El número 29 de los estatutos del Opus Dei

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dedicado a Isabel Nath

Por Oráculo, 27 marzo 2006


1. He leído con admiración el relato de Isabel Nath sobre su salida de la Prelatura del Opus Dei publicado en marzo de 2005. A los 20 años ya era mulier fortis, con bravura y una notable dosis de higiene mental. ¡Qué Dios te bendiga!, como seguro que ya hace. Pienso que no deben imputarse a malicia esos “malos ratos” que hizo pasar a las directoras que la acosaron para que el modo de su salida se ajustase formalmente a las “praxis internas” de la Prelatura. Al contrario, me han recordado la picardía del ciego del evangelio de Juan, capítulo 9, cuando ponía a los fariseos ante sus propias contradicciones, porque disfrazaban sus intenciones homicidas contra Jesús como celo por la ley. Siempre me resultó un personaje entrañable, por su sentido de la amistad, del agradecimiento, y del amor a quienes hacen el bien. Ese hombre comprendió dónde estaba Dios y dónde no había honestidad.

El escrito de Isabel me ha recordado también diversas colaboraciones de esta web en las que se ha escrito sobre la “salida” del Opus Dei, desde perspectivas muy distintas: incluso se han formulado algunas curiosas teorías sobre el modo de la vinculación o desvinculación canónica de sus fieles y, más aún, sobre la valoración moral de tales hechos. Y es común hablar de la necesidad o no de una “dispensa” del Prelado para dejar la Prelatura.

Hoy deseo llamar la atención de los asiduos lectores de esta página —los de “dentro” y los de “fuera” de la institución— sobre el contenido del número 29 de los Estatutos del Opus Dei, una norma vigente en la Iglesia desde finales del año 1982. Como es sabido, con su entrada en vigor Álvaro del Portillo, primer Prelado de la Prelatura personal recién erigida, conmutó los votos privados de cuantos entonces quedaban sometidos a su nueva jurisdicción. Y, desde entonces, en el Opus Dei ya no se hacen votos de ningún tipo, como en años atrás: la vinculación canónica de los fieles con la Prelatura se entiende al modo de un “compromiso de naturaleza contractual”, sin adiciones ni presupuestos ascéticos...

Leyendo el Catecismo de la Obra del año 2003, su séptima redacción, algunos acaban de descubrir que la autoridad actual de la Prelatura no subsume exactamente esa expresión, el “compromiso”, en la noción de “contrato” aunque, es verdad, tampoco puede distanciarse enteramente de esa categoría jurídica. Por eso ofrezco ahora unas consideraciones que pretenden aclarar, más que discutir, algunos puntos de vista sobre este tema, buscando la comprensión mutua desde una actitud caritativa, cristiana, de buena fe, sin echarse los trastos a la cabeza.


2. Comencemos por leer juntos ese número 29 del Codex iuris particularis de la Prelatura. La norma aparece en el título primero, integrada en su último capítulo cuarto, dedicado a la salida o la dimisión de los fieles de la Prelatura. Y textualmente dice: Mientras dura la incorporación temporal o hecha ya la definitiva, para que alguien pueda dejar voluntariamente la Prelatura necesita una dispensa que solo puede conceder el Prelado oído su propio Consejo y la Comisión Regional.

Subrayo ahora un aspecto del texto latino: la hipótesis del número 29 es un voluntarie relinquere, un dejar voluntariamente la Prelatura, sin coacciones, con plena conciencia, serena, segura, mediante una decisión humana que, como las verdaderas acciones humanas, ex deliberata voluntate procedunt al decir de Tomás de Aquino: obras que proceden de una “voluntad deliberada”. Si una conducta así está prevista, es que puede darse, puede suceder con normalidad, sin connotaciones negativas, como tampoco las tiene en sí la noción de “dispensa” canónica, pues esa norma ni es una “legislación sobre pecados” ni legitima inmoralidades y, al contrario, contempla un lícito ejercicio de la libertad del fiel en muchas direcciones. ¿No está en la biografía del Fundador su voluntad de abandonar su propia fundación cuando buscaba iniciar esa misma específica acción pastoral o apostólica con los sacerdotes diocesanos?

Por tanto: las causas, las razones o los motivos para una tal decisión, pueden ser tan variados como la vida misma y, es obvio, en clave cristiana nadie tiene derecho jamás ni a juzgar ni a entrometerse en la conciencia ajena. El dicho teológico y canónico recuerda que de internis neque ecclesia iudicat, “la Iglesia nunca juzga la interioridad de la conciencia” de nadie, ni siquiera cuando absuelve de los pecados en el fuero sacramental de la confesión. Conviene no olvidar esto jamás, pues la Iglesia no es una secta que “someta” las conciencias, ni a sus leyes ni a sus enseñanzas, porque la conciencia siempre es libre y, si no, no es conciencia. Obrar en cristiano es “obrar en conciencia”.

Esta hipótesis descrita se distingue de las consideradas en el número 28 que precede y en el número 30 que sigue: el número 29 es como la sustancia “más sustanciosa” de un sándwich entre los números 28 y 30, cuyo contraste arroja luces para la valoración del tema. ¿De qué va el emparedado? El número 28 considera el abandono también “voluntario” pero sin requisitos añadidos: es decir, un abandono “unilateral”, por libre, sin necesidad de dispensa ninguna. Y, en cambio, el tema del número 30 es sobre todo el abandono “no voluntario” sino “forzado”, en contra de la propia voluntad del fiel: en principio, los casos de expulsión, cuyo procedimiento se comenta en los números 31-32 que siguen. Así pues, el número 29 no es ni lo uno ni lo otro, sino un supuesto de hecho distinto de esos otros dos y a caballo entre ambos.


3. Con la intención de no complicar demasiado este discurso, vayamos por partes, mirando los detalles. Y conviene tener a la vista la literalidad de los textos. Comencemos por el número 28, que consta de dos parágrafos. El §1 dice: Antes de que alguien se incorpore temporalmente a la Prelatura, en cualquier momento puede libremente dejarla. Y sigue después el §2: De igual modo la autoridad competente, por causas justas y razonables, puede no admitirle o darle el consejo de dejarla. Estas causas son principalmente la falta del espíritu propio del Opus Dei y de la aptitud para el peculiar apostolado de los fieles de la Prelatura. Como se ve, este número 28 considera primero la voluntad del fiel (§1) y, después, la voluntad del prelado o en general de la autoridad de la Prelatura (§2), como si ambas estuvieran en posición de igualdad respecto del fin principal de la norma. De hecho ese §2 se introduce con un pariter latino —un “parejamente”, “del mismo modo”, igualmente, de un modo análogo, equivalente, parecido, etcétera— y, por tanto, la regla del §2 se establece como correlativa a la regla del §1. Se razona, pues, según una aparente lógica de posiciones de igualdad entre “partes contratantes”, para determinar los derechos y deberes recíprocos de ambas. Este principio de exégesis es importante y no debe olvidarse en adelante.

¿Cuál es la materia sustantiva de esta norma? Nada menos que un tema tan nuclear como el discernimiento vocacional o, de otro modo, la constatación de la existencia de una “vocación divina” junto a la conveniencia o no de una “perseverancia” en los compromisos asumidos (o por asumir) por una tal causa. La redacción de los números 28-29 muestra entonces que en el Opus Dei ese proceso permanece abierto durante un largo espacio de tiempo, variable según la condición y la situación de sus fieles, pues comprende desde la “petición de admisión” (pitaje) hasta el momento en que se realiza la última incorporación canónica posible o fidelidad. En el intermedio es donde se sitúa la oblación (la primera incorporación “canónica” en sentido estricto), asimilada ya en el número 29 de los Estatutos al régimen de la fidelidad, y sólo distinguida de ésta por su carácter temporal.

En este contexto de temporalidades, el número 28 §1 afirma que el fiel puede dejar libremente la Prelatura en cualquier momento con anterioridad a la oblación. La expresión latina aquí usada no es el voluntarie relinquere del número 29, sino un libere ipsam deserere: “apartarse libremente de ella” o romper relaciones como pueden hacer perfectamente dos novios. Pero la perogrullada de este número es de antología: si hasta la oblación no existe “incorporación canónica” ninguna, ni el Prelado posee jurisdicción ninguna sobre tales personas, ¿por qué el fiel no va a poder dejar libremente esa relación con la Prelatura? Ésta es la situación de todos los llamados “aspirantes” y también de cuantas personas no tienen la oblación hecha. ¿O acaso hemos de considerar “compromiso canónico” la petición de admisión o la admisión misma? Es obvio que no: ni canónica ni teológicamente.

La petición de admisión o la admisión en sí no tienen detrás otro respaldo que la propia conciencia o bien el “juicio de discernimiento” de un Prelado (léase, directores) que, según los cánones de su jurisdicción, reconoce al fiel el derecho de dejar libremente esa relación mientras no exista oblación. Sobraría, pues, ese 28 §1 de los Estatutos por superfluo y porque carece de todo valor normativo propio. Es la mera constatación de un hecho. Sin embargo hoy, visto lo visto, sobre todo a través de esta web, es bueno que esté. Pero ¿para qué está realmente? Ésa es la cuestión.

El parágrafo 28 §1 es en realidad una hipótesis de contraste dialéctico con su §2, donde se pretende dejar clara otra cosa: el “derecho” de la autoridad a “no admitir” en la Prelatura (non admittere) o bien a “dar el consejo de dejarla” (discedendi consilium dare) en determinados casos, por más que un fiel lleve tiempo cooperando orgánicamente (es decir, permítanme la ironía, cooperando “con todos sus órganos”: los suyos, que no los de la institución). Es como si la norma razonara de este modo: mientras no haya oblación usted puede marchar cuando quiera (§1), y nosotros (la autoridad) podemos decidir que usted se vaya cuando nos parezca (§2). Así el número 28 §2 asegura a la institución que su juicio de discernimiento vocacional prevalece ante la Iglesia sobre el “discernimiento” de la propia conciencia del fiel. Es cierto que esto sólo puede hacerse durante un determinado período de tiempo, hasta el momento de la oblación. Sin embargo, el número 29 muestra que el período alcanza también a todo el tiempo que precede a la fidelidad o incorporación definitiva, nunca después.

Cuando se dilata entonces la fidelidad de los “fieles” —hoy con los Supernumerarios, en otro tiempo se hacía también con algunos Numerarios o Agregados, hasta que Álvaro del Portillo atajó esta práctica como corruptela o “desviación del espíritu”— y cuando se hace eso durante muchos años, más allá de los plazos comunes señalados en los Estatutos, cabe preguntar si realmente se actúa así por “amor a la libertad” o “para que la perseverancia no sea fruto de la inercia”, como suele decirse. ¿No será, más bien, por desconfianza en la perseverancia de esos fieles? O, tal vez, ¿no será un defecto de convicción sobre la “divinidad” de esas vocaciones? O, peor todavía, ¿no será porque la institución desea mantener abierta la posibilidad de la “dimisión” de esos fieles, cuando a ella le convenga, pero sin aplicar entonces los “procedimientos de dimisión”? Pues, en efecto, en esos casos bastaría con decir que tales fieles “no tienen vocación” (defectus spiritus, etcétera, o sencillamente un “hemos pensado que mejor no”, “que esto no es lo tuyo”, “que irse es lo mejor para ti”) para que la decisión “unilateral” de la autoridad de la Prelatura sea eficaz y prevalezca sobre la de un fiel que pudiera discrepar.

Hay amplia experiencia sobre el uso y abuso de este tipo de actuaciones. Sucede que habitualmente se disfrazan y quedan enmascaradas como “peticiones voluntarias” de salida, a tenor del número 29, como en el relato de Isabel Nath. Pero uno siempre puede preguntar: ¿qué tipo de “vocación” es ésa que hoy sí, mañana también, y a veces durante años, y luego resulta que deja de existir o se dice que nunca existió? ¿Qué “espíritu” es ése que hoy se tiene, mañana también, y pasado se pierde como si transmigrara por las almas? Desde luego un obrar así muestra que el “llamamiento” parece brotar de una fuente humana más que divina, pues Dios jamás se arrepiente de sus elecciones. Dejo aquí apuntado este tema, ya tratado por Antonio Ruiz Retegui en sus escritos sobre “la vocación”, publicados en esta web.


4. Sigamos. Esa “reserva legal” de los números 28-29 —que hace prevalecer el “juicio de discernimiento” de la autoridad de la Prelatura— no anula la libertad de la conciencia personal y, además, tiene un contrapeso en los dos parágrafos del número 30, donde principalmente se consideran las consecuencias canónicas y la situación de quienes hicieron ya la fidelidad. Ahora sí, se afirma que ninguno de éstos podrá ser dimitido en ningún caso, salvo por faltas graves, que ciertamente justificarían su expulsión. Y, siendo esto así, las causas de la salida siempre deberán ser imputables a culpa del fiel, nunca de la institución (léase, de su prelado o de sus directores). En estos casos, la suma caridad del Prelado y sus directores está en que no incoarán un expediente de expulsión infamante: prefieren persuadir a esos fieles para que pidan la dispensa del número 29 y así abandonen “voluntariamente” la institución. Es la previsión del número 31 de los Estatutos.

Por tanto: queda claro que, cuando se acude al número 29, no todos los casos son iguales. Habrá que distinguir y distinguir: al menos, diferenciar entre una aplicación del número 29 per se a iniciativa del fiel, las iniciativas de la autoridad arriba comentadas (con o sin corruptelas), y los otros casos que son resultado de la aplicación combinada de los números 30-31. La redacción del número 30 §1 acepta la distinción de supuestos, pues dice: Los fieles temporal o definitivamente incorporados a la Prelatura no pueden ser dimitidos de ella a no ser por causas graves que, en el caso de la incorporación definitiva, deben provenir siempre de culpa de ese mismo fiel. Es obvio: se distingue entre la dimisión “antes” y “después” de haber hecho la fidelidad y se reconoce la posibilidad de dimisiones sin culpabilidad moral de los fieles, al menos con anterioridad a esa fidelidad, dando cabida a “dimisiones voluntarias” (un concepto contradictorio) que resultan de iniciativas tomadas por la autoridad de la Prelatura.

Parece, pues, que no todos los abandonos de la Prelatura son “culpables” ni imputables al fiel, ni menos aún reprobables. Es más, adviértase que el número 30 de los Estatutos no trata de “culpabilidades”: no es su tema la fidelidad o “infidelidad moral” a las llamadas divinas. Esta norma únicamente alude a ese aspecto para delimitar “los derechos de la autoridad” de la Prelatura. Es decir, menciona el asunto para dejar clara una sola cosa: que una dimisión por iniciativa de la autoridad de la Prelatura, después de hecha la fidelidad, sólo podrá hacerse mediando culpa moral grave imputable a los fieles que —como es obvio— debería ser verificable en el fuero externo, y nunca en otros casos. Y esta regla para nada afecta a los derechos de la conciencia de los fieles protegidos en el número 29.

En consecuencia, resultaría inaceptable que se hiciera una reprobación moral genérica del abandono de la Prelatura por un fiel por el solo hecho de su salida, tanto en los casos que requieren una “dispensa” como cuando no. Unos juicios así conllevan presunciones negativas sobre ese licite agere de la conciencia ajena —un obrar lícito aceptado por la ley de la Iglesia— y, por tanto, envuelven siempre “juicios temerarios”, cuando menos, moralmente censurables porque infaman al prójimo.


5. Y éste es el panorama de conjunto —genérico, pero suficientemente preciso— aprobado por la Iglesia para encuadrar los diversos casos y caminos por los que puede cesar la relación de los fieles con la Prelatura del Opus Dei. Vayamos ahora a la praxis ordinaria de su aplicación, según los propios documentos internos de la Prelatura.

He aquí una primera sorpresa. La autoridad de la Prelatura tiende a considerar que todos los abandonos —se entiende: abandonos que no provienen de su iniciativa— son siempre “infidelidades morales” de sus fieles, una rebelión directa contra Dios, atentados contra una perseverancia obligada por un llamamiento directamente divino, y en consecuencia se actúa como si el uso del número 29 envolviera siempre una ratio peccati, alguna “razón de pecado”. De esta estrecha mentalidad proviene la redacción del número 83 del Catecismo de la Obra del año 2003. No voy a perder tiempo en rebatir la inconsistencia canónica y teológica de semejante punto de vista que, con razón, ha comenzado a criticarse ya en esta web. Basta con afirmar los elementales derechos de la conciencia para advertir que a nadie le es lícito nunca hacer juicios así —ni menos institucionalmente y por principio— sobre conductas ajenas lícitas, que además son manifestación del ejercicio de derechos reconocidos por la ley natural y positiva.

Ni siquiera la noción de “dispensa” tiene una connotación negativa, como tampoco las dispensas que permiten sustituir libremente la abstinencia de los viernes por una obra piadosa, por ejemplo, o tantas otras. La llamada “dispensa” del número 29 es una prueba más de la dimensión contractual de los compromisos canónicos de la oblación y de la fidelidad, pero no es un “derecho de la jurisdicción” para coaccionar directa o indirectamente las conciencias. Esta dispensa no puede ser negada si la reclama la conciencia personal, porque obliga la ley natural y también el principio contractual (canónico y teológico) que inspira la hermenéutica del “compromiso”, sea cual fuere la naturaleza de ese vínculo.

Por eso conviene dejar constancia ahora de cuál es la praxis actual de la Prelatura del Opus Dei sobre este asunto, para que nadie se llame a engaño. ¿Es acaso una aplicación canónica recta, justa y caritativa, de las reglas de su Codex iuris particularis? No parece. Aparte los valiosos testimonios que van publicándose en esta web sobre conductas concretas, la muestra más inequívoca del obrar institucional nos la ofrece el reciente Vademécum del gobierno local del año 2002. Considera el tema en su apartado III (pp.57-67), donde sus últimos párrafos (número 5, páginas 66-67) son particularmente elocuentes desde su titulación: trato con los que no perseveran.

Como puede comprobarse, esa praxis interna parece no aceptar el voluntarie relinquere del número 29 de los Estatutos sin añadir el estigma de la infidelidad moral y, por tanto, sin añadir un grave juicio apriorístico sobre las conciencias de los fieles. Parece que este Vademécum necesita calificar de “pecadores” a los demás, no sea que el pecado recaiga sobre la institución. Me excuso de rebatir ahora la falta de fundamento teológico de este enfoque. Sólo diré que, por desgracia, aquí está la causa de las notorias faltas y pecados graves contra la justicia, la caridad y la misericordia cristianas, materialmente “practicados” por tantos fieles de la Prelatura del Opus Dei (directores o no) con sus antiguos hermanos: su conducta encuentra curiosas similitudes con los fariseos del tiempo de Jesús Por eso terminaré copiando íntegramente los mencionados párrafos del Vademécum, pues son más expresivos que todos los comentarios que pudieran añadirse. Dice:

5. Trato con los que no perseveran
A los que no perseveran se les trata siempre con mucha caridad y delicadeza —como querríamos que hiciesen con nosotros, si nos encontrásemos en las mismas dolorosas circunstancias—, y si lo desean, se les atiende espiritualmente en una iglesia. A la vez, es preciso evitar todo lo que pudiese contribuir a dar —a los interesados y a los que son fieles a su [p.67] vocación— la impresión equivocada de que “no ha pasado nada”, de que la infidelidad no es algo muy serio.
Tenemos una bendita experiencia, que no deja de constituir una gracia especial de Dios: los que no perseveran suelen mantener un cariño grande a la Obra, lógicamente, siguen amando lo que amaron. El hecho de que no hayan seguido adelante, no es razón para que no continúen de algún modo unidos a la Obra, colaborando —con su oración, con su limosna— en los apostolados.
En cualquier caso, los Directores han de tomar las medidas —dictadas por la caridad y por la prudencia— para que no se perturbe el buen espíritu de los demás, ni se creen confusiones o situaciones equívocas. Se perturbaría o se confundiría, por ejemplo, si mientras no transcurran muchos años, se les permitiera que fuesen por nuestros Centros con demasiada frecuencia y confianza, o se les invitara a comer allí; si se tuviera con ellos una excesiva familiaridad, en el trato y en las conversaciones; si se les contaran cosas de la vida en familia, o si se les hiciera intervenir prematuramente y con cierta autoridad y responsabilidad en actos o en trabajos relacionados con la Obra y que, por ser públicos, pudieran tener una cierta difusión. Tampoco resulta oportuno, de ordinario acudir a su boda, al bautizo de los hijos, etc.
No resulta tampoco oportuno que, después de abandonar su camino, comiencen a colaborar con personas de la Obra en trabajos profesionales de los que obtengan un beneficio material.
La mejor manera de manifestar su buena disposición es que ayuden generosamente con sus limosnas —según su capacidad— en las labores de apostolado, al menos durante bastante tiempo.

Es seguro que este texto dará mucho que pensar y mucho que escribir. Gracias a Dios, no todos actúan así, pues “dentro” hay muchos que ven, que sufren por estas cosas, y no faltan quienes con criterio propio obran en conciencia buscando agradar a Dios, más que a los hombres. Para mí, lo más sorprendente es que, a pesar de sus aparentes bienintencionadas palabras, el “espíritu” que alienta esa redacción no parece muy acorde con la caridad evangélica, ni tampoco con los propios Estatutos de la Prelatura aprobados por la Iglesia, ni menos con el agradecimiento propio de los bien nacidos. A quienes sufren sus consecuencias sólo puedo confortarles desde esta web, recordando las únicas palabras de Jesús no relatadas en los evangelios, que conocemos por el apóstol Pablo: es mejor dar que recibir. Sí, ésa era la disposición interior del ciego de evangelio de Juan, capítulo 9, y también la he visto reflejada en el relato de Isabel Nath.


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