Experiencias de práctica pastoral/Modo de tratar los confesores las materias relacionadas con la castidad

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MODO DE TRATAR LOS CONFESORES LAS MATERIAS RELACIONADAS CON LA CASTIDAD


Modo de preguntar

[1] El confesor, para cumplir su deber de juez en el sacramento, tiene que asegurarse de que hay integridad formal en la confesión, y para eso ha de preguntar lo necesario al penitente[2]; pero, al mismo tiempo, la delicadeza de la materia exige determinadas cautelas en esas preguntas, considerando además que la integridad formal viene dada por el juicio prudencial de lo que hic et nunc debe decirse. En el caso de que se trata, se debe interrogar «quoties rationabiliter suspicatur confitentem aliquid neces-sario manifestandum bona vel mala fide tacere»[3], y debe abstenerse «quo-

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ties ex interrogatione prudenter timetur vel pcenitentis scandalum vel ipsius confessarii mina».

Por tanto, la integridad formal se regula por estos dos principios, teniendo en cuenta, además, que «hac in re melius esse deficere (non interrogando) quam cum ruinas periculo excederé». Así, el confesor:

  • debe preguntar lo necesario y justo para suplir la falta de examen del penitente, actuando sin curiosidad y evitando toda pregunta ociosa o inútil;
  • debe preguntar lo necesario para asegurarse de las disposiciones del penitente: causas, ocasiones, posibles obligaciones de justicia (caso de tener prole, por ejemplo), para reparar;
  • no debe interrogar -especialmente a los jóvenes- lo que ignoran o lo que no se considere necesario en el contexto de la confesión; en concreto, no preguntará sobre pecados de los que no tiene fundada sospecha; de especies de pecados difícilmente pensables en ese caso; sobre pecados meramente materiales, a menos que sea necesario para la formación de la conciencia; y sobre circunstancias moralmente indiferentes;
  • «Y para los casados, que se respete el fin primario del matrimonio, la generación. Otras explicaciones, de ordinario, están de más»[4]. Como es sabido, actualmente la situación general por lo que se refiere a la moralidad matrimonial está bastante deteriorada, en buena parte como resultado de la propaganda masiva contra la natalidad y también de la confusión doctrinal. Por eso, cuando se trata de penitentes que acuden al confesonario de modo esporádico y que carecen de una adecuada formación, si son casados hay que hacer de ordinario alguna pregunta -prudente pero clara- sobre el tema de los hijos: por ejemplo, si hacen algo por evitarlos. Si la respuesta es que procuran no tener hijos -por las razones que sean-, hay que preguntar si se abstienen del matrimonio en los periodos fértiles o si emplean métodos antinaturales. En el primer caso convendrá ponderar si hay causa justa para esa conducta; y si se sirven de otro procedimiento, además de aclararles su ilicitud, se ha de averiguar si comporta una malicia especial por el posible efecto abortivo que tienen muchos de ellos.

En las preguntas y respuestas, hay que evitar todo tipo de descripciones detalladas o minuciosas, tanto por parte del penitente como por

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parte del confesor; si lo hace el penitente, y se ve innecesario, conviene cortar con decisión y claridad. En todo caso, si es oportuno, el sacerdote indicará la conveniencia de tratar el tema con una persona de más edad y experiencia: «Para los que todavía sois jóvenes: cuando alguien quiera tratar con alguna prolijidad cuestiones delicadas, aconsejadle que lo haga con un sacerdote anciano, que tendrá más experiencia»[5].

A la vez, hay que tener en cuenta que «si confessarius ex auditioneconfessionis patitur tales etiam vehementes motus carnales, debet quidem interius serio non consentiré eis, sed exterius potest se passive habere»[6], y, por tanto, no debe inquietarse, actuando con la prudencia y rectitud indicadas.

Especial cuidado debe tenerse cuando se trata de confesiones generales o de escrupulosos; y de modo análogo, cuando se confiesa a personas con tendencia a la histeria.

En relación con los escrúpulos, hay que advertir que hoy -también como consecuencia de la confusión doctrinal y del relajamiento moral, tan extendidos- es mucho menos frecuente que sean verdaderamente escrúpulos en el sentido clásico de la palabra[7]. Es mucho más corriente la laxitud de conciencia.

Si una persona manifiesta algún pecado grave cometido ya tiempo atrás y no manifestado por vergüenza en confesiones anteriores, debe hacer una confesión general. Incluso puede ser útil preguntar por la conducta en esa materia ya antes de la primera comunión. Cuando parezca que se ha acusado de todos los pecados mortales -incluidas las confesiones mal hechas, y las comuniones indignas-, se le deberá ya tranquilizar. Sin embargo, hay que hacer esto de tal manera que no se justifique en la conciencia del penitente la pereza para completar un examen quizá hecho sin la suficiente diligencia mínima, o la vergüenza para manifestar algún pecado. Puede ser útil que, con benignidad pero claramente, se le advierta de que podrá encontrar más faltas de las que ha visto entonces, y que, si son graves, tiene obligación de manifestarlas en siguientes confesiones. A este propósito, cabe recordar aquella anécdota que nuestro Padre solía contar de la «camiseta del soldado», que se desprendió de la piel sólo después de sucesivos baños.

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En ocasiones puede no ser fácil -al penitente o al confesor-, incluso después de un examen diligente y razonable, determinar el motivo por el que tiempo atrás tuvo una omisión grave en la acusación de los pecados, porque en la ocultación pudieron concurrir, en mayor o menor proporción, una parte de vergüenza, ignorancia o duda sobre el pecado, o falta de formación respecto a la integridad exigida por el sacramento. En estos casos, si no hay certeza moral de que se calló culpablemente, no es necesaria la confesión general de todos los pecados cometidos desde entonces, y se cuidará de no inquietar al penitente con preguntas que pretendan llegar a una certeza que no existe. Lo que sí es necesario es que entonces se confiese de ese pecado. Es posible que más adelante, con el progreso en la vida interior y con la ayuda de la dirección espiritual, pueda ser conveniente -no necesaria- la confesión general.

Las preguntas del confesor deben tener las siguientes cualidades: breves, sin rodeos; discretas, es decir pocas y cautas; honestas, cuidando la terminología -sin escandalizar-; concisas y claras; tempestivas, en el momento y orden oportunos, sin interrumpir demasiado la exposición del penitente[8].

Para determinar la especie ínfima, hay que empezar por lo más general, descendiendo después, si parece oportuno, a lo más particular.

Todas las preguntas deben ayudar al penitente a conocerse mejor, han de ser positivas y que no intranquilicen, a la vez que se deja clara la entidad de la falta. Hay que evitar cuidadosamente un modo de preguntar o de aconsejar que pueda favorecer la insinceridad, haciendo difícil al penitente manifestar algún pecado: esto podría ocurrir si se usa un tono agrio en la amonestación, o también si el confesor diera la impresión de tal candidez que el penitente temiera escandalizarle.

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Exhortación del penitente

Como médico y maestro, el confesor debe instruir y amonestar al penitente: ayudarle a formarse la conciencia y a enmendarse.

La exhortación y los consejos se reducen a lo estricto para corregir la conciencia errónea o dar criterio, y asegurar la validez del sacramento en lo que se refiere al dolor (por ejemplo, lo que significan las ocasiones, criterio sobre pensamientos y deseos, valor de la guarda de los sentidos y de la modestia, diferencia entre sentir y consentir).

Siempre hay que aclarar la conciencia errónea cuando están en juego preceptos de derecho natural: malicia de la masturbación, de la contracepción, etc. En cuestiones matrimoniales basta decir que todo lo que hace voluntariamente infecundo el acto conyugal es pecado mortal.

En las circunstancias actuales no es infrecuente que el penitente tenga ideas confusas -y por tanto sea erróneo el dictamen de su conciencia- sobre castidad matrimonial y sobre las relaciones sexuales prematrimoniales. Para estas situaciones, el confesor, a la vez que expone con brevedad la doctrina moral de la Iglesia, sin alargarse demasiado, deberá saber responder con don de lenguas a las preguntas que le formulen; y también habrá de tener argumentos eficaces y probados que ayuden a esos penitentes a rectificar sus ideas; argumentos que les «muevan» y les «convenzan» para hacer el propósito de vivir con rectitud de vida cristiana[9]. Para esto, tendrá en cuenta la situación del país o región en que desempeña la tarea pastoral y, a la vez, conocerá las ideas que dominan en los distintos ambientes sociales.

El confesor nunca da consejos médicos o higiénicos (aunque sea médico), ni a hombres ni a mujeres; ni tampoco explica lo referente al origen de la vida, ni procesos fisiológicos. En el caso de mujeres, si se trata de adolescentes, les dirá que hablen con su madre o con una hermana mayor, etc. Si le piden explicaciones sobre las relaciones conyugales, problemas de casaderas, etc., igualmente les dirá que hablen con su madre o

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-para algunas cuestiones- con el párroco. Tampoco a los varones dará explicaciones sobre el origen de la vida o fenómenos biológicos, en la confesión. Se limitará a dar el criterio moral y les remitirá a que hablen con sus padres, a que lean un buen libro, etc. En algún caso, las circunstancias pueden hacer aconsejable decirles que, si lo desean, pueden hablar en otro momento, fuera de la confesión; entonces, el sacerdote habrá de extremar la delicadeza y el tono sobrenatural.

Cuando un sacerdote trabaja como capellán de un Colegio, obra corporativa o labor personal, debe ayudar a la Dirección del Colegio para que se imparta una buena formación en este campo, siguiendo las indicaciones del Magisterio de la Iglesia[10]. La educación de la afectividad y sexualidad humana corresponde primeramente a los padres, a los que habrá que ayudar y exhortar para que ejerzan este derecho y deber, y eduquen a sus hijos en lo que se refiere al origen de la vida y al amor humano, acomodándose a su capacidad de entender y anticipándose oportunamente a su natural curiosidad y a la información -con frecuencia abundante, pero deformada- que pueden recibir los chicos en la calle. Al sacerdote le corresponde dar las clases de Teología Moral en las que se expongan estos temas, que han de tratarse con extremada delicadeza y prudencia; también deberá estar enterado de cómo se imparten las otras materias que hacen relación más directa a este campo: Biología, Ciencias Naturales, Arte, etc., de modo que los alumnos reciban una buena educación sobre el sentido positivo de la virtud de la castidad y los medios humanos y sobrenaturales para vivirla.

Cautelas del confesor mientras ejerce su oficio en la confesión, y fuera de la confesión

Aparte de las normas expuestas, los confesores deben cuidar todo lo que directa o indirectamente pueda influir en la santidad personal y en la santidad del sacramento, como evitar toda familiaridad con mujeres: señales exteriores de amistad, tutearlas, darles a besar la mano o la estola, etc.; en algunos casos -personas que se confiesan habitualmente con el mismo sacerdote-, lo normal será conocer los nombres, pero es preferible no llamarlas por el nombre al hablar con ellas.

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El confesor debe cortar apegamientos posibles, en su inicio, enviando a las personas a otro confesor si es necesario: «Cuántas veces -yo no tenía quién me lo enseñara, era el Señor mi Maestro- he tomado esta razonable precaución con las gentes que acudían a mi confesonario, para recibir una palabra de consejo: hoy ve a otro sacerdote, les decía. Para que no vinieran por un motivo de afecto humano, sino por motivos divinos, sobrenaturales, por amor de Dios»[11].

Fuera del confesonario, hay que evitar las conversaciones innecesarias con mujeres.

Es preciso ser estrictísimos en lo referente a visitas a enfermas, cuidando todas las medidas de prudencia oportunas.

Nuestro Padre nos ha dado todo un espíritu y una praxis llena de sentido sobrenatural, prudencia y verdadero amor de Dios. No cuidarla en algún punto sería, por lo menos, una imprudencia en materia grave.

Algunas indicaciones sobre la virtud de ia castidad

Como complemento de esta Lección es conveniente recordar algunos criterios y normas relativas a la virtud de la santa pureza, para vivirla siempre con el sentido positivo que nuestro Padre nos enseñó.

En primer lugar, hay que estar vigilantes para no dejarse influir -ni de lejos- por el ambiente de «sensualidad que, unido a la confusión doctrinal, lleva a muchos a justificar cualquier aberración o, al menos, a la tolerancia más indiferente por toda clase de costumbres licenciosas»[12].

Bajo pretextos de madurez psicológica, naturalidad, etc., se está introduciendo en la mentalidad de muchas personas el desprecio de las virtudes que integran una vida limpia, la pureza del alma y del cuerpo. «Este clima que está minando -en el plano individual, en el familiar y en el social- los fundamentos de una vida auténticamente cristiana, tiene muchas manifestaciones: la desenfadada ligereza en el vestir, en el hablar, en el escribir, en la conducta; una crítica continua y mordaz de lo que falsamente califican de viejos prejuicios; el tono agresivamente erótico de muchos espectáculos y publicaciones; la aceptación de situaciones escabrosas como relaciones normales; el libertinaje que se rebela ante la ley

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moral objetiva; la ridiculización habitual de tratados clásicos de moral y de la literatura ascética, etc., etc.»[13].

Es preciso contrarrestar ese ambiente negativo, evitando por otra parte una especie de psicosis obsesiva por esta materia. Metidos en el torrente circulatorio de la sociedad, hemos de difundir a nuestro alrededor el bonus odor Christi, imponiendo nuestro propio ambiente, que tiene como parte integrante la virtud cristiana de la santa pureza con su cortejo de virtudes menores pero indispensables.

Se debe cuidar muy especialmente a la gente joven, que de algún modo comienza a participar de nuestros apostolados, dándoles la doctrina que les ayude a defenderse y a contrarrestar el mal ambiente en el que muchas veces viven; empujarles a vivir con limpieza los años de la adolescencia y de la juventud, como preparación para la recta vida cristiana que habrán de llevar tanto en el celibato como en el matrimonio; enseñándoles a poner los medios necesarios para esa lucha.

Para esa labor formativa se pueden aprovechar -además de las charlas de formación, y de los otros medios de dirección espiritual personal y colectiva- las clases de Catecismo de la doctrina cristiana, para dar a conocer con precisión el objeto de la virtud de la castidad y los actos que se le oponen, de modo que todos tengan las ideas bien claras.

Para esto, hay que tratar este tema de la pureza con delicadeza y sentido sobrenatural, pero sin ambigüedades, completando y rectificando de este modo las ideas poco exactas que pudieran tenerse. Con extrema claridad se ha de recordar a todos que no es normal ni natural lo que se opone a la ley de Dios; y que el fomes peccati es una realidad universal, pero una realidad tristísima contra la que es necesario luchar; y para esto es preciso advertir el pecado como un mal -el único verdadero mal-, conocer la propia debilidad y no ponerse imprudentemente en ocasiones peligrosas. No se trata de aislarse, sino de estar delicadamente vigilantes, y oponerse con firmeza al ambiente de sensualidad que quiere inducir al acostumbramiento, a la cohonestación del mal o a una cobarde y dañosa tolerancia.

Los medios para vivir bien esta virtud son los que siempre ha enseñado la Iglesia: la práctica delicada del pudor y la modestia; la guarda atenta de los sentidos y del corazón; la valentía -la valentía de ser cobarde- para huir de las ocasiones; la mortificación y la penitencia cor-

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poral; la frecuencia de sacramentos, con particular referencia a la confesión sacramental; la sinceridad plena en la dirección espiritual personal; el dolor, la contrición, la reparación después de las faltas, y todo, con una tierna devoción a Nuestra Señora, para que Ella nos obtenga de Dios la gracia de una vida limpia y santa.

No hay que tener ningún reparo en insistir especialmente en la sinceridad que ha de vivirse siempre, y especialmente antes. Enseñar que, si alguna vez se cae, hay que levantarse enseguida: con la gracia de Dios, que no faltará si se ponen los medios. Hay que llegar cuanto antes a la contrición, a la sinceridad humilde, a la reparación, de modo que la derrota ocasional se transforme en una gran victoria de Jesucristo.

Hay que enseñar a todos a poner la lucha en puntos que estén lejos de los muros capitales de la fortaleza; no se puede andar haciendo equilibrios en las fronteras del mal. Que sepan evitar con decisión el voluntario in causa, y huyan del más pequeño desamor; que sientan las ansias de un apostolado continuo y fecundo, que tiene a la santa pureza como requisito imprescindible y también como uno de sus frutos más característicos; que llenen el tiempo con un trabajo intenso y responsable; que busquen la presencia de Dios, que sepan que hemos sido comprados a gran precio, y somos templos del Espíritu Santo.

Hay que notar -y tenerlo en cuenta tanto en la predicación como en la confesión y en la dirección espiritual personal- el penosísimo desmejoramiento de las costumbres en la sociedad actual, que ha llegado a afectar a las mujeres quizá de uno modo antes desconocido, al menos por las dimensiones del triste fenómeno. De ahí que no pueda darse por supuesta una vida limpia en la mayor parte de los casos y, por tanto, tampoco una gran claridad de conciencia en esta materia. La mayor parte de la formación -doctrinal y práctica- para las mujeres corresponde, naturalmente, a nuestras hermanas; pero el sacerdote -guardadas todas las cautelas, y siempre en presencia de Dios- debe hablar de esa materia con más frecuencia y claridad que hace algunos años, siempre con la precaución de no limitarse a interrogar sobre los pecados contra la castidad. No sólo porque de ordinario deberá preguntarse sobre otras virtudes y mandamientos (asistencia a la Santa Misa los domingos, pecados contra la caridad, deberes profesionales), sino también porque atentaría contra la dignidad del sacramento que el penitente pudiera pensar que el confesor sólo se interesa por los pecados contra la virtud de la pureza.

Para la adecuada formación de la conciencia habrá que facilitar la sinceridad, cuando estas acciones se hayan realizado con personas del

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mismo o distinto sexo; a veces en la infancia, o en la pubertad, o más adelante, han tenido experiencias de este tipo y, en ocasiones, sin saber de qué se trataba exactamente; por ej.: con un amigo o amiga, primo, etc. Nadie debe agobiarse por estas cosas, una vez que habló y Dios las perdonó en el sacramento de la Penitencia.

En cuanto a los movimientos carnales, excitación o conmoción de las partes genitales y de los humores de estos órganos, son pecado mortal cuando se consienten plenamente. Pero si estos movimientos obedecen a causas naturales o se presentan sin que se hayan buscado, el pecado no existirá si no se consiente. En todo caso, si la causa que provocara esos movimientos es voluntaria y, por tanto, puede evitarse, habrá que quitar la ocasión con prontitud: cambiar de postura, dejar el libro, guardar la vista, evitar el trato y la proximidad con determinadas personas, etc.

A la pureza del cuerpo tiene que ir unida la pureza del alma: tener el corazón con todos los afectos en Dios. Por eso, la lucha para vivir esta virtud, por crecer en ella, no se refiere sólo al objeto específico de la castidad, sino al campo de los afectos, a la guarda del corazón, y a todas las cosas que indirectamente pueden facilitarla o dificultarla.

A veces, problemas mal calificados de escrúpulos, o de afectividad con personas del mismo o distinto sexo, pueden proceder de que no se ha terminado de hablar a fondo de aquello: y que se resuelven cuando refieren con humildad y claridad los hechos objetivos. El mismo remedio -hablar de los hechos objetivos- se ha de aplicar cuando se considere que el problema es más bien de laxitud de conciencia. El sacerdote debe poner los medios -especialmente los sobrenaturales- para ayudar a la formación de una conciencia delicada.

Teniendo presente el mal ambiente que desde hace años influye en muchas personas, no podemos sorprendernos de nada, ni de que incluso personas de una cierta formación cristiana puedan hacer o haber hecho cosas impropias de su condición de hijos de Dios, por debilidad personal o por falta de formación y de claridad de ideas. No hay que escandalizarse, y por supuesto debe evitarse que una persona se obsesione con el problema. Pero el remedio para evitar toda especie de obsesión o psicosis sobre esta virtud es, precisamente, hablar con plenitud de sinceridad y sin rodeos, de forma que se pueda orientar bien a esa persona. Tampoco sería buen camino quitar importancia a esa conducta desarreglada. La vida de la Iglesia es rica en ejemplos y casos notorios -en la Sagrada Escritura los hay abundantes- de personas, que antes de corresponder

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fielmente a la gracia no habían vivido bien esta virtud, pero hicieron penitencia, y supieron convertir la derrota en victoria.

Teniendo en cuenta este ambiente de desorientación, podría darse el caso de que una persona considerara como normales unas manifestaciones de afecto cuya calificación moral objetiva es -en el menos malo de los casos-, de actos impúdicos. Entre personas de distinto sexo nunca son manifestaciones de afecto normales, aquéllas de las que se avergonzarían si las viese su madre u otra persona que les quiere bien. Entre personas del mismo sexo nunca pueden darse familiaridades que no se tendrían delante de una tercera persona[14].

Cuando una persona plantea su posible petición de Admisión y pide consejo al sacerdote sobre estos temas, se le debe indicar que hable con sencillez de las cosas pasadas, para que le conozcan y le puedan ayudar en adelante, y como manifestación práctica de que esa conducta anterior no impide la búsqueda actual de la santidad personal. Este consejo es particularmente importante si se hubieren cometido faltas con otras personas que, por su entidad o continuidad, deban ser tenidas en cuenta para su formación.

Normae quaedam de agendl ratione confessariorum circa vi decalogi praeceptum

Ecclesia numquam omisit omne studium atque sollicitudinem adhibe-re ne sacramentum Pcenitentiae «quod post amissam baptismi innocen-tiam datum est divina benignitate perfugium, per daemonum fraudem, et hominum Dei beneficiis perverse utentium malitiam, naufragis ac miseris peccatoribus luctuosum evadat exitium» (Const. Benedicti Pp. XIV, Sacramentum Pcenitentiae, 1 iunii 1741), et quod in animarum salutem institu-tum est, in earum perniciem atque sacerdotalis sanctimoniae et dignitatis detrimentum per hominum inconsiderantiam vel levitatem quomodocum-que vertatur.

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Est autem, super cetera, haud spernendum hac in re periculum si in interrogandis atque instruendis poenitentibus circa VI Decalogi praecep-tum considerate ac circumspecte, ut rei asperitas exigit, atque Sacramenti dignitate congruit, confessarius sese gerere neglegat; sed ultra modum progrediatur et officium consulendi confessionis integritati atque poeniten-tium bono, aut si tota eius agendi ratio, máxime cum mulieribus, debita sanctitate et gravitate careat: haec enim fidelium ánimos facile offendunt, suspicionum ansas dant atque sacramenti profanationis initium evadere possunt.

Ut vero tanto discrimini omni ope atque opera occurratur, haec Suprema S. Congregatio opportunum duxit has in memoriam redigere normas ad quas confessarii animum mentemque sedulo intendant necesse est, et futuri confessarii in Seminariis et scholis theologicis mature attenti reddantur.

I.- Codex I. C. peropportune monet ne confessarius curiosis aut inutilibus quaestionibus, máxime circa VI Decalogi praeceptum, quemquam detineat, et praesertim ne iuniores de iis quae ignorant imprudenter inte-rroget (c. 888, § 2). Porro inútiles quaestiones sunt quae supplendae poeni-tentis accusationi eiusdemque animi dispositionibus cognoscendis minime necessariae demonstrantur. Poenitens enim iure divino tenetur dumtaxat omnia et singula peccata gravia post Baptismum commissa et nondum per claves Ecclesiae directe remissa, quorum post diligentem sui discussio-nem conscientiam habeat, confiten et circumstantias in confessione explicare quae speciem peccati mutent (Conc. Trid., sess. XIV, cap. V; CIC, c. 901), modo tamen specificas huiusmodi malitias peccando cognoverit, ac proin contraxerit. Haec, igitur, tantum confessarius per se a poenitente sciscitari tenetur, si rationabiliter suspicatur eadem bona vel mala fide in confessione praetermissa fuisse; et si quando contingat cuiusdam poenitentis examen ex toto supplendum esse, non ultra prudentis coniecturae modum, attenta poenitentis conditione, percontando progrediatur.

Omittendae igitur sunt; utpote inutiles, molestas atque hac in re peri-culi plenas, interrogationes de peccatis quorum nulla cadit in poenitentem positiva atque firma suspicio; item de peccatorum speciebus quas haud verisimile est ipsum contraxisse; de peccatis materialibus, nisi ipsius poenitentis bonum vel avertendum mali communis periculum monitionem pos-tulet vel suadeat; item de circumstantiis moraliter indifferentibus, atque praesertim de modo quo peccatum commissum est. Quin imo si poenitens sponte, seu prae inscitia seu prae scrupulis seu tandem prae malitia, in explicandis luxuriae peccatis vel tentationibus modum excedat aut pudici-

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tiam verbis offendat, id confessarius prudenter, at prompte ac fortiter, cohibere ne omittat.

Meminerit insuper confessarius divinum de confessionis integritate praeceptum cum gravi poenitentis vel confessarii damno, quod sit confes-sioni extrinsecum, non urgeri; ac proin quoties vel poenitentis scandalum vel ipsius confessarii ruina ex interrogatione prudenter timeatur, eadem abstinendum esse. In dubio, vero, commune Doctorum monitum sit semper menti defixum, hac in re melius esse deficere quam cum ruinas periculo excedere.

Tandem confessarius, interrogando, cautissime semper procedat, propositis prius generalioribus quaestionibus, ac postea, si casus ferat, magis definitis interrogationibus. Has tamen semper sint breves, discretas, honestas, devitatis prorsus locutionibus quae phantasiam vel sensum moveant, aut pias aures offendant.

II.- Neque minori prudentia atque gravitate confessarius opus habet dum poenitentes, pro suo munere medici et magistri, monet atque instituit. Id vero apprime atque probé meminerit sibi haud corporum sed animarum curationem concreditam esse. Eius, igitur, per se non est consilia pcenitentibus dare quae ad medicinam vel hygienem spectant, atque ea omnino devitet quae mirationem moverent vel scandalum gignerent. Si quae, vero, consilia huiusmodi necessaria, etiam propter conscientiam, censeantur, eadem a perito recto, prudenti, atque morali doctrina instructo tradenda erunt ad quem igitur poenitens remittendus est.

Itidem ne audeat confessarius, seu sponte seu rogatus, de natura vel modo actus quo vita transmittitur poenitentes docere, atque ad id nullo unquam praetextu adducatur.

Moralem vero institutionem et opportunas monitiones iuxta proba-torum auctorum doctrinas suis pcenitentibus tradat, idque prudenter, honeste, modérate, non ultra veram pcenitentis necessitatem; ñeque abs re animadvertere fuerit inconsiderate illum agere atque recte muñere suo non fungi, qui videatur fere unice, interrogationibus et monitis, de his peccatis sollicitus.

III.- Oblivione tándem dandum non est mundum in maligno positumesse (I Ioh., V, 19), atque «sacerdotem quotidiana consuetudine versan quasi in medio nationis pravae: ut saepe in pastoralis ipsa caritatis per-functione, sit sibi pertimescendum ne lateant inferni anguis insidias» (Pius Pp. X, Exhort. Haerent animo, 4 augusti 1908).

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Quapropter cautissime semper incedat, praesertim cum mulieribus suis poenitentibus, necesse est, omnia vigilanter devitando, quae familiaritatem proderent vel periculosam amicitiam fovere possent. Ne igitur in iis-dem cognoscendis curiosus sit, neque audeat earum nomen directe vel indirecte inquirere. Eas dum alloquitur, pronomen «tu», ubi familiarem consuetudinem significet, omnino ne adhibeat; earum confessiones ultra quam satis est produci ne permittat; a rebus pertractandis quae ad cons-cientiam non pertinent in confessione abstineat; mutuas visitationes atque commercium epistolare cum iisdem sine vera necessitate ne admittat, nec-non longas collocutiones sive in sacristiis sive in atriis seu «locutoriis» sive alibi, ne sub praetextu quidem spiritualis directionis.

Id, vero, confessarius omni vigilantia precavere debet ne pietatis fuco affectus humani suipsius vel pcenitentium animo paulatim irrepant atque foveantur; sed omni ope continenter eniti debet «ut quidquid pro sacro muñere agit secundum Deum agat instinctu ductuque fidei» (Pius Pp. X, Haerent animó).

IV- Quo vero facilius atque tutius valeant confessarii tali munere fungí, ad id mature a suis magistris instituantur, atque doceantur, neque tantum principiis, sed specimine quoque et exercitatione, ut accurate sciant quomodo sint circa VI Decalogi preeceptum interrogandi poenitentes, pueri, iuvenes, adulti, atque praesertim midieres; quae sint necessariae vel útiles quaestiones; quae contra omittendaa, atque quaenam adhibenda iuxta patrium sermonem verba.

Datum Romae, ex AEdibus S. Officii, die 16 maii 1943. F. Card. Marchetti Selvaggiani, Secretarius.

Referencias

  1. Con fecha 16-V-1943, la entonces llamada S. C. del Santo Oficio emanó unas normas sobre el modo de interrogar a los penitentes en materia de castidad, que se enviaron a los Ordinarios para que las transmitieran a los confesores y para que se usaran en la formación de los futuros sacerdotes? Ese documento no se publicó en Acta Apostolicee Sedis; se encuentra, por ejemplo, en Lanza Palazzini, Theologia Moralis, Appendix De castitate et luxuria, pp. 305 ss., y se reproduce al final de esta Lección. Nuestro Padre dispuso que los sacerdotes de la Prelatura repasasen estos criterios periódicamente.
  2. La doctrina, ya confirmada en el Concilio de Trento (sess. XIV), de que el sacerdote ha de ser juez, quedó recogida en el CIC del año 1917 c. 888, § 2 y también se expresa actualmente en el CIC, c. 978, § 1. Cfr. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Reconciliatio et Poenitentia, n. 31, II.
  3. Por ejemplo, la especie moral ínfima de los pecados torpes: si se trata de pensamientos, deseos, de obras; otras circunstancias más específicas.
  4. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 32.
  5. Ibid.
  6. Prümmer, cit., II, p. 533.
  7. Este tema se trata más adelante.
  8. Cuando se trata de personas que acuden o van a acudir regularmente al mismo confesor, hay que tener presente que -salvando, como es lógico, la integridad formal- puede convenir esperar varios meses o incluso más tiempo, antes de llegar a una total clarificación de la conciencia actual. Hay preguntas que conviene ya hacer en la primera confesión. Otras, en cambio, pueden seguir un proceso creciente, de ahondamiento progresivo, de afinamiento de la sinceridad. Pueden ser en algún caso síntomas de falta de total sinceridad en materia de castidad -quizá por deformación de conciencia-: no manifestar verdadera contrición (relatar, más que acusarse) que es distinta de la simple vergüenza; no tratar nunca de este tema, o hacerlo de modo muy velado o indirecto; nerviosismo en la confesión, sin que se sepa la causa; no hablar nunca de falta, sino de meras imperfecciones; un exceso de orgullo, de espíritu crítico, manifestaciones de mal carácter que pueden revelar una conciencia intranquila, etc.
  9. Como ejemplo, puede señalarse que, con frecuencia, una persona que considera que «en su caso» no son malas las relaciones prematrimoniales, no le gustaría que a su hermana o a una futura hija que tenga le «suceda» lo que le está pasando a ella. Ayudarle a reflexionar brevemente sobre esto puede hacer que la persona vea la incongruencia de su actitud y se duela. Estas razones para quien ya «sabe» la doctrina, pero no acepta que sea aplicable a «su caso», son útiles para poder remitir a una futura conversación más pausada, y dependerán mucho del ambiente concreto.
  10. S.C. Educación Católica, Orientaciones educativas sobre el amor humano. Pautas de educación sexual, 1-XI-83.
  11. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 39.
  12. De nuestro Padre: en Crónica, V-1970, p. 7.
  13. Ibid., pp. 8-9. 210
  14. A este respecto -y para cuando se atiende a personas que van por un Centro de mujeres- conviene tener presente que no debe darse el que dos chicas duerman en la misma cama: ni por miedo, ni por soledad, ni por costumbre adquirida en casa de sus padres, ni por otro pretexto; o el que tengan familiaridades entre ellas que faciliten una amistad particular y absorbente que, además de ser ocasión de pecados contra la castidad, puede dar lugar a una desviación afectiva, a faltas de caridad con las demás, a habladurías, etc.