Cuatro preguntas y una petición

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Por BDM, 19 de noviembre de 2007


Cuando uno comenta que ha estado más de dos décadas como numerario en la Obra y que no pertenece a ella desde hace años, suelen formularle casi siempre las mismas preguntas. Aquí trato de responderlas desde mi particular experiencia, a sabiendas de que poco puedo aportar de nuevo a los relatos y reflexiones que ya otros han hecho.


Primera: ¿Por qué se está tanto tiempo?

En primer lugar, por la sinceridad, honradez y altos sentimientos del que entra en la Obra. El paso inicial suele darse con la conciencia de estar respondiendo a una llamada de Dios que exige del que la acoge una entrega total de lo que tiene y tendrá. Aquí no hay restricciones de ningún tipo. Quizá es el punto más claro de lo que la Obra manifiesta. Otra cosa es que entonces se oculten muchos detalles concretos. Y otra cosa es, me temo, que ese cheque en blanco inicial cuando realmente se paga es… cuando se deja la Obra...

En segundo término, porque todo lo relativo a la Obra es presentado como particularmente sobrenatural. No sólo lo que se dice se basa en el Evangelio, sino que, además, existe un segundo vínculo, una segunda creencia: la Obra misma es divina en sí, en sus fines, en sus medios, en sus modos, en su… “espíritu”. Lo que resulta determinante para quien ha entrado a formar parte de ella.

Además, muchos modos de hacer aparecen como muy experimentados y eficaces técnicamente. Incluso, de modo indirecto, suele hacerse ver su contraste con otras instituciones, quizá llenas de buena voluntad, pero que no logran lo que pretenden. Se tiene la impresión de que en el título del documento “Primus inter” hay algo más que un mero reconocimiento cronológico…

Hay también otro factor capital: el empeño institucional, vigente en todos los niveles, de ocultar los hechos “negativos”, cualquiera que sea su naturaleza: desde los suspensos en la universidad hasta las bajas de los miembros. Y, por contra, una actividad constante para vender una determinada imagen, que incluso puede ir variando según la sensibilidad de la época. El fundador, en una película, aconsejaba a los chavales que hablasen del centro de la Obra cuando en su casa les viesen contentos y serviciales: “¡claro, es que vengo de allí!”, les sugería.

Hacia dentro, el centrar en el director todas las confidencias hace que el sujeto crea siempre que es él quien falla. Más aún, nunca dispondrá de un cuadro real de las diversas situaciones por las que pasa, que serán siempre “iluminadas” por el director y el espíritu de la Obra. Y cualquier hecho que pudiese constituir un defecto institucional pasará a ser un elemento de culpa para quien lo detecta: es él quien debe “luchar” para verlo de otro modo, siendo su mala disposición la causa de que, eventualmente, no llegue a conseguirlo.

Si al menos dos de los puntos anteriores han sido interiorizados totalmente por el sujeto - “la Obra es divina y por lo tanto infalible” y “si estoy a disgusto es por culpa mía”- la honradez y la sinceridad iniciales llevan a seguir “luchando” de modo indefinido. Literalmente, “hasta que el cuerpo aguante”.

Segunda: ¿Qué es lo que acaba sucediendo, en realidad?

Lo que acaba sucediendo es que, con el tiempo, aparecen problemas nuevos y que algunas situaciones, que se pintaban de un modo, resultan de otro muy distinto. Se forma así un medio ambiente interior en el que predomina el desencanto.

Primero están los problemas que pueden sucederle a cualquier persona, pero que suelen resultar hipertrofiados cuando hay que darles respuestas que, además, estén siempre de acuerdo con la frondosa normativa interna acerca de lo que debe o no debe hacer un numerario. Son los famosos “criterios”, siempre dispuestos a velar por el bien del interesado y… por la adecuada apariencia de la institución. Por citar un campo concreto, resultan muy frecuentes las interferencias de todo tipo en el ámbito profesional, normalmente supeditado a conveniencias que muchas veces son sólo circunstanciales.

También con el tiempo resulta evidente, más allá de cualquier “interpretación”, que se vive en un régimen interpersonal extrañísimo. Sobre este tema se ha dicho ya casi todo: individualismo, falta -paradójica- de empeños y proyectos comunes, comunicación sólo formal, etc. De nuevo aquí se le hace ver al individuo su parte de culpa al respecto, sin que la institución haga nada por repensar el marco que ha creado y sostiene con férrea determinación. Sólo hace movimientos que, por otra parte, acaban agudizando la sensación de intercambiabilidad de las personas: traslada a unos, trae a otros, cambia directores, etc.

En cuanto a lo que sí permanece desde el principio -exigencias apostólicas de todo tipo-, el panorama a la vuelta de los años puede llegar a ser muy distinto del previsto. A los que continuamente exigen a los demás que tengan más amigos no se les conoce resultado alguno en ese campo. Más bien gestionan “la labor” de un modo técnico, sin alma. Se ve que a una cierta edad apenas puede hacerse nada que la Obra valore, pues siempre su mirada está en las actividades juveniles, capaces de “producir” nuevos numerarios. Ciertamente se puede y se debe hacer un apostolado individual en el trabajo, pero aquí ya es la vida misma la que se encarga de que los frutos tarden en llegar. En resumen, el llamado “celibato apostólico” es sustituido en ocasiones por los “celibatos” más variados: el investigador, el empresarial, el montañero…, según cuál sea la dedicación predominante del sujeto. Y, en consecuencia, acaba desapareciendo el móvil por el que, en teoría, se hace todo lo que se hace y no se hace todo lo que no se hace.

Tercera: ¿Cómo se produce la salida?

La situación de desencanto puede perpetuarse en función de los mecanismos ya descritos o pueden pasar dos cosas. Una, que el sujeto se canse o, por lo que sea, considere inaceptable alguna o algunas de las circunstancias concretas en las que vive. Otra, que los directores consideren que la balanza utilidades/problemas respecto al individuo está ya muy decantada a favor de los segundos y le planteen la salida. En este caso, el sujeto, consciente de sus muchas insuficiencias a lo largo del tiempo, cargará con esta última y definitiva culpa aunque, como sucede en ocasiones, nunca se hubiese planteado la posibilidad de dejar la Obra.

Entonces comienza la decepción. Con mucha frecuencia, la Obra hace estas operaciones de un modo tan impresentable que, precisamente en el último momento de la relación, el interesado ve por vez primera la auténtica cara de la institución. Aun así, tardará tiempo en aceptar que todo aquello no era como él creía. Como en el caso del engañado por su cónyuge, es el último en enterarse.

Cuarta: ¿Qué pasa después?

Sobre todo cuando es el interesado quien plantea la salida, la Obra se empeña en dibujar ante él negros panoramas y funestas consecuencias si finalmente rompe su relación con la institución. También sobre este modo de hacer se ha escrito suficientemente. No obstante, cabe señalar que, probablemente, tales advertencias tienen un sentido: la Obra sabe que, tras una larga permanencia, el individuo, al salir, sufrirá un fuerte shock. Y trata de dar la vuelta a la situación persuadiéndole de que el origen del malestar proviene de la salida cuando, en realidad, se encuentra en el modo en que la persona ha vivido y pensado durante tantos años.

Acerca de la naturaleza del shock mencionado apenas es necesario hacer particulares consideraciones. Basta pensar que el individuo entregó, muchas veces en plena adolescencia, toda su capacidad de pensar, sentir y decidir. Es por tanto el mismo centro de la persona el que ahora se resquebraja y, de la noche a la mañana, queda sin contenido. Además, a modo de un segundo nacimiento, se encuentra absolutamente desprovisto de experiencias que puedan orientarle en su nueva andadura. Si a ello se suma la sensación de culpabilidad que inicialmente suele acompañar al proceso de salida, se entenderá que, aunque no se cumplan las agoreras predicciones de la institución, el individuo ya va bien servido.

En estas circunstancias, un ámbito personal resulta fuertemente interpelado: las creencias y la práctica religiosa. Ciertamente, en esto, como en todo, cada persona que deja la Obra describe una trayectoria distinta, tanto en dirección como en velocidad, dando el conjunto la impresión de una explosión en la que cada fragmento se comporta de un modo particular. Pero, atendiendo a la naturaleza de la institución, el aspecto religioso suele resultar especialmente afectado.

Así, no es infrecuente que también en este ámbito se produzca un “segundo nacimiento”. Es decir, hasta tal punto estaban identificados el cristianismo y la Obra, que tantos años de formación y “lucha” pueden resultar inservibles en la nueva situación. De hecho, la mayor parte de las cuestiones que resultaban prioritarias para un adecuado comportamiento dentro de la institución, ahora carecen del menor sentido. Y, con frecuencia, resulta difícil rescatar del naufragio los pocos pero indispensables elementos que permitirán reenfocar serenamente la vida y la fe.

La petición

Personalmente, sólo exigiría a la Obra que hiciese público un porcentaje: el índice de perseverancia de numerarios y agregados desde la primera carta de petición de admisión hasta el día de hoy. Es decir, se toma como primer dato el número de cartas escritas en todos esos años y como segundo dato el resultado de añadir a los que ahora están los que han fallecido siendo de la Obra. Yo, muchos otros como yo -que aquí escriben-, muchísimos otros que nos leen, los de dentro, sus familias, la sociedad y, muy especialmente, la Jerarquía eclesiástica, tienen derecho a conocer ese sencillo porcentaje.



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