Así me hicieron numerario de 14 años

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Por Miguel L., 1.04.2005


Tenía 14 años en 1983 y había estudiado desde pequeño en un colegio del Opus Dei.

Tal vez como consecuencia de haber estudiado en colegio no mixto –sólo para chicos- nunca había llegado a tener ninguna clase de relación con ninguna chica de mi edad, excepto –claro está- la relación propia entre primos y primas. Y fue precisamente entonces, cuando mis compañeros empezaban a salir y tener amigas -como es normal en esa etapa de la vida- el momento en el que yo llegué a conocer y frecuentar un centro de la obra.

Algunos de mis compañeros de clase habían comenzado a ir a ese club algunos meses antes que yo. De puertas afuera era un centro “cultural”. En él vivían universitarios numerarios , algunos de los cuales eran mis propios profesores del colegio, y este descubrimiento supuso algo muy novedoso para mí.

Las tardes yo las aprovechaba mejor en el club que en mi casa puesto que en el club conseguía estudiar más y mejor. Allí no existía la tentación de ponerse a ver la televisión y era más difícil que me distrajera con cualquier cosa ajena a mis estudios. Había orden y tranquilidad en la sala de estudio. Además, los estudiantes universitarios que allí vivían, en vez de estudiar en sus propias habitaciones, bajaban a la misma sala de estudio que nosotros, los chavales de 14, 15 años y siempre te echaban una mano con tus propios deberes del colegio si les pedías ayuda. Había varios ingenieros que sabían mucho de matemáticas...

¿En qué otro lugar hay universitarios dispuestos a explicar matemáticas con paciencia, amabilidad y sin cobrar dinero?

Como ya sabéis –pero yo ignoraba- estos universitarios no nos dedicaban tiempo, afecto y amistad desinteresadamente. Todas las actividades del centro tenían un prioritario fin apostólico que finalmente se concretaba en un fin proselitista prioritario: encontrar a ese tipo de estudiantes que cumplan los requisitos para pedir la admisión a la obra como numerarios ( no voy a hablar aquí de esos requisitos –posición, familia, etc.-)

Al desconocer el funcionamiento de la organización, del Opus Dei, yo ni siquiera podía sospechar que desde el primer momento que puse el pie en esa casa, muy probablemente ya fui observado y analizado con el objeto de comprobar si yo –una nueva cara que aparece por el centro- podría reunir las condiciones a las que me he referido en el anterior párrafo. Es verdad que mis profesores ya me conocían algo, pero en el colegio existe un distanciamiento natural entre profesores y alumnos.

Aquí en el centro esta distancia podía desaparecer y yo podría ser cómodamente observado y conducido. Así que desde el primer momento, sin duda, hubo personas que me echaron el ojo y fueron pensando en ir atrayéndome más y más a la vida del centro, en ganarse mi confianza mediante la amistad y el trato personal, y que sin duda también rezaban por mí, para que yo diera un resultado “óptimo” después del “tratamiento”.

Esto del “tratamiento” habría que explicarlo para quien no lo sepa. Resumiéndolo un poco, una persona que no ha tenido contacto alguno con la obra, si se ve que tiene materia prima ( otra vez las famosas condiciones) para llegar a pitar, ha de seguir un proceso, algo así como el diamante en bruto que hay que lavar, rascar, liberar de adherencias inservibles y finalmente tallar hasta conseguir el brillante deseado.

¿Cómo se lleva a cabo este tratamiento?

Es preciso que alguien de la obra te “trate” , esto es, hacerse cargo de tu seguimiento, haciéndose amigo tuyo para conseguir así tu atención, para meterse en tu vida, para poder invitarte y hacer que frecuentes el club. El tratamiento continua con los medios de formación, y las charlas con el cura del centro. Pero bueno... hay que ir paso a paso, y hay que ir viendo cómo el sujeto va respondiendo a cada nueva etapa del proceso. Todo cuenta para ir evaluando si vale o no vale.

Así que empezaron a llamarme para participar en planes interesantes, salidas en coche , excursiones, etc.

Cuando se ganaron suficientemente mi confianza, empezaron a invitarme a actividades de tipo religioso: meditaciones, charlas, etc.

Recuerdo que un amigo de mi propia clase, que ya estaba mucho más integrado que yo en la vida del centro, era quien me solía llamar por teléfono para invitarme a las meditaciones de los sábados

Evidentemente, como esas personas, los residentes del club que más trato tenían contigo, te habían dedicado tiempo y ya se estaban ganando tu aprecio y confianza, lo natural era aceptar cuando te proponían asistir a un medio de formación religiosa. Decir que no, hubiera sido muy egoísta y un poco violento para mí; hubiera sido como decirles: “de vosotros, del club, sólo me interesa lo que me conviene, divierte o lo que me entretiene, pero no el asunto de la religión”. Evidentemente, cuando algún chico tenía interés nulo o aversión a los medios de formación espiritual, no se le invitaba ni era bienvenido ya que incluso podría entorpecer la labor proselitista del centro.

Me hice amigo del sacerdote de esa casa, que también era el profesor de religión de mi propio colegio. No sé cómo explicarlo, pero era un tipo de amistad de esos que puede ejercer cierta influencia emocional sobre ti. Tal vez porque te sentías querido, y notabas el afecto y el interés que ponía en ti.

Incluso el director de ese centro era uno de mis profesores. Aquí quiero recalcar que yo jamás había tenido “amigos” que me llevaran tantos años. Esto de tener “amigos” universitarios y un amigo sacerdote de más de 40 años era algo absolutamente nuevo en mi vida.

Por supuesto que mis padres tenían amistades y con algunas de ellas yo tenía más trato o confianza que con otras. Pero los amigos de mis padres nunca me habían llamado a mí para invitarme a un plan, a una excursión, a un partido de fútbol. Así que mis “amigos” mayores del club eran de un tipo desconocido para mí ciertamente.

Eran personas que me empezaban a tratar como a un hombre, no como a un niño. Contaban conmigo para hacer planes sin que yo tuviera la impresión de que aquello fuera un club infantil o una guardería. Aquello me fue haciendo pasar más y más tiempo fuera de mi propia casa, entre hombres. Eso te hacía sentirte mayor, más independiente. No me sorprende nada que la mayor parte de mis compañeros comenzaran a hacerse adictos al tabaco allí, en la sala de estudio o en la sala de estar: fumaban a sus anchas. En el colegio estaba prohibido fumar, pero en el club no estaba mal visto en absoluto.

Supongo que es en la adolescencia cuando uno se fija más en los mayores y tiene ganas de ser como ellos, de imitarles.

En ese centro de numerarios, vivían muchos de los profesores que me daban clase a mí. Por tanto tenías la sensación extraña de tener una doble relación con ellos. En el colegio eran exclusivamente profesores y –claro está- no te trataban como en el club, con la confianza y el afecto que se respiraba en el centro de la obra. Es muy curioso tener a esas personas como profesores del colegio durante la jornada, y por la tarde charlar o bromear tranquilamente con ellos en el club. Esas mismas personas te iban a poner la nota final de curso, y te habían puesto la tarea del cole para el día siguiente, o quizá te iban a poner ese examen tan difícil que te traía de cabeza al día siguiente.

Bueno, pues un día de aquel año, -yo tenía menos de 15-, era festivo y yo tuve una celebración familiar fuera de mi ciudad. Sigo sin saber ni explicarme cómo me pudieron localizar, puesto que recibí una llamada –no existían teléfonos móviles- estando en una casa en la cual yo jamás había puesto los pies hasta la fecha. Al teléfono, uno de los del club, me dijo que a ver si podía pasar esa misma tarde por el centro, que quería hablarme de algo. Me sorprendió mucho esa llamada, pero me fui para allí dejando a mi familia y a mis familiares volviendo a mi ciudad en autobús por mi cuenta.

Ya hacía unos pocos meses que yo asistía a meditaciones, círculo y confesión con el cura-amigo. El grado de confianza que yo experimentaba en aquel club fue muy grande, tal vez no lo pueda comprender alguien que no lo haya frecuentado un centro así. Sin duda tendrá que ver con ello el hecho de que con algunas de las personas de ese lugar, yo tenía conversaciones acerca de temas personales: mi vida, mis problemas, mi conciencia, mis defectos o mis pecados –ya que yo me confesaba allí, con el cura, en su propia habitación, arrodillándome en el suelo frente a él sentado en su sillón. Y además, lo cierto es que unos cuantos residentes me caían muy bien y me encantaba hablar con ellos.

Me presenté en el club aquella tarde. Me recibieron en la habitación llamada "dirección" y me senté a solas, cara a cara con el universitario con el que yo tenía más amistad, y por quien yo también sentía cierta admiración.

Me empezó a hablar de algo que me llegaba totalmente por sorpresa.

Me habló de mi vocación al Opus Dei. Empezó a hacerme ver que no era por casualidad que yo hubiera conocido ese centro del Opus Dei y que hubiera tenido la suerte de tener padres católicos que me hubieran enviado a un colegio de la Obra. Según él, Dios me había dado más y por tanto me pedía más que a la gente normal: una vida de más entrega, y me daba a entender que el momento de entregarme había llegado para mí porque me estaba proponiendo el hacerme de la obra. Me explicó más o menos qué es un numerario y a qué se compromete. ¡Me estaba proponiendo que yo me hiciera numerario!. (No llegó a explicarme nada acerca de la vocación para supernumerario o agregado).

Es decir, aquella tarde no se me explicó cuáles son los tipos de miembros que hay en el Opus Dei. Evidentemente yo no pedí que se me explicara porque no sabía que en aquel momento era ésa una información que me podía interesar. Probablemente yo ni siquiera había oído la palabra “agregado”. Seguramente sí que sabía que los “supernumerarios” eran miembros de la obra que se casaban, porque el director de mi colegio estaba casado y yo sabía que era de la organización.

Y es que a mis catorce años, yo disfrutaba de mis aficiones, el deporte, mis amigos, etc. y no sabía qué había que hacer para pertenecer a la Obra, porque no me lo había planteado jamás. No era un tema que me preocupara y no tenía una curiosidad especial sobre esta cuestión, por tanto no había indagado ni preguntado nada a nadie.

Eso sí, había notado que algunos de mis compañeros, los que estaban en mi clase y venían al club, tenían un “status” –por llamarlo de alguna forma, ahora me explicaré- superior al mío en el club. No solo tenían un trato de más familiaridad y afecto sino que también tenían el derecho de pasar a la zona de la casa reservada solo a los que vivían en la casa ( la zona propiamente residencial, con habitaciones, comedor, etc.). Incluso a veces eran invitados a comer o a cenar con todos los universitarios residentes. Yo, como la mayoría de los estudiantes que no vivíamos allí, no pasaba a la zona estrictamente residencial porque me lo habían explicado, y lo comprendí perfectamente: los residentes tienen derecho a cierta zona reservada exclusivamente para ellos en su propia casa, una zona libre de estudiantes de fuera. Bastante hacían con dejarnos ir a estudiar y estar en la parte no reservada.

Aún y todo, yo tenía una natural curiosidad, no sabía qué habían hecho esos amigos míos para tener ese privilegio. Pero tampoco se lo pregunté a ellos. Era una de esas cosas que da cierto pudor preguntar. Por poner un ejemplo, es como si le preguntara yo a un amigo: ¿por qué tienes más amistad con fulanito que conmigo?

Yo pensaba que era simplemente una cuestión del tiempo que se llevaba yendo por el club. Esos amigos llevaban más tiempo que yo yendo por el club, así que conocían mejor a los de la casa, y recíprocamente, eran mejor conocidos por los de la casa, así que yo suponía que en cierto momento, de forma natural, un buen día fueron invitados a pasar un rato, o tal vez fueron invitados a comer, y eso les otorgaba automáticamente el nuevo “status”.

Volviendo a la conversación en el cuarto de dirección, imaginad la sorpresa que yo me llevé. ¡Y qué miedo! La decisión que se esperaba de mí era una decisión seria, la de un hombre que decide su vida, que entrega su vida y es consecuente con su promesa. Lo que más me preocupaba es que si yo decía que sí, debería permanecer célibe toda mi vida: no tendría jamás novia, mujer o hijos, así que.. ¡vaya!... se trataba de la única decisión realmente importante que yo había que tenido que tomar en toda mi vida.

Imagino que una persona ajena al opus dei, o que nunca haya pasado por esta experiencia , tal vez no pueda comprender la intensidad del momento. Puede parecer que una conversación así no puede comprometer tanto tu vida y menos cuando eres tan joven. Puede parecer que no pudiera ser algo a tomar tan en serio en aquel momento. Pero todos los ex que me estáis leyendo sabéis perfectamente que sí es una decisión comprometedora, no menos importante que el “sí” matrimonial que se pronuncia en el altar.

No me preguntéis cuáles son los mecanismos psicológicos que nos hicieron verlo y sentirlo así. Los que habéis pasado por este trance, supongo que estaréis bastante de acuerdo en admitir que la decisión que tomamos en aquel día, lugar y hora –el día de nuestro pitaje- fue totalmente comprometedora para nosotros, y fuimos conscientes de ello. Seguramente porque era una promesa de entrega total a Dios y encima con testigos, con carta y con firma.

Y supongo que además por cuestión de la sugestión, un tema que me gustaría que fuera tratado por gente que sepa de ello, para aclarar más las cosas, y para explicar qué parte juega la sugestión en todo este asunto porque yo no soy psicólogo ni nada parecido. No voy a entretenerme a divagar ahora entre la relación que hay entre la sugestión y el engaño ni en la cuestión moral del asunto, pero creo que algo interesante se sacaría de un debate entorno a ese tema.

Pregunta: ¿cuanto tiempo solemos requerir para tomar una decisión vital? ¿Cuánto tiempo se toma una persona adulta para decidir cuándo y con quién quiere casarse?

No contestaré a estas preguntas. No hay una respuesta exacta. ¿Quién tomaría libremente una decisión así en pocas horas sin que hubiera una causa grave que le apremiara, y por si fuera poco, sintiendo además la presión, la coacción, de otras personas?. ¿No sería ello una temeridad?

Después de más de una hora, ese universitario salió del cuarto y dejó su puesto a otra persona. No recuerdo si en total fueron 4 o 5 personas las que así se fueron turnando y me fueron hablando ininterrumpidamente a lo largo de la tarde, excepto uno o dos ratos (de menos de 15 minutos aproximadamente) de soledad en el oratorio. Fue una sesión maratoniana. Yo, naturalmente fui fatigándome mucho más que ellos.

Las dos últimas personas con la que hablé en aquellas horas fueron el sacerdote (que ya he dicho que era un amigo especial, realmente yo tenía un afecto muy especial por él) y el director del club, así que todo había ido de menos a más: empezó hablándome la persona más cercana a mí y acabé hablando con el director de la casa, el cual ya he dicho que era uno de mis profesores en el colegio.

Ni merienda ni nada. Los únicos "respiros" que tuve fueron porque me invitaron una o dos veces a pasar al oratorio Me propusieron hacer oración, hablar directamente con Jesucristo en el sagrario. A pedirle ayuda, a pedirle luz. A pedirle que yo “viera” que ser numerario era lo que Jesús me pedía.

Yo traté entonces, con mucha preocupación y miedo, de poner en orden todo ese caos, ese vértigo que daba vueltas y más vueltas en mi cabeza, y que se había introducido inesperadamente en mi vida aquella misma tarde, tratando de hablar con Jesús en el sagrario, tratando de oír algo, o "ver" una señal, una indicación, una prueba de que Él me pedía dar ese paso. Llegué hasta el extremo de pedir a Jesús que hiciera moverse algún objeto del oratorio o que se encendiera espontáneamente alguna de las velas sobre el altar. Me sentía tan solo y asustado... Sentía angustia. Una angustia que yo jamás había experimentado. Cierto que no estaba solo, allí estaba Jesús en el sagrario, pero para mí estaba dentro de una caja y yo no podía penetrar en ella y hablar directamente con Jesús. ¿Cómo podía yo saber con certeza si cualquier insinuación que yo creyera proceder de Jesús en el sagrario, no era mero producto de mi sugestión o de la influencia de las conversaciones que yo acababa de tener habían ejercido sobre mi mente? ¿Cómo saber la verdad? ¿ Cómo saber la verdad urgentemente?

Cuando salí del oratorio y ellos volvieron a la carga, yo respondí honestamente que yo no veía nada claro. Incluso les dije que en esos momentos que había pasado a solas en el oratorio se me había pasado por la cabeza el pedir a Dios una señal de que Él ciertamente era quien me pedía esa entrega total, como la de una vela que se enciende espontáneamente. Me respondió el cura que no me hiciera tantas ilusiones. ¿Quién era yo para exigir un milagro a Dios y más aún cuando la vocación ya es un regalo por el que una persona debería sentirse agradecidísimo?. Además, ¿qué mérito tendría el que yo me entregara tras ver un milagro? Me sentí estúpido al haber reconocido ante el cura que yo había pedido esa señal. Y es que al oír su respuesta y ver su cara, me pareció de golpe, que mi pretensión había sido infantil y me sentí avergonzado, pero el cura no le prestó importancia ya que él quería llevarme por otros terrenos utilizando otros argumentos y –parece ser- no había mucho tiempo que perder.

Al final dije que sí. No llegué a descubrir ninguna señal especial, ni ninguna llamada especial dentro de mí. ¿Por qué dije que sí entonces? Pues probablemente porque ellos “eran más y mejores”. Ellos habían hablado ya a muchos chavales y contaban con esa experiencia: sabían qué argumentos convenía sacar en el momento oportuno de la conversación. Me conocían bien y probablemente habían planificado cómo tratarme y qué decirme, no solamente aquella tarde, sino en los días y semanas precedentes. Sin yo saberlo me habían ido conduciendo hasta ese momento crucial que a mí me cogía totalmente desprevenido, a ellos no.

Probablemente tras 4 o 5 horas de semejante sesión consiguieron doblegarme, sugestionarme o convencerme -jamás personas adultas me habían hablado de aquella manera-, y para mí no eran personas cualesquiera como ya he dicho. Yo confiaba mucho en ellas y además tenían influencia directa sobre mí. Dos de ellos, el cura y el director eran profesores de mi propio colegio, como he dicho. Otra razón que me decidió a decir que sí, fue que avanzada ya la sesión y tal vez como recurso final para arrancarme el sí, me revelaron que mis amigos de clase (unos cinco o seis), con los que iba cada tarde a estudiar a ese centro (esos que sí tenían derecho a pasar a la zona “prohibida” – esto es, la zona residencial-), ya eran numerarios desde hacía semanas o meses. ¡Y yo no tenía ni idea!.

Así que me quedé con sensación de ser el último del grupo y el más despistado por añadidura - al no haberme enterado-, algo que había que remediar cuanto antes, subiéndome el último al carro pero con dignidad y no menos valentía que la de mis compañeros.

Como he dicho, aquella sesión continua en la que los argumentos para que me decidiera a ser numerario se sucedían uno tras otro sin parar, duró bastante. Más o menos desde las cinco o seis de la tarde hasta las once de la noche, hora en la que escribí la carta al Padre. Era tan tarde cuando terminé, que me llevaron a casa en coche.

Ya había pasado todo, ahora me felicitaban y sonreían muy contentos, yo era uno más de la familia, como un recién nacido. Y los abrazos y sonrisas ya eran de otro tipo... se notaba que éste era el famoso paso que había que dar para que trataran tan bien y te dejaran pasar a la zona X.

Al día siguiente me empecé a preguntar por qué no me habían hablado de la posibilidad de ser supernumerario ( y por tanto ser miembro del Opus Dei pero sin renunciar a casarme). Y claro, no supe qué contestarme. Imaginé que los numerarios tenían una categoría especial ( me habían dicho que ser numerario era como ser apóstol de Cristo, uno de aquellos doce privilegiados que entregaron todo pero vivían junto a El) y que de alguna forma aquellas personas habían descubierto que yo tenía cualidades para ser numerario y no quedarme en solamente supernumerario. Pero éstas eran ya consideraciones posteriores puesto que antes de pitar yo no había tenido la oportunidad de informarme sobre las diferencias entre la vocación de un numerario, supernumerario o agregado. Ellos eligieron mi vocación. Yo no.

Mi incorporación al Opus Dei cambió totalmente mi vida.

¿Tuve la ocasión de hablar de algo tan importante para mí , con mis propios padres antes de decidirme? Claro que no. No vi a mis padres ni se me sugirió que los llamara, durante aquella tarde. ¿Qué hubiera pasado si no me hubieran atosigado tanto y yo hubiera podido ir a casa para pensar mi decisión con paz, con tiempo? Como he dicho, sí tuve ocasión de hablarlo con Dios. Pero ¿en qué condiciones? Con aquella gente esperándome fuera del oratorio a que les diera la respuesta definitiva. ¿Qué problema había en que yo dialogara con Jesucristo en el sagrario con más calma, no sólo en aquellos ratitos en los que todo me dio vueltas en la cabeza sino durante una semana, o durante varias semanas o meses? ¿No se dice que es bueno el silencio y el recogimiento para orar? El ruido que yo tenía en mi cabeza en aquellos momentos que me concedieron para orar , el desasosiego, los nervios, ciertamente no son las mejores condiciones para rezar y tomar decisiones. Pero bueno, no voy a insistir más. Aquella gente llevaba a cabo regularmente y con éxito esta técnica de acoso y derribo a los menores de edad y creo que les daba resultados positivos.

Creo que si el Opus Dei continúa aprobando esta forma de proceder, esta manera torticera y mezquina de captar socios entre los menores de edad –los cuales tienen menos autonomía intelectual y menos recursos para no verse influidos o presionados- yo estoy en absoluto desacuerdo y estoy rotundamente convencido de que es un proceder inmoral.

Pienso que se cometió una grandísima injusticia y un gran abuso conmigo. La convicción de que yo entré en la obra de una manera rara y sospechosa, a toda prisa y sin que yo realmente hubiera sentido una llamada especial a esa forma de vivir, es lo que a la larga me ayudó a salir de allí 10 años después, porque Dios nos ha dotado de razón y de inteligencia, y ésta me daba a entender que yo realmente no había entrado debidamente informado y libremente.

Yo nunca llegué a pertenecer al consejo local de un centro (el grupo que dirige un centro de la obra compuesto por director, subdirector, secretario y sacerdote), por tanto no puedo saber cuál es el mecanismo interno de ese grupo y exactamente cómo se planea y decide que se ha de hablar a un chaval para que pite. Probablemente alguno de vosotros sí habéis pertenecido a consejos locales y lo sabéis mucho mejor que yo. Así que, en lo que voy a decir ahora muy bien podría equivocarme, pero tengo la seguridad de que no andaré muy equivocado y – en todo caso- aquellos de vosotros que hayáis pertenecido a un consejo local podréis decirme –os lo pido y os lo agradezco- si estoy en lo cierto o no.

¿De qué manera un consejo local decide que se hable a un joven -por ejemplo de 14 o 15 años- para pitar? ¿Qué criterios se siguen? ¿Qué valoraciones se hacen? ¿Qué normas dejó indicadas el fundador –si es que las dejó escritas-?

Yo no puedo responderos a estas preguntas. Mi humilde opinión es que el consejo local no pone la libertad del joven en cuestión por encima de las necesidades proselitistas del centro y de la institución Opus Dei. El consejo local no ayuda al joven ni lo estimula para que conozca los diferentes caminos que existen en la iglesia para ir hacia Dios, a que realmente encuentre su propio camino en la vida y que sea fiel a Dios, y feliz, sea cual fuere la llamada de Dios o la voluntad del propio joven. En vez de respetar la sagrada libertad de cada persona, el consejo local de alguna forma se atribuye facultades divinas: el derecho a pensar que ellos mismos tienen claro lo que Dios quiere que se haga.

El consejo local evalúa las condiciones del sujeto para ser numerario y si el chico las cumple, ellos asumen que entonces es Dios quien se las ha dado y por tanto sólo resta saber si tiene la generosidad suficiente para dar el paso final: el sí. Si el chaval finalmente dice “sí” es porque Dios le ha dado la gracia y la generosidad suficiente para entregarse, prueba bastante clara de que se había acertado en la elección del candidato.

A mí me costaría realmente creer que los consejos locales son plenamente conscientes del error que hay detrás de este planteamiento a todas luces equivocado y que atenta tan claramente contra la libertad personal, al arrogarse una especie de infalibilidad Papal doméstica. Pienso que en todo este asunto, los propios directores están también sugestionados y por eso ponen tanto empeño, tanto interés y tantos medios. El problema es que se comete un abuso y no hay una objetiva justificación de los medios que se emplean para el pitaje –que es el fin- Pero la sugestión, o el creer erróneamente que se conoce qué es lo bueno y qué es lo verdadero, pueden hacer que la objetividad se pierda y que ellos sí vean justificación en los medios que emplean. Así que no me queda más remedio que llegar finalmente a la consideración de la conciencia de cada uno, ese último recurso muy espiritual a veces, pero muy “animal” a veces también que hace que se nos revuelvan las tripas al ser testigos de un hecho aborrecible. Gracias a la conciencia detectamos el mal sin tener que ejecutar largos o complicados razonamientos mentales. Simplemente lo vemos, lo sentimos. Pero por desgracia sabemos que incluso la conciencia puede ser manipulada o corrompida. Así que tampoco es infalible.

No he sabido condensar todo lo que quería decir en menos espacio. Siento que este escrito me haya salido tan largo finalmente.

Si alguien piensa que he dicho algo que no es verdad o pudiera aclararme algo o explicarme algo para que yo lo entienda mejor, le estaré muy agradecido.

Me gustaría poder leer en este foro cómo fue el pitaje de otras personas para ver si el mío puede ser considerado un pitaje normal y corriente (de un chico de menos de 15 años) , y para ver si puedo encontrar similitudes o pautas generales al considerar varios casos.


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