El "movimiento económico"

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Por Gregory P., 9 de junio de 2004


Yo pité de agregado con catorce años y medio, a principio del curso 1981. Quedaba muy cerca la navidad, y una de las primeras inquietudes que me inculcaron, aparte de la de ducharme con agua fría todos los días, ponerme el cilicio dos horas, hacer dos medias horas de oración diaria, etc, fue la preocupación por conseguir algún trabajito, para pagarme el curso de retiro y la convivencia de verano.

Mis padres me daban algún dinero, tipo paga, pero el dinero que a me hacía falta era superior. Así que les dije a mis padres, que ya sabían que era de la Obra, que iba a hacer algunas cosas, para pagarme el curso de retiro, y las convivencias de verano. Y les encantó. Mis padres trabajaron desde niños, en labores del campo, y mi madre me recordó con cariño que todo lo que ganaba se lo daba a sus padres, para mantener a toda la familia. Inocente criaturita...

Hice algunas cosillas, siempre de poca monta, como no puede ser de otra forma, al estar escolarizado. Algunas reparaciones en el colegio en el que estudiaba, una obra corporativa. Trabajitos para un supernumerario, que era director de banco. La verdad es que me lo pasaba pipa, y me sentía muy mayor. Incluso empecé a dar unas clases particulares al hijo de un supernumerario, hasta que el alumno se dio cuenta de que teníamos casi la misma edad (un año de diferencia), y me empezó a tomar el pelo.

Mis primeros "sueldos", de 5.000 o 6.000 pesetillas, de 1981, los ingresé en la caja del centro, con un orgullo del que todavía hoy me emociono. Luego de ingresarlo, saqué la mitad, y cuando llegué a casa por la noche se lo di a mi madre. La pobre se pensó que le entregaba mi primer sueldo, y hasta lo celebró con una comida especial. No recuerdo qué. Pero era falso. Mi primer sueldo ya lo había entregado, por indicación del director, a otra madre, y a ésta le daba la mitad, de lo que le había dado por entero a mi "madre guapa". Guapa, no lo sé. Pero cruel, un rato largo.

Esta fue una de las primeras veces que tuve la sensación de que la gente de la obra no hacíamos cosas normales, que éramos unos tíos raros. Las cosas normales, como estudiar para cura, dar una limosna a un pobre, dar tu comida a un hambriento, dar clases de catequesis, ir a misa todos los días, etc, se podían contar, y eran edificantes. Pero que un niño de 14 años tuviera que ingresar lo que le daban sus padres de paga, y los cuatro duros que había ganado limpiando pintadas en las paredes del colegio, en la caja de un centro del Opus Dei, me parecía algo raro, raro, raro. Mucho mas en ese momento, a principios de 1982, cuando un conocido supernumerario le echaba en cara a los directores de la obra los miles de millones de donativos que había entregado al paupérrimo instituto secular. Vamos, tan paupérrimo que necesitaba del dinero de un niño de quince años mal cumplidos para llegar a fin de mes...

Por esas fechas, el director del centro me llamó a su despacho. Prefiero no opinar sobre ese individuo. Mirándome muy serio, me dijo que tenía que contar a mis padres lo del "movimiento económico", eufemismo con el que hacía referencia a la oligación de los agregados de entregar en la caja del centro todo el dinero que ganabamos, antes de retirar el necesario para los gastos propios. Me argumentó que era mejor hacerlo cuanto antes, porque luego era más difícil.

Recuerdo perfectamente la mirada del director. Sus ojos negros penetrantes. Su calva reluciente. Su inflexibilidad. No me valió ninguna excusa: ni mi edad; ni que el poco dinero que tenía era el que me daban mis padres; ni que mi madre me daría dos bofetadas y me sacaría del colegio. Nada. El director de mi centro, un verdadero energúmeno, no atendía a razones. No subía nunca la voz. No lo necesitaba.

Cuando se lo dije a mi madre, pensé que me iba a dar una paliza. Me salvó, creo, mi corpulencia (medía ya casi lo mismo que ahora). Mi padre no estaba, gracias a Dios. Pero los gritos los oyeron todos los vecinos. Mis hermanas se encerraron en la habitgación, hasta que pasara el vendabal. Me exigió que le entregase todo el dinero que había en la caja del centro. Me dijo, a gritos, y casi llorando, que me iba a cambiar de colegio, que no iría nunca más por el centro. Y que también cambiaría de colegio a mis hermanas pequeñas, que habían empezado a estudiar en un colegio de la obra. La trifulca fue de campeonato. Y lo peor es que yo tenía la impresión de que me la merecía.

Estuvo varios días sin hablarme. Pero luego no pasó nada. A mi madre se le va la fuerza por la boca, pobre. Y como soy su ojito derecho, no cumplió ninguna de sus amenazas. Hizo otra cosa, que no había dicho: se acabó la paga. Ya que la obra era pobre, y que yo iba a trabajar, pues de ahí tendría que sacar para mis caprichillos. Me daba de comer, me compraba ropa. Pero ni un duro para mí. Nunca más. Ni yo se lo pedí. Y siempre me pidió, y yo le di, la mitad del dinero que gané u obtuve mediante becas, para ayudar a los gastos de la casa.

La verdad es que, cuando dejé a esa panda de chiflados, diez años después, y conocí a la que hoy es mi mujer, mis padres me ayudaron en todo lo que han podido. Y ahora también, adelantándose a lo que nos hace falta. Si algo lamento en la vida es lo que les hice sufrir por seguir los consejos de aquel señor director. No le guardo rencor, Dios lo sabe. Ni mi madre tampoco.

Y yo me pregunto, ¿hubiera sido de mal espíritu esperar a que tuviera 18 años, para dar a conocer a mis padres esos pormenores de mi "entrega" en la obra? Lo digo porque, años más tarde, conocí a un agregado mayor, pasaba de los cincuenta, que nunca le había contado a sus padres (ya fallecidos), lo del "movimiento económico". ¿Por qué tuve que hacerlo yo a edad tan temprana?



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