Experiencias de práctica pastoral/Dirección espiritual de los fieles de la prelatura

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DIRECCIÓN ESPIRITUAL DE LOS FIELES DE LA PRELATURA


La confesión

Introducción. El Buen Pastor

En la ascética cristiana, y por tanto en nuestro espíritu, la Confesión tiene una gran importancia. Bien vivida, puntual -semanal y más frecuente cuando sea necesario o conveniente-, llena de dolor y sinceridad, es condición indispensable para progresar en la vida interior. Además, en la Obra, «ese medio hermosísimo de santificación, instituido por Jesucristo, que es el Sacramento de la Penitencia (...) para nosotros es también al mismo tiempo medio de dirección espiritual»[1].

La dirección espiritual -personal y colectiva- es necesaria a los miembros de la Obra, para que puedan seguir un mismo camino, hacer un mismo apostolado secular y llegar a un mismo fin. Por este motivo, constituye para todos un derecho y un deber. Esta dirección armoniza los diversos aspectos de su vida, y es ejercitada por el Director local -o, en sus veces, por la persona indicada por el Consejo local-, y por el sacerdote designado para cada Centro[2].

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«¿Quién es, por tanto, el Buen Pastor en la Obra? El Director -la Directora, en la Sección femenina- y el sacerdote. No éste o aquél, sino el Director, cualquiera que sea; y del mismo modo, el sacerdote de la Obra, quienquiera que sea. Es el mismo Opus Dei quien imparte la dirección espiritual, y nadie puede atribuirse el derecho exclusivo de ejercerla»[3].

El Padre y los que reciben misión de él son el Buen Pastor para los miembros de la Obra: «Quiso el Señor como Pastor de estas ovejas a vuestro Padre, y a quienes del Padre reciban esa misión: los Directores y los sacerdotes de la Obra, porque no se le da ordinariamente a nadie que no sea del Opus Dei»[4]. Por tanto, «los que no tienen misión dada por el Padre o por los Directores Regionales, no pueden ser buenos pastores. Porque el sacerdote que recibe la Confesión no es solamente juez, sino también maestro, médico, padre: pastor. ¿Cómo podría ejercer bien esas funciones quien ignorase lo que Dios quiere de nosotros, según la vocación que nos ha dado? ¿Cómo, si no tiene nuestro espíritu? ¿Cómo, si carece del mandato legítimo, y por tanto de la gracia especial para ejercer bien su misión?»[5].

Para cumplir esta misión, se designan confesores, y confesores suplentes, para los Centros. Esta designación la efectúa el Vicario Regional entre los sacerdotes del Opus Dei y -si es necesario y posible- entre los demás sacerdotes de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, a los que pueden ayudar los Asistentes Eclesiásticos.

Al mismo tiempo, los fieles de la Prelatura gozan de libertad -como todos los cristianos- para confesarse con cualquier sacerdote que tenga licencias del Ordinario del lugar: «La Iglesia Santa, nuestra Madre -y con la Iglesia también yo, vuestro Padre, que debo ser para vosotros a la vez padre y madre-, os concede una libertad plena, para que podáis, como ya he dicho, ir a confesar con cualquier sacerdote que tenga las oportunas licencias»[6].

«Gozáis, por tanto, de una libertad completa. La mayor parte de los miembros no viven en nuestras casas: no siempre podrán acudir a los sacerdotes de la Obra, y algunas veces tendrán que confesarse con otros. Cuando lo hagan, al abrir su conciencia, se desprenderá un suavísimo aroma de campo cuajado, bendecido por el Señor (Genes. XXVII, 27),

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la fragancia de una vida entregada plenamente a Dios y embellecida por la delicadeza de conciencia. Pero si en algún caso no hubiera de ser así, conviene que acudan a su hermano, al Buen Pastor, aun cuando para eso hayan de emplear medios que se salgan de lo corriente»[7]. Actuar de acuerdo con estas indicaciones de nuestro Padre, será una clara señal de que buscan curarse de las posibles enfermedades del alma: «Vosotros, hijas e hijos queridísimos, siempre, pero especialmente cada vez que tengáis una enfermedad del alma y necesitéis de un médico, iréis a vuestros hermanos. Les abriréis el corazón de par en par, con sinceridad, con verdadero deseo de curaros; y esto, en la Confidencia, con el Director laico -mis hijas, con la Directora-, y en la Confesión con los sacerdotes designados por el Consiliario»[8].

«Propósito firme: el primer sacrificio es no olvidar, en la vida, lo que expresan en Castilla de un modo muy gráfico: que la ropa sucia se lava en casa. La primera manifestación de que os dais, es no tener la cobardía de ir a lavar fuera de Casa la ropa sucia»[9]. El motivo de este consejo de nuestro Fundador es muy claro: «Si fuésemos a una persona que sólo puede curarnos superficialmente la herida... es porque seríamos cobardes, porque no seríamos buenas ovejas, porque iríamos a ocultar la verdad, en daño nuestro. Y haciéndonos este mal, buscando a un médico de ocasión, que no puede dedicarnos más que unos segundos, que no puede meter el bisturí, y cauterizar la herida, también estaríamos haciendo un daño a la Obra. Si tú hicieras esto, tendrías mal espíritu, serías un desgraciado. Por ese acto no pecarías, pero ¡ay de ti!, habrías comenzado a errar, a equivocarte. Habrías comenzado a oír la voz del mal pastor, al no querer curarte, al no querer poner los medios. Y estarías haciendo un daño a los demás»[10].

El confesor como juez, maestro, médico, pastor y padre

El confesor es, ante todo, juez; y la Penitencia, en primer lugar, sacramento. Por tanto, conviene hacer presente el aspecto sacramental: quien se acerca a la Confesión va a acusarse de los pecados con dolor, con espíritu de penitencia, a reconciliarse con Dios.

Objetivamente es difícil pensar que no haya verdaderos pecados en una semana. Lo que sucede a veces es que, por falta de formación o de

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examen, el penitente se acusa de cosas que, en sí mismas o para él, no tienen razón de pecado. En estos casos, para asegurar la validez del sacramento, el confesor, antes de la absolución, recordará la necesidad de arrepentirse de los pecados de la vida pasada, acusados con alguna especificación y con verdadero dolor. Asimismo el confesor debe formarse un juicio sobre si se dan las disposiciones de contrición y propósito de la enmienda, y también recordárselo a los penitentes: si fuera necesario en algún caso, hablando claramente de la validez y del peligro a que se podría exponer el sacramento[11].

Al administrar el sacramento de la Penitencia, el sacerdote no se limita a juzgar simplemente las disposiciones interiores y a absolver los pecados, sino que se comporta también como maestro, médico, pastor y padre. Esto exige que lleve en el corazón las almas de sus hermanos, para «conocerlas una a una y comprenderlas a todas, con sus equivocaciones, con sus flaquezas, con sus errores -no son sinónimas estas palabras- y también con sus virtudes, con sus posibilidades, que han de orientar y encauzar para que respondan a lo que el Señor les pide»[12].

El confesor es maestro: su tarea pedagógica consiste en ayudar a sus hermanos a formarse una conciencia delicada y clara, y a vivir -opere et veritate- la doctrina que van adquiriendo[13]. Para esto, el primer paso será muchas veces enseñarles a que sus confesiones sean -como nos enseñó nuestro Padre- concisas, concretas, claras y completas[14]:

  • concisa: pocas palabras, las justas, las necesarias para decir con humildad lo que se ha hecho u omitido. Acusación sin rodeos, sin justificaciones, sin atenuar los pecados. Concisión humilde de quien ha hecho bien el examen y tiene conciencia clara y dolor de las faltas;
  • concreta: sin divagaciones, sin generalidades, que son excusas tácitas, que proceden de falta de sinceridad consigo mismo. Indicando

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las causas, motivos, circunstancias importantes que hacen más personal el dolor de los pecados;

  • clara: que se entienda, sin vergüenza para declarar la entidad precisa de la falta -siempre con la delicadeza necesaria- y poner de manifiesto nuestra flaqueza;
  • completa: íntegra, total.

En el terreno ascético, conviene enseñar a concretar los propósitos, campos de lucha, etc., fomentando la iniciativa, de modo que también en la vida interior ocupe un lugar central la responsabilidad personal; a su vez, el sacerdote puede sugerir también esos campos, aconsejando que se hable en la charla con el Director de los puntos que se hayan visto.

En la Confesión, el sacerdote ha de realizar una honda labor formativa, profundizando en las disposiciones de cada alma y estimulando a responder con generosidad a la gracia de Dios[15], y no cumpliría con su deber si se limitara a escuchar y raramente preguntara por los aspectos fundamentales en la vida de la persona que se confiesa -si es que no los comenta espontáneamente-, para orientar mejor sus consejos. Aunque la Confesión haya de ser breve, debe ser cauce de verdadera dirección espiritual, por eso se dedica todo el tiempo necesario a cada una. Cuando parezca oportuno, se puede sugerir a la persona que se confiesa que trate algún tema fuera del sacramento, si libremente lo desea. En cualquier caso, el sacerdote no puede dar sensación de prisa o impaciencia, que quitarían la paz y harían difícil la sinceridad.

El confesor ha de ser médico y, en ocasiones, esto requiere fortaleza para ayudar a las almas, cuando necesitan que se les aplique una medicina fuerte. «Hay que contar con el dolor ajeno y con el propio, si se quiere cumplir con el deber. No os oculto que sufro antes, mientras y después de corregir, y no soy un sentimental, aunque sí un hombre de corazón. Me consuela pensar que las bestias no lloran: lloran los hombres, los hijos de Dios. Entiendo perfectamente que vosotros también sufráis, al cumplir con esa obligación de fortaleza. Se esconde una gran comodidad en las actitudes de algunos, que no se dan cuenta -o no quieren darse cuenta- de que, con la excusa de evitar el sufrimiento a otros, están ellos huyendo del dolor. Se ahorran disgustos: no se gastan; pero no se santifican, ni ayudan a los demás en la vida espiritual, ni en la vida terrena. En esa falsa

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serenidad, que nunca se turba ni se remueve, hay una inconsciencia intolerable, que es desidia, abandono. Es preciso vivir -no hay más remedio-aquel irascimini et nolite peccare (Ps. IV, 5; Ephes. IV, 26), porque es manifestación de un cariño auténtico, de un amor que no se cifra en palabras, sino que es amor con obras y de verdad: non diligamus verbo neque lingua, sed opere et veritate (I loann. III, 18)»[16].

Ahora bien, cuando hay que comportarse con esta fortaleza, «se hace después de haberlo pensado el tiempo suficiente, para que no falte sentido sobrenatural, aunque no hay que pensarlo tanto que se pierda el tiempo. Si es preciso esperar unas horas, se espera; pero no más de unas horas, porque la prudencia se convertiría entonces en comodidad. Y, al aplicar la medicina neta, se hará con manos de madre, con delicadeza. Lo que no es posible es pactar con la cobardía, y dejar de pulir la herida del hermano enfermo»[17]. Pero siempre y en todo se debe poner cariño, esforzándose por comprender a los demás en cualquier situación en que estén.

Por último, debe ser pastor y padre con sus hermanos: «Pastores os he dicho que sois, y también padres. Suena mal hoy la palabra paternalismo, porque la entienden como una actitud que quita la libertad de los súbditos. Pero si yo no sintiera por vosotros un afecto paternal, efectivo y afectivo, esto sería un erial. Y acabaríamos siendo unos funcionarios. Puedo deciros con el Apóstol: ego vos genui (I Cor. IV, 15), yo os he engendrado para Dios»[18].

La primera exigencia del oficio de pastor consiste en poner todos los medios necesarios para facilitar a los Numerarios, Agregados y Supernumerarios -sacerdotes y laicos- la Confesión semanal con un sacerdote de la Prelatura, haciendo, por ejemplo, los viajes que sean precisos, etc.

El Consejo local de cada Centro establece, de acuerdo con el confesor, el horario habitual de confesiones más adecuado[19], para que todos puedan recibir este sacramento con la puntualidad prevista en nuestro plan de vida, y el sacerdote ha de esforzarse en vivirlo fielmente[20], además

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de estar siempre disponible y asequible para que puedan confesarse quienes lo deseen.

En la Residencias de estudiantes, en los Centros de Estudios y siempre que sea posible en todos los Centros, muy especialmente en los que haya vocaciones recientes, el sacerdote se sienta a confesar unos diez minutos antes de que comience la Misa.

Pero la solicitud por los demás no puede limitarse a cumplir un horario y a estar disponible: debe facilitar la Confesión a todos el día que cada uno tenga previsto, incluso recordándoselo con cariño y prudentemente.

El confesor es, además, padre: debe animar; no ser demasiado tajante, sobre todo al principio; dejar siempre una puerta abierta; no «acorralar»; no insistir machaconamente -y menos con las mismas palabras-en las mismas cosas; tratar de descubrir el aspecto ante el que cada persona reacciona mejor, preguntando de vez en cuando por el descanso, el paseo semanal, etc. Respecto a las tentaciones no buscadas, hay que recordar que tenemos los pies de barro, y no tendría sentido extrañarse al descubrir en nosotros el fomes peccati; hemos de aceptarnos como somos y, a la vez, intensificar la lucha y la confianza en Dios; si se detectan nuevos defectos, agradecer a Dios esas luces y pedirle ayuda para superarlos.

Para llevar a cabo su tarea de maestro, médico, pastor y padre, y lograr que todos saquen el máximo fruto de sus confesiones, es necesario que el sacerdote sepa preguntar. Así lo aconsejaba nuestro Padre: «Ayudadles, preguntando: cómo cumplen las Normas y las Costumbres de nuestro plan de vida, con qué espíritu trabajan, cómo viven el proselitismo, si hacen corrección fraterna, si cuidan las cosas pequeñas, si aman mucho a la Virgen, con qué empeño cumplen el encargo apostólico. En estos puntos capitales encontraréis los síntomas, que pondrán de manifiesto la salud o la enfermedad en las almas de mis hijos. Los medios oportunos para la curación están al alcance de la mano, porque en nuestro espíritu se encuentra toda la farmacopea»[21].

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Generalmente es mejor hacer las preguntas después de que el penitente ha completado la acusación de sus pecados. Pero, a veces, sin embargo, es bueno interrumpir con una pregunta para que el punto importante no se pierda entre otros. En definitiva, se trata de ayudar -con gran sentido sobrenatural y con todo cariño- a que den a conocer la fisonomía real de su alma en esa semana, lo que realmente ha influido en su vida espiritual, para bien o para mal[22].

Del conocimiento de las disposiciones del alma nacerá el tratamiento específico, «etiológico», y no puramente sintomático, ni mucho menos en serie. Para esto no es necesario hacer «diagnósticos», ni encasillar a las personas: conocer no es clasificar. Cuando hay verdadera preocupación por las almas, se descubre siempre qué es lo que necesitan.

También hay que ayudar a las personas a ser «realistas». Evitar que se formen situaciones imaginarias: tanto «buenas» -una vida de piedad algo sentimental y desligada de la conducta práctica- como malas. Conviene ver, por ejemplo, qué repercusiones concretas tiene el sentido de la filiación divina, o la Misa como centro de la vida interior, o las visitas al oratorio, cómo vive el hodie et nunc y otras manifestaciones del espíritu de penitencia, el cuidado de la fraternidad, no en general, sino con las personas con quienes convive, etc.

Hay que tener en cuenta lo que dice una persona y lo que no dice, casi siempre por inadvertencia; en ocasiones, puede ayudar mucho una pregunta que dé en el clavo. En general, no es corriente que a un alma «no le pase nunca nada». Ayudar a aceptarse tal como se es, con limitaciones, con sencillez y humildad, y a luchar contando con la gracia de Dios (no quedarse tampoco en el «es que yo soy así»).

En esta labor de dirección espiritual, el sacerdote confirmará todas las directrices recibidas en la charla fraterna, reforzando siempre la autoridad del Director (en general, de quien lleva la charla fraterna), secundando sus consejos, evitando dar la impresión de que se contradice o «completa», etc. Si se trata de mujeres, hay que tener en cuenta, además, que las Directoras conocen mejor a las personas, porque las ven trabajar, cómo viven la fraternidad, etc. Si en algún caso, el sacerdote observa algún punto de lucha que le parece importante, puede ser bueno sugerir al inte-

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resado que lleve ese tema a la oración y lo trate después en la Confidencia.

No hay inconveniente -al contrario- en que, cuando parezca oportuno, el sacerdote hable con alguno de sus hermanos, fuera de la Confesión, para ayudarle a profundizar en la vida interior. Incluso, cabe hacerlo periódicamente, por una temporada, si el Consejo local lo estima conveniente, cuando se vea útil para profundizar, abrir horizontes positivos, etc.

Finalmente, hay que repetir una vez más que el sacerdote debe extremar la prudencia, no sólo para no quebrantar el sigilo sacramental, sino para evitar que nadie, ni en apariencia, puede sentirse molesto por lo que dice. No se comentará nunca ni una palabra sobre la Confesión, aunque no se corra ni de lejos el riesgo de lesionar el sigilo sacramental.

El mejor modo de lograr la eficacia de esta labor es prepararla y acompañarla con la oración y la mortificación por los que acuden a confesarse. Es preciso llevar a la meditación personal los problemas de los demás, para dar el consejo oportuno, ahondar, descubrir las causas, prever las dificultades, y ser muy fieles al espíritu de la Obra.

'Normas prácticas sobre los consejos de dirección espiritual'

Ante todo, el sacerdote debe tener en cuenta que «la autoridad del director espiritual no es potestad. Dejad siempre una gran libertad de espíritu a las almas. Pensad en lo que tantas veces os he dicho: porque me da la gana, me parece la razón más sobrenatural de todas. La función del director espiritual es ayudar a que el alma quiera -a que le dé la gana-cumplir la voluntad de Dios. No mandéis, aconsejad»[23]. Por esto, si se trata de aconsejar un punto de examen particular, un libro de lectura, etc., debe sugerirlo al interesado para que, a su vez, él lo consulte al Director o la Directora.

Como ya se ha dicho, función de la dirección espiritual es abrir horizontes, ayudar a la formación del criterio, señalar los obstáculos, indicar los medios adecuados para vencerlos, corregir las deformaciones o desviaciones de la marcha, animar siempre. Hay que procurar que los consejos sean siempre optimistas, que tengan contenido sobrenatural, que den ánimo y no produzcan fastidio o desgana.

Cada persona necesita el consejo oportuno: no le bastan los remedios genéricos. Para no proceder por reglas generales puede ser conve-

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niente recordar lo que se aconsejó la semana anterior, aunque no es necesario manifestarlo explícitamente: lo importante es que haya continuidad en la dirección, aunque no se note.

Los argumentos deben ser sobrenaturales; las razones humanas -a veces las hay- pueden humillar y no mueven mucho, e incluso en ocasiones no son concluyentes en sí mismas. En general, y más aún si se trata de gente joven, hay que ayudar a ahondar, a afrontar radicalmente la situación personal ante Dios, descubrir mediterráneos, conversiones. En algún caso, si hubiera que hacer reaccionar en la lucha ascética, se pueden provocar pequeños terremotos, convenientemente preparados: para doblegar el hierro, el artesano lo mete en el fuego, lo caldea hasta hacerlo una brasa y entonces lo trabaja con el martillo. Para esta operación convendrá aprovechar las situaciones especiales que se presenten (un curso de retiro, un curso anual, una situación peculiar de un alma concreta, etc.).

A veces habrá que ayudar a formarse bien la conciencia; en concreto, explicar claramente lo que es pecado mortal, venial, deliberado, etc. (en ciertas materias, la prudencia aconsejará remitir a la persona con quien hacen la charla fraterna). Para esto, es preciso que aprendan a hacer los exámenes de conciencia con finura, sin despreciar los pequeños síntomas, que pueden ser manifestación de carencias latentes; que no se limiten a una contabilidad más o menos precisa: con la luz de la gracia se ven mejor los rincones del alma. Y todo esto, evitando la obsesión, buscando el amor de Dios y aumentando el afán apostólico y de darse a los demás.

Es preciso ser comprensivos, sabiendo ponerse en el lugar de cada persona, y ser muy positivos: hacer amable la lucha, exigir con firmeza, pero sin acritud, suaviter in modo, fortiter in re, como nos ha enseñado nuestro Padre. Para ser muy sobrenaturales, hay que ser muy humanos. Comprender y disculpar y, a la vez, saber animar con fortaleza y prudencia.

De ordinario, hay que llevar a las almas como por un plano inclinado. Para que la lucha produzca frutos, es necesario que insistan, que recomiencen siempre que haga falta: la virtud se adquiere mediante la repetición de actos buenos. También por este motivo, el sacerdote debe tener paciencia: «Sabed esperar. Hay almas que no responden durante algún tiempo: no hay que empeñarse en exigir, entonces, lo que no se quiere o no se puede dar. Seguid el trato, rezad y esperad: stabiles estote et immobiles; abundantes in opere Domini semper scientes quod labor

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uester non est inanis in Domino (I Cor. XV, 58); estad firmes y constantes; abundantes en el trabajo del Señor -Opus Dei, operatio Dei-, sabiendo que vuestra labor no es vana delante de Dios. Hay que contar con el tiempo, y con la acción de la gracia en cada alma. No es bueno llevar las almas a empujones, ni pretender que corran, cuando apenas pueden sostenerse»[24].

El sacerdote tendrá presente que a lo largo de la vida surgen ocasiones de lucha más dura; y en esos momentos también se puede progresar, correspondiendo a la gracia: el que no avanza, retrocede; el que no crece, mengua. Llevamos en nosotros un principio de oposición, de resistencia a la gracia: la pereza, la rebeldía, la sensualidad, la soberbia... Tendremos miserias, y en todo momento será necesaria la lucha ascética. No turbarnos al conocernos como somos: de barro. Somos hijos de Dios, elegidos por llamada divina desde toda la eternidad, y si se presentase la oscuridad en la vida interior, puede ocurrir que esa ceguera no sea consecuencia de errores, sino un medio del que Dios quiere valerse para hacernos más santos, más eficaces. Dios ensalza en lo mismo que humilla. Si el alma se deja llevar, si obedece, si acepta la purificación con entereza, si vive de fe, recibirá después una luz insospechada. En último término, los conflictos se resuelven también con humildad.

Otra posible tentación que nuestro Padre nos señalaba es el pensamiento de que nuestra vida interior es una comedia, porque cuestan la Normas de piedad y la lucha interior no produce consuelos sensibles. Para esos casos, nuestro Fundador decía que hemos de pensar que es la hora maravillosa de hacer una comedia humana con un espectador divino: vivir de amor, sin andar mendigando compensaciones terrenas, que acaban siempre defraudando. El Señor a veces hace entender sus juicios incomprensibles[25], pero no siempre sucede así; hay que cumplir con el deber no porque guste, sino porque tenemos obligación. Saber que se agrada a Dios con ese cumplimiento: «porque eras acepto a Dios, fue necesario que la tentación te probase»[26].

Si alguna vez -por falta de formación- un miembro de la Obra no diera a conocer a sus Directores circunstancias o hechos de su vida que desdicen de nuestra vocación o que son obstáculo para nuestra labor; y en cambio comunicase esos hechos en la Confesión, el sacerdote -dejando

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claro que no lo manda- debe aconsejar a esa alma que, por el bien suyo y de la Obra, hable sincera y confiadamente con sus Directores, y si fuese necesario, pida que le cambien de Centro o de ciudad. Excepcionalmente -por la importancia de los hechos, por existir una clara incompatibilidad con los deberes para con la Obra, por su incidencia en daño de tercero, etc.-, esta indicación podría pasar de ser un simple consejo de dirección espiritual, a constituir una obligación estricta y grave, según las normas generales de la Teología Moral; obligación que el sacerdote debe imponer con la necesaria fortaleza, y del modo que las personas y las circunstancias exijan, incluso aconsejándole imperativamente que pida la salida de la Obra.

La charla de dirección espiritual

En determinadas circunstancias es aconsejable que los fieles de la Prelatura charlen periódicamente con el sacerdote. Todos hacen esa charla en los primeros meses de la vocación. También con ocasión del curso de retiro, hablan con el sacerdote que dirige el Curso o con otro designado por los Directores. Además, todos pueden hablar siempre que quieran, con libertad, con el confesor designado para su Centro, y siempre hay también libertad para dirigirse a otro sacerdote del Opus Dei.

En los Centros de Estudios Regionales o Interregionales, los alumnos hablan cada quince días con el Director Espiritual; siempre que se vea conveniente, esta charla puede ser más frecuente. Si se trata de un número muy grande, y están divididos en grupos, lo harán con el sacerdote designado para cada grupo; y cada dos meses lo harán con el Director Espiritual. Además el Director Espiritual -que no debe ser nombrado confesor- cambiará impresiones cada quince días con los sacerdotes de los grupos; naturalmente, de cosas de fuero externo.

Hay que dedicar todo el tiempo necesario a cada persona, a la vez que se les enseña a ser breves. En cualquier caso -como se dijo también al hablar de la Confesión-, el sacerdote no puede dar nunca señales de impaciencia o de prisa. En la formación de nuestros hermanos, también hay que contar con el tiempo, poniendo todos los medios con paciencia y constancia. Es importantísimo que en las charlas se enseñe y se ayude a vivir la sinceridad, virtud que deben practicar, en primer lugar, con el Director.

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Respecto a los temas de estas conversaciones, no es necesario limitarse a detalles marginales; se trata, más bien, de repasar los puntos centrales de la lucha ascética:

  • disposiciones de fondo, descubriendo las causas y raíces de posibles actitudes negativas;
  • ayudar a adquirir los fundamentos de la vida interior, formar el criterio;
  • todo esto, a partir de hechos concretos, sin caer en teorías generales: haciendo ver, en la práctica, las ideas madres y sus aplicaciones.

Por esto, es muy propio tratar -a partir de lo que cuentan, de lo que han visto, etc.- los siguientes temas, además de lo que se refiere a filiación divina y unidad de vida:

  • humildad, conocimiento propio, Confesión: para adquirir el endiosamiento bueno;
  • sentido sobrenatural de la vida, de la vocación, en el trabajo, en el apostolado, en la obediencia;
  • castidad, para formar la conciencia delicadamente, enseñándoles a ser sinceros;
  • formación doctrinal, para ver cómo están asimilándola en su vida;
  • las preocupaciones, tristezas y alegrías pueden dar una buena ocasión para profundizar en esos temas.

Algunas indicaciones particulares

Vocaciones recientes

[27] La responsabilidad del sacerdote es grande, por los medios de formación que imparte: Confesión, charla de dirección espiritual, predicación, algunas clases del Programa de formación inicial, etc.

Es muy importante que el sacerdote conozca bien y cuanto antes a las nuevas vocaciones: saber de qué ambiente proceden, cuál ha sido la educación recibida; conocer la familia y amistades, prever posibles dificul-

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tades; estar al tanto de los estudios que realizan, su capacidad, etc. Para esto, debe dedicarles el tiempo necesario -sin dejarlos jamás «a la intemperie»[28]-, asegurándose de que reciben todos los medios de formación previstos, sin interrupciones, arropándoles continuamente en sus dificultades. Sería absurdo atender con esmero la formación espiritual de los chicos de San Rafael, y descuidarla después, cuando han pedido la Admisión en la Obra.

En la formación de las nuevas vocaciones -aunque lógicamente habrán recibido ya mucho en la labor de San Rafael-, conviene empezar por la base, asegurándose de que asimilan bien los principios de la vida espiritual: deben ir adquiriendo todos los elementos de la doctrina cristiana, previendo posibles lagunas, según los ambientes de procedencia y en los que se desenvuelven. Hay que aprovechar los diversos medios de formación para dar doctrina clara, sencilla y práctica sobre: la vida de la gracia, la humildad y la correspondencia al Señor, el pecado, la lucha ascética; los Mandamientos de la Ley de Dios; los sacramentos: su valor, necesidad, condiciones para recibirlos bien; la vida de oración, la piedad, y los aspectos centrales de nuestra ascética: caridad, filiación divina, sinceridad, trabajo, apostolado.

Puede suceder que gente joven que procede de ambientes moralmente poco sanos, de tal modo querrían ser «como debe ser una persona de Casa», que empiezan, casi inconscientemente, a olvidar -esto es bueno- sin la suficiente reparación no sólo problemas de su vida pasada, sino también las inclinaciones o huellas que esa vida o el ambiente en que han vivido les ha podido dejar, y que lógicamente no se arreglan en poco tiempo. Querrían que todo eso hubiese desaparecido y no lo tratan jamás -en parte también por vergüenza- en la charla. Quizá, en algún caso, pueden tener tentaciones fuertes (cosa más o menos lógica si esas huellas de su vida anterior son hondas), que no mencionen aunque se den con alguna periodicidad. Este no dar importancia o no hablar en la charla, no lo hacen por mala voluntad. Lo que puede suceder es que no haya habido

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un crecimiento paralelo de la responsabilidad humana, y de una vida sobrenatural auténtica y bien centrada en la humildad y en el trato personal con Dios: quizá no tienen clara la noción de pecado, de contrición, de lo que es la vida de la gracia.

En esta misma línea y en relación con la castidad, puede ocurrir que al predicar sobre esta virtud se repita demasiado que «suele estar en cuarto o quinto lugar», que «no debe ser problema», etc. Esto puede desconcertar a algunos más jóvenes: a base de oír lo que debe ser un alma enamorada, van arrinconando lo que «realmente son» y comienzan a no hablar de sus luchas en este campo: instintivamente quieren quitarle importancia, ya que no les parece que eso esté de acuerdo con lo que oyen y con lo que quieren ser.

También podría suceder que, al hablar de esta virtud a los jóvenes «se quiera hilar demasiado fino», y se den por supuestas muchas cosas que no conocen: se mencionan detalles de guarda del corazón y de los afectos (por ejemplo: no escribir esto o aquello, cuando tenemos que felicitar a un amigo que se casa, etc.), que pueden convertirse en mera técnica de la virtud, si no se ha centrado bien el problema a radice.

Algunos pueden estar apegados a su profesión, y mostrar una cierta insatisfacción ante la falta de tiempo, los encargos, etc.; hay que hacerles ver con claridad la necesidad de servir a Dios donde indiquen los Directores. Otros necesitan que se les exija en todos los terrenos con prudencia, comprensión y cariño, pero sin blandenguerías.

Particular importancia tienen las relaciones con los padres: hay que enseñarles poco a poco a quererlos de verdad -y lo que esto significa-, a la vez que adquieren la necesaria independencia para su vida de entrega en la Obra. Los Numerarios han de recibir, desde el principio, la formación necesaria para comprender que su dedicación al servicio de Dios les pide un efectivo desprendimiento de su familia, acompañado, a la vez, de un mayor cariño hacia ellos, lleno de visión sobrenatural y de celo apostólico[29].

Siempre a la luz de estos principios centrales y sus aplicaciones (no como simples detalles sueltos, ni como un reglamento, etc.), hay que insis-

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tirles especialmente en que sean sinceros y descomplicados en la vida interior: «Atended con particular esmero las nuevas vocaciones, enseñándoles a vivir una sinceridad que, alguna vez, he calificado de salvaje; a olvidarse de sí mismos; a descomplicarse y a no inventarse problemas que sólo existen en la imaginación; y a tener ocupado todo el tiempo con un trabajo intenso, ordenado y constante»[30].

Deben adquirir mucho amor a la Obra y a su vocación, considerándola como una armadura ante las dificultades. «Enseñadles a no provocarse tontamente problemas personales de vocación -ante las contradicciones o ante las caídas interiores- y a razonar, por el contrario, de este modo: porque tengo vocación y no me falta la gracia del Señor y la ayuda de mis Directores y de todos mis hermanos, si me esfuerzo, en lo sucesivo venceré»[31].

Toda ésta es una tarea pedagógica, que debe hacerse con constancia y en progresión creciente según el modo de ser de cada alma, administrándoles el espíritu de la Obra en pequeñas dosis, contando con el tiempo, sin imponerles todas las obligaciones de golpe, con una visión positiva, optimista y deportiva de la vida interior.

Mayores en Casa

En la madurez, la vida interior pierde el carácter «explosivo» que, de ordinario, tiene en la adolescencia, aunque sea sin embargo mucho más profunda y recia que en los comienzos. Por eso, decía nuestro Padre: «Los jóvenes pueden parecer santos; y los mayores, muchas veces, no. Sin embargo, ordinariamente, los primeros no han alcanzado la santidad que buscan; mientras que aquellos que han gastado su vida sirviendo al Señor, y que piensan humildemente que no son santos y que no lo serán nunca, pero ponen cuanto está a su alcance para lograrlo, realmente llevan una vida santa»[32].

La prudencia, pues, llevará a no dar importancia -en personas mayores- a determinadas manifestaciones de naturalidad en la conversa-

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ción o en la vida en familia, que en cambio podrían ser mal interpretadas por otros más jóvenes; por eso ha dispuesto nuestro Padre que sus hijos mayores que conviven con miembros jóvenes por motivos de formación o gobierno, pueden hacer vida en familia con otros, en circunstancias que se acomoden a sus necesidades y a su edad.

Sin embargo, todo eso no debe impedir que el sacerdote mantenga constantemente en sus hermanos el afán de santidad, para que huyan de todo lo que suponga aburguesamiento y conformismo en la vida interior; así por ejemplo, hay que evitar que la serenidad, que es una virtud, se confunda con la rutina o con la tibieza. En este sentido, conviene que los Numerarios y Agregados tengan muy presentes estas palabras de nuestro Padre: «A lo largo del camino -del vuestro y del mío- solamente veo una dificultad, que tiene diversas manifestaciones, contra la cual hemos de luchar constantemente (...). Esa dificultad es el peligro del aburguesamiento, en la vida profesional o en la vida espiritual; el peligro de sentirse solterones, egoístas, hombres sin amor»[33].

Por tanto, a las personas mayores en Casa hay que ayudarles para que mantengan siempre viva la vibración, el afán de almas, el espíritu deportivo ante la lucha, evitando pequeñas rutinas, el aburguesamiento, el acostumbramiento. Será necesario moverles a hacer redescubrimientos, generalmente en cosas pequeñas, pero con nueva luz e ilusión: que sepan mirar las cosas de Dios -de la Obra, de la vocación, de las almas- con una fe más teologal, y esto les ayudará a mantener con naturalidad una sonrisa, a perseverar en la ilusión del trabajo comenzado: ecuánimes, serenos, todos los días igual, durante años.

También conviene insistirles en el valor de la ejemplaridad: deseos de ayudar a los más jóvenes; hacer y desaparecer; saber enseñar y no hacerse imprescindible; agradecer a Dios el fruto de tantos años de entrega. Otro aspecto en el que los mayores tienen una particular responsabilidad, es la filiación y fraternidad bien vividas, con hondura y con sacrificio personal. El Señor espera de ellos una seria contribución personal a la unidad, limando asperezas propias, evitando ser raros o chocantes en el modo de ser o comportarse, pues eso nunca constituye manifestación de verdadera personalidad.

Hay que fomentar una gran sinceridad siempre: en lo pequeño y en lo grande, si se presentase alguna vez; facilitársela de manera amable, saliéndoles al encuentro. Puede suceder que alguno en la charla con el

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Director dé siempre una visión de su vida como si todo marchara bien, sin problemas. Y, por otra parte, se ve, por el modo en que trabaja, por las reacciones que se observan, por correcciones fraternas que le hacen, etc., que esa imagen serena y optimista no responde a la realidad. Esto puede ser debido a que, quizá por el tiempo que lleva en Casa, las responsabilidades que ha tenido, etc., se ha forjado un ideal de lo que debería ser, de las virtudes que se esperan de él y, unido al deseo de «no querer ser problema», poco a poco se vaya «viendo» como querría o debería ser (en su ideal). Hay que ayudarles a conocerse como son.

Con todos, pero especialmente con quien pasase por un momento de desconcierto, convendrá:

  • rejuvenecer y vigorizar su piedad: dar consistencia a la vida interior, a las escaramuzas de la lucha ascética; que no se pierdan en pequeneces, ayudar a recuperar la visión de conjunto, el valor de eternidad de las acciones pequeñas de cada día, redescubrir la presencia real de Jesucristo en el Sagrario, la renovación del Sacrificio de la Cruz, el amor maternal de la Santísima Virgen María, el cariño de San José, la realidad de la compañía del Ángel Custodio, la intercesión de nuestro Padre. Recordarles que la Redención se está haciendo, que han de mandar a toda la Obra sangre arterial, etc. Es particularmente importante ayudarles a que tengan unidad de vida; por ejemplo, encontrando a Dios también en los necesarios momentos de descanso;
  • tratarles con especial cariño: es justo, después de tantos años de vida entregada con sacrificio y alegría. Comprensión y, a la vez, exigencia amable: que noten que se les quiere;
  • procurar que tengan un quehacer agradable: ver cuál es su encargo apostólico concreto y si -en algún caso- es preferible cambiarlo por otro que el interesado pueda desempeñar con mayor facilidad y que contribuya a aumentar su vibración en el apostolado y en la vida interior: hay que mantener siempre encendido el afán de almas;
  • evitar que puedan caer como en una actitud contraída, rígida, violenta: ayudar a remozarse con suavidad, a poner ternura en la vida de piedad;
  • que sepan también que hay que aprender a ser mayores, santificando las nuevas circunstancias de la edad, de la situación profesional, etc. Los achaques naturales se pueden y se deben santificar; en la vida espiritual debemos ser siempre jóvenes, y los «achaques» se superan con Amor.

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Si el sacerdote que les atiende es más joven, debe tener una profunda humildad para ayudarles. Esto se traducirá en una especial delicadeza y respeto, en cariño traducido en detalles de servicio; al mismo tiempo, sabiéndose instrumento, deberá exigir con prudencia, caridad y fortaleza.

Puede suceder que haya preocupaciones que el interesado prefiera no tratar con un sacerdote joven; éste, con humildad, se alegrará de que lo haga con una persona mayor que le puede atender en tales casos. No se sentirá humillado o resentido si esto ocurre, pues su única preocupación debe ser facilitar la santidad de su hermano.

Agregados

Una característica del régimen de vida de los Agregados es que no residen en Centros de la Obra, sino con su familia de sangre o en el lugar más adecuado a la situación de cada uno: de este modo, les resulta más fácil disponer de la autonomía necesaria para el desempeño de sus obligaciones familiares, profesionales y sociales. Lógicamente, en la formación que se les imparte, hay que tener en cuenta esta circunstancia.

Si viven con su familia, deben esforzarse para dar muy buen ejemplo, cumpliendo con exigencia personal el horario que se hayan concretado en la charla -especialmente la puntualidad al acostarse y al levantarse-, la responsabilidad en el trabajo, la piedad en general. Tienen que dedicar tiempo a sus parientes, con cariño y detalles concretos de servicio, estando disponibles para ayudar en lo que haga falta, pero sin comprometer indebidamente la libertad e independencia que exige su dedicación al servicio del Señor.

Conviene animarles a que pongan empeño para mantener siempre un buen tono humano y sobrenatural en sus casas: procurando introducir o conservar las prácticas de piedad propias de una familia cristiana; haciendo llegar a sus parientes, con naturalidad, noticias sobre la Obra y sus apostolados, de manera que vayan considerando el Opus Dei como algo suyo, aunque no tengan vocación; cuidando de que esté rectamente orientado el uso de los medios de comunicación (prensa, radio, televisión). Con la frecuencia oportuna, invitarán a algunos de Casa a sus hogares y procurarán que sus parientes conozcan a otros miembros de la Obra.

Por lo que se refiere a la virtud de la pobreza y al desprendimiento, han de compaginar la necesaria dignidad y calor de hogar de sus casas, con el desasimiento real de los bienes que usen y la decisión de no crearse necesidades superfluas ni consentirse caprichos. Deben explicar con total sencillez y claridad cuál es la situación y necesidades económicas de sus

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padres o parientes, con la certeza de que siempre se encontrará la solución más oportuna: es muy importante que, de modo especial en este punto, adquieran una total confianza en los Directores. A la vez, será oportuno recordarles que no ahorramos nada: sería absurdo actuar como si se tuviera un futuro incierto, sin quemar las naves.

Se les insistirá, como a todos los miembros de la Prelatura, en la necesidad de hacer un amplio apostolado de amistad y de confidencia con los colegas, los parientes, los vecinos, llevando su propio ambiente cristiano a todos los lugares en que se desenvuelve su vida.

Precisamente por la gran autonomía de que gozan, deben esforzarse en estar muy unidos al Consejo local y al Celador, informando bien -con el necesario detalle- de sus circunstancias familiares y profesionales, y facilitando, en la medida de lo posible, que se les pueda localizar en cualquier momento.

Supernumerarios

[34] Al explicar a los Supernumerarios las Normas del plan de vida, hay que tener en cuenta algunas peculiaridades propias; por ejemplo: en su plan de vida no se incluye la mortificación corporal -el cilicio, las disciplinas y la costumbre de dormir en el suelo-, tampoco durante las Convivencias, ni en los cursos de retiro; en su lugar, y de acuerdo con el que lleva su charla, practican también alguna mortificación corporal fija y discreta: rezar de rodillas unos misterios del rosario, no apoyarse algún rato en el respaldo de la silla, si tienen sed, esperar unos minutos para beber agua, etc.

Los Supernumerarios casados -y también los Cooperadores- procuran que no decaigan en sus familias las tradiciones cristianas, enseñando a sus hijos el significado de las fiestas litúrgicas y el modo de celebrarlas. Además, fomentan las prácticas de piedad habituales en los hogares cristianos: rezo del Rosario en familia, ir a Misa juntos, etc.

La formación humana de los Supernumerarios se realiza a través del trato con ellos en tertulias, Convivencias, y por medio de los consejos prácticos que les hacen mejorar en el ejercicio de todas las virtudes humanas. Reciben la formación doctrinal-religiosa a través de diferentes medios: Convivencias anuales, charlas y conferencias doctrinales, estudio y lecturas acomodadas a las circunstancias de cada uno, etc. En cuanto a

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la formación profesional, la vocación a la Obra debe llevarles a santificar su trabajo, cuidando la perfección humana, la rectitud de intención, el espíritu de servicio, de modo que sea efectivamente el eje de su santificación y realicen un intenso apostolado personal a través de su profesión, procurando estar presentes e influir cristianamente en su ambiente (asociaciones o colegios profesionales, de padres de alumnos de los colegios de sus hijos, de vecinos, etc.).

Por lo que se refiere a su intervención en la tarea formativa de los Supernumerarios, el sacerdote tendrá presente que ha de hacer su labor espiritual -como siempre- en estrecha relación con el encargado del grupo y con el Consejo local del Centro correspondiente; y que debe velar, junto con ellos, para que los Supernumerarios reciban con la frecuencia establecida todos los medios de formación: Confesión, charlas periódicas, Círculos, retiros mensuales para ellos solos al menos cada tres meses, cursos de retiro también para ellos, aunque algunos puedan asistir a otros con gente de fuera, etc.

Respecto a las relaciones del sacerdote con los Supernumerarios, conviene recordar que, al mismo tiempo que están llenas de cariño y visión sobrenatural, han de limitarse a las necesarias para darles la formación oportuna.

De ordinario, los sacerdotes les administran el sacramento de la Penitencia en iglesias o en el oratorio de las obras corporativas si las utilizan en su formación[35]. Así se facilita además que los Supernumerarios puedan llevar a sus amigos, Cooperadores, etc., que no van a los Centros donde no se realiza labor externa.

Especial importancia reviste lo referente a su vida de hogar, a las relaciones matrimoniales, y a la educación de los hijos. Naturalmente, el sacerdote ayudará a sus hermanos a entrar y progresar poco a poco por caminos de vida interior, a través del cumplimiento de las Normas, y a mantener siempre en ellos, de modo muy vivo, la ilusión apostólica y proselitista: que traten a todos los miembros de su familia; que aumente el número de personas que invitan a los medios de formación; que se preocupen de conseguir vocaciones de Numerarios, y vivan con intensidad su encargo apostólico concreto; que estén disponibles para colaborar en la labor de San Rafael, etc., siempre compaginando la exigencia con la flexibilidad, sin perder de vista las circunstancias personales de cada uno.

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Si algún Supernumerario tiene dificultades para acudir semanalmente al sacramento de la Confesión, convendrá estudiar qué medidas hay que adoptar para facilitarle este medio de formación, y con cariño, sin agobiarle, hacerle comprender al mismo tiempo su importancia y necesidad para la vida interior. Es importante que iodos se confiesen cada semana con el sacerdote establecido.

Respecto a la predicación, es preciso adaptarse con don de lenguas, como siempre, a los diversos grupos de oyentes: personas de cultura elevada, otras con menos formación, etc. En lo posible, interesa que las meditaciones se hagan siempre a grupos homogéneos: así es más fácil también mantener un determinado nivel en el momento de predicar.

Cuando el sacerdote dirige el Círculo de Estudios a las Supernumerarias, las que deseen hacer la emendatio han de consultar a la Directora o, si está ausente, a la Numeraria que asiste también al Círculo.

Miembros que van a otras Regiones

A los miembros de la Obra que han ido a trabajar a otras Regiones, hay que tratarles con especial cariño, además de extremar la atención espiritual que se les proporciona, sobre todo en los primeros momentos: es como un «trasplante apostólico», y «mientras la planta no da muestras de estar bien adaptada al nuevo lugar, le dedica el jardinero toda clase de cuidados (...). Todos tenemos la responsabilidad de velar por el arraigamiento de esos trasplantes apostólicos, tratando con especial comprensión y con naturalidad a los trasplantados, sin exhibirlos como si fueran un bicho raro. Esta responsabilidad afectará de un modo especial a quienes gobiernan la Región ad quam: tienen que poner muchos cuidados y una gran caridad. Es frecuente que los jardineros o los hortelanos, para que crezcan derechos los árboles recién trasplantados, les pongan al lado un rodrigón (...) Especialmente los Directores y los sacerdotes han de hacer de rodrigón, y gozarse en la vida, en la lozanía y en los frutos de los demás. Hacer de rodrigón con un maravilloso sentido de paternidad, para contribuir a que los trasplantados echen raíces y crezcan en Jesucristo»[36].

Situaciones especiales

Atención a los enfermos

Los Directores deben prevenir un posible cansancio psicológico que, en algún caso, pueda surgir por exceso de trabajo, por edad, enfer-

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medades, etc. En este sentido, el sacerdote -además de los miembros del Consejo local-, procurará estar al tanto del descanso de los otros de Casa con quienes convive, para sugerir al Director -si lo considera oportuno-, un poco más de descanso o cuidados especiales para alguna persona en concreto.

Para que nos quedara siempre claro cómo habíamos de esmerarnos en la atención de los enfermos, nuestro Padre llegó a escribir que, si fuera preciso, porque lo prescribieran los médicos, «robaría un trozo de cielo, para curarles»[37]. Hay que tratarles siempre con el mayor cariño, sabiendo además que, a veces, la misma dolencia les puede hacer un poco susceptibles.

Si en algún caso se observaran en una persona algunas anomalías de carácter o comportamiento, que hagan sospechar una situación especial, habrá que recordar que antes de acudir a un especialista en psiquiatría, se debe consultar a la Comisión Regional. También hay que tener en cuenta que la experiencia muestra que un buen médico de medicina general -que tenga recto criterio- es muchas veces suficiente. En los casos graves habrá que acudir a un psiquiatra de confianza. De ordinario, hay que evitar a los psicólogos, cualquiera que sea la escuela a la que pertenezcan, pero especialísimamente si se adhieren al psicoanálisis.

Si la enfermedad es mortal, hay que avisarles con el tiempo suficiente para que se puedan preparar lo mejor posible y reciban con plena consciencia los últimos sacramentos; aunque, en general, tampoco es necesario hacerlo con excesiva antelación.

Para llevarles la Sagrada Comunión, la deben pedir previamente. Si no la solicitaran, prudencialmente se les puede preguntar con delicadeza, si desean comulgar.

A las enfermas de nuestra familia, los sacerdotes sólo acuden a atenderlas espiritualmente cuando lo pide la interesada a través de la Directora; y se observarán todas las indicaciones señaladas para estos casos.

La administración de la Comunión en los Centros de mujeres, cuando se trata de enfermas que guardan cama, se efectúa siempre en presencia de dos personas, una de las cuales es, en lo posible, del Consejo local. Fuera de los casos necesarios, siempre se procura hacerlo en el oratorio.

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Cuando los Supernumerarios están enfermos, y en algunos casos con otros enfermos que no son de nuestra familia, el sacerdote les visita -para facilitarles la Confesión- con la frecuencia posible, haciéndolo compatible con la atención ordinaria a los encargos pastorales (horario de confesiones, etc.). En estas visitas -si se ve conveniente- se les puede llevar también la Comunión, aunque ordinariamente lo hacen los sacerdotes de su parroquia. Si se tratara de mujeres, como se acaba de decir, sólo se acude cuando lo piden a través de la Directora, guardando todas las normas de prudencia indicadas.

Como, por desgracia, en muchas partes se han introducido abusos nombrando ministros extraordinarios de la Comunión en casos no previstos por el Derecho, los sacerdotes de la Prelatura y los de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, aunque les suponga un esfuerzo considerable, gustosamente llevan la Sagrada Comunión a sus hermanos y hermanas -Numerarios, Agregados y Supernumerarios- que estén internados en un hospital, si de lo contrario se viesen privados de recibir la Santísima Eucaristía, por no poderla recibir de manos del ministro ordinario.

Atención espiritual de personas con enfermedades depresivas

[38] Cuando se ha llegado a un diagnóstico de este tipo de síndromes, puede afirmarse que el interesado no es responsable de la enfermedad. Es preciso tenerlo muy en cuenta, y hacérselo entender a él, pues frecuentemente se plantea su posible culpabilidad y da vueltas a esa idea buscando razones que expliquen su dolencia. Interesa, por tanto, que intente aceptar la depresión como lo que es: una enfermedad más, como otros reciben la diabetes, u otros cuadros patológicos. Que no piense que, además de estar enfermo, tiene problemas ascéticos. Conviene decirle que ofrezca a Dios su tristeza, con la alegría de la fe (no fisiológica, ni psicológica), de saber que Dios la permite y de que omnia in bonum!; y tenga en cuenta que el ofrecerla no significa que vaya a desaparecer.

No hay que poner nunca en duda las «tonterías» o delirios que manifieste, pues eso haría que desconfiase de las personas que lo atienden. En

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la mayoría de los casos basta con escucharle y no responder directamente a esos planteamientos. Suelen ceder conforme el enfermo va mejorando.

El intentar no pensar en sí mismo es siempre necesario para que vaya mejorando. Que procure controlar la imaginación y no piense en el futuro; que viva al día.

Es imprescindible que el enfermo se sienta comprendido. Pero no basta con que el sacerdote le comprenda realmente. El enfermo ha de notar palpablemente esa comprensión; en este tipo de enfermedades es muy grande la carga subjetiva. La afectividad enferma suele deformarlo todo; por eso se ha de comprobar que el interesado se siente verdaderamente comprendido. De otro modo, resulta imposible ayudarle en su vida interior.

Durante temporadas, necesitará hablar con frecuencia superior a la semanal. En ocasiones, todos los días. Pero, en general, no es preciso ni conveniente que esas conversaciones sean largas: puede ser contraproducente. Es preferible que se desarrollen en un ambiente grato: en la sala de estar, en un jardín, dando un paseo al aire libre, etc.

Importa mucho escucharle y no tratar de ir contestando a todas sus preguntas, interrogantes y perplejidades. Necesita que le escuchen y sentirse entendido, querido y fortalecido; suele asimilar muy pocas cosas, como efecto de su enfermedad. Y necesita más desahogarse que recibir muchos consejos.

Centrarle en su situación presente es de gran importancia: está enfermo, disminuido en algunos aspectos, con síntomas que le hacen sufrir mucho, desconcertado, sin ganas de vivir, etc. Y eso lo siente realmente. De ahí se ha de partir para ayudarle adecuadamente. Negar esa situación, por parte de quienes lo atienden, sería un error.

Hay que hacerle ver, con paciencia y sin pretender que lo entienda enseguida, que esa enfermedad -como todo lo que ocurre en nuestra vida- es algo permitido por Dios para su bien, el de sus hermanos, la Obra, la Iglesia y las almas todas. De ningún modo puede considerarla como un castigo. Dios no le quiere menos: por el contrario, le trata con especial predilección porque le ve con capacidad de sufrir por El y con El.

Especialmente en esas circunstancias, hay que llevar al paciente a apoyarse confiadamente en Dios, en la ayuda de la Santísima Virgen y en la poderosa intercesión de nuestro Padre, camino seguro para no equivocarse nunca. Acudir con frecuencia al sagrario, a la oración -mental o vocal, y siempre en la medida en que su situación se lo permita sin ago-

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bios-, al trato filial con Dios Padre, al abandono, a la vida de infancia espiritual. Y, después, procurar no escucharse a sí mismo: ya se ocupan el Señor y nuestros hermanos de cada uno de nosotros.

Los puntos de lucha -sin llamarlos habitualmente así ante el enfermo- han de ser sencillos y muy concretos. Frecuentemente, con metas semanales o de mayor frecuencia aún, asequibles y estimulantes. Divertidas, si es que resulta posible.

Si tuviese pensamientos contra la perseverancia, hay que escucharle con calma: sin asustarse, pero también sin mostrar que no se concede importancia a esa circunstancia. En este punto, cuidando los modos, hay que ser inflexibles: la vocación la da Dios para siempre. Por otro lado, resulta patente que no está en condiciones de razonar con normalidad y mucho menos de tomar una decisión de la que luego se arrepentiría.

Tiene particular interés el libro de lectura espiritual que se le aconseje. Dependerá, desde luego, del estado de la enfermedad y del tipo de persona; en esto, como en todo, no sirven las reglas generales. No hay inconveniente en hacer con él la lectura, si es una Norma que le cuesta especial esfuerzo.

De acuerdo con el médico y siguiendo el trámite establecido, se le puede dispensar durante una temporada del cumplimiento de alguna Norma o Costumbre, o de asistir a un medio de formación, si es necesario. Pero no conviene que se prolongue esa situación ni que se dé la falsa impresión de que los Directores no valoran suficientemente nuestro plan de vida.

En la gran mayoría de los casos, interesa que se levante puntualmente para acudir a la oración de la mañana, salvo raras excepciones o durante cortas temporadas, determinadas de común acuerdo entre el médico y los Directores. Si necesita dormir más horas, ha de acostarse antes o, excepcionalmente, dormir -en un sillón, por ejemplo- un rato después de la tertulia del mediodía.

Conviene aconsejarle textos y temas concretos para llevar a su oración personal: determinadas Cartas de nuestro Padre y del Padre, artículos doctrinales de las publicaciones internas, etc., seleccionadas con mucho tiento, porque puede agobiarse con mucha facilidad si se siente apremiado por una exigencia que le resulta excesiva, y le pueden venir tentaciones -que le hacen sufrir mucho- de rechazo ante los escritos de nuestro Padre y del Padre.

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Hay que procurar que no se duerma en la oración o que esté pensando frecuentemente en él y en su enfermedad. Si es preciso, porque la medicación produzca somnolencia, se le puede aconsejar que haga la oración paseando, etc. En todo caso, es positivo animarle no sólo al abandono sino también a una abundante oración de petición, sugiriéndole intenciones muy concretas y evitando que se centre exclusivamente en sus cosas.

Sin causa justificada no hay por qué dispensarle de la mortificación corporal ni de las pequeñas mortificaciones. Sí puede convenir que no duerma en el suelo.

El examen general ha de ser sencillo y breve. Bastará con que considere pocas cosas y se concrete un propósito asequible; por ejemplo, un santo y seña que le ayude a mantener la presencia de Dios a lo largo del día. Ha de evitar -ayudándole siempre que sea preciso- el excesivo afán de autoexamen. Todo lo que sea cerrarse en él, de nada le ayudará.

En la medida en que lo entienda y sea capaz de practicarla, hay que animarle a la mortificación interior: que esté en lo que hace y no piense ni en su enfermedad ni en el futuro. Esa es, en su caso, la mejor muestra de fe y de filial confianza en Dios. Sugerirle industrias humanas, sencillas y fáciles de vivir, para la presencia de Dios y que, dentro de su estado, le ilusionen o, al menos, se vea capaz de cumplir.

No hay que consentir que pierda el tiempo. Por poco que pueda hacer, hay que animarle a que lo haga. Es preferible que, por consejo de los Directores, lea cosas entretenidas, haga un crucigrama, etc., antes de que se quede inactivo. Dentro de sus posibilidades hay que estudiar con atención qué encargos se le pueden encomendar. Sin provocarle tensiones innecesarias, es preciso que se sienta útil y que realmente lo sea: la enfermedad en sí misma ya es un tesoro.

Interesa aconsejarle que huya de la soledad, de encerrarse en sí mismo, de autocompadecerse. Pero dándole a la vez soluciones prácticas y cosas que pueda hacer. No suele ser bueno -salvo prescripción médica-que esté habitualmente en su habitación. En particular, se ha de cuidar que los fines de semana no se aísle o haga planes extraños. Lo mejor es adelantarse: sugerirle, preguntarle, y ver quién puede acompañarle, en caso necesario.

Hay que intentar que aumente su trato y amistad con el Espíritu Santo. El Paráclito le enviará las luces que necesite para andar por el camino que Dios tiene previsto para él. En la dirección espiritual, el Direc-

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tor y el sacerdote han de estar atentos a estas mociones, para apoyarlas y recordárselas amablemente al enfermo cuando esté confuso o especialmente desanimado.

Si aparecen síntomas claros de autocompasión y detalles de compensaciones -en la sobriedad, sensualidad, en el empleo del tiempo dentro de sus posibilidades, etc.-, hay que hacerle ver que cuando uno no sabe cómo portarse bien, nunca es solución portarse mal. En este punto hay que ejercitar la fortaleza, sin falsas comprensiones que perjudicarían al interesado.

Por otro lado, conviene saber que en su situación se le pueden presentar tentaciones de todo tipo, con mayor violencia de lo habitual, entre otros motivos porque se encuentra con sus defensas disminuidas y con menos recursos para combatirlas. Le dará paz que se le recuerde con cierta frecuencia la diferencia entre sentir y consentir, la importancia de los actos de contrición y de las acciones de gracias en la vida espiritual, y que todos somos capaces de todos los errores y de todos los horrores.

En todo caso, conviene decirle que no deje de hacer todo lo que es bueno. No debe dispensarse por cuenta propia de aspectos de su entrega, ni decidir por sí mismo en temas referentes a la vocación, trabajo, fraternidad, etc., sin contar con el necesario consejo de los Directores.

Ante los medios de formación anuales -Curso anual y curso de retiro- interesa prepararle muy bien, para que los aproveche adecuadamente. En concreto, sugerirle los temas que ha de considerar en su oración, los puntos de lucha y el régimen de vida. No debe acudir a esos medios sin un plan muy definido. Como norma general, se ha de informar previamente al Director o al Consejo local de esas actividades.

Crisis espirituales

Las dificultades en la vocación -no nos referimos a las simples tentaciones- nunca se presentan de repente: necesitan tiempo para desarrollarse. Por tanto, la caridad vigilante que debemos vivir advertirá a tiempo los posibles síntomas de la enfermedad, para poner remedio.

Como ya se ha dicho, un peligro para la fidelidad, contra el que se ha de luchar constantemente, «es el peligro del aburguesamiento, en la vida profesional o en la vida espiritual; el peligro de sentirse solterones, egoístas, hombres sin amor. Tened siempre presente que es el Amor -el Amor de los amores- el motivo de nuestro celibato: no somos por tanto solterones, porque el solterón es una desgraciada criatura que nada sabe

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de amor»[39]. La pérdida de este amor podría llevar en la práctica a la pérdida de la vocación: «Si alguno cayera en el lazo de esta tentación, acudid en su ayuda prontamente; porque -si no desecha ese pensamiento- saldrá fuera de la barca, se marchará fuera del camino, fuera de nuestro hogar. perderá la vocación»[40].

Este aburguesamiento, que es la tibieza, tiene claras manifestaciones: descuidar el cumplimiento de las Normas y Costumbres, la comodidad, la falta de espíritu de sacrificio, la desgana en la lucha interior, el descuido de las cosas pequeñas, la inconstancia en la tarea apostólica, la poca delicadeza en la guarda del corazón y de los sentidos.

También hay que estar prevenidos ante las dificultades, ya mencionadas, que se pueden presentar unidas a procesos de crecimiento o madurez, a los pocos años de empezar el ejercicio profesional, o en la llamada crisis de los cuarenta años.

Cuando se producen problemas en el primer caso, las dos causas más importantes suelen ser la falta de experiencia y la pérdida del sentido sobrenatural. Por eso, el sacerdote tendrá que recordar a esas personas cuál es el verdadero fin del trabajo: «Os lo repito ahora, hijas e hijos míos: trabajad cara a Dios, sin ambicionar gloria humana (...). Conviene especialmente recordar esta faceta central de nuestro espíritu a mis hijas y a mis hijos jóvenes, porque -en los comienzos de la actividad profesional- hay que estar vigilantes, para evitar que los éxitos profesionales o los fracasos, que puedan venir, les hagan olvidar, aunque sólo sea momentáneamente, cuál es el verdadero fin de su trabajo»[41]. Además, habrá que hacerles ver que esa situación obedece a una falta de fe y de visión sobrenatural, y ayudarles a cuidar la rectitud de intención y la guarda del corazón.

En el caso de los que atraviesen la «crisis de los cuarenta años», la dirección espiritual debe orientarse por los caminos señalados por nuestro Padre: «Si alguno de vuestros hermanos pasa por esta angustia, tendréis que ayudarle: rejuveneciendo y vigorizando su piedad, tratándole con especial cariño, dándole un quehacer agradable. Precisamente a los cuarenta años no será; pero puede ser a los cuarenta y cinco. Y habrá que procurar que haya una temporada de distensión: y no lo haremos con cuatro, sino con todos»[42]. Por tanto, lo primero será ayudarles a que cui-

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den su vida de piedad. También hay que facilitarles por todos los medios que hablen confiadamente y se encuentren a gusto en la vida en familia. Insistirles en que sean sencillos y que no se consideren inmunes ante situaciones que podrían ser ocasión de pecado: lo que mancha a un niño, mancha también a un viejo. Recomenzar a ser sinceros.

Otras situaciones toman ocasión de diversos factores: la persistencia o reaparición de miserias personales y de malas inclinaciones, quizá después de muchos años de lucha; tentaciones habituales, que durante una temporada pueden presentarse más intensas: a veces con complicidad personal, otras no; oscuridad en la vida interior, consecuencia de errores personales, o permitida por Dios; aridez espiritual en el cumplimiento de las Normas, y de los deberes ordinarios; fracasos aparentes en la labor apostólica, falta de frutos.

En el fondo de todas estas dificultades, puede haber algunos puntos comunes: falta de humildad para reconocer los propios errores: «la sorpresa de los soberbios»; una excesiva confianza en las propias fuerzas humanas: «endiosamiento malo»; falta de sinceridad consigo mismo para aceptar las equivocaciones personales[43]; ausencia de verdadero dolor por los fallos; en ocasiones, puede influir decisivamente el exceso de trabajo, la falta del debido descanso.

En estos casos, es necesario advertir los primeros síntomas de esas situaciones en cuanto comienzan. Cuando hay caridad verdadera, es muy fácil conocer y atender las necesidades espirituales y materiales de los que viven con nosotros: el cariño auténtico sabe descubrir esas señales y valorarlas convenientemente, y ayuda con la oración, la mortificación, la corrección fraterna y tantos detalles de afecto fraterno, cuando el mal está sólo en sus inicios y es fácil de curar.

A esto habrá que unir la fortaleza, «porque, en determinados momentos, las almas necesitan de la fortaleza de Dios y de la fortaleza de sus hermanos. ¡Cuántas cosas -que suceden en la vida- no sucederían, si hubiera habido fortaleza desde un principio!»[44]. Fortaleza que llevará a poner a tiempo los remedios oportunos, con caridad y prudencia, pero con autoridad, sin miedo. En general, las almas se rehacen, si se les trata con cariño y fortaleza. Los Directores locales deben también comunicarlo

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a los Directores Regionales; y, si parece oportuno, sugerir el cambio de lugar, de ambiente, de trabajo, hacer que descansen alguna temporada, etc.

También si la situación es más delicada vale el «siempre es tiempo de ayudar». No se puede abandonar a nadie, hay que poner todos los medios, haciendo lo posible y lo imposible para que reaccione y sea fiel a la gracia de su vocación. Por tanto, en esos casos habrá que procurar encender a esas personas con el calor de familia de la Obra, proporcionarles todos los medios ascéticos con esmero, y crear en torno suyo un ambiente grato, en el que se encuentren bien[45]. Lógicamente habrá que intensificar la oración y la mortificación: todos los Directores han de rezar mucho, hacer rezar[46], y ofrecer mortificaciones para que Nuestro Señor le ilumine y le haga volver sobre sus pasos.

Un medio indispensable para salvar esas situaciones, y que hay que conseguir con la ayuda de Dios, es la sinceridad plena que, de ordinario, suele faltar a quien padece esta crisis. Para lograrlo, hay que tratarle con mucho cariño -lleno de sentido sobrenatural-, facilitándole que abra completamente el alma a los Directores y sea humilde y dócil: es el camino seguro para que persevere, con la gracia de Dios que no le faltará[47].

Habrá que hacerle ver la Bondad de Dios y animarle para que verdaderamente se arrepienta; mostrarle la ayuda que la fidelidad supone para su salvación y el daño que la infidelidad puede hacer a tantas almas; aconsejarle que no se precipite en tomar una decisión de la que podría lamentarse siempre. Además, es necesario enterarse con prudencia de qué clase de amistades frecuenta; si tiene intimidad con alguna persona; si se aconseja con algún eclesiástico ajeno a la Obra, en lugar de hacerlo con sus hermanos; qué correspondencia mantiene: podría ser que escribiera a parientes, a amigos o a otras personas que le hagan muy poco bien; qué libros lee; y si encuentra dificultades en su profesión u oficio.

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El arrepentimiento exige verdadero dolor, y es lógico que el interesado haga penitencia. En todo este tiempo -y aun después-, es natural que le falte el gusto en cumplir nuestros deberes, que -después de haber abandonado los medios de santidad que el Señor nos da en la Obra- sienda desgana por las cosas de Dios. Todo esto es parte de su reparación, y podrá acortarlo si voluntariamente hace penitencia, con la aprobación del Director, y pone todos los medios que nuestro espíritu le da para purificarse.

Si después de agotar todos los medios, no reaccionara, en el caso de un Numerario, la Comisión puede dispensarle de la vida en familia, multiplicando entonces los detalles de atención y de cariño, para que durante ese tiempo pueda pensar las cosas despacio y se decida a ser fiel. A veces, por este medio, se logra una reacción favorable.

Referencias

  1. de nuestro Padre, Carta, 29-IX-57, n. 15.
  2. «Los Directores laicos y las Directoras, cuando reciben la Confidencia, imparten dirección espiritual personal en sentido estricto, aunque necesitan la colaboración de sus hermanos sacerdotes» (De nuestro Padre, Carta, 28-III-55, n. 33).
  3. Ibid. n. 14.
  4. Ibid, n. 16.
  5. Ibid.n.17.
  6. De nuestro Padre, Carta, 28-III-1955, n. 22.
  7. Ibid, n. 19.
  8. Ibid., n. 21.
  9. De nuestro Padre, Crónica, VI-62, p. 13.
  10. Ibid, p. 12.
  11. Naturalmente, estas recomendaciones son tanto más importantes cuanto menor formación tenga el penitente. En algunos ambientes, al inicio de la vocación, habrá que hacer una catequesis clara del sacramento: materia necesaria, integridad, dolor, etc.
  12. de nuestro Padre, Carta, 29-IX-57, n. 21.
  13. Cuando sea necesario, hay que explicar los principios morales y su aplicación práctica. En estos casos, ayuda poco dar la solución caso por caso; es más eficaz ir proporcionando los datos hasta que sea el mismo penitente quien llegue a dar el juicio adecuado.
  14. Véase una completa descripción de estas cualidades de la Confesión en Cuadernos III, p. 138-139.
  15. Así, por ejemplo, no sería lógico que la Confesión, de modo habitual, se redujera a la acusación de una o dos faltas. Si se diera esto, habría que insistir en que se profundice en el examen; no sólo en el de la noche, sino también en el que precede inmediatamente al sacramento.
  16. de nuestro Padre, Carta, 29-IX-57, n. 27.
  17. Ibid.
  18. Ibid., n.23.
  19. También en los Cursos anuales hay que determinar desde el primer día el horario de confesiones y avisarlo a todos; en principio, no es oportuno que coincida con la oración de la tarde o con otra reunión de familia.
  20. Si el sacerdote se ausenta del Centro por más de un día, debe asegurar que le sustituya otro confesor.
  21. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 33. Por ejemplo, si hay retrasos habituales en el cumplimiento de las Normas, preguntar si se deben a motivos circunstanciales o a la pereza; si hay enfados, averiguar si han sido graves, para ayudar a descubrir posibles reacciones de amor propio; si hay dificultades en la guarda de los sentidos, ver si el interesado evita las ocasiones y pone los medios necesarios para vencer, etc.
  22. El confesor debe conocer el significado de los términos que utiliza el penitente, sobre todo si se refiere a estados emocionales; por ejemplo, si una persona afirma que una tentación le pone nervioso, puede querer decir que le intranquiliza, o que le desencadena un movimiento de la sensualidad o sensaciones, etc.
  23. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-56, n. 38.
  24. De nuestro Padre, Carta, 8-VIII-1956, n.36.
  25. Cfr. Rom II, 33.
  26. Tob 12, 13 (Vg).
  27. Prácticamente todo lo que se dice en este apartado sirve para la labor del sacerdote en los Centros de Estudios, con las debidas acomodaciones. Aunque se haya dado una honda formación en los primeros tiempos de la vocación, cuando se llega al Centro de Estudios hay que hacer una labor desde la base, sin dar nada por supuesto.
  28. «¿Habéis observado cómo el hierro, puesto a la intemperie, si no se pinta, si no se recubre con una y otra capa de minio, que lo proteja, llega un momento en que se deshace entre las manos como si fuese un barro? Sé que no dejáis nunca a vuestros hermanos a la intemperie, como cuentan -no es verdad-que lo hacían las madres maragatas, con sus hijos recién nacidos: para probar si eran robustos, los dejaban durante la primera noche después de su nacimiento al sereno, expuestos al frío y al relente. Así, de esa manera loca, preparaban la selección: porque los que no se morían, dice la leyenda, eran tan fuertes que no los partía un rayo. Vosotros no podéis ser tan locos» (De nuestro Padre, Carta, 29-IX-1957, n. 28).
  29. Una experiencia concreta que ayuda a superar las posibles dificultades con los padres de las vocaciones recientes, es conocerlos personalmente. Aunque el sacerdote no irá, de ordinario, a sus casas, sí que puede estar pendiente para que lo haga el Numerario que los atiende. También se les puede invitar al Centro a tomar café, y en ese caso la presencia del sacerdote facilita mucho las cosas y entienden muy bien la labor que se hace con sus hijos.
  30. de nuestro Padre, Carta, 29-IX-1957, n. 32.
  31. Ibid.
  32. Crónica, V-78, p. 8. Con estas otras palabras aludía también nuestro Fundador a este mismo hecho: «De ordinario, en las personas jóvenes arde ese fuego pasajero, esa hoguera que dejará después el rescoldo: es algo muy propio de los comienzos de la entrega, del fervor de la primera hora. Las personas mayores, en cambio, quizá no presentan esas llamaradas, pero tienen brasas, que encienden y queman a su alrededor» (Ibid.).
  33. De nuestro Padre, Instrucción, 8-XII-41, n. 84.
  34. Sobre los Supernumerarios, vid. Glosas, 24-III-87.
  35. Es particularmente importante que el sacerdote viva muy bien el horario de confesiones que se haya fijado.
  36. de nuestro Padre, Carta, 16-VI-60, nn. 11 y 24.
  37. Instrucción, 31-V-36, nota 35.
  38. Como suele llevar mucho tiempo atender a estas personas, conviene prever que uno o varios de Casa, con particular buen criterio, ayuden a quien lleva su charla en gestiones sencillas, con el fin de que no recaiga sobre uno sólo toda la atención del enfermo. Por ejemplo, en su atención material -acompañarle a hacer algunas Normas, salir con él de paseo o de compras, etc.- puede colaborar algún otro Numerario del Centro, particularmente maduro, con el que el enfermo se desenvuelva bien y se encuentre relajado. Pero de ningún modo ha de sentirse «vigilado», porque no es así.
  39. de nuestro Padre, Instrucción, 8-XII-41, n. 84.
  40. Ibid.
  41. de nuestro Padre, Carta, 15-X-48, nn. 18-19.
  42. de nuestro Padre, Carta, 24-III-31, n. 22.
  43. A veces, un estado de tensión -o su desenlace en una actitud de desaliento o de indiferencia- procede de una escasa humildad en la aceptación de las personales limitaciones y de los errores en que se haya incurrido.
  44. de nuestro Padre, Carta, 29-IX-57, n. 26.
  45. Si se trata de un Numerario hay que procurar, con suavidad, que tenga el mayor tiempo posible de vida en familia con las demás personas del Centro, acompañándole prudente y delicadamente.
  46. Naturalmente, esta ayuda a otros se pedirá sin difamar a nadie; basta que se pidan oraciones «por una intención particular».
  47. Para ayudar a esa persona a ser sincera, puede ser conveniente que –aparte de los medios ordinarios de dirección- hable con una persona mayor designada por los Directores, que -por diversas razones- pueda facilitarle la sinceridad.