Gracias a Dios entré y gracias a Dios me fui

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Por Karel, 29.09.2006


Algunos de los últimos escritos sobre si los años pasados en la Obra fueron vida perdida o ganada me han hecho ordenar algunas ideas que me bullían confusas en lo jondo. El resultado es lo que sigue.

En primero del Centro de Estudios, doce años antes de irme, en una de esas confidencias con uno de esos directores que saben coger tu corazón entre las manos y sostenerlo con delicadeza, de esos que te miran siempre con más afecto que circunspección clínica, que ponen a las personas por delante de los criterios; en una de esas confidencias, decía, logré sintetizar lo que mucho después acabaría en la carta de petición de dispensa. "Tú sabes que soy muy desordenado, más bien perezoso y un enamoradizo sin par y que, para más inri, soy incapaz de cumplir regularmente el plan de vida, ajustarme al horario de estudio o confesarme con puntualidad. Me arrepiento, sí, pero arrastro permanentemente un reato de miserias: no doy más que disgustos al Señor y a los directores. Estoy cansado; de verdad, muy cansado. Yo sólo quiero una mujer que me diga: eres un gilipollas… pero te quiero"....

Y esa mujer apareció decenio y algo después, justo cuando a ese anhelo cíclico de mi vida se había unido otra preocupación: en dos o tres años recalaría en un centro de San Gabriel. Por lo que yo sabía, San Gabriel sería el caldo de cultivo perfecto para la depresión. Sí, porque yo no era uno de esos numerarios que vibran apostólicamente y saben convertir un viaje en taxi en la oportunidad de difundir la devoción a nuestro Padre. Hay gente que sirve para eso y gente que, por timidez o lo que sea, le repugna el plan, le violenta interiormente: yo era de los segundos. A mí lo que me mantuvo en la Obra fue la fraternidad: quería a la peña y era cariñoso con la peña. Pero San Gabriel representaba el fin de la camaradería de los centros de numerarios jóvenes. San Gabriel es ese sitio donde, como las cosas que de verdad importan sólo las contamos en la charla, la falta de confianza degenera en un respeto tan exquisito por los demás que cada uno acaba yendo a su bola; donde la cortesía y los detalles de servicio reemplazan al cariño, porque éste es imposible sin compartir la intimidad; donde, en suma, te acabas aficionando a los arreglos o te vuelves loco.

Además, no me fui antes porque, simplemente, no había nadie al otro lado: perdí a mi familia cuando me hice numerario. Asín que sólo cuando apareció la que hoy es mi mujer me decidí a dar el paso.

Cuento todo esto porque quiero ser honrado. Me marché cuando un anhelo permanente del corazón pudo materializarse en alguien y cuando la realidad de que la fraternidad de la Obra no llenaría ese vacío me lamía ya los pies. Esos fueron los detonantes y no puedo hacer gala de la profundidad intelectual o la integridad moral que movió a otros a dar el mismo paso. Veía contradicciones, sí, pero me herían más que otra cosa: no percibí casi ninguno de los problemas de fondo que luego he descubierto en Opuslibros.

No obstante, el tiempo, la perspectiva y la lectura de tantas historias de otras personas me han hecho detenerme en una imagen que C.S. Lewis utiliza en la última de las Crónicas de Narnia. El final de la trama transcurre en torno a una tenebrosa cabaña, apenas una choza confeccionada con palos, que infunde temor a todos porque les han persuadido de que en ella reside un ser superior, poderoso, airado y vengativo. Cuando entras en ella, en realidad da acceso al Cielo o al Paraíso. Lewis lo describe coloridamente: valles, ríos, montañas, un sol distinto, un aire rejuvenecedor… Una de las niñas protagonistas comenta entonces (no es literal): "Esta cabaña es como el Portal de Belén, que era más grande por dentro que por fuera".

Como en Casa pescamos con red barredera y muchos de los que entran no tienen realmente vocación, con la Obra les acaba ocurriendo precisamente lo contrario: descubren que es más grande por fuera que por dentro.

Por eso no es incongruente que dé gracias a Dios por haber sido numerario. Me flipaban esos curas que sonreían por grandes que fuesen las miserias que contabas en la confesión; me fascinaba la idea de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas, de ser una inyección en el torrente intravenoso de la sociedad, de formar parte de una organización desorganizada, de un río fuera de madre… Me encantaba que el plan fuese llevar a mis amigos a Dios: ¿qué cosa más natural, si los quería? Me cautivó, en fin, la cordialidad rebosante de tono humano y sobrenatural, la piedad viril, la promesa de que nunca se podría decir lo de aquella monja: "Aquí me tratan con caridad, pero mi madre me trataba con cariño". Era guay.

¿Y las tertulias? Desde gente con una naturalidad apostólica que te dejaba de piedra hasta la oportunidad de aprender cosas de todas las disciplinas. Y bueno, lo de ser el cogollito, los verdaderos cruzados y casi la única esperanza de la Iglesia Católica…: eso era el no va más.

Pero luego el "sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte" se convierte en precaución con casi todo: reservas hacia ciertas amistades, miedos a determinadas (muchas) lecturas, miedo al trato con las personas del otro sexo (también llamadas mujeres), miedo a la familia de sangre, miedo a determinados planes que no tienen un enfoque directa y nítidamente apostólico…

¿Y qué fue del "porque me da la gana, que es la razón más sobrenatural"? Quedó desplazado por el "el espíritu en una obra de Dios ha de ser obedecer o marcharse", cuya traducción más frecuente es obedecer a ciegas: "Porque los directores pueden equivocarse, pero quien obedece no se equivoca". En algún Univ contaban esos planes –se dejaron de hacer- cuando se acercaba la Misa del Papa con los Universitarios de Roma: los del Colegio Romano se iban a las facultades civiles como si fuesen un estudiante más y, hala, a invitar a peña a troche y moche. Yo me imaginaba en esa tesitura y sólo me veía escondiéndome en un cuarto de esos donde se guardaban las escobas y los trapos para no ir…

La amistad que llevaba al apostolado se convirtió, en fin, en apostolado que necesitaba de la amistad. Una amistad, por otra parte, imposible, porque pedías a tus amigos que te abriesen su alma pero con la prohibición de abrirles la tuya, que eso son cosas para la charla fraterna…

Es posible que quienes de verdad tienen vocación sirvan para eso y les vaya bien y sean felices. Otros nos ahogamos. Por eso, tengo para mí que muchos de los que se han ido lo hicieron por la misma razón por la que entraron: porque su corazón les pedía algo grande y en la Obra se estaban asfixiando, lenta pero inexorablemente. Porque querían amar a Dios y sólo lograban enredarse en la espesura del plan de vida, las costumbres, los criterios, los avisos del círculo breve y la intención mensual. Porque se veían condenados a tocar el arpa de la caridad fina sin poder poner una mano cálida en el alma de sus hermanos. Porque querían ser amigos y no guías, expendedores de recetas espirituales prefabricadas por la farmacopea de la Obra. Porque a veces se preguntaban si no estarían siendo como el fariseo de la parábola: "Te doy gracias, Señor, porque cumplo las normas, entrego el sueldo en Secretaría, me pongo el cilicio, no meriendo los sábados, hago cinco días de retiro al año en Torreciudad y me confieso cada semana; y no como esos amigos míos que tienen caídas de pureza, no van a medios de formación, son infieles a sus novias, leen El País y se toman un Bailey's aunque no sea fiesta A. Y te doy gracias porque no soy como los kikos, que se desgañitan cantando himnos que inhibirían la piedad del más santo de los Papas; ni como los de Comunión y Liberación, que no tienen vínculo jurídico ni nada; ni como los jesuitas, que han extendido la Teología de la Liberación por el mundo…".

Al cabo de los años puedo decir que doy gracias por haber sido de la Obra: porque aprendí el sentido de la filiación divina en el que descanso cada día; porque aprendí a mirar con cariño, abandono y confianza a Cristo en el Sagrario; porque muchas veces me lo pasé pipa con gente espléndida; porque recibí el cariño y la ayuda de personas mejores que yo y porque aprendí a volver siempre –más tarde que temprano, pero siempre- a la Confesión.

Y doy gracias por haber dejado de ser de la Obra. Porque ya no tengo que luchar por ganar en humildad: la vida te hace humilde. Porque ya no es preciso que componga y repase una lista de mortificaciones: ser padre de familia es renunciar continuamente a lo que te gustaría hacer en cada momento. Porque no hago el examen de conciencia por la noche: mi mujer me somete a un examen continuo, me vocifera mis defectos y lima mis aristas. Y por eso a veces la odio, otras la tolero y al final la amo. Porque mis amigos ya no son metas apostólicas y recibo de ellos más -incluidas muchas lecciones de bonhomía y caridad real- de lo que les doy. Porque ahora vivo con miedo –tener hijos es vivir con miedo: a fallarles, a que les falte lo necesario, a no educarles bien- pero soy providencialista y sé que todo está en manos de Dios. Porque ya no lucho por ser santo, pero no pasa un día sin que dé gracias a Dios por lo buenísimo que es conmigo. Porque ya no tengo que seguir las indicaciones de los directores: siento en la cara la brisa limpia de equivocarme a veces y acertar otras, porque uno es así. Porque ahora muchas veces no estoy contento y tal vez no viva la virtud de la alegría, pero la verdad es que soy feliz.



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