Cuadernos 9: Virtudes humanas/Fundamentos de la fidelidad

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FUNDAMENTO DE LA FIDELIDAD


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Entre las virtudes humanas, hay una que el cristiano debe cultivar de modo especial, por su enorme trascendencia en la vida personal y social: la lealtad o fidelidad, que impulsa al cumplimiento acabado, perfecto, de los propios deberes y de los compromisos libremente contraídos.

Cuando esos deberes dicen relación inmediata a Dios, como fruto de un particular pacto establecido libremente con El, la virtud de la lealtad cobra una fuerza e importancia decisivas.


Lealtad humana

En sentido estricto, la lealtad es la virtud que hace al hombre pronto para observar sus promesas. Corresponde a la fidelidad del hombre -explica Santo Tomás- cumplir aquello que prometió1. Desde este punto de vista, la lealtad forma parte de la justicia y es, en cierto modo, como su base, pues el fundamento de la justicia es la fidelidad, es decir, la constancia y la verdad en lo dicho y en lo pactado 2

En sentido más amplio, se entiende por lealtad aquella cualidad interior de la voluntad por la que firme y establemente, a pesar de las di-

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ficultades que encuentre o de los sacrificios que exija, una persona se mantiene fiel a las propias convicciones o deberes y a los hombres e instituciones que pusieron en ella su confianza.

Por lealtad, un soldado permanece en su puesto en los momentos de peligro, y un buen administrador corresponde honradamente a la confianza que su señor ha depositado en él. Por lealtad, un marido es fiel a su mujer, un padre se sacrifica gustosamente por sus hijos, un amigo ayuda al amigo en la hora de la dificultad, un profesional recto cuida los intereses de la empresa en que trabaja. Por lealtad, un cristiano hace honor a los compromisos que adquirió en el Bautismo y en la Confirmación, y sabe dar la cara por Dios y por la Iglesia, especialmente cuando resulta mal visto o puede traer consigo perjuicios materiales. Es, por tanto, una virtud fundamental, que nuestro Fundador nos inculcó siempre con insistencia: sed leales, leales, leales. En la vida civil se dice así: leales. Pedidle al Señor que yo sea bueno y fiel, bueno y fiel: leal. Yo lo pido también al Señor para vosotros 3.

Toda conducta humana noble aparece embebida de lealtad. Por eso no es-de extrañar que, en el libro de los Proverbios, el Espíritu Santo afirme sin rodeos: vir fidelis multum laudabitur 4, el varón fiel será muy alabado. Y también: el mentiroso es despreciable para Dios, pero quien actúa fielmente le es grato 5.

A lo largo de la historia, la persona leal ha sido siempre propuesta como paradigma de lo que es un hombre de bien, en quien los demás pueden confiar. ¡Qué hermosa es la fidelidad!, exclama San Agustín. Y añade: como brilla el oro ante los ojos del cuerpo, así brilla la fidelidad ante los ojos del corazón 6. Por el contrario, la deslealtad ha merecido siempre la repulsa de los hombres honrados, porque es un infame quien falta a su palabra y sin miramiento forja enredos 7.

En su custodia de la dignidad humana, la Iglesia ha promovido siempre entre los hombres la práctica de esta virtud, y ha manifestado su preocupación ante el declinar de muchos valores fundamentales que

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constituyen un bien irrenunciable, no sólo de la moral cristiana, sino de la simple moral humana, de la cultura moral8. Entre esos bienes, junto al respeto de la vida humana desde el momento de la concepción, la indisolubilidad del matrimonio y la estabilidad de la familia, Juan Pablo II señala como gravemente perniciosa la crisis de la verdad en las relaciones de unos hombres con otros, la falta de responsabilidad en el hablar, el trato meramente utilitarista del hombre con el hombre, la falta de sentido del auténtico bien común y la facilidad con que éste es alienado 9.

Lealtad humana, hijos míos -concluía siempre nuestro Padre-; que es la base de la fidelidad. De una fidelidad que es felicidad 10.

Lealtad de hijos de Dios

En la propia naturaleza de ser espiritual, creado por Dios y llamado a participar en la intimidad divina, encuentra el hombre el fundamento de sus deberes de fidelidad.

En cuanto criatura hecha a imagen y semejanza de Dios, cada persona lleva impresa la exigencia de mantener siempre una conducta leal. El Señor, en efecto, es un Dios fiel, que cumple sus pactos11, que no puede negarse a sí mismo 12, no puede contradecir su propia Palabra, Cristo, que es la misma Verdad13, el testigo fiel y veraz14. La indefectible fidelidad de Dios exige que el hombre, creado a su imagen, sea fiel en sus deberes y compromisos, si no quiere negar su propia dignidad. La correspondencia con esa Verdad divina es lo único que da al hombre su firme y justa medida, y lo define como hombre en toda su dignidad de imagen de Dios15. Por eso, lo que constituye al verdadero hombre de carácter no es cualquier género de tenacidad y de coherencia subjetiva,

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sino la constancia en seguir los principios eternos de la justicia (...); justicia que, por otra parte, no puede existir en su total integridad si no es dando a Dios lo que se le debe 16

Pero el cristiano no cuenta sólo con sus fuerzas naturales, para vivir la lealtad. Mediante la gracia divina, que sana la naturaleza de las heridas del pecado, puede practicar más fácilmente todas las virtudes humanas, y entre ellas la fidelidad. Además, la gracia eleva al hombre: el cristiano no es sólo imagen de Dios; es también hijo suyo por la adopción que Dios ha hecho de él en Jesucristo. Por la filiación divina, los bautizados adquieren un especial compromiso con Dios: han de comportarse con lealtad de hijos, e imitar la fidelidad de Cristo. No en vano se designa a los cristianos con el título de fieles.

En su predicación, el Señor se sirve con frecuencia de comparaciones en las que reluce su aprecio por la virtud humana de la lealtad: alaba al siervo bueno y fiel que hace fructificar el dinero de su señor17 al administrador leal que distribuye con prudencia las tareas a los criados18; afirma claramente que ninguno que después de haber puesto su mano en el arado, vuelve la cara atrás, es apto para el reino de Dios 19... Más aún, Jesucristo ha venido al mundo para manifestar la fidelidad divina, dando pleno cumplimiento a las promesas que Dios había otorgado a la humanidad. Y lo hace sin detenerse ante las deslealtades de los hombres ni ante las dificultades, aun a costa del sacrificio más grande: llegando hasta la muerte, y muerte de cruz20.

En el sacrificio de Cristo en la Cruz, alcanzamos a ver hasta qué punto la fidelidad divina es una fidelidad a su amor por nosotros: me ha amado y se ha entregado por mí 21, exclama San Pablo, y puede y debe repetir asombrado todo cristiano. Por esto, también la nuestra ha de ser una fidelidad por amor, que es radicalmente posible porque el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado 22.

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Permaneced en mi amor 23, dice el Señor: nos pide que seamos leales con amor de hijos; un amor que pasa por encima del propio gusto, que no se detiene ante el sacrificio, más aún, que se manifiesta en él.

Dios ha querido correr el riesgo de nuestra libertad 24, y nosotros hemos de corresponder lealmente a su amor, haciendo un recto uso de la libertad en toda circunstancia, para amarle y servirle como hijos: para comportarnos de acuerdo con la dignidad que hemos recibido, pues el espíritu de adopción 25 es espíritu de libertad26.

Lealtad con los demás

Como la filiación divina es fundamento de la fraternidad, la lealtad que es propia de los hijos de Dios tiene precisas manifestaciones y exigencias en las relaciones con las demás personas.

La sociedad humana, en la que todo hombre por naturaleza está integrado, comporta innumerables relaciones de unos con otros; y no cabe duda de que el presupuesto indispensable de toda pacífica convivencia (...) es la-mutua confianza, la persuasión general de que todas las partes deben ser fieles a la palabra empeñada27. Sin un clima de lealtad, la convivencia humana degeneraría en mera coexistencia, con su cortejo inseparable de inseguridad y desconfianza. El tejido social se desuniría fatalmente, y la misma sociedad acabaría por disgregarse. No puede darse una comunidad verdaderamente humana sin la realización de intercambios y acuerdos, sin el desempeño de cometidos diversos, que la sociedad confía a los individuos que la componen. Y esto no sería viable si no existiera aquella observancia de los pactos sin la que no es posible una tranquila convivencia entre los pueblos28: un clima de confianza mutua, de honradez, de lealtad. La lealtad es, por eso, una virtud importantísima en la vida social.

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Además, por el cumplimiento fiel de sus deberes y compromisos, la persona humana se hace capaz de superar el individualismo a que todos somos proclives, y se abre generosamente a los demás. Un hombre leal no piensa en la utilidad o en la desventaja que le reportan las obligaciones contraídas, sino en los demás, que en él confían. De este modo se enriquece espiritualmente. Un marido, un soldado, un administrador -ejemplificaba nuestro Padre- es siempre tanto mejor marido, tanto mejor soldado, tanto mejor administrador, cuanto más fielmente sabe hacer frente en cada momento, ante cada nueva circunstancia de su vida, a los firmes compromisos de amor y de justicia que adquirió un día. Esa fidelidad delicada, operativa y constante -que es difícil, como difícil es toda aplicación de principios a la mudable realidad de lo contingente- es por eso la mejor defensa de la persona contra la vejez de espíritu, la aridez de corazón y la anquilosis mental 29.

Hemos de enseñar a nuestros amigos, y recordarlo nosotros constantemente, que la fidelidad se demuestra sobre todo en los momentos adversos. Cumplir los compromisos cuando no se requiere esfuerzo, resulta muy fácil. La lealtad se pone a prueba precisamente cuando la observancia de los propios deberes se demuestra gravosa, cuando la comodidad o el egoísmo intentan susurrar una excusa para dejarlos incumplidos. Precisamente en esos momentos es cuando podemos dar prueba de verdadera fidelidad.

Nunca nos haremos cargo de la importancia grande que tiene nuestra lealtad -decía nuestro Padre-. Por eso, si alguna vez sentís el cansancio del camino, hablad, que así os ayudarán: no os encontraréis nunca solos. Y, además, comprenderéis que hasta esos momentos difíciles sirven de purificación, y os disponen para ser instrumentos más aptos, de paso que las dificultades bien llevadas son un apoyo de la tarea apostólica 30.

Es éste el elogio que la Sabiduría divina hace del patriarca Abrahám: guardó la Ley del Altísimo (...) y en la prueba fue hallado fiel. Por eso le confirmó con juramento que los pueblos serían bendecidos en su

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descendencia, y que le multiplicaría como el polvo de la tierra, y como los astros sería levantado su linaje 31.

El sentido de la lealtad

En muchos lugares, sin embargo, se está perdiendo el sentido de la lealtad. La mentira se ha convertido en un elemento más de las relaciones interpersonales. Muchos consideran que, en ciertas profesiones -política, periodismo, negocios...- un comportamiento leal es cosa de otros tiempos, poco menos que imposible en la actualidad, si se desea prosperar.

Todos lamentamos -ha escrito el Padre- que el ambiente dominante hoy en la sociedad rebosa relativismo e incertidumbre, con una pérdida evidente del sentido de la fidelidad. Muchos, y no solamente entre la gente joven, ignoran la bendita carga de la lealtad, que lleva a una persona honrada a ser fiel a la palabra dada, a cumplir los compromisos que libremente adquirió, a comportarse con coherencia en todos los aspectos. No os pongo ejemplos concretos -concluye el Padre-, pues desgraciadamente saltan a los ojos en casi todos los campos de la vida religiosa y civil 32.

Efectivamente, son innumerables las personas que, con el fin de aumentar su disponibilidad económica o su poder, o para satisfacer su desordenada ansia de placeres, incumplen sus deberes religiosos, familiares, sociales o profesionales, traicionando, -con una frialdad escalofriante- los compromisos más nobles y santos.

Esta deslealtad, que se ha extendido como mancha de aceite, tiene su raíz en el egoísmo que anida siempre en los corazones humanos, pronto a manifestarse en cualquier circunstancia. En los momentos actuales, caracterizados por una evidente pérdida del sentido sobrenatural de la vida, ese feroz individualismo no encuentra impedimentos y llega a convertirse, para muchos, en norma de sus actuaciones.

En los casos más extremos, se enseña desde la infancia el arte de la

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simulación y la ciencia de la doblez. Como Juan Pablo II advertía en cierta ocasión, falsos maestros intentan pervertir sobre todo a la gente joven. Os dirán que el sentido de la vida está en el mayor número de placeres posibles; intentarán convenceros de que este mundo es lo único que existe, y que vosotros debéis atrapar todo lo que podáis, ahora, para vosotros mismos. Oiréis a la gente que os dirá:”'piensa en ti mismo y no te preocupes de los demás” 33. Ante esta situación, un cristiano consecuente no debe traicionar, no debe ilusionarse con palabras vanas, no debe defraudar. Su misión es sumamente delicada, porque debe ser levadura en la sociedad, luz del mundo, sal de la tierra34.

Es verdad que son tiempos de infidelidad, momentos de falta de lealtad. Está a la vista de todo el mundo (...), comentaba el Padre en una ocasión. Piensa en que, precisamente por eso, hace falta ser más leales, y considera que tenemos todo el apoyo necesario, que es la gracia de Dios. Cuando el Señor nos pone en circunstancias más difíciles, nos da más ayuda, y así podemos llevar adelante lo que nos pide en cada momento. Es cuestión de pedir ayuda a Dios, y de decidirnos a corresponder a su gracia35.

Una labor urgente

La falta de lealtad se debe, en último término, a la ignorancia u olvido del fin último del hombre. Si todos los afanes e ilusiones se centran en la vida terrena, es lógico que los valores genuinamente humanos pierdan consistencia. Por eso, una parte importante de la tarea de recristianización que nos aguarda consiste en devolver a las personas con las que nos encontramos a diario la visión de eternidad y, con ella, el sentido de la virtud humana, y concretamente de la lealtad.

Dad lo mismo que exigís, predicaba San Agustín, y sus palabras gozan de enorme actualidad. Os deben fidelidad, y fidelidad debéis voso-

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tros. El marido debe ser fiel a la mujer, y la mujer al marido, y ambos a Dios. Los que habéis prometido continencia, cumplid lo prometido, puesto que no se os exigiría si no lo hubieseis prometido (...). Guardaos de hacer trampas en vuestros negocios. Guardaos de la mentira y del perjurio. Guardaos de la charlatanería y del derroche. No hagáis a los demás, sean los hombres, sea Dios, lo que no queréis que os hagan a vosotros36.

El destino eterno del hombre imprime en los corazones una sed de ideales que pugna con las miras exclusivamente egoístas. Por eso, junto a las deslealtades que jalonan la vida de tantas personas, se observa también una necesidad de coherencia, que se manifiesta de muy diversas maneras: hay gente que es leal a unos vagos ideales de justicia, o mantiene un sentido de lealtad en sus relaciones profesionales, económicas... Estas manifestaciones de fidelidad, aunque parciales, pueden constituir en muchos casos un punto de arranque para que algunas personas descubran la belleza de la virtud humana y divina de la lealtad. Como nos escribió el Padre hace ya algún tiempo, en nuestra labor de recristianización de la sociedad hemos de aprovechar todas las ocasiones, también los aspectos positivos que se descubren en algunos ambientes (...), para procurar informarlos con el espíritu cristiano 37.

Hemos de sembrar incansablemente la semilla de la confianza y de la lealtad, en la triple vertiente que señalaba el Santo Padre en una ocasión. En primer lugar, fidelidad a Jesucristo. Es una justa correspondencia al que es "testigo fiel" (Apoc. 1, 5). Fidelidad que ha de ser fruto del amor (...). Tal fidelidad a Jesucristo es inseparable de la fidelidad al Evangelio, con todas sus exigencias (...).

Fidelidad también a la Iglesia. Ser fieles a Ella es amarla como a Madre nuestra que es, que nos da a Cristo, su gracia y su Palabra, que nos alienta en nuestro camino y está a nuestro lado en las alegrías y en las penas (...).

Fidelidad al hombre. La fe nos enseña que el hombre es imagen y semejanza de Dios, lo cual significa que está dotado de una inmensa dig-

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nidad. A este hombre, hijo de Dios, hemos de acogerlo, amarlo y ayudarlo 38.

Cuidaremos la lealtad, primero, en nuestra propia vida, manifestándonos fidelísimos en el cumplimiento de los deberes específicos contraídos con la Obra y en todos nuestros compromisos terrenos -profesionales, familiares y sociales-, en el trato con los amigos y colegas de trabajo. Así pondremos, en las almas de nuestros amigos, el fundamento para que la respuesta a la llamada divina, que el Señor quiere dirigir a muchos, sea decidida, generosa, perseverante; al abrigo de las dificultades externas o del vaivén de las pasiones.

La fidelidad en lo humano se llama lealtad: que seáis leales, clamaba nuestro Fundador. Por encima de los obstáculos, por encima de la contrariedad, por encima de las circunstancias de enfermedad o de salud. Haréis una labor formidable a base de fidelidad y de lealtad 39


(1) Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 110, a. 3.

(2) Cicerón, De officiis I, 7, 23.

(3) De nuestro Padre, n. 267.

(4) Prov. XVIII, 20.

(5) Prov. XII, 22.

(6) San Agustín, Sermo 9, 16.

(7) Eccli. XIII, 15.

(8) Juan Pablo II, Litt. enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, n. 12.

(9) Juan Pablo II, Litt. enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, n. 12.

(10) De nuestro Padre, Crónica XI-59, p. 52.

(11) Deut. VII, 9.

(12) I Tim. II, 13.

(13) Cfr. Ioann. XIV, 6.

(14) Apoc. III, 14.

(15) Juan Pablo II, Discurso al Congreso UNIV'81, 14-IV-1981.

(16) Pío XI, Litt. enc. Divini illius Magistri, 31-XII-1929, n. 82.

(17) Cfr. Matth. XXV, 21.

(18) Cfr. Luc. XII, 42.

(19) Luc. IX, 62.

(20) Philip. II, 8.

(21) Galat. II, 20.

(22) Rom. V, 5.

(23) Ioann. XV, 9.

(24) Es Cristo que pasa, n. 113.

(25) Cfr. Rom. VIII, 15.

(26) Cfr. II Cor. III, 17.

(27) Pío XII, Litt. enc. Summi Pontificatus, 20-X-1939, n. 56.

(28) Pío XII, Alocución, 24-XII-1940, n. 26.

(29) Conversaciones, n. 1.

(30) De nuestro Padre, Crónica, 1973, p. 730.

(31) Eccli. LXIV, 20-23.

(32) Del Padre, Cartas de familia, n. 324.

(33) Juan Pablo II, Homilía en Vancouver, 18-IX-1984.

(34) Juan Pablo II, Alocución, 1-IX-1979.

(35) Del Padre, Tertulia, 15-IV-1987.

(36) San Agustín, Sermo 260.

(37) Del Padre, Carta, 25-XII-1985, n. 8.

(38) Juan Pablo II, Homilía en Mérida (Venezuela), 28-1-1985.

(39) De nuestro Padre, n. 268.