Cuadernos 9: Virtudes humanas/El heroísmo de lo ordinario

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EL HEROÍSMO DE LO ORDINARIO


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El hombre fuerte ha sido siempre admirado y propuesto como modelo, aun en las culturas paganas. Las gestas de los héroes, la integridad de pensadores y hombres de leyes, que han preferido toda suerte de privaciones y aun la muerte antes que traicionar su ideal, han servido como puntos de referencia a generaciones enteras.

La fortaleza cristiana, asumiendo todos los valores nobles contenidos en esa actitud profundamente humana, es mucho más. El Cristianismo nace de un acto sublime de fortaleza y de caridad, la muerte de Cristo en la Cruz, y se ha desarrollado con la sangre de los mártires. Nadie como el cristiano se siente comprendido en sus flaquezas, disculpado en sus errores, perdonado en sus pecados. Pero nadie como el cristiano se sabe solicitado al ejercicio de la fortaleza, hasta el extremo. Los mártires no son ejemplos admirables del pasado. El martirio es estimado por la Iglesia como un don eximio y la suprema prueba de amor. Y, si es don concedido a pocos, sin embargo, todos deben estar prestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle, por el camino de la cruz, en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia 1.


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Robustecer la voluntad

Aunque el Señor no pida a todos el supremo testimonio del martirio, reclama de cada uno una heroicidad no menos grande. Ha escrito nuestro Padre: en alguna ocasión me he preguntado qué martirio es mayor: el del que recibe la muerte por la fe, de manos de los enemigos de Dios; o el del que gasta sus años trabajando sin otra mira que servir a la Iglesia y a las almas, y envejece sonriendo, y pasa inadvertido...

Para mí, el martirio sin espectáculo es más heroico... Ese es el camino tuyo 2.

La fortaleza es virtud para todos, ya que su cometido es robustecer la voluntad para que no desista en la búsqueda del bien, a pesar de las dificultades y obstáculos que encuentre en el camino. Como escribía San Agustín, la fortaleza es el amor que todo lo soporta por el objeto de sus amores 3. Y como para un cristiano el amor por antonomasia es Dios, Bien sumo y Fin último de su existencia, la fortaleza es el amor que todo lo sufre sin pena, con la vista fija en Dios 4.

Resulta especialmente necesario fomentar esta virtud humana y cristiana en momentos como los actuales, en los que el creciente nivel de vida, la disponibilidad de muchos bienes de consumo, la facilidad en que muchas personas viven, traen consigo una mentalidad hedonista, de materialismo práctico, caracterizada por el horror a todo lo que significa renuncia o sacrificio.

La vida cristiana, aun siendo radicalmente alegre, con la alegría insuperable de la filiación divina, sabe de renuncias y sacrificios, por el estado en que se encuentra la naturaleza después del pecado original. Conocedor de esta situación, nuestro Padre Dios concede a sus hijos, entre otras, la virtud infusa de la fortaleza, de modo que nos resulte más fácil ese camino de constante superación. Recibe también el cristiano, del Espíritu Santo, el don de fortaleza, que vigoriza aún más la virtud cardinal, sobre todo en orden a acciones sobrenaturales. Pero,

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como ocurre con las demás virtudes morales infusas, esas dádivas divinas perderían su eficacia si no encontraran el apoyo de las virtudes humanas, que constituyen su soporte natural.

Santo Tomás enseña que la fortaleza se hace presente en dos actos fundamentales 5: aggredi y sustinere, enfrentarse con los peligros que pueda comportar la realización del bien, y soportar las adversidades que sobrevengan por una causa justa. En el primer caso encuentran su campo de actuación la valentía y la audacia; en el segundo, la paciencia y la perseverancia.

Fortaleza en la vida ordinaria

Es importante recordar que el ámbito de la fortaleza, para la mayor parte de las personas, es la actividad ordinaria, evitando fantasías tartarinescas, que en el fondo expresan comodidad. No os perdáis en grandes consideraciones de heroísmo. Ateneos a la realidad de cada día, buscando con empeño la perfección en el trabajo ordinario. Ahí nos espera Dios. Diariamente tenemos la ocasión de que nuestra respuesta sea afirmativa. Y esa afirmación sí que debe ser heroica, tratando de excederse, sin poner límites 6.

Y refiriéndose concretamente a la virtud de la fortaleza, nuestro Padre decía: es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que entiende que debe hacer, según su conciencia; el que no mide el valor de una tarea exclusivamente por los beneficios que recibe, sino por el servicio que presta a los demás. El fuerte, a veces, sufre, pero resiste; llora quizá, pero se bebe sus lágrimas. Cuando la contradicción arrecia, no se dobla 7. Se trata de una actitud de firmeza, que busca hacer lo que se debe en el trabajo, en las relaciones con los demás, en la lucha por acercarse más a Dios..., sin doblegarse ante las dificultades. Ya se sabe que las dificultades -internas y externas- son cosa de ordinaria administración. Pero, con ayuda de Dios, el cristiano no las considera como una

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barrera, insuperable. En todo atribulados, pero no angustiados -escribía San Pablo-; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no aniquilados 8.

En palabras de Juan Pablo II, la virtud de la fortaleza requiere siempre una cierta superación de la debilidad humana y, sobre todo, del miedo. El hombre, en efecto, por naturaleza teme el peligro, las molestias, los sufrimientos. Por ello es necesario buscar hombres valientes no solamente en los campos de batalla, sino también en los pasillos de los hospitales o junto al lecho del dolor 9. Y añadía: deseo rendir homenaje a todos estos valientes desconocidos. A todos los que tienen el valor de decir "no" o "sí" cuando esto cuesta. A los hombres que dan un testimonio singular de dignidad humana y de profunda humanidad. Justamente porque son desconocidos merecen un homenaje y una gratitud particular 10.

Con esta seguridad y esta firmeza, el cristiano escribe cada día un verso nuevo de un cantar de gesta. Nuestra vida diaria, vivida con fidelidad, es una vida heroica11.

Horizontes grandes

Entre las virtudes que acompañan a la fortaleza y constituyen su manifestación práctica, hay que enumerar en primer lugar la magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios 12.

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En consecuencia, no son compatibles con la magnanimidad la ambición de honores y alabanzas, el gusto por la adulación, la jactancia. Dedicarse generosamente y con sacrificio a una labor, quizá poco común en ese ambiente, y mendigar como a hurtadillas los parabienes, sería una sucia búsqueda de vanagloria, signo evidente de que aun aquella tarea noble se ha medido con el parámetro del egoísmo.

Opuesto al magnánimo, el pusilánime es hombre de horizontes estrechos, resignado a la ruin comodidad del ir tirando, despreocupado de la suerte de sus conciudadanos y aun de su personal ambición de cultura, de ideales. Los "ambiciosos" -de pequeñas personales ambiciones miserables- no entienden que los amigos de Dios busquen "algo", por servicio, y sin "ambición" 13. Los santos, en efecto, han sido las personas más magnánimas, porque han comprendido que si no es para construir una obra muy grande, muy de Dios -la santidad-, no vale la pena entregarse 14. Y ese ideal de santidad engloba todo lo que de noble y bueno hay en la vida de los hombres.

Es importante comprender y hacer comprender que participar en una empresa apostólica, dejarse ayudar en el mejoramiento personal, formar la inteligencia con rectitud, es algo más que una actividad -por importante que se la considere- unida a otras. Es participar de un ideal, el más alto: poner a Cristo en la cumbre de todo lo humano, empezando por la propia persona.

El magnánimo es audaz. No se retrae ni ante la magnitud de la empresa ni ante las dificultades que encuentra. Con la más completa cerrazón en el horizonte teológico y jurídico, comenzó nuestro Padre el Opus Dei. Y entre la incomprensión de muchos, con absoluta penuria de medios, nació la primera iniciativa apostólica de la Obra: la Academia DYA, cuyas siglas venían a significar precisamente Dios Y Audacia. El fuerte, el magnánimo, es audaz a la hora de plantear y defender su ideal. Hijo mío, si antes has tenido miedo, de ahora en adelante, ¡a ser valiente!, porque Dios se lo merece todo y, además, porque sería una inconsecuencia que, ante la audacia de la gente para hablar de cosas

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malas, nosotros que estamos llenos del fuego de Dios, que hemos recibido una llamada al cristianismo y (...) hemos tenido la gran bendición, la gran caricia de Dios, de estar rodeados por este calor humano y sobrenatural del Opus De¡ (..), tengamos vergüenza: ¡la vergüenza para pecar! 15.

El temor al ambiente no tiene sentido en un cristiano. No actuaron así nuestros primeros hermanos en la fe, ni todos aquellos que, en la historia de la Iglesia han dejado un surco profundo 16. Desde luego, actuaba Dios. Pero contando con la fortaleza de aquellos hombres. Aun habiéndonos enseñado a amar al mundo apasionadamente, nuestro Padre afirma que hemos de llevar nuestro ambiente a todas partes, sin admitir que nos ahoguen otros climas, sin dejarnos dominar por el ambiente, porque el tono hemos de darlo nosotros, con la gracia de Dios, dondequiera que vayamos 17.

En resumen, si tanta gente hay capaz de arriesgar su vida por ideas o ambiciones mezquinas y aun malas, ¿cómo se atreverá el cristiano a poner excusas para gastarse en el servicio de Dios? Al contrario, ha de fomentar en sí mismo una visión amplia, magnánima, del hombre y de su misión, sin dejarse estrangular por las pequeñas ambiciones personales.

Dar con generosidad

Es también parte de la virtud de la fortaleza la magnificencia, que modera el amor al dinero y a los bienes materiales, de modo que, lejos de un apegamiento desordenado, puedan ponerse generosamente al servicio de obras grandes 18. Es lo contrario de la tacañería, de un espíritu de pobretería en las cosas de Dios o del bien común, que no se toleraría de ordinario en la vida personal o familiar. Las grandes catedrales de antaño resultan un plástico ejemplo de magnificencia.

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Desde los primeros tiempos, la Iglesia procuró con especial interés que los objetos sagrados sirvieran al esplendor del culto con dignidad y belleza 19. Y nuestro Padre nos ha enseñado a dedicar a Dios siempre lo mejor, aunque no se disponga del suficiente desahogo de medios. Se gasta lo que deba, aunque se deba lo que se gaste 20, solía decir, y es un criterio aplicable no sólo a los lugares y objetos de culto, sino a todas las iniciativas apostólicas en servicio de los demás.

Aunque en nuestra época sobran ejemplos de disparatada suntuosidad, no es la magnificencia virtud corriente: muchas obras de apostolado y quienes a ellas han dedicado su vida entera, no raramente se ven condenados a privaciones y a continuos replanteamientos por falta de medios. Por eso escribió nuestro Padre: he aquí una tarea urgente: remover la conciencia de creyentes y no creyentes -hacer una leva de hombres de buena voluntad-, que cooperen y faciliten los instrumentos materiales necesarios para trabajar con las almas 21.

Muchos despotrican contra los Estados y las organizaciones internacionales, achacándoles una desigual asistencia a iniciativas nobles. Pero al margen de decisiones políticas -de ordinario, lejanas-, hay que entender que las virtudes son personales y que, aunque individualmente no se pueda financiar por entero un proyecto, permanece la obligación de colaborar con generosidad sacrificada.

Produce lástima comprobar cómo algunos entienden la limosna: unas perras gordas o algo de ropa vieja. Parece que no han leído el Evangelio.

No os andéis con reparos: ayudad a las gentes a formarse con la suficiente fe y fortaleza como para desprenderse generosamente, en vida, de lo que necesitan.

-A los remolones, explicadles que es poco noble y poco elegante, también desde el punto de vista terreno, esperar al final, cuando por fuerza ya no pueden llevarse nada consigo 22.

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Los bienes de la paciencia

San Agustín define la paciencia como la virtud que nos hace soportar los males con buen ánimo 23, de modo que no nos acarreen una tristeza desordenada.

Pacientes ante los acontecimientos desagradables y ante las dificultades de la vida ordinaria. Desdice de una conducta cristiana reaccionar de modo malhumorado y agrio ante las contrariedades de la jornada, que el ajetreo de una actividad intensa tiende a exagerar. Por ejemplo, escenas tan frecuentes como la cólera en un atasco de tráfico, la destemplada desazón ante retrasos de algún trabajo, la tristeza por el fracaso de algún plan, demuestran una falta de robustez interior impropia del cristiano que, además, ha de ver en las contrariedades la mano de Dios. Escribía San Pablo a los Romanos: nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce la paciencia; la paciencia, la virtud probada; y la virtud probada, la esperanza, esperanza que no defrauda 24..

Paciencia también ante los propios defectos y los defectos de los demás. El que sabe ser fuerte no se mueve por la prisa de cobrar el fruto de su virtud; es paciente. La fortaleza nos conduce a saborear esa virtud humana y divina de la paciencia. Mediante la paciencia vuestra, poseeréis vuestras almas (Luc. XXI, 19). La posesión del alma es puesta en la paciencia que, en efecto, es raíz y custodia de todas las virtudes. Nosotros poseemos el alma con la paciencia porque, aprendiendo a dominarnos a nosotros mismos, comenzamos a poseer aquello que somos (San Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia 35, 4). Y es esta paciencia la que nos impulsa a ser comprensivos con los demás, persuadidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo 25.

Nada tiene que ver la paciencia cristiana con la impasibilidad y la dureza de corazón. Sería impaciente, por ejemplo, quien se dejara abatir por el panorama nada risueño que ofrecen a diario los medios de co-

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municación; pero caería en un defecto peor el que se acostumbrara a la maldad y no sintiera repugnancia ante crímenes e injusticias que ofenden a Dios y son indignos del hombre. Fuertes y pacientes: serenos. Pero no con la serenidad del que compra la propia tranquilidad a costa de desinteresarse de sus hermanos o de la gran tarea, que a todos corresponde, de difundir sin tasa el bien por el mundo entero 26.

Tampoco es paciencia, ni virtud, el excesivo sosiego en el trabajo: conformarse con rendir como diez cuando se puede dar como quince. Nuestro Padre no dejó nunca de estimular a cuantos le rodeaban a emplearse a fondo en una tarea intensa y eficaz, pero aclaraba: no se trata de realizar tus obligaciones apresuradamente, sino de llevarlas a término sin pausa, al paso de Dios 27. La precipitación es signo claro de impaciencia, tanto más grave si se da en una labor de formación, porque gobernar, muchas veces, consiste en saber "ir tirando" de la gente, con paciencia y cariño 28.

Persistir en el amor

Perseverar -ha escrito nuestro Padre- es persistir en el amor 29. La perseverancia lleva a proseguir en el ejercicio de la virtud, a pesar de las dificultades y de la duración del esfuerzo. Es continuar sin dejaciones aquella tarea que se había emprendido por su bondad y belleza: por amor.

Es normal que lo bueno atraiga. Es corriente, en consecuencia, que muchas personas se sientan movidas a emplearse en obras buenas e incluso que las comiencen con generosidad. Sin embargo, es de experiencia común que muchas de esas empresas no llegan a término. Falta perseverancia. Falta, en último extremo, continuidad en aquel amor que impulsó a comenzar.

La perseverancia es lo más opuesto a la superficialidad, al maripo-

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seo, a conformarse con flacos resultados que den la apariencia de éxito. Un edificio que se comienza, hace falta terminarlo. De lo contrario, ocurre lo que nos narra la Escritura de aquel hombre que empezó a edificar y no concluyó. Nuestro Padre comentaba que parece que todos los personajes del Evangelio se ríen de él, a carcajada limpia. Non potuit consummare, no pudo terminar 30.

Mucho insistió nuestro Fundador en que lo importante no es poner la primera piedra, sino la última. Y esto exige sacrificio: Comenzar es de todos; perseverar, de santos.

Que tu perseverancia no sea consecuencia ciega del primer impulso, obra de la inercia: que sea una perseverancia reflexiva 31.

Es ésta la función de las virtudes humanas de la constancia y la tenacidad, que permiten continuar el trabajo independientemente del estado de ánimo, del tedio y de los parciales fracasos. Es, en el buen sentido, lo que comúnmente se llama tozudez. Yo recuerdo que una vez estaba dando ejercicios al clero de una ciudad castellana, Avila. Hay allí un viejo palacio, y me chocaron las palabras escritas sobre la fachada principal del edificio. Me explicaron que se trataba de una tozudez del prócer dueño del caserón. Desde el palacio, a través de un portillo hecho en la muralla, podía directamente salir de la ciudad. Y el municipio le obligó a cerrarlo. Lo cerró, pero mandó poner sobre aquella ventana de la fachada principal esta inscripción: donde una puerta se cierra, otra se abre. ¡Tozudez! ¿Tú y yo somos así para nuestras cosas? Cuando algo no va en esa lucha cotidiana, ¡pues mañana irá! Hijos míos, sed tozudos. Llevad la tozudez al plano sobrenatural 32.

Por otro lado, los éxitos humanos difícilmente son fruto de la genialidad: en igualdad de condiciones, y aun en inferioridad de condiciones de talento, cultura, etc., el que vence la pereza de modo habitual -hoy, ahora- es el que domina siempre 33.

Constancia y tenacidad, en primer lugar, en la lucha interior. Da muy buenos resultados emprender las cosas serias con espíritu deportivo...

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¿He perdido varias jugadas? -Bien, pero -si persevero- al fin ganaré 34.

También en el apostolado hay que saber esperar con paciencia, mientras se ponen los medios con constancia. Dice San Juan Crisóstomo: imitad en esto a los médicos. Cuando ven que el mal no cede al primer remedio aplican otro, y tras éste, otro; y unas veces cortan y otras vendan 35.

La fe es un requisito imprescindible en el apostolado, que muchas veces se manifiesta en la constancia para hablar de Dios, aunque tarden en venir los frutos.

Si perseveramos, si insistimos bien convencidos de que el Señor lo quiere, también a tu alrededor, por todas partes, se apreciarán señales de una revolución cristiana: unos se entregarán, otros se tomarán en serio su vida interior, y otros -los más flojos- quedarán al menos alertados 36.

Constancia, en definitiva, para dar remate a la labor comenzada. Es fácil encontrar eufemismos, ampararse en excusas que no resisten a un examen serio. Te asustas ante las dificultades, y te retraes. ¿Sabes qué resumen puede trazarse de tu comportamiento?: ¡comodidad, comodidad y comodidad!

Habías dicho que estabas dispuesto a gastarte, y a gastarte sin limitaciones, y te me quedas en aprendiz de héroe. ¡Reacciona con madurez! 37.

Constancia para aprender

Particular interés reviste la constancia en los medios de formación, pues es ésta una tarea que no termina nunca: siempre habrá algo que aprender. Hay que aspirar a poseer aquella formación humana, profesional, cristiana, que en cada momento necesitamos para desarrollar con provecho nuestra labor. Si la superficialidad es siempre ruinosa, en este terreno puede provocar estragos, pues anda en juego nuestra honradez de cristianos y el bien de muchas almas.

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Existe una falsa naturalidad, un deseo de no significarse, un mimetismo con el ambiente, un ansia de comprensión, que -aun siendo a veces respetables en su origen- esconden deslealtad a la Iglesia. Nos ponía en guardia nuestro Fundador: convengo contigo en que hay católicos, practicantes y aun piadosos ante los ojos de los demás, y quizá sinceramente convencidos, que sirven ingenuamente a los enemigos de la Iglesia...

-Se les ha colado en su propia casa, con nombres distintos mal aplicados -ecumenismo, pluralismo, democracia-, el peor adversario: la ignorancia 38. Es necesario saber discernir, estudiar, consultar, sentir hambre de formación, porque -movido por un amor sincero- no deseas correr el riesgo de difundir o defender, por ignorancia, criterios y posturas que están muy lejos de concordar con la verdad 39.

La tarea de formarse bien, para estar a tono con las exigencias de la vocación cristiana, exige un compromiso. La labor apostólica que Jesucristo espera de sus fieles requiere también un compromiso. No son sólo experiencias enriquecedoras, sino precisos deberes que hay que afrontar con madurez y responsabilidad. En nuestros días, cuando tantos -jóvenes y mayores- rehúyen los compromisos, éste de formarse bien se revela en toda su trascendencia.

En 1935 escribía nuestro Padre: vais a encontrar dificultades grandes, para vuestro trabajo de formación. Pero aetatem habetis, ya tenéis edad -os digo, como del ciego de nacimiento dijeron sus padres (Ioann. IX, 21)- para hacer frente a esos obstáculos.

De ordinario, no los esquivéis; sino que, puesto el corazón en Dios, debéis afrontarlos y resolverlos. ¿Acaso no es nuestro grito: Dios y audacia? ¿Y acaso no nos dice la Escritura Santa (I Ioann. III, 2) que nunc filii Dei sumas, que ahora somos ya hijos de Dios? 40.

Dificultades grandes las había entonces y las sigue habiendo ahora. Hay que compaginar el tiempo requerido por la formación con el que ocupa un trabaja serio y una multiplicidad de intereses familiares, sociales, culturales, recreativos... Y, sobre todo, hay que aprender y prac-

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ticar un modo de vivir que no está de moda. Por tanto, no durará ni llevará fruto la tarea de la propia formación, si no se apoya en la fortaleza, la constancia, el espíritu de sacrificio.

La fortaleza, con sus virtudes aledañas, trae como fruto inmediato la serenidad, porque el fuerte no pierde la orientación de su entendimiento y de su voluntad, aun cuando pueda resultar dura la batalla. Serenos porque siempre hay perdón, porque todo encuentra remedio, menos la muerte y, para los hijos de Dios, la muerte es vida. Serenos, aunque sólo fuese para poder actuar con inteligencia: quien conserva la calma está en condiciones de pensar, de estudiar los pros y los contras, de examinar juiciosamente los resultados de las acciones previstas. Y después, sosegadamente, interviene con decisión 41.


(1) Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 42.

(2) Vía Crucis, VII estación, punto 4.

(3) San Agustín, De moribus Ecclesiae Catholicae et de moribus manicheorum, 1, 15. (4) Ibid.

(5) Cfr. Santo Tomás, S. Th., II-II, q. 123, a. 6.

(6) De nuestro Padre, Tertulia, 6-X-1968.

(7) Amigos de Dios, n. 77.

(8) II Cor. IV, 8-9.

(9) Juan Pablo II, Alocución, 15-XI-1978.

(10) Ibid.

(11) De nuestro Padre, n. 182.

(12) Amigos de Dios, n. 80.

(13) Surco, n. 625.

(14) Surco, n. 611.

(15) Del Padre, Crónica, 1976, p. 650.

(16) Surco, prólogo.

(17) De nuestro Padre, Instrucción, 9-I-1935, nota 197.

(18) Cfr. Santo Tomás. S. Th., II-II, q. 134.

(19) Concilio Vaticano II, Const. Sacrosantum Concilium, n. 122.

(20) Camino, n. 481.

(21) Surco, n. 24.

(22) Surco, n. 26.

(23) San Agustín, De patientia 2.

(24) Rom. V, 3-4.

(25) Amigos de Dios, n. 78.

(26) Amigos de Dios, n. 79.

(27) Surco, n. 791.

(28) Surco, n. 405.

(29) Surco, n. 366.

(30) Del Padre, Tertulia, 26-III-1986.

(31) Camino, n. 983.

(32) De nuestro Padre, Meditación, 4-III-1960.

(33) De nuestro Padre, Instrucción, 9-1-1935, n. 46.

(34) Surco, n. 169.

(35) San Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae 29.

(36) Surco, n. 207.

(37) Surco, n. 521.

(38) Surco, n. 359.

(39) Surco. n. 346.

(40) De nuestro Padre, Instrucción, 9-1-1935, nn. 14-15.

(41) Amigos de Dios, n. 79.