrivá le da un significado dogmático a sus palabras, sentenciando que para estar unido a Cristo hay que estar unido a Escrivá, a quien «el Señor ha puesto para gobernar»:

«Unidos al Padre, estaremos también unidos vitalmente a la Obra. Seremos sarmientos vivos llenos de frutos. “Si no pasáis por mi cabeza —decía nuestro Fundador—, si no pasáis por mi corazón, habéis equivocado el camino, no tenéis a Cristo”.
Estas palabras pronunciadas por nuestro Fundador hace muchos años, son y serán válidas siempre: en primer lugar, referidas a su persona; y también aplicadas al Padre, sea quien sea a lo largo de los siglos»
(Meditaciones IV, pág. 354)

Esta lógica de la utilidad es una constante. Se puede tomar cualquier tomo de Meditaciones y constatarlo.

A cambio de otorgar una fuerte motivación (sentido en la vida), la Obra obtiene el derecho a exigir, y de la exigencia saca beneficios. Y sin esa motivación, las personas creen que toda su vida perderá sentido. Como desangrarse.

Creo que es importante señalar un desencuentro, que al descubrirlo se vuelve desconcertante.

Los que creer, conducen su vida desde los ideales. Los que gobiernan las vidas de estos, no creen en los ideales, gobiernan desde el pragmatismo, cuando no del cinismo. Son políticos, no personas espirituales como habrían de esperar los que creen. Y éstos idealizan a los directores y creen que todo lo que deciden procede de una sublime disposición espiritual. A su vez, quienes gobiernan, predican los ideales como parte de su política, pero jamás permiten que los ideales limiten (y menos aún dirijan) la política que llevan a cabo. Los ideales tienen fuerza para seducir y convocar a creer, pero poca o ninguna fuerza para que los que creen exijan nada al que gobierna.

Esto es empíricamente comprobable, no una deducción teórica, de modo particular en el caso de la Obra. Cuando se comprueba, comienza el desencanto, en picada. Y no para.

Es muy probable que el pragmatismo de los que gobiernan esté amparado por una espiritualidad superior creada por ellos mismos y sólo para ellos mismos, pero esa ya es otra historia, que tiene que ver con la necesidad de autoengañarse para gobernar como gobiernan.




En general la formación de la Obra tiende al éxito (motivación y demagogia), al utilitarismo (exigencias y advertencias) y a la búsqueda de intereses (beneficios corporativos), por eso es muy difícil que coexista una dirección espiritual desinteresada (desconectada de este contexto) o que existan como regla general fines intermedios rectos si el fin último de la institución es la obtención de «utilidad» y «la eficacia».

El discurso oficial (o de los directores) le hace decir a San Agustín y a otros santos lo que en realidad no dicen: que la Obra tenga algo que ver con la Voluntad de Dios.

«“Los hombres —explica San Agustín— hacen su voluntad, no la de Dios, cuando hacen lo que quieren, no lo que manda el Señor. Pero, cuando hacen lo que quieren y, no obstante, siguen la Voluntad divina, entonces no hacen su voluntad aunque hagan lo que quieren. Haz voluntariamente lo que se te mande; así es como harás lo que quieres y no harás tu voluntad, sino la Voluntad de Dios”. Cumplimos la Voluntad de Dios cuando nos esforzamos en vivir con fidelidad las Normas y Costumbres; cuando hacemos nuestras las indicaciones de los Directores; cuando orientamos la lucha ascética y el apostolado según lo que nos aconsejan en la Confidencia.» (Meditaciones I, pág. 281)

Son como diapositivas, primero mostrar una, luego otra y finalmente a asociarlas, aunque no haya una relación necesaria entre ellas.

Es perfecta la cadena, salvo por su eslabón más débil: ¿quién dice solemnemente que la Obra es voluntad de Dios y que obedecer a los directores es obedecer a Dios? Únicamente Escrivá. La Iglesia no ha hecho ninguna declaración infalible al respecto y sólo una declaración así sería el único eslabón legítimo entre la Voluntad de Dios y la Obra.

Mientras no haya solemnidad por parte de la Iglesia, toda solemnidad proveniente de Escrivá no tendrá ningún valor (más aún, puede tenerlo muy negativo). Posiblemente por esto, entre otros motivos, quiera la Obra obtener para su fundador el título de Doctor de la Iglesia.




La gravedad del engaño producido por parte de la Obra se encuentra en que el fraude apuntó directamente a la conciencia moral, a lo más profundo de la dignidad humana. Y todo, en nombre de Dios.

Si uno se quedó en la Obra, muy probablemente fue porque en conciencia creyó que así debía ser (aunque se debiera a un engaño, en conciencia creyó que le decían la verdad).

Si alguien se va porque le dicen que se tiene que ir, es porque en conciencia cree que los directores le dicen la verdad. Y si uno se va dando el portazo, es muy probablemente porque en conciencia cree que la Obra no ha actuado rectamente.

La Obra apuesta fuerte al establecer que su verdad debe ser considerada del orden de lo que obliga en conciencia, pues de esa manera obtiene el sometimiento e impone orden. Pero esa apuesta es, al mismo tiempo, su talón de Aquiles, porque cuando la conciencia descubre –tarde o temprano- que la Obra no posee una verdad digna de esa categoría, se produce el escándalo, la conciencia se rebela y pasa de la adoración a la aversión, en un instante.

Hay muchos otros casos que los citados más arriba, pero en definitiva la conciencia juega un papel fundamental. La Obra no es un tema “opinable” para la conciencia: es algo que, o está bien o está mal. Y esto es así porque desde un principio la Obra se colocó en el lugar del Bien Supremo, por lo cual resulta difícil –al menos en primera instancia- hacerle entender a la propia conciencia que ahora el Bien Supremo es un Regular Intermedio. Resulta tan abominable a la conciencia que el Bien Supremo haya sido un engaño que es comprensible una reacción de aversión.




«Hay personas con una cabeza excepcional, prodigiosa, y un corazón leal y bueno, como dice Tlin, que no se irán mientras no se lo digan», decía Jacinto en su escrito.

Pienso que estas personas están más cerca de OpusLibros que de la Obra, aunque moralmente se encuentren en medio de un dramático dilema que no les permite acercarse a OpusLibros y sí permanecer en la Obra a pesar de la contradicción que esto supone, entre lo que ven en la Obra y lo que la conciencia les dice.

Al mismo tiempo, Flavia señalaba la imposibilidad de todo discernimiento en los miembros de la Obra, debido a la formación de la Opus Dei, caracterizada por machacar en la obediencia incuestionable y bloquear todo acto de discernimiento o pensamiento personal.

Este disciplinamiento de la conciencia impide toda posibilidad de libertad interior, pues antepone la obediencia al ejercicio del discernimiento. El dominio que la Obra tiene sobre las personas es tan profundo como el alcance que tiene en las conciencias ese modo de obediencia.

O sea, la Obra anula la conciencia con la excusa de la obediencia (para sus propios intereses corporativos). En el centro de esta concepción está la idea del sacrificio personal hasta llegar al holocausto del yo. Este “entregar la conciencia” es un tipo de anulación personal que caracteriza a las sectas.

Si a esto le sumamos el factor "miedo" que la misma Prelatura fomenta (a partir del “derecho a inspeccionar las conciencias y condenarlas” que se arroga), la decisión moral, aunque pareciera teóricamente posible, en la práctica resulta muy difícil, salvo que uno tomara esa decisión de manera "lógica" -como el caso que comenta Jacinto- o, si no, de manera desesperada, como producto del instinto de supervivencia. De moral, poco y nada. O sí, de moral de supervivencia.

Por último, es importante hacer notar que la imagen de la Obra que uno incorporó, en los años que pasó allí dentro, estuvo cargada de “mucha divinidad” y en primera instancia resulta “sacrílego” desnudar a esa imagen de su carácter sobrenatural. Es tremendo el enfrentamiento que esto supone.

La Obra como conciencia colectiva y la conciencia de las personas

Uno de los temas más graves que se plantean con la formación y el modo de gobernar que le son propios, es que la Obra saca atribuciones propias del ámbito de la conciencia personal y pone en la conciencia de las personas temas que no tienen el peso o la entidad de un tema de conciencia: pone cargas que no hay por qué llevar consigo y quita derechos inalienables.

Hace de temas opinables asuntos de conciencia y hace de asuntos de conciencia temas de gobierno.

Pensemos en la cantidad de temas opinables que la conciencia de los miembros debe consultar a «la conciencia de la Obra», es decir, a los directores...

Temas como el descanso, que –para agregad@s y numerari@s- en la Obra no es un derecho sino un deber y por lo tanto ha de «consultarse». Sin permiso de los directores, el descanso «no previsto» en el «horario» es un acto de indisciplina, con el cual se carga a la conciencia.

Lo mismo sucede en el ámbito profesional, donde la Obra somete la conciencia personal de las personas a la obediencia disciplinal, de manera tal que lo profesional «a causa de la conciencia» se encuentra sometido al dictado de los directores. Un tema que es opinable deja de serlo en el mismo instante en que los directores lo plantean como tema de «conciencia». Y todo en la Obra puede plantearse de esta manera: basta que se formule como «es voluntad del Padre-prelado» (también puede plantarse como «es voluntad de Dios», pero en ese caso es más difícil de demostrarlo). Nadie desafía al Padre, ni siquiera la conciencia personal tiene permitido hacerlo.

Sé del caso de un numerario al cual le impidieron hacer su doctorado en otro país –los directores nunca le dijeron claramente por qué-, y le significó perder una muy importante oportunidad en su carrera. Tal prohibición se la impusieron a su conciencia en razón de la obediencia, no con razones profesionales –que la Obra no puede tener ni ejercer-. Hacer ese doctorado hubiera significado –para ese numerario- actuar en contra de «la conciencia de la Obra» y por lo tanto una «grave trasgresión», cuando en realidad se trataba de un tema profesional.

Sucede que la Obra, cuando no tiene argumentos legítimos –razones justas y proporcionadas-, apela a la conciencia personal para que ésta se someta a la «conciencia de la Obra», como el mayor argumento irrevocable, el as o comodín que siempre se saca de la manga y gana la partida.

«[Escrivá] era una persona muy compleja porque él jugaba con dos barajas. Es decir que corrientemente jugaba con la baraja con la que jugamos todos al realizar nuestros actos. Pero él tenía además la baraja sobrenatural y de vez en cuando echaba una carta de esta baraja y creaba una visión equivocada.» (testimonio de Miguel Fisac).

Quien domina la conciencia, domina el resto de los ámbitos de una persona, sin necesidad de entrometerse en ellos explícitamente. Por eso el gran poder de la Obra sobre las personas.

Pasando al segundo aspecto -hacer de asuntos de conciencia temas de gobierno-, tomemos el caso de conciencia que cuenta Amapola (en el capítulo "El pabellón", párrafo 12), donde el secreto de confesión es puesto al servicio de los fines de gobierno, un tema de conciencia pasa a la esfera de gobierno: el sacerdote ordena a la penitente que vaya y se acuse frente a las autoridades públicas de la Obra sobre lo que ella ha contado en confesión. Lo que podríamos llamar una «confesión voluntaria» por coacción.

Ejemplos podrían multiplicarse en lo que hace a la confidencialidad de «la charla fraterna» y el uso que los directores hacen de la información obtenida allí. El deber primordial del director local es hacia sus directores superiores y no hacia el dirigido. El director local sabe que dará cuenta ante sus directores pero no así ante sus dirigidos. Sabe que su conciencia está «asegurada» por el respaldo de la «conciencia de la Obra», en la cual deposita y delega su juicio moral.

Si se tiene en cuenta que «el fin corporativo es la obediencia» -según palabras del fundador- resulta comprensible la anulación de la conciencia, pues es incompatible el sometimiento personal con la existencia de una conciencia personal.

De esta manera se refuerza doblemente el vínculo con la obediencia: se manda obedecer apelando a la conciencia y se manda a la conciencia delegar su facultad de discernimiento en lo que decidan los directores.

La conciencia personal queda diluida en lo que podríamos llamar «la conciencia corporativa de la Obra», facultad que ejerce de manera eminente el Padre, y luego, en menor grado, aquellos que lo representan. Por eso es tan importante «identificarse» con el Padre, «pasar por su cabeza y su corazón».

Esta delegación causa una gran alienación en las personas, las forma en la irresponsabilidad y en una cierta «amoralidad», porque han delegado su capacidad moral en «lo que diga la Obra», como si pudiera existir una dispensa para el discernimiento.

Podríamos llamar a este proceso de transformación moral, un “lavado de conciencia”.

La obediencia como conciencia

«Un criterio decisivo para juzgar la calidad "humana" de un medio cultural o institucional, es la conciencia que existe en ese medio de su propia contingencia o relatividad, y su misión de dar paso a una dimensión superior de la persona, sin pretender nunca asumir la responsabilidad de la conciencia de sus miembros» (A. Ruiz Retegui, Quarta Collatio).

¿Cómo es posible perseverar tantos años en la Obra hasta darse cuenta finalmente de lo que sucede? ¿Cómo puede existir entre los directores una ausencia de culpa y responsabilidad, que les permite desentenderse de los daños que causan?

Lo que se puede observar y concluir, en una primera instancia, es la ausencia de una verdadera conciencia personal entre los directores y entre los miembros en general.

Podríamos decir que la obediencia en la Obra se traduce en una especie de «lobotomía moral», que hace posible una obediencia mansa y una ausencia de culpa tan pacífica que se podría confundir con cinismo. Esa metafórica lobotomía también afecta la inteligencia, porque le quita toda inquietud y facilita un pensamiento simplificado, que obedece a consignas más que a razonamientos profundos.

Mientras la conciencia personal es un lugar de encuentro íntimo con Dios, la conciencia corporativa es la convergencia de todas las miradas en «lo que pida el Padre-prelado».




En la Obra el primer mandamiento es obedecerás. Luego sigue todos los demás, que no se asemejan en importancia.

La conciencia, como tema, queda casi totalmente relegada al deber de «examinarse».

Es significativa la ausencia, de la doctrina sobre la conciencia, en la formación que imparte la Obra. Veamos el ejemplo en los tomos de Meditaciones, donde la palabra ‘conciencia’ aparece 184 veces y en ningún caso se habla en profundidad de la doctrina sobre la conciencia, inversamente proporcional a la dedicación que se le da al tema de la docilidad, el sometimiento y la obediencia (tema este que aparece 512 veces, sumando “obediencia” y el verbo “obedecer” conjugado).

Se trata casi siempre del «examen de conciencia», tener una conciencia delicada o de «tomar conciencia» de la filiación divina, de la muerte, de la propia debilidad, etc.

Lo único que se señala es la diferencia que establece Escrivá entre «la libertad de la conciencia y la libertad de las conciencias», diferencia etimológica que no aparece en documentos como la Gaudium et Spes o en la Redemptor Ominis (ésta por ejemplo, en su n. 16 dice «entre estos derechos se incluye, y justamente, el derecho a la libertad religiosa junto al derecho de la libertad de conciencia») y desconozco cuál pueda ser su origen.

El resultado práctico que se obtiene de esta distinción de Escrivá, es una anulación de la conciencia concreta y una concesión abstracta, no operativa, a la conciencia considerada de manera genérica.




Es chocante que aquél que diseño una forma de gobierno basada en el control de las conciencias advierta de este mismo peligro:

«cuando ese amor [amor de Dios] decae, existe el peligro de una invasión, fanática y despiadada, en la conciencia de los demás»
(Es Cristo que pasa, n. 67).
«Pero las ideas claras, la conciencia clara: lo que no podemos es hacer cosas malas y decir que son santas»
(del fundador, Meditaciones III, pág. 715).

Es justamente lo que hace la Obra. Este tipo de situaciones, cuando se descubren, desconciertan hasta el infinito.

«Es innegable (…) que existen muchas personas que se dedican deliberadamente a oscurecer las inteligencias, a enturbiar las conciencias. Se presentan como siempre se ha presentado el demonio: fingiendo. Aparecen, a veces, incluso con manifestaciones ficticias de respeto y comprensión, y hasta de piedad, escondiendo debajo el veneno mortal»
(del fundador, Meditaciones III, pág. 715).

Este tipo de cosas, generalmente, las conocen dos tipos de personas: las que las llevan a cabo y las que padecen esas violaciones a la conciencia.

Para quien ha experimentado esta misma situación en su paso por la Obra, este tipo de textos resultan espeluznantes, cuando no escalofriantes.

La idea es poner siempre la sospecha afuera. El mal siempre ha de provenir de afuera de la Obra, o de «un traidor».




Es tan necesario que la Iglesia se declare dogmáticamente en lo que atañe a la Obra como «institución divina», porque Escrivá se ha atribuido una «potestad divina», tanto para fundar como para dirigir su obra. Todo lo que ha hecho, ha sido «Voluntad de Dios», según sus palabras y hasta ahora nadie con autoridad –o sea, la Iglesia- le ha negado la razón.

Recordemos las palabras de Concilio, respecto de la libertad religiosa y de conciencia:

«Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y ello de tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos. (…) Por razón de su dignidad, todos los hombres, (…) son impulsados por su propia naturaleza a buscar la verdad, y además tienen la obligación moral de buscarla, sobre todo la que se refiere a la religión. Están obligados, asimismo, a adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad. Pero los hombres no pueden satisfacer esta obligación de forma adecuada a su propia naturaleza si no gozan de libertad psicológica al mismo tiempo que de inmunidad de coacción externa.»
(Dignitatis humanae, n. 2).

Y en el capítulo 12 del escrito de A. Ruiz Retegui Lo teologal y lo institucional, encontramos elementos muy esclarecedores sobre el tema de la conciencia, que él cita hacia el final del capítulo:

«la conciencia ha de ser obedecida siempre, ya dictamine verdadera o erróneamente»
«Santo Tomás tiene una opinión (…), a saber, que actuar de modo contrario a la conciencia errónea, vencible o invencible, es pecado»
«"Un hereje, en la medida en que considera su secta más o igualmente merecedora de fe, no tiene obligación de creer (en la Iglesia)".»

Este último párrafo puede echar luz en lo que hace a la culpa sobre el pasado vivido en la Obra, en particular, por todo lo que cada uno haya podido contribuir con «la herejía» y su propagación.

¿Podrían el fundador y su Obra acogerse al mismo principio y declarar su inocencia? Si quisiera hacerlo públicamente, tendría que demostrarlo, porque pruebas en contra sobran.

Por último, Ratzinger advierte sobre un posible ultramontanismo -aquellos que ponen a la conciencia en un segundo lugar-, citando e interpretando la famosa frase de Newman: «brindaría, sí, por el Papa. Pero primero por la conciencia, y por el Papa en segundo lugar».

«Secondo l’intenzione di Newman questo doveva essere —in contrasto con le affermazioni di Gladstone— una chiara confessione del papato, ma anche —contro le deformazioni "ultramontanistiche"— un’interpretazione del papato, il quale è rettamente inteso solo quando è visto insieme col primato della coscienza — dunque non ad essa contrapposto, ma piuttosto su di essa fondato e garantito» (J. Ratzinger, Elogio della Coscienza).

Que se podría traducir (a riesgo de ser corregido por Aquilina o Frida):

«Según la intención de Newman debía ser —en contraste con la afirmación de Gladstone— una clara confesión del papado, pero —contra la deformación "ultramontana"— una interpretación del papado, el cual es rectamente interpretado solo cuando es visto conjuntamente con el primado del la conciencia — por lo tanto no en contraposición a ella, sino más bien fundado y garantizado en ella».

No sería exagerado decir que en la Obra reina una actitud ultramontana.

Disciplina como conciencia

Posiblemente la clave para que funcione la Obra –desde el punto de vista de los que gobiernan- sea la disciplina.

Muchos dirán, contrariamente, que es su carácter sobrenatural, pero de ser así no tendría sentido el nivel de control que los directores ejercen sobre los miembros de la Obra (los cuales no son conscientes de ello, no conocen cómo funciona el gobierno de la Obra ni tienen acceso a esa información).

«Quien venga a la Obra de Dios ha de estar persuadido de que viene a someterse, a anonadarse: no a imponer su criterio personal»
(del fundador, Instrucción, 1-IV-1934, n. 17)

La coacción impone disciplina. La disciplina impone conciencia, formas de pensamiento y conductas.




Una gran dosis de exigencia y unos objetivos inalcanzables son la combinación perfecta para generar una esclavitud psicológica al servicio de quien gobierna: genera sentimientos de insuficiencia personal (todo lo que se haga siempre será poco) y una culpa en el caso de querer abandonar esa prisión mental (pues no se han alcanzado los objetivos y la exigencia lo manda, lo contrario sería traición y trasgresión)...

Pues la exigencia (desmedida) es el reverso de la aspiración (desmedida). Por eso la Obra estimula el deseo de altas aspiraciones en los jóvenes porque le garantizarán un alto grado de exigencia y frutos.

Se establece así un pacto no escrito entre el aspirante y el proveedor de ese sueño o aspiración. Aquí reside el núcleo del proceso de seducción: en lograr el pacto, obtener «el consentimiento a dejarse exigir». Se le entrega la llave del alma a la Obra a cambio de un sueño.

Desde el momento en que un joven acepta la aspiración, también está aceptando ser exigido, aunque no sea consciente de esa relación contractual. De ahí que Escrivá pueda usar ese consentimiento como excusa central para la extorsión:

«Con el corazón, también le diste a Jesús tu libertad, y tu fin personal ha pasado a ser algo muy secundario. Puedes moverte con libertad dentro de la barca (…) Pero no puedes olvidar que has de permanecer siempre dentro de los límites de la barca. Y esto porque te dio la gana. Repito lo que os decía ayer o anteayer: si te sales de la barca (…) dejarás de estar con Cristo, perdiendo esta compañía que voluntariamente aceptaste, cuando El te la ofreció» (del fundador, Meditaciones IV, pág. 87).'

«Ahora te debes hacer cargo del consentimiento que diste», pareciera decir el fundador. Es la otra cara de la seducción: el sometimiento.

Escrivá hace del consentimiento del aspirante su punto de apoyo y a partir de ahí aprieta con la palanca de la exigencia: la presión es arrolladora.

La extorsión consiste en presionar –exigir- a partir de un consentimiento obtenido por medio del engaño y la seducción (por eso la dispensa –en mi opinión- no tiene sentido, al contrario, lo lógico –en todo caso- sería hacerle juicio a la Obra; pero reconozco que en la etapa final de «la vocación» uno sigue bajo el efecto del engaño y cree que sin la dispensa corre peligro la propia salvación eterna).




Una vez hecho el pacto, la exigencia es lo real. La aspiración es algo que algún día se cumplirá, pero para ello antes hay que recorrer el largo e interminable camino de la exigencia.

Uno se deja exigir de manera desmedida porque aspira a obtener una meta desmedida, aunque el acuerdo no esté explícitamente establecido.

Por eso también la sorpresa y el desconcierto ¿qué tipo de contrato firmé como para merecer semejante sometimiento?

Y desde el momento en que se acepta la exigencia, la culpa aparece sola, como falta de rendimiento.

Pues la culpa (desmedida) es el reverso de la exigencia (desmedida). O sea que también uno se deja exigir de manera desmedida porque de lo contrario se siente culpable, en falta con el compromiso, el pacto que estableció con la Obra.

No hablo de la santidad como meta desmedida, sino más bien del sentido de predestinación y elección que la Obra fomenta en sus «elegidos», sentido que toma cuerpo a través de una soberbia institucional considerable. Y la soberbia es de suyo desmedida.

Sólo recién cuando se abandona la Obra se toma conciencia del secuestro psicológico y espiritual del que se fue víctima.

Ese consentimiento –rehén de la Obra- necesita ser consciente para ser liberado, y para eso –entre otras cosas- está Opuslibros.




Hacer el “plan de vida” o conjunto de normas de piedad que diseñó la Obra para sus miembros es un caso concreto de «objetivo inalcanzable», sobre todo si se suman las “costumbres” y también los «criterios» que llegan a los Centros a través de «notas» de gobierno.

Podría decirse que la Obra no tiene entre sus objetivos la salud de sus miembros, pues necesita “gente enferma” pero a su vez “controlada”. Si no está controlada, se arruina del todo su salud y ya “no sirve”; pero si se vuelve sana, se va de la Obra y tampoco sirve (cfr. La Obra como enfermedad). Es un perverso equilibrio.

Los más leales son los que llegan a puestos de dirección más altos, pues son los que con menor probabilidad se rebelarán al orden impuesto. Al contrario, lo harán cumplir.

La cantidad de órdenes implícitas que la Obra emite hacia sus miembros es enorme. Hay órdenes respecto de lo que se debe creer y otro tanto de lo que se debe hacer.

La incuestionabilidad es una forma importante de imponer disciplina a la conciencia y al pensamiento, a la forma de razonar, de tal manera que no se filtren las críticas contra quienes mandan o contra la Obra como tal.

La imposibilidad de discernir proviene de la misma naturaleza del disciplinamiento que la Obra imparte.

Es conocido el gusto que tenía el fundador por el orden y la disciplina militar. Este orden no implica un ámbito donde falte la alegría y la espontaneidad: estas son parte de la disciplina y la planificación. La sonrisa de San Rafael –la sonrisa mecánica para ganarse la simpatía de l@s chic@s jóvenes- es parte de esa espontaneidad planificada.

Su mayor eficacia consiste en hacer transparente este sistema disciplinal, de tal modo que no se note ni se vea como un sistema de control racionalizado y que la espontaneidad surja dócilmente, como una orden más.

El dar criterios sin explicar su origen o su razón tiene que ver con el disciplinamiento. Se trata de someter a la razón, y la mejor forma es responderle con la incoherencia e imponerle silencio.

La prohibición de asistir a los espectáculos públicos no parece responder a ninguna razón racional sino a una razón disciplinal. Señalar la pobreza como causa para ese criterio general (de los espectáculos públicos) es una forma más de disciplinar el pensamiento, con respuestas que no se corresponden con la pregunta, pero que dejan la inquietud sin efecto.

La razón no manda ni tiene participación en las decisiones. Pero no lo sabe, se entera luego de mucho tiempo.

La conciencia la tiene el que manda, el que dicta las ideas. Por eso, no es una contradicción que, quien dicta, mande obedecer inteligentemente sin entender o que ordene ser libre. Parte del disciplinamiento es decir que en la Obra «somos libérrimos» aunque por dentro cada uno pueda sentir todo lo contrario. Eso no importa. Los sentimientos no cuentan.

Lo que hay que creer:

«...os he repetido muchas veces que nuestra obediencia es obediencia de seres vivos: a los cadáveres yo los entierro»
(del fundador, Meditaciones III, pág. 515)

Lo que hay que actuar:

«Obedeced, como en manos del artista obedece un instrumento [o sea, inerte] —que no se para a considerar por qué hace esto o lo otro—, [pues no piensa] seguros de que nunca se os mandará cosa que no sea buena y para toda la gloria de Dios»

(del fundador, Meditaciones IV, pág. 128)

Por un lado el fundador pide obediencia de seres vivos inteligentes, y por otro, docilidad de seres inertes. Dice que a los cadáveres él los entierra, pero por otro lado ordena a los miembros que se comporten como «cosas en manos de los directores».

En síntesis, el disciplinamiento manda creer que se obedece libre e inteligentemente; y al mismo tiempo también manda actuar de manera inerte, como un objeto. Esta dualidad es posible gracias a la disociación: las dos órdenes -contradictorias entre sí- marchan por caminos paralelos, que no se cruzan nunca porque están disociados.

Y esto no sucede de manera inocente: disociar forma parte de ese disciplinamiento. Disociar es no confrontar una cosa que se manda con otra, porque ambas provienen del Padre.

La formación de la Obra tiende a eso: creer una cosa y actuar otra.

Por lo cual, mentir es lo más fácil: dicho de otra forma, en la Obra posiblemente más que mentir, se disocia y así evitan el recurso a la mentira (aunque desde afuera tal disociación puede considerarse una forma institucionalizada de mentir).




También es disciplinamiento delegar la propia responsabilidad en los directores, cuyo principio máximo es «el que obedece no se equivoca nunca».

«No actúes entonces como quien está dispuesto a obedecer sólo cuando entiende; no te rebeles si no comprendes la respuesta que recibas»
(A. del Portillo, carta 19-III-1992 n. 32)
«Entre los frutos de la obediencia, uno es particularmente necesario para llevar a cabo la misión que tenemos encomendada: la paz, la serenidad interior de quien sabe que obedeciendo no se equivoca nunca.»
(texto de Meditaciones IV, pág. 645)

De ahí el fuerte carácter imperativo de la formación, donde las ideas se dictan, como si fueran principios universales de la física, y que además no se ponen en discusión nunca.

Algunas veces la Obra usa el tiempo imperativo, pero la mayoría es el presente del indicativo, la tercera persona del plural, como quien habla de algo que lo da por hecho y compartido por todos:

«Obedecemos en la Obra libremente, asumiendo el mandato que recibimos. Rendimos nuestra voluntad con docilidad pero con inteligencia, con amor y sentido de responsabilidad, que nada tienen que ver con juzgar a quien gobierna» (Meditaciones III, 516)
«Vivimos de un modo coherente, sin rebuscamiento en el trato. Lo que somos y pensamos queda patente a los ojos de todos.» (Meditaciones IV, pág. 15)

No es extraño, entonces, que esta disciplina imponga uniformidad, aunque luego se mande pensar en contrario:

«En la Obra todos tenemos nuestras ideas, variadas, cada uno con su pensamiento, su modo de ser: un numerador variadísimo. Como denominador, además de la fe y la moral de la Iglesia, tenemos esa dedicación a Dios. En lo demás, ¡libérrimos!, ¿no os da alegría? Yo sólo he encontrado esta libertad en Casa»
«No somos una institución cerrada, en la que todos parecen obligados a pensar lo mismo, a ir como en manada, sino una peculiar organización divina, que tiene la aparente desorganización de todas las cosas vitales, y que es bien propia de las instituciones seculares, en las que se potencia la personalidad de cada uno»
(del fundador, Meditaciones IV, pág. 351)

Se “debe creer” justamente lo contrario a lo que se siente y experimenta. Por eso no es raro terminar «enfermo de los sentimientos». Esta disciplina intoxica.

En ese conflicto entre «la cabeza y los sentimientos» (cfr. Surco n. 166) gana la cabeza, porque así lo enseña y lo manda la Obra. Es el disciplinamiento del pensamiento, para que a su vez someta a los sentimientos.

Pues esa descripción que hace el fundador (citada anteriormente), es en realidad una orden, ya que no se puede cuestionar nada de lo que diga. Y la orden misma se contradice al ordenar que nadie se sienta obligado… pero eso no importa, porque la razón la tiene siempre la disciplina, no la inteligencia.

La disciplina es la “lógica”, principio directriz del pensamiento dentro de la Obra. La disciplina resuelve toda contradicción y unifica la acción. Y tiene su origen en un solo lugar: la voluntad del Padre (el prelado, no Dios), o «lo que quiera el Padre».

Así como la dirección espiritual está sometida al gobierno, la formación también. El que enseña es también el que manda y, lo que enseña, manda que sea obedecido.




Sin esta disciplina, la vida de las personas en la Obra no duraría lo que dura, sin ese disciplinamiento de la conciencia, la razón y los afectos.

«el corazón solo no basta para seguir a Dios en la Obra (...). Lo primero que hay que poner es la cabeza, sin dejarse llevar del sentimiento»
(del fundador, citado en A. del Portillo, carta 19-III-1992 n. 31)

El fundador tenía tan claro el tema de la disciplina, que advertía con severidad a quienes pensaban «aflojar el ritmo»:

«¡Ay, si una hija mía o un hijo mío perdiera esa soltura para seguir al ritmo de Dios y, con el correr del tiempo, se me apoltronara en su quehacer temporal, en un pobre pedestal humano, y dejara crecer en su alma otras aficiones [sentimientos] distintas de las que enciende en nuestros corazones la caridad de Dios! En una palabra: produciría una pena inmensa que, al cabo de los años, un alma no rechazara la tentación de condicionar su entrega.»

De hecho, los problemas de perseverancia comienzan cuando se empieza a cuestionar la misma disciplina que la Obra impone sobre las conciencias. Comienzan los problemas de “lógica” y las discrepancias entre la “lógica de la disciplina” y la lógica racional más elemental. El fundador conocía muy bien este fenómeno, al menos así parece por cómo lo describe:

«se enrarece el carácter, con reacciones desproporcionadas ante estímulos ordinarios; el alma se ensombrece y crea distancias respecto a los demás y como un alejamiento de lo que, en horas de fidelidad, era algo entrañable; aparece la frialdad de una criatura que no ha asimilado sobrenaturalmente una humillación, o un error o un detalle que suponía un vencimiento» (del fundador, Meditaciones III, págs. 353-354)

Todos esos síntomas forman parte de una reacción normal frente a un disciplinamiento tóxico, que enrarece el carácter, crea distancias, enfría a las personas y las humilla hasta que finalmente surge la decisión de no aceptar más vencimientos ni sometimientos.




Los niveles de disciplinamiento son varios: el más importante para la Obra, y el más grave desde el punto de vista moral, se da a nivel de la conciencia, que implica una violación de lo más íntimo de la persona.

Es el peor, el disciplinamiento que le dicta a la conciencia qué hacer, qué dejarse hacer, qué decidir, qué actuar en conciencia. Es decir, hay una invasión al espacio privado, donde sólo tienen la llave Dios y cada persona. Por este disciplinamiento a muchos se les impuso una vocación que no tenían y unos deberes que no les correspondía llevar sobre sus conciencias.

Muy notorio es el disciplinamiento de la voluntad, cuando en la Obra pretenden la adhesión voluntaria de algo que es una orden, un dictado (cfr. El arte de amargarse la vida, el maravilloso capítulo «Sé espontáneo»):

«he escrito que nuestra perseverancia en la Obra es totalmente voluntaria. Tú estás aquí porque te da la gana. (…) En el Opus Dei no está coaccionado nadie» (del fundador, Meditaciones III, pág. 430).

Es sorprendente como el fundador enseña dando órdenes.

Desde el momento en que los directores invadieron la conciencia de las personas, tomaron control y por eso pueden “hacer querer” lo que uno no quiere, pues la conciencia manda (moralmente) por encima del querer.

Otro tanto puede decirse del “hacer creer”, que le permite a la Obra dogmatizar sus doctrinas, sus “revelaciones” y divinizar la figura del fundador y prelados sucesores.

También este “hacer creer” permite imaginar que existe una libertad plena dentro de la Obra, aunque no se experimente. Y por ello se disciplina al pensamiento para que rechace cualquier idea acerca de la posibilidad de coacción dentro de la Obra.




La obsesión por controlar la sexualidad y hablar de ella todas las semanas en la charla, tiene que ver con imponer orden en un tema que el fundador consideraba «materia más pegajosa que la pez» (Camino, n. 131), en consonancia con la concepción que tenía sobre los sentimientos, que se apegan «a todo lo que desprecias» (Surco n. 166). El mundo sensible es un problema para la Obra y necesita disciplinarlo.

Por eso la mortificación es un excelente medio –tomado de la doctrina cristiana- para utilizarlo disciplinalmente: no importa si el cilicio y las disciplinas resultan beneficiosas para la vida interior de quien las usa, lo importante –para la Obra- es que se usen todos los días (establecidos) y que se dé cuenta de ello en la charla.

Lo mismo con el tema de la pobreza, que no tiene que ver tanto con el buen pasar institucional –no importa la contradicción- sino con el disciplinamiento de sus miembros, de tal manera que lo entreguen todo y no tengan nada como propio. Que se desprendan de sí mismos y dependan en todo de la Obra.

La “entrega” de sí mismo a la Obra es el resultado de todo un proceso de disciplinamiento.

El pensamiento de la muerte es extremadamente disciplinador. No es extraño que el fundador lo utilice para que los miembros opten entre someterse o morir.

«Hijo mío, convéncete de ahora para siempre, convéncete de que salir de la barca es la muerte. Y de que, para estar en la barca, se necesita rendir el juicio. Es necesaria una honda labor de humildad: entregarse, quemarse, hacerse holocausto»
(del fundador, Meditaciones IV, pág. 89)

El “milagro de la Unidad” es resultado de todo este proceso de “poner orden”.

La idea de traición es otro elemento para forzar la disciplina, de tal modo de “hacer creer en conciencia” que aquel que no se someta a los dictados de la Obra será irremediablemente un traidor porque “libremente aceptó” ser disciplinado, y no puede ahora retractarse. Que quede claro que es mejor morir antes que traicionar.




La imposición de silencio permite que la disciplina actué pero no se hable de ella. Silencio, tanto hacia fuera como hacia adentro, pues sólo con los directores se pueden tener confidencias o charlar de las preocupaciones personales respecto de la Obra.

Por todo esto, es casi imposible dialogar con personas de la Obra si razonan según la lógica del disciplinamiento. No disciernen ni razonan: obedecen órdenes, dicen lo que otros han pensado por ellos y no dialogan, pues esto sería una “falta de disciplina” (cfr. las interesantes respuestas que recibió Marypt por parte de miembros de la Obra).

Es muy difícil que existan “verdaderos pensadores” o filósofos dentro de la Obra y permanezcan en ella, salvo que se mantengan al margen de ese disciplinamiento de la conciencia y la razón. Pero si es así, tarde o temprano se van, no aguantan. O se quedan y llevan una doble vida.


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