La 'normalidad' de una adscrita

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Por Jacintaunzue, 20 de octubre de 2008


Inspirada en el estilo comparativo de Melómano y por los recuerdos de Supo acá aporto mi cuota de anécdotas de la vida "normal" que lleva una adscrita.

¿Cómo eran mis días antes de pitar como aspirante?

Iba al colegio de lunes a viernes, ahí escuchaba Misa todas las mañanas, estudiaba y participaba en las clases, me divertía con mis compañeras de colegio en los recreos, sacaba libros de la biblioteca y me sentaba en el patio después de almorzar para leer un buen rato. Un día a la semana iba al club donde tenía círculo, meditación y alguna actividad interesante, como teatro, cerámica, artesanías, etc. Los fines de semana salía con mis primas a navegar, al volver a tierra aprovechábamos para pasar revista de los "niños" presentes en el bar del club, bronceados tras un día de jugar con el viento y con el pelo revuelto, íbamos a Misa el Domingo a última hora y nos preparábamos para enfrentar una nueva semana escolar. Cuando no salía con mis amigas o primas, acostumbraba preparar algo rico para acompañar una taza de té con mis padres y hermanos (una torta, galletitas, tostadas azucaradas con canela, etc) y conversaba con ellos y tejía junto a la chimenea en invierno o bajo la sombra de los árboles del jardín en verano.

Y ¿cómo eran mis días después de pitar?...

Todo eso cambió radicalmente cuando a los 14 años y medio pedí la admisión como aspirante a numeraria. A la vuelta del primer curso anual mi vida de adolescente se puso gris y así siguió durante muchos años más. Se suponía que tenía que ir al centro a hacer la oración "en familia" pero, como bien describía alguien, de ahí salíamos al colegio corriendo para llegar a Misa (todas por caminos separados para disimular nuestra "conexión"). Era tan absurda la pretensión de que fuera a la oración del centro todas las mañanas que si fui dos veces en tres años es mucho decir. Mi madre nos llevaba a mi hermana y a mí al colegio, se quedaba en Misa y volvía a casa. Pretender que yo dejara la casa, de noche en invierno, para cruzar la ciudad sólo para hacer la oración, cuando podía hacerla en mi cuarto o en el colegio, me parecía un disparate tal que nunca me convencían de ir. Fue ahí cuando empecé a desarrollar el reflejo de "evaluar" los requerimientos y decidir si me parecián "sensatos" o no, y obrar en consecuencia. En el colegio todo cambió, mis compañeras de clase y amigas, o ya iban por algún centro y tenían claro si querían ser de la obra o no, o no iban ni pensaban hacerlo, por consiguiente mi condición de "numeraria" enturbiaba los vínculos con las que hasta ahora eran mis amigas: sabían que tras la amistad había intenciones proselitistas, no en vano llevaban años en el colegio...

A la salida de clases tenía que ir al centro, pero no podía tomar el té (se suponía que era mi familia) si no depositaba antes en una cajita de madera el importe correspondiente. Desde el primer día me pareció absurdo ya que a aquellas chicas que no eran de la obra y las querían "enganchar" les servían el té sin mencionar la bendita caja. Unos días atendía el club de niñas, otros días limpiaba las velas del oratorio, otro día teníamos la meditación de San Rafael y tenía que "hacer buen ambiente" por la casa, otros días planchaba amitos y manutergios. No había tiempo para estudiar (y de nada valía que la directora de las preceptoras de mi colegio viviera en el mismo centro...) Llegaba a casa tarde, justo antes de la cena, y me encerraba en mi cuarto a hacer los deberes escolares (de vez en cuando) o a leer alguna novela que había sacado de la biblioteca (la mayoría de las veces... mi vida era taaaan aburrida que necesitaba del escapismo literario) De vida familiar con mis hermanos y padres ni hablar...

Y los fines de semana? Ya no hacía programas con mis primas (eso de ir a navegar y a "fichar" a los chicos en el bar no era precisamente lo que contemplaban las directoras...) En la mañana del sábado iba con las universitarias a dar catequesis en un barrio pobre, de ahí partíamos al centro donde almorzábamos y teníamos la meditación de adscritas (éramos 3 y yo era 10 años menor que las otras dos) Al terminar, otra vez el encargo de oratorio: esta vez los lienzos del oratorio del centro de varones cercano. Aprendí a sacar manchas de vela, de hongos, de vino, etc., a planchar como una profesional, envuelta en nubes de vapor de los amitos de lino húmedos.

De vez en cuando pensaba: si yo invitara a ir por el centro a una chica que fuera a la parroquia a hacer las cosas que yo hago acá, me dirían que no sería una buena idea porque "no tiene nuestro espíritu", que lo nuestro es la vida de personas corrientes no estar metidas en la sacristía todo el día… Lo recuerdo y río a carcajadas porque no podía ser más contradictorio. Pero en ese momento yo obedecía, me guardaba mis discrepancias y desarrollé el hábito de mantener un compartimiento secreto en mi cabeza donde el sentido común y el sentido crítico mantenían mi salud mental.

Me fui quedando sin amigas. Y no es de sorprender porque no tenía nada en común con otras chicas de mi edad. Añoraba las tardes tranquilas de los domingos en casa de mis padres donde yo cocinaba algo y me sentaba junto a la chimenea a conversar con mis padres y hermanos... Detestaba la vida que llevaba pero pensaba que era mi deber seguir porque esa era la voluntad de Dios. El colegio era mi momento de liberación mental. Si bien no tenía posibilidades de intimar con mis compañeras de colegio (huían de las "numerarias" para que no las engancharan) tampoco tenía que hacer esfuerzos por mostrarme como no era. Me unía a ellas en cuanta "bestialidad" estuvieran planeando (y no fueron pocas) y lo pasábamos fenomenal rompiendo los límites discipliarios del colegio (eufemismo para evitar decir que Atila y los Hunos eran delicados al nuestro lado...) Pero todos esos momentos agradables junto a mis "amigas" del colegio se daban en el horario escolar, al cruzar las puertas volvía el color gris a nublar mi vida.

En los veranos me mandaban a la admistración de la casa de retiros que era mantenida por el trabajo de las alumnas de una "escuela profesional"/ internado que tenían en esa administración. Cuando empezaban las vacaciones escolares las chicas volvían a sus pueblos a visitar a sus familias, con lo que la administración se encontraba reducida de personal y con más de cien hombres haciendo su curso anual del "otro lado". Ahi partía yo, a pasar un mes de mis vacaciones escolares para juntar dinero para pagar el curso anual que haría en el mes siguiente. Dónde habían quedado las vacaciones en el campo con mis primas? y las cabalgatas arriando caballos de un pueblo a otro? y los "asados" en los campos vecinos donde nos juntábamos con otras familias amigas a comer, divertirnos y hasta bailar algunos "valcesitos criollos" al son de la guitarra de mi tía? Habían quedado muy lejos, sepultados en una carta con la que ni siquiera pertenecía legalmente al opus dei... La vida que yo llevaba era la de una beata de sacristía (con perdón de las santas mujeres que cuidan las iglesias) y para nada la vida "normal" de una chica adolescente de 15, 16 y 17 años... De qué iba a conversar con mis amigas del colegio al volver de las vacaciones? de cómo quitar manchas de sudor de las camisas de los hombres? de cómo bordar el nombre en punto cruz? de las clases de latín del curso anual?

Ya viviendo en centros varios pude comprobar que las demás adscritas no tenían una vida muy diferente de la que yo había tenido. Recuerdo una anécdota en este momento. La pobre chica protagonista, si lee esto se reconocerá al instante... Además de estudiar en la universidad y trabajar, esta chica atendía el club de bachilleres, el oratorio del centro y no se cuántas cosas más. Se iba a su casa tarde, cuando terminaba con los amitos, mientras nosotras (las "residentes") cenábamos y teníamos la tertulia. Un buen día, viernes a la tarde, no llegaba al centro después de clase y la directora se puso histérica. La llamaba por teléfono y no contestaba, llamó a su hermana a su trabajo y le dijo que la última vez que la había visto había sido a la mañana al salir para la facultad. La directora llamó a la policía y denunció su "desaparición". Los policías fueron al departamento que la chica recién pitada compartía con su hermana, forzaron la entrada y la encontraron durmiendo la siesta!!!! La pobre había colapsado de cansancio al volver de sus clases. Le llovieron varias correcciones fraternas porque "en Casa no dormimos la siesta"… somos como madres de familia numerosa y pobre.

Y como ahora yo soy una madre de verdad, de familia de verdad, numerosa y pobre de verdad, y anoche casi no dormí porque uno de mis niños no se sentía bien, entonces, me voy a dormir una siestecita para poder enfrentar la tarde de buen humor. A mi entender eso es lo que hace una persona normal que lleva una vida normal cuando se encuentra cansada, no?



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