Cuadernos 8: En el camino del amor/La criatura nueva

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LA CRIATURA NUEVA


Se dice que alguien tiene personalidad cuando, en la diversidad de sus pensamientos, afectos y obras, hay una unidad fuerte y coherente, un centro homogéneo, un sujeto único que piensa, quiere y actúa de un modo determinado. Característica esencial de una verdadera personalidad es la identidad, la continuidad, la permanencia por encima de los variados cambios de la vida; pero de tal manera que no se obre de un modo automático, inconsciente, instintivo -con espontaneidad- de carácter animal-, sino de un modo congruente y responsable, sabiendo dar razón de lo que se hace.

En esta unidad, permanencia y responsabilidad consiste esencialmente la personalidad psicológica o moral; y no en el mero distinguirse de los demás, cosa que fácilmente podría conseguirse con extravagancias, estando en continua dependencia de lo que hagan otros, para hacer lo contrario y de este modo señalarse.

Los hijos de Dios en el Opus Dei, llamados con una vocación divina al servicio de Dios y de la humanidad entera, hemos de ser santos con una personalidad bien definida. No una personalidad cualquiera o desvaída, sino una personalidad apostólica, porque el Señor necesita almas recias y audaces, que no pacten con la mediocridad y penetren con paso seguro en todos los ambientes (1)

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Tener personalidad

Una verdadera personalidad se expresa en actitudes auténticas, tan lejanas del mimetismo -de la imitación externa y teatral- como del afán de significarse. Las actitudes verdaderamente personales proceden de un principio interior -consciente y libre, responsable- y no son nunca meras reacciones ante un estímulo del ambiente, sino acciones positivas. Se obra de este modo, y no de otro, por motivos que se han asimilado tras madura reflexión, sin adoptar posturas únicamente formales, carentes de contenido. La auténtica personalidad denota riqueza interior, y se manifiesta en una serie de actitudes esenciales, permanentes, que nada tienen que ver con la tozuda rigidez del simple.

La personalidad es fruto de nuestro ser espiritual, que puede orientar -y en cierto modo realizar- su propia vida, en vistas del fin que elige y se propone alcanzar. Por eso, no depende esencialmente del temperamento, ni de la herencia biológica, ni del medio ambiente..., aunque estos factores jueguen un papel en su desarrollo.

La fuente primaria de la personalidad es el conocimiento, la posesión de un criterio seguro y universal sobre las cosas, que da unidad a nuestras acciones: un principio sólido a cuya luz se valoran todas las circunstancias de la vida. Y esto no es posible sin una aplicación constante, humilde, laboriosa, a la tarea de la propia formación. Por eso, advertía nuestro Padre que hay una persona terrible: el ignorante y, a la vez, trabajador infatigable. Cuídame, aunque te caigas de viejo, el afán de formarte más (2).

Por otra parte, al albergar en nosotros mismos distintas tendencias y estar sometidos a atracciones cambiantes, cada acto de voluntad expresa un dominio, una organización que traduce y a la vez forma la personalidad. La unidad personal es tanto más perfecta y eficaz cuanto más poderosa es la voluntad, es decir, cuanto más fuertemente impere sobre el conjunto de las tendencias. Por eso la inconstancia, la incoherencia, la inestabilidad, el capricho, denuncian la falta de personalidad.

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¿Qué perfección cristiana pretendes alcanzar, si haces siempre tu capricho, "lo que te gusta"...? Todos tus defectos, no combatidos, darán un lógico fruto constante de malas obras. Y tu voluntad -que no estará templada en una lucha perseverante- no te servirá de nada, cuando llegue una ocasión difícil (3).

A un criterio universal y firme, y a una voluntad constante en su amor, fija en el último fin, tenaz en su empeño, siguen obras eficaces; una conducta unitaria, libremente asumida y claramente entendida, que es expresión de unidad de vida y de verdadera personalidad. En la medida en que nos habituamos a obrar así, este modo coherente de proceder se hace más estable, más fácil y amable de seguir, más seguro. Porque la personalidad es como una conquista sobre el desorden que el pecado original ha dejado en nosotros.

Morir al propio yo para vivir en Cristo

Elevados al orden sobrenatural, hijos de Dios por la gracia, la personalidad de un cristiano no es algo simplemente natural. La personalidad humana -fruto, al fin, de una serie de virtudes- es como una preparación para lo sobrenatural, una base, una materia bien dispuesta. Pero la personalidad de un hijo de Dios ha de ser algo más, debe ser humana y sobrenatural al mismo tiempo. Sereno y equilibrado de carácter, inflexible voluntad, fe profunda y piedad ardiente: características imprescindibles de un hijo de Dios (4).

La personalidad humana y la sobrenatural no son como dos principios distintos, como dos centros separados. Una, la humana, ha de ser absorbida, elevada y transformada en la otra. Nada de lo perfecto y positivo se perderá, porque se contiene eminentemente en la personalidad sobrenatural de cristianos; no como dos fuerzas opuestas que difícilmente se toleran entre sí, sino como lo menos perfecto está en lo más perfecto, análogamente a como nuestra alma espiritual, siendo una,

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contiene también los principios de las perfecciones sensitivas y vegetativas.

El camino que -ayudados por la gracia- hemos de recorrer para lograr la personalidad sobrenatural propia del cristiano, tiene dos aspectos. Uno consiste en imitar al Señor, en reproducir su vida en nosotros: pensar como El piensa, amar como El ama, actuar siempre como lo haría El. El segundo aspecto consiste en vaciarnos de nosotros mismos, en morir a nuestro yo, para dejar que Jesús obre en nosotros.

Quien encuentre su vida la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará (5), ha dicho el Señor. Para esta ganancia es necesaria aquella pérdida. Cuando el Verbo divino asumió la naturaleza humana, la santificó de un modo sustancial; y la asumió sin limitación, santificando, por decirlo así, toda la naturaleza humana común a todos los hombres. Pero era necesario redimir a las personas singulares. Esto se realiza principalmente por medio de los sacramentos, canales que comunican a cada persona la gracia que Cristo nos mereció en la Cruz. Por el Bautismo morimos al pecado y renacemos en Cristo; es como si nuestra vida pecadora se ahogase en el agua bautismal, para renacer a una vida nueva. Por la Confirmación llegamos a la mayoría de edad de esta vida nueva. Por la Eucaristía -que es el más excelente de los sacramentos, su consumación- nos unimos a la misma fuente de la vida sobrenatural, Cristo, que nos hace una sola cosa con El.

De este modo, Jesucristo llegará a ser el centro único de nuestros pensamientos y de nuestras acciones; nuestra vida será realmente la suya, porque somos miembros de su Cuerpo Místico y es Jesús el sustento de nuestra vida sobrenatural: en El nos apoyamos y somos, como los sarmientos en la vid. En El se encuentra la raíz de nuestros actos sobrenaturales, como nos ha dicho: sine me nihil potestis facere (6) sin mí nada podéis hacer. No tenemos otro modo de participar en la vida de Dios que viviendo en Cristo, de quien recibimos la participación en la filiación divina. Y este vivir en Cristo es lo que da al cristiano unidad

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de vida, constancia y plena coherencia ante los acontecimientos, hasta hacerle capaz de orientarlos.

Toda la vida sobrenatural es vida de Cristo en nosotros. Suyo ha de ser nuestro criterio, porque se halle plenamente informado por la fe; suya nuestra voluntad, porque queramos lo que El quiere; suyos nuestros actos, porque hagamos lo que a El le agrada. Ser santo es ser otro Cristo, ipse Christus, el mismo Cristo. Nuestra personalidad de hijos de Dios depende de que realmente lo consigamos, muriendo a nosotros mismos para vivir en Cristo. Como San Pablo, cada uno de nosotros ha de poder decir: mihi vivere Christum est (7), para mí, el vivir es Cristo. Y también: con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó por mí (11).

Dejar vivir a Cristo en nosotros

Es provechoso advertir que el empeño en fomentar la propia personalidad, si no, está rectamente orientado por el afán de identificarse con Cristo, suele concluir en una afirmación de sí mismo, con una cierta autosuficiencia y separación de los demás.

-Hijo: ¿dónde está el Cristo que las almas buscan en ti? -preguntaba nuestro Padre-: ¿en tu soberbia?, ¿en tus deseos de imponerte a los otros?, ¿en esas pequeñeces de carácter en las que no te quieres vencer?, ¿en esa tozudez?... ¿Está ahí Cristo? -¡¡No!!

-De acuerdo: debes tener personalidad, pero la tuya ha de procurar identificarse con Cristo (9).

En el Evangelio contemplamos muchas veces la personalidad de Jesús. Le hemos visto de continuo en unión con su Padre, una unión permanente que constituye su alimento y su vida, una unión ininterrumpida, tan íntima y tan estrecha, que el Señor revela a los Apóstoles: Yo y

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el Padre somos uno (10). Unión de pensamiento: mi doctrina no es mía sino del que me ha enviado (11). Unión de voluntad: no busco mi voluntad sino la voluntad del que me envió (12). Unión de conducta: Yo hago siempre lo que le agrada (13). En sus potencias humanas, Jesús se identifica con el Padre, de modo que es Dios quien obra por ellas.

Esa identificación con la voluntad del Padre es lo que hizo de su vida una continua donación de amor a los hombres, olvidado de sí para salvar nuestras almas. El pensamiento de esa misión que ha recibido del Padre -redimirnos- le ocupa de continuo: tengo que ser bautizado con un bautismo ¡y cómo me siento urgido hasta que se lleve a cabo! (14). Ese amor inmenso hacia nosotros le lleva a la Cruz, a darse, a servir, a anonadarse. Y éstas son sus ocupaciones: trabajar, orar, interceder por nosotros; enseñar, con la palabra y con el ejemplo: era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (15); atraer a todos con su trato, con su comprensión, con su amor: la multitud le buscaba, llegaron hasta El, y lo detenían para que no se apartara de ellos (16) hasta agotarse, recorriendo caminos y aldeas, curando toda enfermedad y toda dolencia (17), perdonando siempre, porque sólo El quita el pecado del mundo (18); Ese es el ejemplo que nos da Jesús: abnegación, entrega al Padre y a los hombres, buscando siempre la gloria de Dios y la salva­ción de las almas.

Para ser como El, para hacernos otros Cristos, hemos de contemplarle: ver cómo piensa, cómo quiere y cómo actúa, y hacer nosotros lo mismo. Pero hemos de imitarle sobre todo en su anonadamiento, perdiéndonos a nosotros mismos para ganarle a El.

Además de imitarle, hay que vivir en El, de El y por El, de tal modo que Jesús tome posesión de nosotros, que Jesús -por decirlo de alguna manera- sustituya a nuestro yo, haciendo así también que todos

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seamos una sola cosa, el Cuerpo Místico de Cristo, y cada uno pueda decir con San Pablo, a quien Dios reveló este misterio desde el comienzo de su vocación: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (19). Porque el alma de San Pablo estaba constituida entre Dios y el cuerpo; el cuerpo estaba desde luego vivificado y movido por el alma de Pablo; pero su alma lo estaba por Cristo (20). Se cumplirá de este modo el deseo que el Señor expresó en su oración a Dios Padre: Yo en ellos y Tú en Mí (21). Este es el camino: que te identifiques con ese Cristo que es Vida, que seas ipse Christus (22).

Jesús en nosotros, como lo más íntimo y profundo, como lo más personal de nosotros mismos; de manera que ya no digamos: yo pienso, yo quiero, yo hago; sino: Jesús piensa, quiere y hace en mí. Así, permaneciendo en Jesús y Jesús en nosotros, viviremos su vida. Estaremos con El -en un diálogo tierno, fiel, continuo- pendientes del Padre nuestro que está en los Cielos; identificaremos plenamente nuestra voluntad, como Cristo, con la del Padre -heme aquí que vengo, ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad (23) -; y obraremos con su fuerza: en verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que Yo hago (24).

Formación y conducta apostólica

El apóstol no debe quedarse en el rasero de una criatura mediocre. Dios le llama para que actúe como portador de humanidad y transmisor de una novedad eterna. -Por eso, el apóstol necesita ser un alma largamente, pacientemente, heroicamente formada (25).

Con la oportuna formación se consigue mejorar el propio modo de ser y nos hacemos capaces de comenzar a trabajar por Cristo, en el últi-

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mo lugar de su ejército de apóstoles (26). La identificación con Jesús nos lleva derechamente al apostolado, como lo expresa aquella última oración encendida: que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y Yo en ti, que así ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado (27).

Nuestra unión con el Señor tiene esencialmente una proyección apostólica, pues nos lleva a participar de su misión: como Tú me enviaste al mundo, así los he enviado Yo al mundo (28). Esta misión debe configurar nuestra personalidad, que debe ser esencialmente apostólica. Sabéis, hijos míos, que nuestra vocación, esta llamada de Cristo, nos lleva a identificarnos con El, y El vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (I Tim. II, 4), para redimir a todo el mundo. No hay un alma que no interese a Cristo. Cada una de ellas le ha costado el precio de toda su Sangre (29).

Esta personalidad sobrenatural -consecuencia de que Cristo vive en nosotros- hará apostólicos los tres elementos característicos de la personalidad natural. Un criterio universal: un modo apostólico de ver las cosas; una voluntad fuerte: un afán tenaz y constante de almas; y un modo de comportarse rectilíneo: una línea de conducta permanentemente apostólica.

En primer lugar, un modo apostólico de ver las cosas, los acontecimientos y las personas, de modo que en cualquier circunstancia busquemos la ocasión de llevar almas a Dios. No podemos ser apóstoles a ratos. ¿Veis cómo hay en los hombres todos -también en ti y en mí- como un prejuicio psíquico, una especie de psicosis profesional? Cuando un médico ve por la calle a otra persona que pasa, sin darse cuenta piensa: "esa persona anda mal del hígado". Y si la ve un sastre, comenta: "¡qué mal vestido, o qué bien, qué buen corte!". Y el zapatero se fija en los zapatos... Y tú y yo, hijos de Dios, dedicados a servir a los demás por amor del Señor, cuando vemos a las gentes, tenemos que pensar en las almas: he aquí un alma -hemos de decirnos-, un alma que hay que ayudar, un

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alma que hay que comprender, un alma con la que hay que convivir, un alma que hay que salvar (30).

Una voluntad recia, firme en su querer, se traducirá en un fuerte amor a todas las almas sin distinción. No hay alma que no amemos, que no tratemos de ayudar y comprender (31). Un amor celoso, ardiente, una verdadera chifladura divina: nos interesan todas las almas (32). Tendremos así un criterio y una voluntad que sean norma y motor constante y unitario de nuestra conducta, de modo que nuestra vida ofrezca un perfil definido, continuo, firme, independiente de las dificultades. Nadie pasará junto a nosotros sin recibir el influjo de nuestro apostolado.

De este modo, las concretas obras de apostolado brotarán con espontaneidad, necesariamente, de esa personalidad nuestra: la oración y la mortificación por las almas, el sacrificio, la doctrina, la palabra y el ejemplo, la comprensión y el cariño, que sabe acoger a todos con una sonrisa. El apóstol se hace así sal y luz de su ambiente, y en su vida se realiza lo que escribe nuestro Padre: tus parientes, tus colegas, tus amistades, van notando el cambio, y se dan cuenta de que lo tuyo no es una transición momentánea, de que ya no eres el mismo.

-No te preocupes, ¡sigue adelante!: se cumple el "vivit vero in me Christus" -ahora es Cristo quien vive en ti (33).

Muy gustosamente gastaré y me desgastaré por vuestras almas—, escribía San Pablo, y deberíamos poder decir cada uno de nosotros. Gastar y desgastar nuestra propia vida, sin buscar nada para nosotros mismos. Así, quitando lo que estorba en nuestro yo, los que nos rodean en­contrarán enseguida a Cristo. Se cumplirán aquellas palabras de nuestro Fundador: ¡poder de hacer milagros! Cuántas pobrecitas almas muertas, y hasta podridas -quatriduanus est enim (Ioann. XI, 39)-, resucitaréis. A cuántos jóvenes que yacen inertes diréis: adolescens, tibi dico, surge! (Luc. VII, 14), ¡muchacho, a ti te lo digo, levántate!; y cuántos veréis que salen adelante, porque son sinceros, quizá mejores que vosotros. Pasa-

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ba el Señor y ellos le llamaban sin verle; pasaba Cristo transeúnte, en vosotros, y le conocieron, le pidieron ayuda y se les abrieron los ojos a las maravillas de Dios (35).

Cuando hemos renunciado al propio yo, Cristo se forma en nosotros; de algún modo nuestra humanidad pertenece a la persona de Cristo, de quien somos instrumento, análogamente a como lo es la Humanidad que el Verbo divino asumió, en las entrañas virginales de María.

Porque somos otros Cristos, el mismo Cristo, tendremos que nacer de María, que es la Madre de Jesús y Madre nuestra. Cuanto más seamos de Jesús, más hijos seremos de la Santísima Virgen; y cuanto mejor vivamoss esta filiación con Nuestra Señora, tanto más nos iremos identificando con Cristo, hasta ser una sola cosa con El. ¿Os dais cuenta, hermanos, comprendéis lo que Dios nos ha hecho? Es para que os llenéis de admiración y de alegría. Se nos ha hecho llegar a ser Cristo mismo (36).

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(1) Surco, n. 416.

(2) Surco, n. 538.

(3) Surco, n. 776.

(4) Surco, n. 417.

(5) Matth. X, 39.

(6) Ioann. XV, 5.

(7) Philip. I, 21.

(8) Galat. II, 20-21.

(9) Forja, n. 468.

(10) Ioann. X, 30.

(11) Ioann. VII, 16.

(12) Ioann. V, 30.

(13) Ioann. VIII, 29.

(14) Luc. XII, 50.

(15) Ioann. 1, 9.

(16) Luc. IV, 42.

(17) Matth. IX, 35.

(18) Ioann. 1, 29.

(19) Galat. II, 20. (20) Santo Tomás, Super epistolam S. Pauli ad Galatas II, 20.

(21) Ioann. XVII, 23.

(22) De nuestro Padre, Meditación, 12-IV-1954.

(23) Hebr. X, 9.

(24) Ioann. XIV, 12.

(25) Surco, n. 419.

(26) Camino, n. 602.

(27) Ioann. XVII, 21.

(28) Ioann. XVII, 18.

(29) De nuestro Padre, Meditación, 16-IV-1954.

(30) De nuestro Padre, Meditación, 25-II-1963.

(31) De nuestro Padre, Crónica III-61, p. 15.

(32) De nuestro Padre, Crónica III-61, p. 15.

(33) Surco, n. 424.

(34) II Cor. XII, 15.

(35) De nuestro Padre, Meditación, 19-VI-1955.

(36) San Agustín, In Ioannis Evangelium tractalus XXI, 8.