Carta, José María Escrivá, Roma, 25-05-1962

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Carta de Mons. Escrivá de Balaguer a los miembros del Opus Dei; 25-V-1962.

Los textos de estas cartas no están completos. Han sido extraídos del libro El itinerario jurídico del Opus Dei, EUNSA 1989, pp. 33827 ss. y llevan sus comentarios


(En esta Carta de 1962 —dirigida a quienes ocupaban en el Opus Dei cargos de gobierno, central, regional y local, o posiciones de particular relieve (n. 3)—, no sólo resume los puntos y cuestiones expuestos en Cartas anteriores, sino que plantea con toda nitidez las diversas facetas del problema institucional del Opus Dei, declarando que lo hace movido, como en ocasiones precedentes, por su conciencia de Fundador, pero agudizada ahora por la experiencia de las dificultades recién encontradas y —así lo manifiesta expresamente— por haber cumplido ya sesenta años, y animado a la vez por la seguridad de que cuenta con la oración de sus hijos, que llevan tanto tiempo implorando de la misericordia de Dios esa intención especial del Fundador) (Iter pp. 338-339; Carta n. 1)


Cuántos días —cuántas noches también— el motivo de esa acción de gracias son las innumerables pruebas que me dais del fervor con que todos —consummati in unum (loann. XVII, 23)— imploráis del Señor que sea preservada la naturaleza genuina de nuestra vocación secular y laical, que nada tiene que ver con la de los religiosos: ni por el origen histórico, ni por el espíritu específico que nos es propio, ni por el modo peculiar de vivir; ni por el orden lógico de las virtudes cristianas, que hemos de cultivar; ni por la manera de la acción apostólica; ni por la forma de resolver los problemas que se presentan: que si a personas que no calan en la naturaleza de nuestra Obra alguna vez puede parecer que son los mismos, no lo son, ya que hay que plantearlos y resolverlos con procedimientos muy diferentes (n. 2)

Nuestro deseo, nuestro deber de preservar intacta la naturaleza específica de la vocación que Dios nos ha dado, nos llevaba, nos lleva y nos seguirá llevando con incansable perseverancia, a ofrecer innumerables Santas Misas, que se cuentan por muchos millares; y también innumerables sacrificios personales y el mérito de nuestro trabajo profesional diario, por esta común intención que tan ardientemente deseamos ver realizada: que nuestra Santa Madre la Iglesia dé a la Obra una nueva situación jurídica, de modo que lo que no somos de facto —un Instituto Secular— no lo seamos tampoco de iure. (...) Por eso hoy debo deciros que me conmueve la fervorosa unidad de mis hijos, perseverantes unanimiter in oratione (Act. I, 14), perseverando unánimemente en la oración, y esa vigorosa fidelidad con la que —a través de vuestro trabajo ordinario— vivís, hasta en los más pequeños detalles, la espiritualidad secular y laical propia de nuestra llamada divina al apostolado. Ante tanta fidelidad, unidad y delicadeza de espíritu, siento fuertemente el deber de conciencia —que me parece ser a la vez caridad de Padre, prudencia de gobernante y lealtad de hombre— de abriros con sencillez mi corazón, para comunicaros los sentimientos de comprensión y de confianza de los que, por gracia de Dios, se encuentra lleno (nn. 3-4)

Sabréis hacer también eco inteligente, en el alma de todos mis hijos y de todas mis hijas, de lo que voy a deciros (n. 4)

(El espíritu del Opus Dei) es dar testimonio de Cristo y confesarlo delante de los hombres, pero —al revés que los religiosos- precisamente manteniendo intacta una comunión de vida con los fieles corrientes, que son vuestros iguales, tan perfecta y tan sincera, que no admite ningún grado de separación o de segregación. (...) Para compartir con entrañable solidaridad humana y cristiana los problemas, los trabajos, los nobles afanes de los hombres, no necesitamos hacer rarezas: nos basta ser fieles a nuestra vocación de hijos de Dios, personalmente dedicados al servicio de la Iglesia, siempre con la condición expresa de no ser religiosos ni equiparados a los religiosos, en el lugar que ocupamos en la vida, cada uno en el suyo, respondiendo a una especial llamada divina, a una vocación, que el Espíritu Santo ha querido promover, enriqueciendo con un nuevo carisma la Santa Iglesia (nn. 5-6)

La vocación a la Obra —os he enseñado desde el principio y lo repetiré muchas veces— no viene a sacar a nadie de su sitio Por eso, esta peculiar dedicación de cada uno al conseguimiento de los fines apostólicos del Opus Dei, no podrá nunca significar un cambio de status, del estado que cada uno tiene en el momento de esa llamada divina: de su condición de simple fiel ante la Iglesia. (...) Porque lo mismo que la vocación cristiana, el Bautismo, no altera ni violenta, sino que eleva la naturaleza humana, así la llamada a la Obra —que lleva sencillamente a actualizar y desarrollar los dones del Bautismo, permaneciendo cada cristiano en su estado secular— no altera ni violenta nuestra condición de vida (nn. 7-8)

Sois vosotros, hijos míos, llenos de buen espíritu, incansablemente trabajadores, los que habéis hecho realidad esta siembra universal de enseñanza vivida manifiesta después de haber recordado los frutos ya producidos por la labor apostólica del Opus Dei. (Y añade:) Por estas razones, desde la hondura de mi pobre vida, me limito a tratar de amaros con toda mi alma —pido a Dios que me juzgue solamente por el Amor que le tengo y por el amor que os tengo— y a adoctrinaros con la mayor solicitud posible, según aquella enseñanza de la Escritura Santa en la que he buscado siempre la medida de mi fidelidad: que las palabras, que hoy te ordeno, estén en tu corazón. Las inculcarás a tus hijos, las meditarás cuando estés en casa, cuando estés por la calle, cuando estés acostado y cuando estés en pie (Deut. VI, 6 y 7).

Comprended hasta qué punto os comprendo; con cuánta sinceridad comparto vuestro vibrante deseo de que nada altere ni enturbie la naturaleza secular y laical de nuestra vocación, que es la razón misma de mi vida y de la vuestra, y el medio apto para la fecundidad del apostolado que desarrollamos en servicio de la Santa Iglesia, y para nuestra santidad personal (n. 10)

(El Opus Dei) con su jerarquía universal y su espiritualidad específica, constituye dentro del género de la espiritualidad laical —pienso que decirlo no es falta de humildad, sino dar gloria a Dios, de quien viene todo bien— un poderoso fermento para mover al laicado católico a asumir la responsabilidad eclesial, que le es propia en todos los quehaceres nobles del mundo (n. 13)

Comprendo bien, por eso, que junto al desasosiego ante el temor de que pueda alterarse o violentarse la naturaleza genuina de nuestra vocación, os manifestéis también preocupados por las dificultades prácticas que vais encontrando en la realización de nuestras labores apostólicas, personales o corporativas, en medio de la sociedad civil, si esa sociedad os considera como religiosos. Por ejemplo, sé que a no pocos os han negado en vuestros respectivos puestos de trabajo el derecho a ejercer la profesión, o han sido promovidas contra vuestra tarea profesional excepciones más o menos públicas de legitimidad” (precisamente por asimilarlos a los religiosos o por aplicarles la legislación que a ellos les corresponde) (nn. 14-15)

Lo que a nosotros el Señor nos pide, no es que cambiemos nuestro estado de simples fieles, de clérigos o laicos seculares, por el status perfeccionis, sino que —con la ayuda de Dios repetiremos estas mismas ideas cuantas veces sea necesario— cada uno de nosotros busque la perfección cristiana dentro precisamente de su propio estado y condición de vida (n. 91)

(Esa razón de su vida se traduce en) el gravísimo compromiso de defender la integridad de nuestra espiritualidad, de nuestra vocación secular y de nuestra condición de simples fieles

Si yo personalmente tengo —ante la Iglesia— el derecho a no tener derechos, de cara a Dios Señor Nuestro tengo el deber de poner todos los medios limpios sobrenaturales y humanos para cumplir la Santa Voluntad de Dios, en lo que concierne al establecimiento de su Obra, tal como El me la ha dado a entender (n. 26)

Yo no puedo enterrar el talento (Matth. XXV, 25), porque no quiero que el Señor me lo quite, con justa indignación: no puedo dejar que se ahogue, que se impida, el fruto apostólico de la Obra de Dios (Ibid., n. 27)

(Afirmación de aquel periodista londinense, que le entrevistara en 1959: el Opus Dei es como una entidad corporativa de hombres maduros de muchas naciones, inspira­da en principios a la vez nuevos y elementales). Vosotros sabéis tan bien como yo —comenta— que precisamente nuestra riqueza está en esos principios nuevos, porque difieren de la doctrina común sobre el estado de perfección; y elementales porque se fundan en la común responsabilidad humana del trabajo: ya que el hombre fue creado ut operaretur (Genes. II, 15); en la llamada común de todos los cristianos a la perfección, según las palabras del Señor: estote ergo vos perfecti sicut et Pater vester cáelestis perfectus est (Matth. V, 48); y en un apostolado sencillo y vibrante como el de los primeros fieles de la Iglesia.

Esos principios nuevos y elementales son la substancia de nuestra llamada divina, el objeto de mis desvelos y de vuestros desvelos, para que no venga a menos la fidelidad que debemos a lo que Dios quiere de nosotros. Para mí, especialmente, ese deber de vigilancia, con el fin de que no se desnaturalice —para que no se destruya— la realidad de nuestra vocación secular, es un deber grave de conciencia. Y sé que de su cumplimiento deberé dar estrecha cuenta a Dios (n. 27)

(Ese contexto le lleva a presentar la cuestión institucional como cuestión acuciante, de justicia, ya que los miembros del Opus Dei acudieron a la Obra con conciencia y con vocación de cristianos corrientes, y no pueden ser llevados hacia un camino distinto) “Porque vosotros habéis venido a la Obra, os habéis comprometido a dedicaros plenamente al fin apostólico y santificador del Opus Dei, abrazando una vocación completamente distinta de la vocación religiosa” (...). Para mí (...) no es sólo un problema de fidelidad al querer divino, sino también de justicia con vosotros todos. (...) Antes de admitiros en la Obra, también por razón de justicia, a cada uno de vosotros se os explicó bien —para que vuestra decisión fuera consciente y libre— que no ibais a ser religiosos ni personas equiparadas a los religiosos. Se os dijo que conservaríais en todo vuestra íntegra personalidad y vuestra condición de laicos corrientes, que en nada ibais a ser segregados o separados de los demás hombres, que están en el mundo y son iguales a vosotros; que, al venir al Opus Dei, no cambiaríais de estado, sino que continuaríais con el que tuvierais; y que vuestra vocación profesional y vuestros deberes sociales seguirían siendo parte integrante de la vocación divina que habíais recibido (n. 33)

¿Cómo podría yo ahora cometer la iniquidad de obligaros a seguir una vocación diversa? No, no podría exigiros eso de ninguna forma, y ni siquiera podría pediros —recurriendo a argumentos poco leales, que violenten la libertad de vuestras conciencias— que renovéis vuestro compromiso con la Obra, abrazando una vocación que no es la que hemos recibido de Dios.

Ni yo puedo hacer eso con vosotros, ni nadie puede hacer eso conmigo. (...) Eso —además de ser humanamente una villanía— sería una falta grave contra la moral cristiana, contra la ley divina positiva y aun contra la misma ley natural.

En toda la legislación y la praxis eclesiástica no hay ninguna norma o principio que pudiera justificar una tal tiranía. Os ruego que consideréis que os hablo con toda sinceridad y claridad, pero también con maduro pensamiento. No soy un joven que escribe a la ligera: tengo —voy teniendo— muchos años encima, y Dominus prope est (Philip. IV, 5): para mí el juicio del Señor está cerca (n. 34)

Hay en mi alma una gran devoción a San Francisco, a Santo Domingo, a San Ignacio; pero nadie en el mundo me puede forzar a hacerme franciscano, dominico o jesuíta. Como nadie me puede obligar a tener mujer, a que me case (...). En la vida espiritual cuenta la gracia de Dios, su voluntad, su querer, que señalan un camino y una misión. (...) ¿Quién podrá cambiar esa vocación divina?

El derecho natural, el derecho divino positivo, la moral cristiana y los derechos adquiridos se opondrían —repito— a una violencia de ese tipo, defendiendo la libertad de las conciencias (n. 35)

(El Opus Dei se acogió en 1947 a la legislación de Institutos Seculares, obteniendo) un reconocimiento jurídico que, salvando las peculiaridades de nuestra vocación secular, nos permitiese tener la jerarquía interna universal, imprescindible para el necesario crecimiento y para la coordinación de nuestros apostolados; solución jurídica que, aunque fue de compromiso, entonces aseguraba suficientemente lo que la Obra necesitaba. Y la Obra creció y se extendió rápidamente por todo el mundo. Hoy —como vosotros notáis muy bien, y yo he recordado nuevamente en esta carta— ya esa solución es incapaz de garantizar las peculiaridades de nuestra vocación específica (n. 36)

(Es necesario —concluye—) que solicitemos perseverantemente una solución jurídica clara —basada en el derecho ordinario de la Iglesia, y no en privilegios— que definitivamente garantice la fidelidad a nuestra vocación, que asegure y fortalezca el espíritu del Opus Dei y la fecundidad de nuestros apostolados en servicio de la Iglesia Santa, del Romano Pontífice, de las almas (n. 36)

Quienquiera que desee ir adelante ha de contar sinceramente con todo el pasado. Y ese pasado nos enseña con completa claridad que, aunque en nuestro Ius peculiare he procurado dejar siempre bien salva la plena secularidad (...), eso ya no basta para defender la naturaleza laical de nuestra espiritualidad y de nuestros apostolados (n. 45)

Se ha dicho, hijos míos, que la Iglesia es Cristo confiado en manos de los hombres. (...) Me parece oportuno recordaros ahora esta naturaleza a la vez divina y humana de la Iglesia Santa, porque nosotros hemos de confiar este deseo nuestro de fidelidad a la vocación recibida, en manos de esos hombres en quienes Cristo mismo se confía. Y quiero —y os pido con toda el alma— que meditéis, como también yo medito, en esa forma de abandono humilde y esperanzado con que Cristo realiza este divino acto de confianza” (n. 60)

Os confieso que esas posibles dificultades nunca me han inquietado. Me limito a pedirle al Señor que, si esos obstáculos alguna vez se diesen, El haga que nosotros tengamos la posibilidad de dialogar, de poder exponer en la sede y en el momento oportunos, las muchas razones que gracias a Dios tenemos para demostrar la rectitud de intención que nos anima, la eficacia de nuestro servicio y la legitimidad de lo que deseamos (n. 68)

No excluyo, hijos míos, que pueda haber quienes —con una concepción insuficiente, acientífica, del derecho eclesiástico— se comporten como si ya conociesen y tuviesen perfectamente regulada toda esa profundidad y riqueza de los dones de Dios, como si hubiesen ya catalogado definitivamente todos los caminos, todas las modalidades de la acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia”.

Tengo que deciros, hijos míos, que esas personas existen, y que son —a mi juicio— los responsables del desprecio que, por desgracia, muchos sienten hoy por la lex ecclesiastica. Porque esos falsos doctores se comportan como si el carisma naciera de la norma jurídica, como si el traje engendrara el cuerpo, como si la forma precediera a la materia (n. 76)

En estas fases preliminares del próximo Concilio Ecuménico Vaticano II —por el que todos nosotros, en fervorosa unión de intenciones con el Santo Padre Juan XXIII, estamos pidiendo la asistencia especial del Espíritu Santo, y ofreciendo diarias mortificaciones— se dedica particular atención al tema del laicado: a su espiritualidad y a su misión apostólica.

¡Si vierais cuánto me alegro de que el Concilio vaya a ocuparse de estos temas, que desde el año 1928 llenan nuestra vida! Doy gracias a Dios Nuestro Señor, por la parte que la Obra —su vida, su espiritualidad, sus apostolados— haya podido tener, junto con otras beneméritas Asociaciones de fieles, en la provocación de este fenómeno de profundización teológica, que sin duda traerá grandes bienes a la Iglesia. Y agradezco también al Señor que haya dado ocasión a varios hermanos vuestros de colaborar directa e intensamente en estos trabajos (n. 92)

Hijos míos, ya comprenderéis bien que no se trata en absoluto de intentar forzar la decisión de la Santa Sede, ni tampoco de polemizar con quienes sean llamados a estudiar este problema. (...) Hijas e hijos míos, he servido y amado a la Iglesia y al Papa con todo el ardor de mí corazón; y a veces, en la presencia del Señor, considero que este amor y este servicio —opere et veritate (I loann. III, 18), con pruebas externas de realidad y de verdad— son tan grandes como las del alma que más ame y más sirva.

Pienso, por eso, que nadie podrá honestamente dudar de la rectitud de intención con que acudiremos de nuevo, a la hora oportuna, ante la Santa Sede. A ella someteremos con ilimitada confianza filial los motivos y las razones que tenemos, para hacer viable primero y, después, más eficaz nuestro mejor servicio a la Santa Iglesia y a las almas (nn. 94-95)

Y si, junto a la exposición de este problema espiritual —que afecta a la esencia misma de nuestra vocación—, sugerimos y razonamos también la solución técnica que juzgamos más adecuada, es porque queremos evitar que nadie nos englobe, con superficial apreciación del problema, en el grupo de ésos que el realismo administrativo de la Curia Romana da a veces en llamar misticismos proféticos, creadores de imaginarios problemas insolubles. No, hijos míos —prosigue—; bien sabéis vosotros que no es ése nuestro caso. No inventamos problemas, ni pretendemos soluciones imposibles.

Tenemos, ciertamente, clara conciencia del carisma grande —don de Dios, thesaurus absconditus (cfr. Matth. XIII, 44)— con que la misericordia de Dios ha querido llenar y transformar nuestra vida. Pero esa vocación específica, secular y laical, no es una construcción imaginaria, o un falso misticismo, ni tampoco una idea profética, nacida y anidada en la inteligencia de un estudioso de teología, sin más consistencia real que la abstracta de una idea.

Nuestra vocación es una realidad viva, encarnada en la diaria existencia de muchísimas personas de condiciones, naciones, lenguas, y razas tan distintas, que, dispersas por el mundo, trabajan en servicio de la Iglesia, creen, aman y rezan, trabajan, sonríen y, mientras sirven siempre por amor de Jesucristo, esperan.

Este es el realismo de nuestra vocación y, por tanto, del problema verdadero que la fidelidad a esa vocación plantea, que nos lleva ardientemente a desear la solución jurídica definitiva necesaria, que humildemente sugerimos (nn. 95-96)

(Ese poner todos los medios, esa insistencia, es) un problema de conciencia: no quiero que se condene mi alma, ni las vuestras, por no suplicar y pedir filialmente, por ser yo con vosotros canes muti, non valentes latrare (Isai. LVI, 10); como perros mudos, que no se atreven a ladrar, defendiendo el tesoro de su Señor (n. 96)

¡No admitáis, pues, ningún pensamiento de duda o de temor! Estad seguros: lo que queremos es de Dios, y va bien para servirle en todas las circunstancias, porque no somos sólo para esta edad, sino para cualquier época, para cualquier lugar (n. 99)

Cuantas veces razono sobre mi pequeñez y sobre el prodigioso desarrollo de la Obra en el mundo, siempre llego a concluir con este pensamiento, que tanto me ayuda a descansar en Dios: un hombre solo, y menos yo, no puede hacer esto: digitus Dei est hic (Exod. VIII, 19); aquí está bien clara la mano de Dios.

De nuevo, hijos míos, en este momento crucial de la fundación de la Obra, ante ese modo razonable de movernos para salvar la naturaleza específica de nuestra vocación, el Señor nos llena el alma de paz y de certeza; y nos recuerda —fui tecum in ómnibus ubicumque ambulasti (II Reg. VII, 9)— que ha estado siempre a nuestro lado, desde el primer día, aun en medio de las más tremendas tormentas (n. 100)

¡Hijos míos! Con renovado amor a la Iglesia Santa, vamos a hacer lo que sobrenatural y humanamente podemos, para proporcionar a esta muchedumbre de la Obra —de la que somos directamente responsables— el pan de su fidelidad a la vocación. ¡Lo demás lo hará el Señor! Repetidle: ecce nos reliquimus omnia, et secuti sumus te, quid ergo erit nobis? (Matth. XIX, 27). Señor, haz una de las tuyas: que se vea que eres Tú (n. 102)